Kitabı oku: «La navaja de Ockham», sayfa 3
Ivette entró como un torbellino en la comisaría y saludó a sus compañeros de guardia. Uno de ellos era Henri Hulot, el agente que había atendido la llamada de Pierre Boutteville, al que sus compañeros apodaban Hachehache.
—Hola, chicos. Poneos decentes, que llega el jefe en un rato.
—¿Es por lo de la chica desaparecida? La madre acaba de volver a llamar hace un minuto. Iba a llamaros ahora.
—Hablé con ella sobre las once. Ahora la llamo.
—¿Qué? ¿Nada?
—Nada de nada.
Escucharon la llegada de un vehículo al aparcamiento.
—Ahí llega el jefe.
El comandante les saludó con un gesto, mientras se quitaba el anorak mojado por la lluvia.
—Está lloviendo a cántaros. Vamos, a mi despacho. Todos.
Ivette y Hulot, que eran los de mayor rango, ocuparon las dos sillas disponibles, dando frente al comandante. Los otros dos gendarmes permanecieron de pie, flanqueándoles. A instancias del comandante, Ivette volvió a relatar, casi palabra por palabra, lo que un rato antes le había contado por teléfono.
—Recapitulando, que no sabemos nada de ella después de las cinco y cuarto, salvo el WhatsApp que le envió a su amiga una media hora después.
—Así es, jefe.
—Esto no me gusta nada. Pienso en los motivos más plausibles para que la chica no haya vuelto a su casa en una noche como esta y ninguno es bueno. Voy a llamar a Reims. Ivette y Gerard, esperadme en la sala. Vosotros dos volved al puesto de guardia.
La gendarmería de Hirsón dependía orgánica y operativamente de la de Reims. En aquella época, contaba con treinta y un agentes, veintitrés hombres y ocho mujeres, que daban servicio a todo el cantón. Ello suponía unos trescientos kilómetros cuadrados de superficie, gran parte de ella cubierta de bosque. Un agente por cada diez kilómetros cuadrados, como le gustaba decir al comisario a todo aquel que le escuchara. A pesar de su extensión, el cantón de Hirsón era una zona extraordinariamente tranquila. Durante muchos años, venía figurando en los últimos puestos de toda Francia en índice de criminalidad. La mayoría de las denuncias, que eran muy pocas en conjunto, procedían de tipos delictivos bastante singulares, como robo de ganado o caza furtiva.
Ivette y Gerard tomaban café en silencio cuando el comisario, desbordante de energía, irrumpió en la sala. Desde la llegada de Ivette, en la comisaría le habían empezado a apodar el Mecánico. Y es que el día en que Ivette se presentó ante los que iban a ser sus nuevos compañeros en la amplia sala que compartían todos los agentes, recién salida de su entrevista de bienvenida con el comisario, simuló que se abanicaba el sofoco y pronunció unas palabras que ya eran parte de la historia de la gendarmería: «¡Qué hombre, es como Jason Statham, pero en guapo!».
Al verlo entrar, con el rostro serio y la mandíbula en tensión, Ivette pensó que se parecía a Statham más que nunca.
—Nada. Menudos gilipollas. Está claro que desde la ciudad todo se ve diferente. Insisten en que esperemos las veinticuatro horas.
—No deberíamos, jefe. Tenemos una chica de dieciséis años desaparecida desde hace más de siete horas. Es de noche, hace frío y está lloviendo.
—Ya, Ivette, pero quién nos dice que no anda por ahí pegándosela con el noviete.
—No parece ese tipo de chica.
—¿La conoces?
—Bueno, no. Pero todo el mundo habla muy bien de ella. Parece muy formalita. Y según sus padres y su amiga, no tiene novio. De los padres no puede uno fiarse mucho, pero de la amiga sí. Lo de las veinticuatro horas está muy bien para las grandes ciudades. Aquí debería ser distinto.
—Pero no lo es. Rigen las mismas reglas aquí que en el barrio chino de Marsella. Es lo que hay.
—Jefe, ¿le importa si hago un par de llamadas?
—¿Qué llamadas? ¿A quién?
—A contactos que tengo. De cuando estaba en París.
—¿Para qué?
—Pues, por ejemplo, para no tener que esperar a mañana o pasado a que la compañía telefónica nos mande el informe con la geolocalización del móvil.
—¿Te darían esa información?
—Casi seguro, jefe. Si llamo ahora mismo, podemos tenerla en menos de una hora.
—Haz lo que creas conveniente. Pero deja muy claro que todavía no es una investigación oficial. Y, aunque la tengamos, habrá que acordarse de pedirla oficialmente, no vayamos a cometer algún error de procedimiento. No creo que esto acabe siendo un caso serio, pero no vaya a ser.
—Por supuesto, jefe. Me pongo una alarma en el móvil.
Gerard sacudió la cabeza sonriendo. No había nadie que se resistiera a Ivette. Y aquello valía tanto para el comandante como para quien quiera que fuera el pobre tipo al que la agente iba a engatusar para saltarse el procedimiento. Tipo que muy probablemente estaría durmiendo y que podía meterse en un buen lío en una época en la que las compañías telefónicas se cuidaban muy mucho de contar con todas las seguridades y garantías antes de poner en manos de la policía información que afectara a la privacidad de sus clientes. No tanto por su interés por proteger esa privacidad como por su temor a las multas por incumplir la ley de protección de datos.
Media hora más tarde, la impresora escupía tres páginas con el logo de France Telecom. Cada página contenía unas cincuenta líneas de datos formateados. En el interín, una Ivette multitarea había encontrado tiempo para llamar a los Boutteville para decirles que continuaban buscando y que en cuanto tuvieran noticias les llamarían.
France Telecom era la compañía con la que estaba contratado el teléfono móvil de la desaparecida. Se abalanzaron sobre las páginas que Ivette hojeaba a toda prisa, buscando la última línea. El último registro correspondía a las 17:46 y la ubicaba en Any-Martin-Rieux, una aldea cercana al este de Watigny, lindante con el extremo occidental del parque nacional de las Ardenas. Según se indicaba en la parte derecha de la hoja, en la columna de observaciones, se trataba de una localización por poste celular, por lo que la precisión era tan solo de unos centenares de metros. Aquello hacía suponer que el móvil no tenía activada la geolocalización por GPS, que hubiera permitido conocer la ubicación exacta con tan solo unos pocos metros de error.
—Eso significa que al salir del centro juvenil fue en la dirección contraria a la de su casa. Y que el móvil dejó de funcionar a los tres minutos de poner el WhatsApp a su amiga.
—Abre Google Earth —dijo el comisario, dirigiéndose a Gerard.
—Voy, jefe —el agente se sentó frente a la pantalla y abrió la aplicación.
—Busca la casa de la profesora. Valérie nosecuántos.
Gerard tecleó la dirección de la calle en la ventana que aparecía en la parte superior izquierda de la pantalla. La imagen se expandió, como si estuvieran a bordo de una nave espacial en pleno aterrizaje.
—Aquí está.
—Ahora busca Any-Martin-Rieux.
Con la ruedecita del ratón, Gerard redujo la escala de la imagen hasta que el pueblecito apareció por la parte derecha de la pantalla.
—Planta una chincheta sobre la casa de la profesora y mide la distancia hasta Any-Martin-Rieux. Por carretera.
Con mucha destreza, Gerard fue moviendo el puntero y activando el medidor de distancias con el botón izquierdo del ratón, siguiendo la línea de la carretera.
—Tres kilómetros y medio, aproximadamente. Hasta el punto más cercano de Any-Martin-Rieux.
—Es mucha distancia. Si salió de casa de la profesora a eso de las cinco y cuarto, significa que se movió, como poco, a unos siete kilómetros por hora. Mucho para ir andando. O fue corriendo, al menos en parte, o alguien la llevó en coche.
—O en moto.
—O quizás tenía una bicicleta.
—¿Tenía una bicicleta?
—No, que sepamos. Ni los padres ni la profesora dijeron nada de una bicicleta.
—Hay que averiguarlo. ¿Quiénes están de retén?
—Pascal y Martin.
—¿Qué Martin?
—Allard.
—Llamadles. Que estén aquí en menos de una hora. Quiero a las dos patrullas barriendo toda la zona hasta que la encontréis. Y dadme novedades cada hora. Al móvil. Por WhatsApp. Estaré en casa. Si no aparece, a las siete y media volvéis aquí para organizar una búsqueda más seria. Es más, ahora mismo voy a poner un WhatsApp a todos diciendo que estén aquí mañana a las ocho. Si luego hay que anularlo, mejor.
—¿Preguntamos por las casas?
—No, es muy tarde. Eso lo dejamos para mañana. Limitaos a recorrer las carreteras. Incluid pistas y caminos forestales. Será mejor que cojáis los Land Rover.
—Vamos, Jerry —dijo Ivette alegremente, dirigiéndose a su compañero—. Hoy nos toca pasar la noche juntos. Tu novia se va a poner bien contenta.
Ivette hizo una fotocopia de la fotografía de Michelle y sus dos amigas y rodeó con un trazo grueso de rotulador fluorescente la figura de la chica. Abrió uno de los archivadores de la sala y cogió dos tabletas. Se puso el anorak, se despidió de los dos agentes de guardia y salió con su compañero al aparcamiento. Llovía con más intensidad que antes y había empezado a soplar viento. Ivette protegió la fotocopia y las tabletas bajo su anorak para evitar que se mojaran.
—Menuda nochecita. Conduce tú, yo ya estoy bien servida por hoy.
—Creía que te encantaba conducir el Land Rover.
—Y me encanta, pero ahora mismo no me apetece nada. Y así voy haciendo otras cosas.
Abrió la puerta del otro Land Rover y dejó la fotocopia y una de las tablets en el asiento del copiloto.
—¿A dónde vamos?
—Eso es lo que quiero ver. He cogido las tabletas para eso. Déjame primero que llame a Martin y Pascal.
Martin Allard contestó al tercer tono.
—Martin, soy Ivette. Ha desaparecido una chica. El jefe quiere que empecemos a buscarla.
—¿Ahora?
—Sí. Nosotros ya llevamos buscándola desde las nueve. Salimos ahora de la gendarmería para reanudar la búsqueda. Nos llevamos el Land Rover viejo. Avisa a Pascal y cogéis el otro. Os he dejado una foto de la chica y una tableta en el asiento del copiloto. Cuando estéis listos, me avisas por radio y os doy más información. Daos prisa.
A la 01:42, Pascal activaba la radio para decir que salían.
—Muy bien. Enciende la tableta y sincronízala con la mía. Tenemos que barrer la zona entre Watigny y Any-Martin-Rieux y los alrededores. Os he marcado la zona que tenéis que mirar vosotros. Solo patrullamos. No visitamos las casas.
—Entendido.
—La chica se llama Michelle Boutteville. Es alta. Metro setenta y tres. Rubia. Lleva un anorak rojo, vaqueros rotos y botas militares negras. No se sabe nada de ella desde las cinco y pico. Por su móvil, sabemos que a las 17:45 estaba en Any-Martin-Rieux. El móvil lleva apagado desde entonces.
—Copiado. Vamos para allá.
Cada hora, Ivette escribía un WhatsApp al comandante. Los mensajes de las dos y de las tres fueron respondidos al instante con un «OK». A partir de las cuatro, el doble clic no cambió a color azul. Seguía lloviendo intensamente.
Durante la primera hora, Ivette y Gerard habían discutido sobre modelos de teléfono móvil, lo que de alguna manera los había llevado a debatir sobre series de televisión. De ahí, sin saber muy bien cómo, la polémica había derivado hacia las virtudes y miserias de Donald Trump. Gerard sentía una fuerte aversión por el presidente de los Estados Unidos y quedó muy sorprendido al saber que Ivette también en esto le llevaba la contraria.
—No digo que me guste. Es solamente que creo que es un político que cumple su palabra. Y eso para mí es muy importante. Y fíjate en la economía. Están aplicando sus recetas y están repuntando.
—Pero ¿qué me dices de su negacionismo del cambio climático? ¿O de su política de inmigración? Porque lo del muro con México no hay por dónde cogerlo. Y encima pretende que lo paguen ellos. Es racista, machista, intolerante y fanático. ¿Cómo es posible que alguien así no te resulte repugnante? Sin hablar de su egolatría, su soberbia y su narcisismo.
—Como todos los políticos. O ¿qué te crees? Dime un político que no sea ególatra, soberbio y narcisista. ¿No te das cuenta de que solamente gente así puede llegar al poder? A los humildes, a los honestos y a los desinteresados se los carga el sistema por el camino. Los tipos como Trump, o Putin y hasta Macron son la especie dominante, los depredadores. Además, yo creo que la imagen que nos llega de Trump está distorsionada por los medios franceses, como pasó antes con George Bush. Si fuera realmente así, no lo hubiera votado tanta gente.
—Te recuerdo que sacó menos votos que Hilary. Y que los troles rusos tuvieron que emplearse a fondo.
—Ay, no me empieces otra vez con los rusos y tus teorías de la conspiración, anda. Al llegar al cruce, tuerce a la derecha. Vamos a meternos por las pistas.
Con el paso de las horas, su ánimo se fue apagando. Hacía rato que los dos agentes mantenían silencio. Gerard conducía con la cabeza pensando en otras cosas, mientras Ivette luchaba contra el sueño, adormilada por el rítmico sonido del limpiaparabrisas y el traqueteo del vehículo. Sentía algo de cargo de conciencia por haber defendido a Trump. En realidad, le gustaba más bien poco. No sabía muy bien por qué, pero le encantaba llevarle la contraria a Gerard. En realidad, a Gerard y a todo el mundo. No conseguía ni entender ni dominar aquel rasgo de su carácter que la acompañaba desde la adolescencia. Por enésima vez pensó que en algún momento tendría que hacérselo mirar.
A las cinco, Ivette relevó a Gerard al volante. Los dos pegaron un respingo cuando a las cinco y media el vozarrón de Martin saltaba del altavoz para informar entre blasfemias que habían tenido un pinchazo.
Una hora y cuarto después, empezaba a amanecer. El cielo aparecía completamente nublado. Para entonces, el viento había amainado y la intensa lluvia había dado paso a una llovizna intermitente. A las siete y media, Ivette comunicaba que volvían a la gendarmería. Los dos vehículos llegaban casi a la vez al aparcamiento un cuarto de hora después, tras casi siete horas de búsqueda absolutamente infructuosa. A pesar de haber circulado a muy baja velocidad, entre las dos patrullas habían recorrido el equivalente a la distancia entre París y Brest, y había tramos por los que llegaron a pasar hasta seis veces, según registraba la aplicación de las tabletas.
Ivette subió de dos en dos las escaleras, sorteó las mesas de la sala común, en la que ya estaban algunos de sus compañeros más madrugadores, y le dio la novedad al comandante. La agente tenía las mejillas sonrosadas, aparentaba una total frescura y presentaba un aspecto que hubiera sido completamente impecable si no fuera por algunas guedejas rebeldes que habían escapado a la férrea tiranía de su coletero. André se preguntaba cómo era posible que la agente tuviera aquel aspecto tan lozano tras toda una noche entera de patrulla.
—Bien. Llama a los padres y comunícaselo. Diles que seguimos buscando. Seguramente me pase por su casa a una hora razonable. Lo decidiré según vayan yendo las cosas. Ah, y pregúntales lo de la bicicleta. Después, los cuatro os vais a casa.
—Yo prefiero quedarme, jefe. Me doy una duchita, me tomo un café y sigo.
—Como veas, pero manda a Gerard y a los otros dos a casa.
—Entendido, jefe.
—Gracias, Ivette.
Dupont sonrió a la joven y no pudo evitar echarle una mirada admirativa a su trasero mientras se daba la vuelta para salir del despacho.
Desde la noche anterior, la noticia de la desaparición de Michelle había ido propagándose de casa en casa, por lo que a aquellas horas la gran mayoría de los habitantes de Watigny conocía ya la noticia a través del boca a boca.
Veinte minutos más tarde, una refrescada Ivette regresaba al despacho del comandante.
—Jefe, he hablado con la madre. No tienen ninguna noticia. La chica tiene una bicicleta, que usa con cierta frecuencia, pero que sigue en casa. He aprovechado para preguntarle también si su hija se relaciona con alguien que viva en Any-Martin-Rieux. Cree que no, aunque no está segura. Conoce a la mayoría de sus amistades, porque casi todos son de su clase y ella ha sido su profesora, pero no recuerda a nadie que viva por allí. Como la noté muy angustiada, le he dicho que se pasará usted por allí a media mañana. No sé si he hecho bien.
—Has hecho bien. Reúne a la gente, vamos a darle un arreón a esto.
Cinco minutos más tarde, el comandante tomaba la voz en la sala común. Mientras hablaba, se fueron incorporando algunos agentes que habían visto con retraso el WhatsApp que el comandante había puesto de madrugada.
—Atendedme todos. Siento haberos hecho venir un domingo, pero creo que las circunstancias lo merecen. Ayer noche recibimos un aviso de que una chica de dieciséis años, Michelle Boutteville, salió de la casa dónde vive con sus padres en Watigny a eso de las cuatro y cuarto de la tarde y no ha vuelto todavía. El aviso nos llegó a eso de las nueve. Hemos averiguado que estuvo en el centro juvenil de Watigny hasta las cinco y cuarto aproximadamente, con su instructora de ajedrez, y que a las 17:43 envió un WhatsApp a una amiga suya. Su móvil se apagó unos minutos después. La última localización se produjo en los alrededores de Any-Martin-Rieux. Como sabéis, hasta las nueve de esta noche no se puede iniciar la búsqueda oficial, pero no vamos a esperar hasta entonces. Prefiero que nos pasemos a que nos arrepintamos luego de haber perdido estas preciosas horas. Esta noche, dos patrullas han estado recorriendo toda la zona, sin mucho éxito. Quiero que, desde este momento, este asunto sea nuestra única prioridad. Dejad todo lo que estéis haciendo y dedicaos a esto por completo. Voy a hablar con el alcalde para organizar patrullas de voluntarios —se volvió entonces hacia su capitán—. Marcel, quiero dos grupos de diez agentes cada uno. Uno va a ir casa por casa, a ver si obtenemos algo. Déjame libres a los informáticos, los puedo necesitar aquí. Ivette, encárgate de hacer copias de la foto de la chica e incluye todos los datos descriptivos que se te ocurran. Haz copias para todos.
—¿En color, jefe? —respondió Ivette, provocando la carcajada general. De todos era conocida la obsesión del comandante por ahorrar al máximo folios y cartuchos de tinta.
—En color. Tiramos la casa por la ventana. Bien, el otro grupo se va a encargar de dirigir al grupo de voluntarios. Hay que peinar todo, especialmente los bosques. Vamos a hacerlo de forma metódica y organizada, no quiero que nos quede ni un centímetro cuadrado por revisar. Como si buscarais champiñones. Y preparad ya las comunicaciones. Vamos a usar todos el canal 8, cifrado. No quiero que se nos meta ningún gracioso a jodernos, que alguno lo intentará. A la prensa, de momento, no le decimos nada. Seguro que la local se entera pronto. Cuando llegue el momento, veremos qué les contamos. Eso es todo. ¿Alguna pregunta?
Nadie rompió el silencio.
—Bien. Muchas gracias. Al trabajo.
La partida del comandante dio paso a una intensa actividad. El capitán escogió a los integrantes del primer grupo, que puso a las órdenes del jefe adjunto Marchand. Tras equiparse, partieron hacia el aparcamiento donde se distribuyeron en tres de los coches y las dos motos. El segundo grupo se mantuvo en la sala, a la espera de iniciar su actividad, que aún podía demorarse varias horas.
El comandante volvió a su despacho y preparó una lista con todos los pasos que habría que dar en cuanto se cumplieran las veinticuatro horas de la denuncia. Su experiencia en la brigada de estupefacientes le había enseñado que el adelantarse a los acontecimientos era la clave del éxito policial. En la lista figuraba lo siguiente:
Informar a la cadena de mando.
Solicitar oficialmente a France Telecom los registros del teléfono móvil.
Solicitar a Reims autorización para acceder a las grabaciones de las cámaras de videovigilancia dependientes de la Jefatura Provincial de Tráfico.
Solicitar a París la clave de acceso al registro del PDCV.
Revisar el ordenador portátil, la tableta y demás dispositivos con acceso a Internet que pudiera tener Michelle.
Informar a la policía belga.
Habilitar teléfono de colaboración ciudadana.
¿Prensa?
En principio, se trataba de un simple caso de desaparición, por lo que lo más probable es que la investigación siguiera a su cargo en tanto no ocurriera nada que llevara a recalificarlo de otra manera, como pudiera ser una solicitud de rescate o el hallazgo del cuerpo.
Repasó la lista. Parecía estar todo lo razonable. De hecho, se había excedido, pues era muy improbable que, en un estado tan incipiente y sin evidencia alguna que apuntara en esa dirección, le concedieran la autorización para acceder al PDCV, siglas del Programme de Détention des Criminels Violents (Programa de Detención de Criminales Violentos). Pero nada perdía con intentarlo. Lo mismo sonaba la flauta.
El PDCV era la versión francesa del ViCAP1, el programa creado en 1985 por Pierce Brooks para el FBI. La idea de Brooks, que había germinado durante su etapa como detective de homicidios en Los Ángeles, se fundamentaba en su convicción, sustentada en su experiencia, de que los crímenes violentos cometidos por un mismo individuo podían vincularse entre sí por sus aspectos característicos, como el modus operandi o la tipología de las víctimas. Inicialmente, el programa se diseñó para rastrear y correlacionar información sobre delitos violentos, especialmente asesinatos, y muy pronto dio pruebas su eficacia, proporcionando al FBI varios sonados éxitos en muy poco tiempo. Su utilidad mayor se demostró en la persecución de asesinos en serie, cada vez más frecuentes en aquellas latitudes. El programa recibió el espaldarazo definitivo tras la detención en 1996 de William Taylor, el trágicamente famoso Destripador de Arkansas, al que se le atribuyeron dieciséis asesinatos de prostitutas en el plazo de dos años y medio, y en cuya identificación el ViCAP tuvo un papel determinante. A partir de ese momento, su empleo se extendió rápidamente a otras agencias policiales estatales y locales.
Lo más valioso del programa, obviamente, era la base de datos de la que bebía. El proceso inicial de volcado de todos los datos disponibles en los archivos del FBI duró meses y, a partir de ese momento, todo investigador responsable de un caso que se ajustara a la tipología de crimen violento estaba obligado a completar unos complicados y extensos formularios. Se rumoreaba que la base de datos elaborada por el FBI almacenaba ya varios terabytes de información estructurada, extraída de cientos de miles de casos de agresión sexual, homicidios, secuestros y desapariciones, tanto si habían sido resueltos como si no. A medida que había ido evolucionando, se habían incluido más y más campos, para poder analizar con el mayor detalle posible características como la tipología física de las víctimas, todo tipo de aspectos relativos al modus operandi, como horarios, territorio de actuación, o las armas utilizadas.
La versión francesa había empezado a funcionar en 1994. En esa época, el índice de delitos violentos en suelo francés había ido multiplicándose de forma exponencial, creando una gran preocupación en la sociedad. Aquello convirtió la lucha contra el crimen en asunto político preferente, lo que se tradujo en un sensible aumento de los presupuestos policiales. Una pequeña parte de ese incremento se empleó en potenciar el PDCV. En 2008, se incorporó a la base de datos información sobre domiciliación de criminales condenados. La inclusión de este aspecto se consideró esencial y plenamente justificada cuando las estadísticas demostraron que un 62 por ciento de los delitos violentos eran cometidos por exconvictos o por convictos durante el disfrute de permisos carcelarios. Sin embargo, la entrada en servicio de esta esperada mejora se vio muy pronto envuelta en un gran escándalo. Y es que, en sus orígenes, el acceso al programa estuvo muy poco limitado, lo que posibilitó que muchos agentes pudieran hacer consultas a su antojo y sin control alguno. Durante unas semanas, miles de agentes tuvieron acceso libre a la base de datos y muchos de ellos aprovecharon la circunstancia para lanzar búsquedas a fin de localizar entre sus vecinos posibles agresores, violadores o asesinos que hubieran cumplido condena o que gozaran de algún privilegio penitenciario que les permitiera pasar tiempo fuera de prisión. Con tan amplia muestra, no fue raro que alguno llegara hasta encontrarse con la desagradable sorpresa de localizar en la base de datos a su vecino de enfrente. Decenas de pederastas, violadores y homicidas, que trataban de pasar desapercibidos tras el cumplimiento de sus condenas, se vieron de repente expuestos al escarnio y linchamiento público. En su mayor parte, los desenmascaramientos se saldaron con insultos, amenazas y pintadas en puertas y paredes de sus domicilios; pero también hubo agresiones y hasta palizas brutales que provocaron lesiones irreversibles. El escándalo consiguiente provocó que el acceso al programa se restringiera enormemente, restricción que se endureció aún más con el paso de los años a causa de las presiones de grupos de izquierda defensores de los derechos civiles. Ahora, cada solicitud de acceso debía elevarse a través de la cadena de mando y estar muy sólidamente justificada. Pasada esa criba, era sometida a un cuidadoso escrutinio antes de aprobarse. En el caso de haber superado todos los obstáculos, proceso que podía alargarse más allá de una semana, el solicitante era agraciado con unas credenciales de acceso temporales, que debía de renovar una y otra vez si la investigación se prolongaba, y que solamente le permitían acceder a determinada información.
El comandante miró su reloj. Las nueve y cuarto. Le parecía demasiado temprano para ir a visitar a los Boutteville. También era pronto para llamar al alcalde, que era bien sabido que nunca llegaba a su despacho antes de las diez. Ávido por empezar a actuar con todos los medios a su alcance, Dupont tenía la sensación de que el tiempo transcurría con una lentitud desesperante.
Ivette volvió a asomar a la puerta. Llevaba las páginas con los registros de France Telecom en la mano.
—Jefe, he encontrado una cosa extraña.
—Pasa. ¿Qué es?
Se acercó a la mesa, sobre la que colocó los papeles de forma que el comandante pudiera leerlos del derecho.
—Mire, el móvil tuvo activado el GPS hasta las 17:32. A partir de ese momento ya no hay más datos hasta las 17:43, seguramente coincidiendo con la entrada del WhatsApp de su amiga.
—Eso quiere decir que desconectó el GPS en algún momento entre las 17:32 y las 17:43. ¿Por qué lo haría?
—A lo mejor tenía poca batería. Puede que activara el modo de ahorro, que entre otras cosas desconecta el GPS.
—Puede ser. No te olvides de anotarlo en la crónica. Por cierto, ¿habéis abierto el fichero en el Share Point?
—Lo acabo de hacer. Estaba terminando de introducir la información cuando me di cuenta de esto. He volcado también el recorrido de las patrullas de anoche.
—Perfecto. Gracias, Ivette.
El comandante Dupont había instaurado un modo de trabajo colaborativo basado en la aplicación ofimática Share Point. La herramienta colaborativa permitía que los agentes implicados en un caso compartieran toda la información disponible sin excesivo retraso y facilitaba el seguimiento y control de la actividad y de los avances en la investigación. Al mismo tiempo, servía de repositorio y facilitaba mucho los relevos en las investigaciones, la elaboración de informes y su archivo. Lo triste era que, desde la implantación del sistema hasta la fecha, el caso estrella había sido el del robo de la vaca, que Gerard había resuelto más por suerte que por pericia y a cuya resolución ningún mérito podía atribuirse al Share Point. Aun así, el comandante insistía una y otra vez, por nimio que fuera el caso, en que lo utilizaran.
A las diez, el comandante llamó al alcalde. Jules Bonfils había ocupado el cargo casi en la misma época en la que Dupont aterrizó en Hirsón y era un hombre bastante peculiar. Con un aspecto que recordaba la estampa del general Custer en Little Bighorn, se definía a sí mismo como «normando, honrado y leninista». Nacido en Brest en 1959, durante su juventud trabajó como estibador en El Havre y más tarde en la fábrica Renault de Dieppe. Las circunstancias que habían llevado a un estibador portuario desde la Bretaña hasta a la alcaldía de una pequeña localidad de la Alta Francia eran muy singulares. En los primeros años de su etapa laboral, trabajo y música ocupaban la mayor parte de su tiempo. Había aprendido a tocar la gaita escocesa de manera autodidacta y se unió a una banda local en la que tocaba los fines de semana. Pero la cosa cambiaría cuando uno de sus mejores amigos sufrió un gravísimo accidente laboral en la cadena de montaje de la fábrica de Dieppe, a unos metros de dónde él se encontraba. Bonfils se convirtió de la noche a la mañana en el cabecilla de una huelga, en protesta por las pésimas condiciones de seguridad. Bajo su férrea dirección, los trabajadores mantuvieron su pulso contra la todopoderosa compañía, imperturbables ante las fortísimas presiones a las que estaban siendo sometidos, logrando con su ejemplo que la protesta se extendiera a otras factorías de la Renault en Francia, España y Rumanía. Jules tenía entonces veintinueve años y su nombre empezó a sonar con fuerza en los ambientes sindicales, en los que desarrolló una intensa actividad durante los años siguientes, sin abandonar nunca del todo su pasión por la gaita escocesa.
En el año 1999, recién cumplidos los cuarenta, Bonfils contrajo matrimonio civil con Camille Lacroix, una joven activista de izquierdas que provenía de una familia de la alta burguesía. La pareja tuvo un niño dos años después. Tras un parto muy complicado, se detectó que el bebé sufría una rara enfermedad congénita. Tras varios años de tratamientos infructuosos, decidieron poner el caso en manos del doctor Uphold, un controvertido especialista que había logrado algunos éxitos con un tratamiento revolucionario y que regentaba una pequeña clínica en Laon, población situada unos cuarenta kilómetros al noroeste de Reims. En pocos meses, el niño experimentó una gran mejoría, pero el tratamiento exigía una continuidad muy prolongada para tener efectos permanentes. En la primavera del año 2007, el matrimonio decidió trasladarse a Hirsón, localidad en la que los padres de ella poseían una pequeña finca semiabandonada y que estaba a escasos veinte kilómetros de la clínica en la que el pequeño Giles recibía tratamiento tres días por semana.
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