Kitabı oku: «La navaja de Ockham», sayfa 2

Yazı tipi:

—¡Se habrá despistado! ¡Ponle un WhatsApp! —gritó Gabrielle desde la cocina.

Pierre lo hizo y observó extrañado la pantalla; no saltaba el doble check de mensaje recibido. Apaciguó el deseo de llamar a su hija, recordando la charla que habían tenido días antes sobre lo intrusivas que los adolescentes consideraban las llamadas.

A las nueve menos veinte, mientras Gabrielle trasteaba con el horno, Pierre Boutteville apartó todas sus prevenciones y llamó al móvil de su hija. Recibió un mensaje de voz informando que el teléfono se encontraba apagado o fuera de cobertura. Lo volvió a intentar varias veces durante los siguientes diez minutos, con el mismo resultado. Ya bastante preocupado, llamó a casa de su amiga Martine, quién le dijo que aquella tarde no había visto a Michelle y que no tenía la menor idea de dónde podía encontrarse.

A continuación, marcó el teléfono de Valérie Fontenot, la instructora de ajedrez, quién le comunicó que Michelle había estado con ella hasta eso de las cinco y cuarto y que después se había marchado con algo de prisa, aunque no le dijo a dónde iba ni con quién.

Pierre, para entonces angustiado, se quedó mirando el auricular del teléfono sin saber qué hacer.

—¿Qué ocurre, Pierre? ¿Has conseguido hablar con Michelle? —preguntó Gabrielle, que en ese momento entraba en el comedor sujetando la bandeja de horno con unas manoplas.

—No. No respondía a los WhatsApp, así que la he llamado varias veces al móvil. Me sale apagado o fuera de cobertura.

—Llama a Martine.

—Ya lo he hecho. No sabe nada de ella.

—¡Pero si dijo que iba a su casa!

—Pues no ha ido. También he llamado a Valérie. Se fue del centro juvenil a eso de las cinco y algo. Y no sabe a dónde.

—Sigue intentándolo. Si a las nueve no hemos dado con ella, llama a la policía.

—¿A la policía?

—Sí. A ti te harán más caso que a mí. Ya sabes, para la policía, madre e histérica son sinónimos.

Tras más infructuosos intentos, Pierre buscó el teléfono de la Gendarmería de Hirsón, localidad situada unos diez kilómetros al oeste de Watigny.

Un contestador automático le comunicó que había marcado el número de la Gendarmería de Hirsón y que, si conocía la extensión de tres dígitos con la que quería hablar, la marcara, y que, en caso contrario, esperara a que le atendiera un operador.

Durante unos segundos, que se le hicieron eternos, estuvo escuchando una melodía conocida, en una versión bastante estridente, que le pareció completamente inapropiada para una institución oficial: Alejandro, de Lady Gaga.

—Gendarmería de Hirsón. Le atiende el gendarme Hulot. ¿Qué desea?

Pierre, de forma bastante atropellada, explicó al agente lo que ocurría, aunque su relato resultó por momentos tan incoherente que Hulot se vio obligado a hacer algunas preguntas aclaratorias. Una vez tuvo una idea definida de la situación, el agente le comunicó que una patrulla se acercaría en breve hasta su domicilio.

La llamada, que fue grabada siguiendo el protocolo de emergencias, quedó registrada a las 21:09.

Capítulo 2

Sábado 21 de octubre de 2017 (día D)

Veinte minutos más tarde, según quedaría registrado en el atestado correspondiente, los gendarmes Ivette Dugés y Gerard Jouvet se personaban en la casa de los Boutteville.

Pierre, que esperaba impaciente junto al ventanal del salón, abrió la puerta de la casa antes de que los agentes se bajaran del coche patrulla.

Los Boutteville hicieron pasar a los gendarmes al salón. A pesar de la angustia que la atenazaba, Gabrielle mantuvo la compostura y les preguntó si les apetecía tomar algo.

—Puedo hacerles un té o un café en un momento. No me cuesta nada.

—No. Muchas gracias. Es usted muy amable —respondió la agente, sacando un pequeño cuaderno de notas. De los dos, Ivette era la más veterana, con diez años de servicio, aunque aparentaba ser más joven que los treinta y dos años que delataba su carné de identidad. Era más bien menuda y delgada, pero la elasticidad de sus movimientos revelaba que estaba en buena forma y no transmitía ninguna sensación de fragilidad—. Por favor, cuéntennos lo que ha pasado.

La presencia de los gendarmes parecía haber causado en Pierre un efecto perjudicial. Comenzó un relato bastante inconexo, con continuas interrupciones. Su nerviosismo resultaba muy incómodo. Llegado un punto, Gabrielle tomó la palabra y consiguió que los agentes tuvieran una buena imagen de los hechos.

—¿Ha desaparecido otras veces?

—No. Nunca.

—¿Es raro que se retrase?

—Sí, mucho. Es una chica muy formal. Y la puntualidad es una de sus cualidades.

—¿Pueden darnos la dirección de la profesora de ajedrez? Valérie Fontenot. Y también la de su amiga Martine —dijo la agente consultando sus notas—. Y una foto reciente de su hija, si la tienen. Nos ayudaría mucho.

Pierre desapareció con un murmullo ininteligible y volvió al cabo de unos segundos con una manoseada agenda en la mano.

—¿Qué ropa llevaba cuando salió?

—Un anorak de la marca esa que está tan de moda. Napanosequé.

—¿Napapijiri?

—Sí. Roja. Tiene un bolsillo en el pecho con las letras de la marca. Grandes.

—Conozco la prenda. Tengo una igual en azul marino.

—Y unos vaqueros. Rotos, como los llevan todos ahora. No me fijé en lo que llevaba bajo el anorak. A la hora de comer llevaba un jersey gris, pero puede que se lo cambiara antes de irse.

—¿Calzado?

—Unas botas negras. De tipo militar. De esas con suela muy gruesa. Últimamente no se las quita más que para dormir.

—¿Qué edad tiene su hija?

—Dieciséis. Los cumplió en abril. El día 5.

—Aries. Como mi hermana. Ella es del 6 de abril. Necesitamos el teléfono móvil de su hija —Gabrielle lo apuntó en un post-it amarillo, que entregó a Ivette—. Gracias. ¿De qué compañía es?

—France Telecom.

Pierre interrumpió la conversación con voz trémula.

—¿Creen que la encontrarán?

—Claro. No se preocupe. Esta es una zona muy tranquila. Aquí nunca pasa nada, ya lo saben. Ni bueno, ni malo. Yo pasé mis primeros años de servicio en París y aquello es otra cosa. Seguro que hay una explicación —Ivette sonaba muy convincente—. Verán, la denuncia no será efectiva hasta transcurridas veinticuatro horas. Es lo que marca la ley. Pero, de todas formas, nosotros vamos a transmitir ahora mismo el aviso y daremos una vuelta por los alrededores para ver si damos con ella.

—Aquí tiene la dirección de Valérie Fontenot y de Martine; Martine Chevrier. Y sus teléfonos. Fijo y móvil —Ivette tomó los dos post-its que le alargaba la mujer; la letra de Gabrielle era elegante y clara.

—Y la foto. No se olviden de la foto.

—No sé si tendremos alguna reciente, salvo en los móviles.

—No, espera. La del cordón con pinzas de su habitación.

Gabrielle se levantó y salió trotando escaleras arriba. Poco después bajaba con una foto de 10x15 que entregaba a la agente.

—Michelle es la del centro. La de la derecha es Martine Chevrier.

Ivette miró con detenimiento la fotografía en la que aparecían tres adolescentes. Michelle era la más alta. Parecía sensiblemente mayor que las otras dos, que a su lado resultaban casi insignificantes. Michelle las eclipsaba.

—Parece alta.

—Mide uno setenta y tres. Y sigue creciendo. Ya es más alta que yo — respondió la madre—. Ya nos lo advirtió el pediatra. Que iba a ser muy alta.

—¿Alguna relación? Es una chica muy guapa. Seguro que los tiene locos a todos. A mí las rubias altas me quitaban todos los novios en el instituto.

—No, que sepamos. Y suele contarnos todo. No ha tenido ningún novio. Está muy centrada en sus estudios y en el ajedrez. No sale demasiado y sus amigas son todas muy formales.

—Si tuviera novio, lo sabríamos —apostilló Pierre, que seguía muy nervioso. Parecía desear que aquel interrogatorio acabara cuanto antes y diera paso a algo más productivo. Ivette lo percibió.

—Bueno. Creo que ya lo tenemos todo. Ahora daremos parte a la central y vamos a recorrer la zona. Si tuvieran alguna noticia o recordaran algo más que crean que es importante, llamen, por favor, a este teléfono. Ellos contactarán con nosotros por radio. Y tranquilos, que seguro que no ha pasado nada. Los adolescentes son así.

Como de costumbre, Ivette se subió al puesto del conductor. Mientras se alejaban, pudo ver la silueta de la atribulada pareja recortada contra la luz de la puerta. Ella erguida, él encorvado. No habló hasta que doblaron la calle.

—¿Qué te parece?

Jouvet mantuvo su mirada al frente y tardó unos segundos en contestar.

—Que son unos ingenuos. Mira que pensar que una chica de dieciséis años no tiene secretos para sus padres… No lo sé. No me gusta lo de que el móvil esté apagado o fuera de cobertura. Por esta zona la cobertura no es mala, y es raro que una adolescente se quede sin batería. Y si se queda, hace todo lo posible por dar señales de vida. ¿Crees que nos han contado todo lo que saben?

—Sí. Creo que sí. No he percibido nada raro. Sus reacciones eran las que uno esperaría en una situación así.

—No sé. El padre me daba mala espina, tan nervioso y con esas gafitas de intelectual.

—Es que es un intelectual. Los dos son profesores. No empieces con tus prejuicios.

—Ella es muy guapa. La madre, quiero decir. Me gustaría haberla visto hace diez años.

—Eh, que me celo.

—Sí. Seguro. Joder, me acabas de recordar que no he llamado a Laura. Necesito cinco minutos.

—No. Ponle un WhatsApp.

—No puedo ponerle un WhatsApp. Está muy mosca. No le gusta nada que haga patrullas contigo.

—Pues que se vaya acostumbrando, porque nos quedan unas cuantas. No seas calzonazos, Jerry. Me aburres. Vamos a casa de la amiga. Conozco la calle. Es aquí cerca.

Unos minutos más tarde aparcaban frente a la casa de los Chevrier, uno de los pocos edificios de pisos de Watigny, de un feo ladrillo visto, también poco habitual en la zona.

—No sabemos qué piso es —dijo Ivette mirando al telefonillo—. Por lo menos, se ve luz en casi todas las casas.

—Llamemos a cualquiera. Somos la policía. Nos abrirán.

Gerard pulsó con decisión el timbre del primero A. Al cabo de unos segundos surgió del aparato una voz metálica.

—¿Quién es? —sonaba a señora muy mayor.

—Buenas noches, señora. Somos de la policía. Gendarmería de Hirsón. Buscamos la casa de los Chevrier. ¿Puede abrirnos?

—¡Aquí no viven los Chevrier! —y el sonido del auricular al colgar.

—Pues sí que… Condenada vieja.

El vecino del segundo B, siguiente botón que pulsaron, les abrió la puerta y les informó que los Chevrier vivían en el cuarto B. El portal de la casa era muy exiguo y el edificio no tenía ascensor. Decididamente, aquella casa era muy humilde incluso para un pueblucho como Watigny. El alumbrado de la escalera era de muy baja potencia; subieron los ocho tramos de escalera en la penumbra.

Paul Chevrier les abrió la puerta. Era un tipo bajo y corpulento, de unos cuarenta y tantos años, y pelo ya canoso, muy corto, espeso y duro, que a Ivette le recordó el de un terrier.

—Buenas noches. ¿Señor Chevrier? Necesitamos hablar con su hija Martine. Es sobre Michelle Boutteville. La estamos buscando.

—Lo sé. Mi hija nos lo ha contado hace un rato. Pasen. Estamos cenando.

El olor a potaje de garbanzos inundaba toda la casa. El piso era pequeño y estaba amueblado con muy poco gusto. La familia al completo estaba sentada en una mesa rectangular que ocupaba el centro de la cocina y que apenas dejaba espacio para moverse a su alrededor. La señora Chevrier, que daba la razón a los que defendían la tesis de que las parejas se van pareciendo con los años, ocupaba una de las cabeceras. A su derecha, Martine, vestida con ropa de aspecto militar. Y, a su izquierda, dos chavales de unos diez años que aparentaban ser gemelos y que, a la vista de las tiritas y postillas que cubrían brazos y frentes, debían de ser dos buenas piezas. A Ivette, el color violeta de las puertas de los armarios le golpeó casi como una bofetada.

—¿Quieren sentarse? Les hacemos sitio. Donde comen cinco, comen siete. Hay de sobra.

—Muchas gracias. Tenemos algo de prisa. Martine, necesitamos hablar contigo.

—¿Podrían esperarme abajo? Acabo en cinco minutos.

—Lo siento, como eres menor de edad tenemos que hacerlo en presencia de alguno de tus padres. Es el reglamento.

—Ah. Pues pregunten lo que quieran.

—Muy bien —Ivette se colocó detrás de los gemelos, dando frente a la joven. Gerard se puso detrás de ella, medio encorvado, tratando de no golpearse con los armarios—. ¿Qué es lo último que sabes de Michelle?

—Pues… nos vimos en clase. Hoy salimos a la una. Yo vine directamente a casa. Y, a eso de las cinco y media, Michelle me escribió un WhatsApp. Y nada más. Le contesté y no lo leyó. Le he escrito unas cuantas veces y hasta la he llamado hace un rato. Pero debe de tener el móvil apagado.

—¿Puedes enseñarnos lo que te escribió?

—Sí. Aquí lo tengo —con la habilidad de un nativo digital, en un segundo desbloqueó el móvil y accedió a la conversación con Michelle. Mostró la pantalla a los agentes. El texto decía: «Tengo q contarte algo . Luego t escribo».

La hora del mensaje eran las 17:43. Es decir, una media hora después de que se despidiera de Valérie Fontenot. Ivette anotó el texto y la hora en una pequeña libreta negra que llevaba en uno de los bolsillos laterales del pantalón.

—¿Ven? Le contesté según recibí el WhatsApp, pero no lo leyó. Y los que le envié después salen como si ni siquiera los hubiera recibido.

—Muchas gracias. Pues eso es todo lo que necesitábamos. Nos vamos ya. No se molesten, sigan cenando.

Con el olor a potaje adherido a piel y ropa, los agentes abandonaron el domicilio de los Chevrier, bajaron con cuidado los ocho tramos de escalera del deprimente edificio y volvieron al coche patrulla.

—¿Qué hacemos, jefa?

—No sé. Tengo la sensación de que si callejeamos un rato nos la encontraremos de frente. Vamos a dar una vuelta, necesito quitarme del cerebro la imagen de esos armarios. ¡Qué horror!

Media hora después, tras recorrer sin demasiado criterio y en silencio unos veinte kilómetros, Ivette detuvo el coche en el arcén, se estiró como un gato, se frotó los ojos, lanzó un suspiro de cansancio y se volvió hacia Jouvet.

—Hago un pis y seguimos.

Ella abrió la puerta y se parapetó detrás del coche. En el silencio de la noche y con la ventanilla bajada, Gerard pudo distinguir perfectamente los sonidos: cómo ella se desabrochaba el cinturón, la tela del pantalón deslizándose por sus piernas y el líquido salpicando el suelo. Aunque Gerard ya tenía motivos para estar acostumbrado, la escasa inhibición de Ivette continuaba perturbándolo. Suponía que el origen parisiense de ella tenía que ver mucho con su forma de ser y de actuar. Sabía que ella usaba tanga, porque había tenido ocasión de comprobarlo el inolvidable día en que Ivette se cambió de ropa sin ningún recato en el vestuario de hombres, antes de saber que la gendarmería contaba con un vestuario femenino. Aquella imagen no se le iba de la cabeza. Notaba cómo la excitación comenzaba a tener efecto sobre algunas partes de su cuerpo y trató de no pensar en ello, sin mucho éxito. Su novia empezaba a estar ya harta de que todo lo que le contaba Gerard sobre su trabajo acaba siempre en un continuo Ivette esto, Ivette lo otro. «Pero si es una vieja. Y una borde insoportable. No entiendo cómo puedes tener celos de ella», eran los argumentos recurrentes con los que el novato gendarme, siete años más joven que su compañera, trataba de apaciguar los crecientes celos de su novia. Pero él era consciente de que mentía. Ya hacía tiempo que sabía que estaba colado por Ivette hasta las trancas. Y la cosa iba a peor desde que habían empezado a patrullar juntos cinco días al mes. En mitad de una muchedumbre, Ivette no habría llamado la atención. Cuando iba por la calle, no eran muchos los hombres que giraban la cabeza, a pesar de que tenía un cuerpo bien formado. Pero en las distancias cortas, Ivette era letal. Aquellos que tenían la suerte o la desgracia de observar sus enormes ojos verdes a un metro de distancia quedaban cautivados para siempre. Mientras patrullaban, Gerard aprovechaba para mirarla de reojo y estudiar sus facciones con espíritu científico. La línea de su barbilla, sus pequeñas orejas decoradas permanentemente con unas sencillas perlas, sus largas pestañas, su nariz suavemente aguileña, su cabello oscuro recogido casi siempre en una sencilla coleta…

—Uf, qué frío hace. Se me ha congelado el culo, pero qué a gusto me he quedado. A ver, ¿qué hacemos ahora? ¿Crees que son horas de visitar a la profesora de ajedrez? —sacó su cuaderno del bolsillo—. Mete esta dirección en el GPS. Si no está lejos, vamos ahora. Rue de la Pointe, 3.

—Está aquí al lado. Kilómetro y medio. Pero son casi las once de la noche. No sé si ya son horas.

—Era lo primero que teníamos que haber hecho. ¡Joder, qué tontos somos! Vamos. Si vemos que hay luz, llamamos.

La Rue de la Pointe apenas tenía doscientos metros y no tenía salida al otro lado. Más allá, solamente había bosque. Estaba pobremente iluminada, con un sencillo farol frente a cada uno de los seis pequeños chalés a los que daba acceso, tres a cada lado de la calle. Aunque todos eran distintos, tenían un aspecto similar. Los seis estaban pintados de colores pastel claro y todos tenían dos pisos, tejado de pizarra abuhardillado y un pequeño jardín rodeado por un seto.

El número 3 era el segundo de la izquierda. Había luz en la planta baja. Delante de la entrada estaba aparcado un pequeño utilitario de color blanco, un Renault Clío de un modelo bastante antiguo. Alguien movió un visillo en la habitación iluminada.

Cuando los gendarmes llamaron a la puerta, la pequeña profesora abrió antes de que los ecos del timbre se hubieran apagado. Llevaba una gruesa y larga chaqueta de lana de color rosa pálido sobre un pijama de dos piezas del mismo tono y unas zapatillas grises de felpa con forma de ratones. La mujer podía tener cualquier edad entre los treinta y cinco y los cuarenta y cinco; llevaba el cabello trigueño claro recogido en una coleta sujeta con un lazo rosado, que le daba un aspecto algo infantil. Parecía presa del nerviosismo, y estaba visiblemente afectada. Llevaba los brazos cruzados sobre el pecho, lo que le confería un cierto aire de desamparo.

—Supuse que vendría alguien. Por eso no me he acostado todavía. Es por Michelle, ¿verdad? Le dije a su padre que me llamara cuando llegara, pero no lo ha hecho. ¿Aún no la han encontrado? ¿Saben algo?

—Aún no. ¿Podemos pasar? Querríamos hacerle algunas preguntas.

Ivette seguía llevando la voz cantante. Frente a la insignificante Valérie, parecía casi alta.

—Sí, por favor, pasen. ¡Qué frío hace! Estoy tan nerviosa que ni me daba cuenta.

Los acompañó al salón y les invitó a sentarse en unos sofás con un delicado estampado de flores. Ivette echó un vistazo disimulado a su alrededor. Predominaban los tonos pastel y el conjunto resultaba agradable y acogedor. Sencillo, pero con buen gusto, pensó; nada que ver con el horror de la casa de los Chevrier. La pequeña monitora continuaba de pie, con los brazos cruzados sobre el pecho y las manos agarrándose los hombros. Tenía mala cara.

—¿Puedo ofrecerles algo? ¿Café, té? Lo hago en un momento.

Casi lo mismo que les había dicho Gabrielle Boutteville. Parecía ser un hábito de las mujeres de aquella zona. Ivette no recordaba ninguna ocasión en sus años París en que la hubieran tratado así. Generalmente, en la capital eran recibidos con desconfianza y hasta hostilidad, y era muy raro que les dejaran pasar de la puerta.

—No hace falta. Muchas gracias. ¿No se sienta?

—Prefiero seguir de pie. Gracias.

—Como quiera, está en su casa. No queremos importunarla, y menos a estas horas, pero querríamos hacerle algunas preguntas.

—Claro, lo entiendo. No se preocupen.

—Veamos… ¿A qué hora y dónde vio a Michelle por última vez?

—Fue en el centro juvenil. ¿Lo conocen? Está junto al parque Pétain. Mucha gente lo conoce como el club de ajedrez.

—Lo conocemos, sí.

—Michelle llegó a eso de las cuatro y cuarto. Es muy puntual, ¿saben? Estuvimos juntas alrededor de una hora. Se nos pasó el tiempo volando, como de costumbre. A eso de las cinco y cuarto, miró el reloj y se puso muy nerviosa porque había quedado con alguien y llegaba tarde.

—¿Qué estuvieron haciendo?

—Jugando al ajedrez. Más que jugando, estuvimos repasando algunas estrategias ofensivas. Nuestro club de ajedrez se enfrenta al Hirsón a principios de noviembre y hay mucha rivalidad. Ahora mismo vamos empatados en el primer puesto de la liga de Aisne. Así que es el enfrentamiento más importante de la liguilla. El que quede primero se clasifica para la fase final del campeonato nacional. Es en París y todos estamos muy ilusionados. Tenemos varios jugadores bastante buenos, pero ninguno del nivel de Michelle. Perdón, seguro que eso no es importante.

—No se preocupe. ¿Notó algo raro en ella? ¿Se comportaba como siempre?

—Desde que me llamó Pierre, el padre de Michelle, llevo pensando en ello. Pero no noté nada anormal. Era la misma de siempre. Alegre, simpática. Había traído un viejo libro de aperturas de su abuelo, Guy Boutteville. Fue un gran ajedrecista, ¿saben? Llegó a jugar contra los grandes de los años 70 y 80. Petrosian, Fischer, Spassky. A Michelle le hacía mucha ilusión experimentar con una apertura que era la que él más utilizaba.

—¿Y qué paso después?

—Pues que, al darse cuenta de que eran las cinco y cuarto, Michelle recogió sus cosas y se fue casi corriendo. Bueno, es que se fue corriendo en realidad.

—¿Dijo algo sobre a dónde o con quién iba?

—No, que yo recuerde. Pero no sé por qué pensé que se iba a ver a alguna amiga.

—Bueno, parece que ya tenemos todo lo que necesitamos. Tome esta tarjeta. Si recuerda algo que crea que es importante, llame a este número.

—Por favor, encuéntrenla. —Fue su despedida sollozante desde el umbral de la puerta, mientras los gendarmes volvían a subir al coche patrulla. Seguía con las manos agarradas a los hombros.

Tras cinco minutos en silencio, Gerard abrió la boca.

—Todo esto es muy raro. Como les dijiste a los padres, aquí nunca pasa nada. Lo más interesante que he hecho en el año y medio que llevo aquí fue resolver el asunto del robo de la vaca de Hirsón. ¿Te acuerdas?

—Sí, Sherlock, como si fuera ayer. Nuestro gran caso local. No te olvides de mencionarlo en tu currículum. Yo me fui de París porque estaba harta de tanta acción y ahora mira que la echo de menos.

A las once recibieron una llamada de la central. La señora Boutteville había llamado angustiada para decir que Michelle aún no había llegado y saber si había novedades. Ivette se dio por enterada y marcó el número de los Boutteville. No había terminado de sonar el primer tono cuando contestó Gabrielle. Ivette la tranquilizó como pudo y volvió a asegurarle que les llamarían en cuanto supieran algo.

Unos minutos antes de la medianoche, la gendarme Dugès detuvo en el arcén el Citroën C5. Llevaban más de dos horas seguidas recorriendo las carreteras que rodeaban Watigny, incluidas algunas pistas forestales.

—¿Qué hacemos ahora?

—No lo sé. Creo que lo mejor será llamar al jefe. Pero mira qué hora es. Creo que se va a cabrear tanto si le llamo como si no.

—¿Y si llamas al capitán?

—¿A ese idiota? Ni loca. Llamo al jefe.

Mientras tanto, la noticia de la desaparición de Michelle se había ido transmitiendo de puerta en puerta. A las doce de la noche, había luz en la mayoría de las casas de Watigny.

Entre tanto, el tiempo había ido empeorando. Había empezado a llover intensamente. El silencio de la noche quedó perturbado por las fuertes ráfagas de viento y el crepitar de las gotas de agua contra el suelo.

Capítulo 3

Domingo 22 de octubre de 2017 (día D+1)

La gendarmería de Hirsón era un feo edificio pintado de color naranja desvaído, con planta en forma de L. El lado largo de la L daba a la calle Camille Desmoullins, una de las principales arterias de Hirsón. El lado corto comunicaba con el aparcamiento al aire libre, que contaba con veinticinco plazas, ocho de las cuales estaban reservadas a los vehículos oficiales: tres Citroën C5, dos Land Rover, dos furgonetas Renault y dos motos Yamaha. Ninguno de los vehículos tenía menos de cinco años. El más veterano era uno de los Land Rover, que ya acumulaba quince años de servicio y más de 400 000 kilómetros por caminos de todo tipo. A pesar de su edad, era el preferido de todos, porque iba como la seda y hasta parecía mejorar con los años.

El edificio tenía dos plantas. En la baja, que daba a la calle, estaba la entrada principal, que daba paso a la recepción. El resto de la planta lo ocupaban el puesto de guardia, que solamente se activaba al acabar la jornada de trabajo, la zona de atestados, un office, los vestuarios, varios almacenes y la armería. En la parte alta se ubicaba la sala común, en la que trabajaban la mayoría de los gendarmes. Una ancha escalera situada en la parte central del edificio comunicaba ambas plantas y daba acceso directo a la sala común, que había que atravesar para llegar a la zona de despachos. La sala ocupaba unos ciento cincuenta metros cuadrados y era completamente diáfana, con la excepción de las seis columnas cilíndricas que sostenían la estructura. Aunque sus usuarios no eran conscientes de ello, la sensación que transmitía al visitante era de absoluto caos. Los doce puestos de trabajo que albergaba se repartían por la superficie de la sala sin el más mínimo sentido del orden o la simetría. Sobre cada una de las mesas había un número variable de pantallas de ordenadores de sobremesa, que oscilaban entre dos y cinco. Parecía haber hasta diez modelos distintos de sillas ergonómicas, aunque mantenían cierta uniformidad en el color: la mayoría estaban tapizadas en negro o gris oscuro. Varias decenas de archivadores metálicos de diversos modelos y diferentes tonos de gris se ubicaban de cualquier manera por los huecos disponibles y cientos de legajos de papel se apilaban anárquicamente encima de todas las superficies, disputándose el espacio con macetas, cafeteras, marcos con fotografías y un sinfín de objetos variopintos. No había pared alguna que no estuviera cubierta casi por completo por corchos, mapas, tablones, carteles o fotografías, además de otros artículos que debían de tener algún significado para los agentes, como bufandas de equipos de futbol, banderas, posters y hasta una máscara de Anonymous. Más al fondo, se ubicaban la sala de juntas y los despachos del suboficial mayor, el capitán y el comandante, que estaban separados del resto de dependencias de la planta por mamparas de metacrilato opaco, lo que les daba cierto grado de privacidad. Aparte de los aseos comunes, que se encontraban en la zona opuesta a la de los despachos, la única zona que contaba con paredes de verdad era la correspondiente al archivo y el almacén de evidencias, a los que se accedía por una puerta común protegida por un sistema de apertura mediante tarjeta magnética.

El despacho del comandante era de planta rectangular, de unos veinticinco metros cuadrados, y tenía la singularidad de contar con una única ventana de forma circular de dos metros de diámetro. Aquella originalidad del arquitecto regalaba a su ocupante unas vistas un tanto deprimentes de la residencia de ancianos de Val D’Oise, un enorme edificio de ladrillo visto, color sangre seca, que tenía más aspecto de prisión que de residencia de la tercera (y cuarta) edad.

El comandante Dupont era un gendarme curtido, con un pasado notable en las calles marsellesas dónde se había ganado una sólida reputación en los años que estuvo destinado en la brigada de estupefacientes. En el fondo, fue aquella reputación de policía duro, sagaz e incorruptible la culpable de que al poco de su mayor éxito policial hubiera tenido que cambiar el colorido y frenético entorno del puerto de Marsella por los plácidos y verdes campos de la Picardía.

El intento de asesinato a manos de la mafia marsellesa, para la cual se había convertido en el enemigo número uno, había fracasado por dos dedos. Esa fue la estimación del cirujano que le extirpó del pecho la bala del 9 parabellum: tres centímetros más a la derecha y el impacto habría sido mortal de necesidad. A los treinta y seis años, sin hijos, y casado con una mujer que no estaba dispuesta a seguir viviendo en la angustia permanente, se resistió lo que pudo al cambio de aires, pero acabó claudicando. Nunca se lo confesó a nadie, pero aquella bala le había cambiado. Por primera vez desde que lucía el emblema de la Gendarmería, sentía el sabor del miedo. Acabando la convalecencia, se daba cuenta de que no podría volver a las calles. Al menos, a unas calles tan exigentes como las de Marsella. Así que dejó creer a su mujer, y de paso a todos los demás, que se sacrificaba por ella. Y aceptó, aparentando que lo hacía a regañadientes, el puesto que le ofrecieron mil kilómetros al norte, en la húmeda, verdosa y tranquila Picardía.

Sabía que eso significaba renunciar a su prometedora carrera y le costó aceptarlo menos de lo que suponía. De aquello hacía cinco años. Nunca se había arrepentido de la decisión, pero muchos días echaba de menos aquella excitación que vivía permanentemente instalada en su ánimo en la etapa marsellesa.

Desde que estaba en Hirsón, era la primera vez que unos agentes de patrulla le llamaban a casa pasada la media noche. No creía que la cosa fuera seria, pero aún no se había acostado, no tenía nada mejor que hacer y la gendarmería quedaba muy cerca, así que citó a los agentes a su despacho en diez minutos, se despidió de su mujer con un rápido beso, se puso una cazadora oscura cubierta de tiras reflectantes y partió hacia la comisaría, reviviendo por primera vez en cinco años algo levemente parecido a aquel hormigueo en el estómago que sentía en los prolegómenos de una operación antidroga.

₺183,35