Kitabı oku: «Arcadia», sayfa 3
Un lenguaje, eso era lo que a mi padre tanto le costaba adquirir, por lo que en contra de su arraigada costumbre de pereza intelectual, leyó de cabo a rabo los libros que Victor le había aconsejado y no volvió a ser el mismo.
Para que podamos hacernos una idea de la magnitud de la metamorfosis, es preciso que me remonte al pasado escolar del pobre Eros Marchesi, mi padre. De sus años de parvulario solo conserva un recuerdo confuso, pero hasta donde sabe, por entonces no daba más que satisfacciones y se lanzaba entusiasmado a cantar en el coro, devolver el balón o saltar dentro de unos aros; el resto del tiempo era más bueno que el pan y solo sacaba la lengua cuando se esmeraba en trazar las cuatro letras temblequeantes de su nombre. Pero todo se torció en el primer curso de primaria. El pequeño Eros empezó la escuela con su sonrisa confiada, su infatigable buena voluntad y la convicción de que esta bastaría para hacer bien las cosas. Pero por más empeño que ponía, todo le salía mal. O, para ser exactos, fracasaba en lo que parecía ser el punto más importante de su primer año de primaria: el aprendizaje de la lectura. Hasta que no le pidieron que las juntara, las letras no le plantearon ningún problema. Recitaba el alfabeto como un lorito y señalaba sin dificultad la x o la m en un abecedario en punto de cruz heredado de su abuela materna. Las palabras, en cambio, eran harina de otro costal, por no hablar de las frases. Y precisamente, por más que abriera unos ojos asustados, solo le hablaban de eso, de letras que formaban palabras que formaban frases, para todo el mundo menos para él. No, estoy exagerando, en enero, tres de los treinta alumnos de su clase aún no le habían pillado el tranquillo a la lectura: mi padre, una niña recién llegada que solo hablaba el comorense y un niño raro cuya cabeza puntiaguda le dejaba pocas posibilidades de tener un cerebro.
Por las mañanas, mi padre se preparaba para recibir las enseñanzas de la señorita Isnardon. Disponía sus útiles con meticulosidad encima del pequeño pupitre, abría el libro de lectura, cruzaba los brazos y aguzaba el oído. Pero era inútil. Las letras empezaban a moverse por la página de inmediato y las explicaciones estridentes de la señorita Isnardon solo avivaban el pánico que se apoderaba de él. Daniel llevaba la mula a la cuadra, la criada ponía sobre la mesa un asado humeante y unas cuantas mandarinas, Valérie se hacía daño con un pedernal, las ocas se dirigían a la charca, y aquello parecía no acabarse nunca. Menos mal que las ilustraciones de color sepia le ayudaban a entender algo de la vida bucólica que llevaban Daniel y Valérie, porque de lo contrario habría prorrumpido en sollozos. Cuando la maestra le preguntaba, él respondía al azar, ayudándose de las imágenes, identificando una palabra por aquí y otra por allá. Acertaba una de cada mil veces, por lo que se granjeaba las miradas compadecidas de la señorita Isnardon y las carcajadas menos caritativas de sus condiscípulos. En abril, hasta la niña comorense había entendido de qué iba la cosa y balbuceaba lanzándole miradas triunfales: «Daniel golpea la rata con un remo y la mata». Porque Daniel era cruel, pero ella no le iba a la zaga.
Mi padre debía lidiar con toda clase de dificultades. La primera de ellas residía en que para él algunas letras tenían colores y nadie los mencionaba nunca. Cuando se atrevió a hablar de la a como de la letra roja, la señorita Isnardon abrió unos ojos como platos y retomó su paciente discurso como si nada: «r y a, ra como en rata, r y e, re como en remo, ¿entiendes?». No, no entendía nada, salvo que el terrorífico Daniel había espachurrado a la rata con el remo. Pues ese era otro de sus problemas, no sabía qué grado de realidad atribuir a las frases que todo el mundo se esforzaba por leer a voces a su alrededor. Al final le tomó cariño a Valérie, con su trenza rubia, su muñeca y sus vestiditos. La mula, la cabra y las ocas le parecían asimismo dignas de afecto, y temblaba al verlas arrojarse estúpidamente al río, donde corrían el riesgo de ahogarse —sin contar con que allí las esperaba Daniel con su implacable remo. En la página del libro todo acababa mezclándose, los juegos inofensivos de Valérie, los brincos de la manada de ocas y las fechorías del terrorífico Daniel. Pese a que se concentraba, abría mucho los ojos y se humedecía el índice para seguir el renglón, las palabras cobraban aspecto de orugas procesionarias, con el centelleo engañoso de una vocal aquí y allá: el azul de la e, el naranja de la o… Entonces se detenía y dirigía una mirada descorazonada a la señorita Isnardon. Se daba cuenta de que algo se había abalanzado sobre él, de que existía un sistema, gigantesco y magmático, solo que los demás se las apañaban, daban forma a lo informe, descifraban los mensajes codificados enviados por Daniel y Valérie desde su pequeña explotación agrícola y restituían su sentido secreto.
Cuando la maestra los puso al corriente, mis abuelos terminaron por tomar conciencia de las dificultades que sufría su hijo e hicieron todo lo posible por solventarlas, multiplicando las lecturas en casa, con el niño en el regazo y el libro abierto sobre la mesa del salón. Por desgracia, al igual que en la escuela, Eros fracasó lastimosamente en sus intentos. «¿Pero que tiene este niño? ¿Es duro de mollera?». Es la pregunta que se hacían mis abuelos con ansiedad tras aquellas sesiones agotadoras para todo el mundo. Y es probable que mi padre fuese duro de mollera a pesar de tener un coeficiente intelectual normal que le permitía realizar operaciones aritméticas o memorizar tres estrofas de un poema —siempre y cuando se las leyesen, claro está. Tuviera o no un coeficiente intelectual normal, repitió curso al año siguiente, mientras que toda la cohorte de sus compañeros pasó a segundo directamente. El niño de la cabeza puntiaguda y ojos de lagarto también seguía allí, en su lugar habitual, al fondo del aula, y con un imperceptible parpadeo manifestó su complicidad y conmiseración a su compañero de infortunio. Este, afligido por aquella camaradería, estaba resuelto a trabajar por cuatro, pero la naturaleza de lo que debía asimilar seguía escapando a su comprensión. Por suerte para Eros, el niño del cráneo puntiagudo murió en noviembre, de golpe, enhiesto en su silla y sin que se notara. El corazón, que sin duda tenía igual de atrofiado que el cerebro, se negó a que la rueda siguiera girando y puso fin a la mísera vida de Jean-Louis, que así se llamaba el niño. Eros fue el único que se dio cuenta de que estaba más rígido de lo normal y de que sus ojos de lagarto se habían vuelto opacos. ¿Qué hacer? Superando su timidez, se deslizó discretamente hasta la mesa de la señorita Isnardon y le susurró al oído:
—Señorita, Jean-Louis está muerto.
Contra todas sus expectativas y temores, la señorita Isnardon se echó a reír de buena gana, reaccionando a lo que consideraba una tentativa de broma y sobre todo incapaz de imaginar que a un niño de siete años pudiera sobrevenirle la muerte en un lugar tan poco apropiado:
—¡Pero qué va estar muerto! Ya sabes que él es así: bueno y tranquilo. No como otros…
Y aprovechó para fulminar con la mirada al grupito de parlanchines impenitentes, pues no todos los días se podía tomar como ejemplo al pobre Jean-Louis. Pero en ese preciso momento, el infeliz cayó al fin de la silla, causando un desparramamiento de objetos diversos y desasosegantes: unas tijeras de podar, tuercas, una granada de humo y botellines de ron. La muerte inopinada de Jean-Louis revelaba que este tenía probablemente una vida interior y que incluso estaba preparando su propia versión de la matanza de Columbine, indignado tras meses de fracaso y humillaciones escolares. Quién sabe si el estrés de los preparativos no había precipitado su desaparición. Sea como fuere, el fallecimiento obró en Eros como un fortísimo golpe de remo asestado por el terrorífico Daniel. Donde ninguna lección, ningún método ni ningún libro de texto habían funcionado, la muerte de Jean-Louis fue todo un éxito: las letras dejaron de parpadear, las sílabas de intercambiarse y las palabras de entrechocar. Leía, como si de forma brutal y trágica le hubieran abierto los ojos. Entretanto, sus padres recibieron el sabio diagnóstico de su médico de cabecera: su hijito era disléxico y profundamente disortográfico. Quizá se libraría del analfabetismo, pero la lengua escrita siempre sería un escollo gigantesco para él.
De modo que resulta comprensible que, cuarenta años después, adopte de inmediato la idea de prescindir de las palabras y recurrir a las flores para comunicarse. Pese a que se las ve y se las desea para descifrarlos, los dos volúmenes de La botánica de las damas resultan ser una mina de información. Por supuesto, es consciente de que los ciclámenes y los geranios lo limitan a la expresión de sentimientos y emociones, pero algo es algo. Además, no pierde la esperanza de idear un código floral más elaborado que el que ha aprendido apasionadamente gracias a Odette Garnier, Victor Ravannas y la felizmente llamada Roselyne Saniette, autora de su nueva biblia.
Ahora se dedica a vender ramos confeccionados de antemano, que acompaña con un rectángulo de cartulina escrito de su puño y letra, pese a las dificultades que le conocemos. Así, un ramo de lirios encarnados, hortensias blancas y anémonas azules significará: pese a que es coqueta y sus caprichos me apenan, conserva usted mi confianza; mientras que los lirios morados y los alhelíes de color fuego destilan la dicha de amar —hoy más que ayer pero menos que mañana.
Mi padre es asimismo capaz de adaptarse a la complicada vida sentimental de sus clientes y ofrecerles arreglos florales personalizados. Pedir disculpas o una cita, llamar a la prudencia, lamentar una indiscreción o una calumnia: las flores pueden expresarlo todo y no se abstienen de hacerlo. Por otra parte, mi padre se ve enseguida abrumado de trabajo porque, no contentos con encargarle flores, los clientes se desahogan con él.
—Verá, señor Marchesi, es que tengo muy mala pata: siempre me topo con heterosexuales que solo quieren saber qué se siente al acostarse con otro tío, así, solo una vez. Pero yo les tomo cariño, no me pueden impedir que les tome cariño, ¿verdad?
—No claro, no se puede.
—Así que siempre lo acabo pasando fatal.
—Le voy a poner unas campánulas. Y unas gencianas amarillas.
Al final, el ramo termina pareciendo una prescripción en lugar de una tentativa de comunicación con la persona amada: margaritas rosas para el amante incomprendido, coreopsis amarillas para el rival desafortunado, bocas de dragón de todos los colores para aquel que desea que se reúnan con él cuanto antes. La delicadeza y la paciencia de mi padre hacen maravillas con las almas en pena y su puesto está siempre lleno los domingos. Yo me encargo de ayudarlo y compongo un ramo tras otro, atando a los tallos de las calas, las capuchinas o los jacintos una tarjetita con su respectiva traducción: escuche su alma, no puede amar más, la esperanza que me da me llena de alegría. Mientras tanto, mi padre sostiene la mano de un cliente desconsolado y le insta a curarse con flores. Al final, ha hallado su camino y una nueva fuente de ingresos para Liberty House: entre los ramos con mensaje y las consultas psicológicas, mi padre reporta a la comunidad sumas cada vez más considerables. Sin embargo, todo ello dista de ser suficiente. Aunque, como nos repite hasta la saciedad nuestro jefe espiritual, no todo el mundo puede trabajar, pero todo el mundo puede ganar dinero, y estoy viendo que voy a tener que volver a otro de sus memorables sermones.
6. Los escuadrones del amor
Ese día, en la capilla, los radiadores de hierro fundido con motivos florales se afanan por hacernos entrar en calor en medio de abundantes gorgoteos y ruidos de agua en movimiento. Mi abuela acaba de llegar de unas vacaciones en Formentera y derrocha energía. Comparada con ella, a mi madre se la ve más escuálida que nunca, pero no nos equivoquemos: se encuentra estupendamente y nos enterrará a todos, incluida a mí, puesto que ahora se ahorra todo esfuerzo o quebradero de cabeza. Arcady sube a la tarima con una cara de preocupación que me alarma un poco, pues es despreocupado y alegre por naturaleza. En lugar del habitual fajo amarillento de pseudonotas, lleva una especie de voluminoso registro, que coloca sobre el escritorio sin dejar de lado la expresión grave.
—Las cuentas no son nada buenas. Si esto sigue así, no sé cómo vamos a seguir.
No repara en la incongruencia de la frase, al igual que los asistentes, quienes, para no variar, le prestan una atención distraída. Está visto que soy la única que se preocupa. Mi abuela se rasca una costra en la tibia bronceada, Victor abrillanta el pomo del bastón, Dadah balancea ya la canosa cabeza y Daniel está pensando en las musarañas. ¿Daniel? Sí, ahí está, remo en ristre y dispuesto a espachurrar todas las ratas del mundo. Solo que en Liberty House no hay ratas y nuestro Daniel no es en absoluto el del libro de lectura, el de la granja, el de la mula, el de las ocas y la pequeña Valérie. No, se trata del ahijado de Victor, un chico desgarbado y huraño. Nunca he sabido muy bien qué esconde Victor tras ese padrinazgo; con toda probabilidad, prácticas eróticas y no miras puramente edificantes.
Sea como fuere, Daniel va siempre detrás de su padrino con una suerte de languidez lasciva y ostentosa, como si acabaran de salir del lecho nupcial. A mí todo eso me resulta bastante descortés para con Arcady, pero a este no se le pasaría por la cabeza reivindicar la exclusividad amorosa. Vuelvo al amor, que es precisamente mi tema, o mejor dicho, Arcady esa mañana de diciembre. De momento va por el balance contable, pero se ve a la legua que se aburre y tiene ganas de ir al grano. Ya está, clava su mirada en la mía, pero apenas me da tiempo a alegrarme cuando fulmina a Dadah con sus ojos claros antes de pasar a Cariñito, Gladys, Epifanio, Daniel, Kinbote, Coco, Jewel, Salo y todos los demás, todas sus ovejas, encogidas en el mismo sopor lanoso:
—Omnia vincit amor!
Aunque ninguno de nosotros es latinista, nos suena la máxima virgiliana, ya que Arcady la lleva tatuada entre los omóplatos y la repite a cada rato. El amor todo lo vence, de acuerdo, pero se diría que Arcady ha decidido convertirlo en un artefacto bélico, un arma no letal, pero arma a la postre, a fin de que la sociedad se adhiera a nuestras sabias visiones.
En Liberty House vivimos rodeados de amor: el que Arcady nos da y que a su vez nosotros le devolvemos, pero también el que nosotros sentimos unos por otros a pesar de la exasperación que indefectiblemente suscita la vida en comunidad. Nosotros… Pretendo poder decirlo sin que resulte ridículo, sin que ese pronombre remita a una estructura exangüe y atrofiada como la pareja o la familia. Diría incluso que mis comienzos en la vida han hecho de mí una especialista del «nosotros», a diferencia de la mayoría de la gente, que no tiene ni pajolera idea de lo que es y se pasa la vida sin imaginar que se pueda ser algo más que uno mismo. Yo he sido «nosotros» desde niña, y eso ayuda. No solo he compartido techo y comida con no menos de treinta personas de todas las edades y procedencias, sino que tuve que renunciar a mantener una relación privilegiada con mis padres y mi abuela, enseguida requeridos por nuevas combinaciones sentimentales y encantados con la súbita desregulación de su vida sexual; sin contar con que no me quedó otra que hacerme a la idea de que Arcady pertenecía a todos. De ahí que pueda decir «nosotros» sin resultar presuntuosa o incongruente. De ahí que no me sorprenda la nueva prédica de Arcady. Porque, en definitiva, ¿no está proponiéndonos que pongamos en práctica fuera de nuestra colonia lo que se experimenta dentro de esta, a saber, la entrega, el goce sin trabas ni condiciones, el amor, que solo puede ser completamente libre y desmedido? Tras dejar vagar mis pensamientos, fijo de nuevo mi atención en el orador, que también es el hombre de mi vida, aunque él se niegue a oírlo y la expresión carezca de sentido para él. Arcady está hablando de cómo va el mundo y el mundo va precisamente del revés por no haber comprendido que bastaría con amar, con ser algo atento y benévolo, con prodigar allá donde sea posible la fuerza irresistible del deseo y acabar así de una vez por todas con la barbarie.
—Cuando pienso en toda esa pobre gente que se mata entre sí…
Su mirada se torna ausente, su voz distraída y sus palabras imprecisas. No sabremos si está pensando en los recientes atentados o en la guerra en Siria, país del que procede. A menos que solo se limitara a nacer en él, dado que casi nunca nos habla de ello y deja que reine la confusión respecto a su genealogía y su historia personal, como si esta hubiera comenzado con Victor y Liberty House. Antes de eso, no sabemos nada, o no mucho: nació en Siria, vivió en El Líbano, en Suiza, en Polonia, es decir, en ninguna parte o, mejor dicho, en países de los que nadie sabe qué pensar. De todos modos, su patria es el amor, es Liberty House, somos nosotros. Por eso me late con fuerza el corazón al mirarlo y escucharlo, al unísono con sus propias emociones, su indignación, su piedad, su infinita tristeza ante las leyes absurdas que rigen la existencia. Estoy dentro de él como él está dentro de mí y como lo están todos los miembros de nuestra pequeña hermandad libertaria. El amor todo lo vence, lo sé porque he presenciado su triunfo contra la insensatez de mis padres, contra su sociopatía, su abulia, sus tendencias suicidas, sus estados depresivos, sus fobias polimorfas, su incapacidad tanto para criar a una hija como para proyectarse en un posible futuro. Amados y guiados por Arcady, los vi desplegar sus pequeñas almas arrugadas hasta convertirse en adultos tratables —aunque su madurez deja mucho que desear, pero bueno, ya me he acostumbrado y tengo madurez para tres.
Que vivamos a salvo de las nuevas tecnologías no significa que no nos llegue la actualidad: sus olas mueren al pie de las murallas de piedra a hueso que cercan la finca. Victor recibe a diario una prensa ecléctica y dedica sus mañanas a la lectura de Le Monde, La Croix y Le Figaro —sí, su eclecticismo se limita a esos tres rotativos, de los cuales podemos disponer una vez que el señor Espejo los ha examinado a conciencia, no sin arrugar y macular las páginas. No es que sea demasiado sucio ni que se le olvide secarse las manos, pero exuda constantemente algo así como un vaho grasiento. Solo por eso, suelo conformarme con los comentarios de los demás para estar al tanto de las noticias del día. Sobre todo porque en el colegio* puedo meterme en internet con facilidad y no me privo de hacerlo. Al fin y al cabo, no soy hipersensible, y aunque por nada del mundo lo reconocería delante de mis correligionarios, y mucho menos de mis pobres padres, no me entusiasma la idea de vivir en una zona blanca y daría lo que fuera por tener un iPhone. Pero bueno, las compensaciones de residir en Liberty House son tantas que no voy a lloriquear con el pretexto de que no me faciliten el acceso a las redes sociales. Tengo mis propias redes. Culebrean por debajo de las hayas y los fresnos, se cruzan con la ruta de los estorninos y los erizos, bordean prados, oquedales, cólquicos que despliegan con inocencia sus estambres ponzoñosos, zarzas que tienden con la misma inocencia la trampa de sus espinas negras. Soy feliz. No necesito Periscope, WhatsApp ni Snapchat.
Mientras dejaba vagar mis pensamientos una vez más, Arcady ha formulado su orden de misión: nos insta a salir al mundo para inundar de amor a todas las almas afligidas que encontraremos en él. Aunque el plan parezca sencillo y generoso, se trata en realidad de una campaña de captación y los ricos son nuestro principal objetivo. No es que no sea posible amar a diestro y siniestro, y Arcady, que folla sin distinción de género o edad, no deja de hacerlo, pero si queremos conservar nuestro hotel colectivo y nuestra apacible vida agreste debemos aprender a ser un poco más selectivos. Lo ideal sería sumar a nuestra causa a viudos millonarios o herederos malencarados que juzgarían útil emplear su inmensa fortuna en nosotros. Podrán objetarme que tenemos a Dadah, pero Dadah solo destina a la comunidad una ínfima parte de sus riquezas y se niega obstinadamente a incluir a Arcady en su testamento. Por no mencionar que se pasa la vida amenazándonos con abandonarnos para ir a colmar de dádivas a no sé qué sobrino, tan interesado como ingrato. La perennidad y la prosperidad del falansterio dependen de la diversificación de sus ingresos, y todos y cada uno de nosotros podemos contribuir a dicha diversificación.
—Sois mis escuadrones del amor —brama Arcady—. ¡Adelante, diseminaos por calles y plazas, abordad a la gente, habladles de lo que estamos intentando hacer aquí! ¡Están deseando que les hablen de amor, que se interesen por su alma, que les recuerden que tienen una! ¡Lo más probable es que lo hayan olvidado!
No le falta razón. En el mundo exterior, en el colegio, en el mercado, nadie me habla nunca de su alma o la mía. A mi lado Daniel se revuelve, suspira y me hace notar su impaciencia: «¿Estamos en misa o qué?», musita a mi complaciente oído. Pues sí, esto parece una misa, ¿y qué? Yo, que jamás he ido a una, he acabado impregnándome de la liturgia católica a fuerza de toparme por ahí con relicarios, vidas de santos o fotografías de monjas en beatitud. Sesenta años después de la marcha de las hermanas del Sagrado Corazón, los muros de Liberty House siguen oliendo a devoción, y el propio Arcady fue educado en los ritos de la iglesia ortodoxa siriaca. Aunque rara vez lo menciona, conserva de ello cierta afición por las doraduras, las barbas anilladas, las casullas púrpura y la prestidigitación: lo que se aprende en la cuna siempre dura. El año pasado, como consecuencia de una invasión de pulgones en el huerto, llegó incluso a pronunciar un exorcismo sacado de un manuscrito bilingüe grecoárabe con tapas negras de chagrín y estampaciones de oro que heredó de una tía cicládica. En nombre de los querubines y los serafines, conminó a veinte especies de bichos maléficos a abandonar las berenjenas y las coles chinas, y debo reconocer que los parásitos salieron disparados en el acto, probablemente aterrados ante la vehemencia de Arcady. A no ser que también ayudasen las vaporizaciones de jabón potásico.
En cualquier caso, he recibido mi plan de trabajo como los demás: si me cruzo con algún rico, tengo instrucciones expresas de seducirlo y traerlo a Liberty House, donde Arcady se encargará de remachar el clavo. En efecto, dada mi flagrante falta de carisma, es preferible que otros terminen la tarea en mi lugar. Veo que Daniel tiene tantas dudas como yo respecto a sus propios encantos. Cabe señalar aquí que nos parecemos mucho y que no es raro que nos tomen por hermanos: ambos somos altos, caballunos, de huesos grandes y morenos, además de compartir una androginia que genera confusión. Es más, para optimizar nuestras probabilidades de éxito, hemos resuelto ligar de manera conjunta. Con mis espaldas anchas de luchadora y mi bigote en ciernes, represento veinte años, cuando en realidad aún no he cumplido los quince, edad con la que tengo decidido celebrar mi desfloración por todo lo alto, a menos que Arcady rechace la participación activa que le reservo para tal ocasión. Si es así, dejaré para más adelante el desvirgamiento y me conformaré con el cumpleaños. Daniel, por su parte, tiene dieciséis años, pero carece de frescura adolescente. Al contrario, con sus andares lánguidos, su frente arrugada, su tez plomiza y su mirada mortecina, aparenta por lo menos diez años más. Por eso que no quede: el domingo me acompañará al mercado. Mientras Marqué vende flores y consejos sobre desarrollo personal, nosotros engatusaremos a los parroquianos, a poco que presenten algún signo exterior de riqueza. Nosotros también tenemos algo que venderles: nuestro evangelio libertario, además de nuestra juventud, claro está. Que se anden con cuidado los testigos de Jehová que pululan entre los puestos con sus folletos obsoletos y sus promesas del Reino. En el Reino vivimos Daniel y yo: existe, está aquí, a escasos kilómetros de este mercado meridional; no necesitamos prometerlo, solo conducir hasta él a nuestras presas anuentes, todos esos rentistas ociosos que no saben qué hacer con su dinero, su tiempo, su vida. Bienaventurados los ricos, porque de ellos será todo si se molestan en prestar oídos a nuestra buena nueva, nuestro mensaje incandescente, esta lengua ardiente que afirma que estamos dispuestos a amarlos perdidamente siempre que aflojen la pasta, el nervio de la guerra que libramos contra las injusticias y las aberraciones de este mundo.
Y funciona: desde el primer domingo acumulamos las adhesiones. Se ve que Daniel y yo formamos una pareja irresistible a pesar de nuestra falta de gracia. También es cierto que Arcady nos ha proporcionado argumentos convincentes: el fin del mundo, la vanidad de todo, los siete espejos del alma, la gran concepción del amor. Cuando me quedo sin palabras, Daniel me saca del apuro con una elocuencia inédita. No le conocía esa faceta y he de reconocer que me tiene impresionada. ¿De dónde saca ese humor tan socarrón y ese brillo rijoso en los ojos, él, que por lo común solo lanza miradas hastiadas y desencantadas? Ese día regresamos a Liberty House en la furgoneta de mi padre, animadísimos por el éxito cosechado: una tal Nelly Consolat, nieta de astrónomo, según ella, pero sobre todo autoproclamada millonaria, se ha declarado muy interesada en nuestras proposiciones. Nelly, tan rubia como Dadah es morena, pero sobre todo mucho más sana pese a ser las dos de edades similares, nos parece a todos un fichaje de primera, y Arcady se propone tirar la casa por la ventana para recibirla:
—Le prepararemos nuestro hojaldre de tofu con crema de trufa y el flan de remolacha con espuma de mascarpone, ¿vale? Y los raviolis de calabaza con salvia, ¡le encantarán!
Como cada vez que se habla de comida, Victor aguza el oído y mete baza:
—¿Y por qué no unas lonchas de tempeh con menta y arándanos? ¡Y de postre, un sabayón de frambuesas al jazmín!
La comida es como las flores: un tema de conversación ideal para la gente que no tiene nada en la cabeza o nada que decirse, aunque sin duda una cosa lleve aparejada la otra. Os animo una vez más a que hagáis la prueba y saquéis el tema, de pasada. Os sorprenderá ver cómo se iluminan las caras, se sueltan las lenguas y unos cuasiautistas toman la palabra para divulgar su receta de tarta de chocolate o dejar constancia de su preferencia por la carne o el pescado, preferencia que carece de sentido en Liberty House, ya que somos estrictamente vegetarianos, de ahí el tempeh o el tofu. Después de unos debates tempestuosos y de una votación que no lo fue menos, nos libramos del veganismo, aunque por los pelos. Si Fiorentina no hubiera estado alerta, es probable que la consulta hubiese terminado con la victoria de los sin gluten, un pequeño grupo de presión muy activo en Liberty House. Pero Fiorentina puso todo su peso en la balanza, así que enseguida corregiré los errores que he cometido con ella rindiéndole el homenaje que se merece.
7. El jardín de los suplicios
Si no estuviera enamorada de Arcady, sin duda lo estaría de Fiorentina pese a su avanzada edad —aunque cueste determinarla con exactitud. Al menos una cosa es segura: estaba aquí antes que nadie. Al parecer, se contaba entre las internas del Sagrado Corazón en la época en que Liberty House era un internado para señoritas. Arcady y Victor la encontraron aquí y la compraron junto con la casa y la finca, cuya espectral intendencia se hallaba a su cargo. En virtud de las leyes tácitas que rigen la vida en Liberty House, le endilgaron un apodo tan enigmático como los míos, a saber, señora Danvers. Ella lo acepta como acepta todo lo demás, los caprichos de Arcady, las manías de Victor, el activismo de los veganos, las inconsecuencias de unos y las incapacidades de otros. En realidad lo acepta porque hace lo que le viene en gana. Como parece una alegoría de la docilidad, con su delantal y su apariencia dulce, la gente tarda en detectar su firmeza de espíritu. La docilidad que ella aprecia es sobre todo la de los demás. No hay más que verla en su cocina, donde solo acepta que la ayuden a condición de que los pinches se limiten a su cometido, meros ejecutores de sus decisiones soberanas. Frente a un carácter tan fuerte, los sin gluten no tenían ninguna posibilidad. No, no es cierto, está claro que el amor me ciega, lo cual es inherente al amor. No es cierto, pues a pesar de sus tendencias autócratas y de su corazón de hierro, Fiorentina sufrió una derrota terrible el día en que hubo de renunciar a servirnos su vitello tonnato. También conviene señalar que Fiorentina es piamontesa: para ella, una comida gira en torno al estofado de jabalí, con un carpaccio de primero y polenta como guarnición —o, en última instancia, una sartenada de boletus. No le ve ningún interés a los postres y los prepara sin gusto ni ahínco, lo que no quita que su crostata di castagne, su semifreddo al torroncino o su sbriciolata fragole e panna sean dignos de las mejores mesas.
En sus inicios, Liberty House solo contaba con un puñado de socios y estaba a la búsqueda de su inspiración, de un modo de funcionamiento y de un reglamento interno. Por lo tanto, Fiorentina pudo dar rienda suelta a sus deseos y someter a todo el mundo a una dieta a base de carne, alternando arrosticini, hígados a la veneciana, pasteles de carne y tiras de carrillera de buey —sin mencionar, como es obvio, su célebre estofado de jabalí. Yo no había llegado aún y lo lamento, porque Daniel, que probó el fritto misto de asaduras de ternera, me habla de ello con lágrimas en los ojos. Pero después de dos o tres años de dominación absoluta, ¡catapún!, Fiorentina tuvo que transigir. Nadie vino a disputarle el título ni las funciones; no, sigue siendo la reina indiscutible de nuestra cocina, sin embargo, Arcady hizo de la igualdad entre hombres y animales uno de los siete pilares de su filosofía y nos dejó sin osobuco y conejo a la mostaza. Por lo que a mí respecta, como carne en el comedor escolar pese a que mis padres enviaron numerosas misivas antiespecistas a la dirección del centro. En cuanto a Fiorentina, sospecho que ella también desacata nuestros estatutos y consume el vitello tonnato con melancolía en el secreto de su gigantesca cocina medieval.