Kitabı oku: «La Guerra de la Independencia (1808-1814)», sayfa 2
No merece la pena detenernos en los pormenores de tan breve conflicto –que por un gesto de Godoy hacia sus reyes se conoce como la Guerra de las Naranjas– iniciado el 20 de mayo y concluido el 8 de junio en el tratado de Badajoz. Por la brevedad y sus resultados, la guerra fue un éxito indudable de Carlos IV, pero Napoleón interpretó lo sucedido como un agravio para él y para Francia, lanzando descalificaciones contra su hermano Luciano Bonaparte –su hombre en la Corte española– y entrando en agrias controversias con Godoy hasta que, por fin, el acuerdo es ratificado el 29 de septiembre por Luciano en el tratado de Madrid. La tensión acumulada parecía, por fin, disolverse.
Mientras tanto, la guerra en Europa continuaba. Marengo había sido el comienzo del fin para la Segunda Coalición: Austria tuvo que aceptar lo establecido en Campoformio por la paz de Luneville en febrero de 1801. Rusia, Suecia, Dinamarca y Prusia se alían para defender la navegación neutral, con gran disgusto de Inglaterra, que bombardea Copenhague, pues sabía que esa alianza significaba volver a quedar aislada. En Gran Bretaña se pide la paz, demanda de la que es portavoz Charles J. Fox, jefe de la oposición whig, logrando la caída de Pitt el 8 de febrero de 1801, sustituido por Addlington y alcanzándose la paz en marzo de 1802, firmada en Amiens de acuerdo con los preliminares acordados en Londres el 1 de octubre anterior: Inglaterra devolvía sus conquistas en las colonias, menos Ceilán y Trinidad –lo que le permitía a España recuperar Menorca definitivamente– y Francia abandonaba Egipto y Malta y evacuaba Roma y Nápoles. Considerada como el primer gran éxito napoleónico, en realidad la paz recién firmada sería tan sólo una tregua, un episodio más de los que se suceden en este complejo periodo de la historia europea, al que la Monarquía española no podía ser ajena.
El colofón de la paz es la reorganización de Italia que lleva a cabo Napoleón, restableciendo los Estados Pontificios y el Reino borbónico napolitano, erigiendo en la Toscana el Reino de Etruria, como hemos visto y cambiando de nombre a la República Cisalpina, que pasa a llamarse República Italiana con Napoleón como primer cónsul, y Parma y Piamonte quedaban bajo la administración militar francesa. Los ideales republicanos parecían dejar paso a otros más en consonancia con la mentalidad napoleónica, próxima ya al sueño imperial. La simplificación territorial que se produce en los países de la Confederación del Rin es otro buen exponente: se hace a costa de obispados y ciudades imperiales libres y resultó especialmente beneficiosa para Baviera y Württemberg –que recibieron el título de reino–, Hesse-Darmstadt y Baden.
A principios de septiembre de 1803 Francia e Inglaterra habían vuelto a la guerra. Era la consecuencia de los intentos franceses por recuperar el terreno perdido en Ultramar, Carlos IV se ofreció sin éxito a Londres como mediador, mientras que para implicarlo en el conflicto Napoleón lo presionaba por medio de Herman, un enviado especial que a la postre no consigue de España más que una aportación económica anual de 72.000.000 de libras, como estipula el tratado de Subsidios (firmado el 22 de octubre de 1803): es el precio que Napoleón impone a España por una neutralidad que no duraría demasiado.
En 1804 la tensión no cesó. Napoleón –que se había proclamado emperador el 18 de mayo– empezó los preparativos para invadir Inglaterra. Pitt, que había vuelto al poder, concluyó con el zar Alejandro I una alianza, a la que se unieron Austria, Suecia y Nápoles, de modo que en 1805 ya estaba organizada la Tercera Coalición. Napoleón se puso en campaña y con 200.000 hombres cruzó el Rin, venció a los austriacos en Ulm y entró en Viena. Un poco antes se produjo la ruptura española con Inglaterra, el 14 de diciembre de 1804, consecuencia del ataque de una flotilla inglesa en el cabo de Santa María a tres navíos españoles, de los que uno fue hundido y los otros dos capturados. A raíz de la declaración de guerra a los ingleses cesó el pago del subsidio a Francia, estableciéndose una nueva alianza, firmada en París el 4 de enero de 1805, siendo el representante español el almirante Gravina, que regresó seguidamente a España y con su vuelta empiezan los preparativos para la guerra naval en pro de los planes napoleónicos.
Napoleón tenía un proyecto demasiado sencillo para invadir Inglaterra, consistente en que las flotas francesa y española con maniobras de diversión sacarían a la inglesa de sus puertos, aprovechando su ausencia para trasladar a la isla los 100.000 hombres acantonados en Boulogne, con los que se proponía conquistar Londres. Un plan demasiado simple, que como dijo Nelson “no tomaba en consideración el tiempo ni la brisa”. El proyecto avanzaba lentamente entre retrasos y vacilaciones, lo que le permitió reaccionar con acierto al inicialmente desorientado almirante inglés, logrando desbaratar el plan, pues su realización sería inviable después de la batalla de Trafalgar, a la que se llega tras la maniobra de distracción de la Martinica y el combate del cabo Finisterre (22 de julio de 1805), victoria inglesa que constituyó una especie de premonición y tras el cual, Villeneuve –almirante francés a quien Napoleón había dado el mando supremo de las operaciones– puso proa al sur para refugiarse en Cádiz, donde entró el 20 de agosto y allí quedó bloqueado con la escuadra española.
La flota aliada salió de Cádiz –en una decisión equivocada– con el propósito de seguir los “modos tradicionales” de la lucha naval, por lo que adoptó una formación en línea entre el estrecho y la costa. La flota inglesa atacó formada en dos columnas –una mandada por Nelson y la otra por Collingwood– que avanzaban verticalmente contra el enemigo y que se vieron favorecidas en sus intenciones por la maniobra ordenada por Villeneuve. Dicha maniobra, motivada por el deseo del francés de no perder el contacto con Cádiz, consistió en ordenar que toda la flota virase en redondo, lo que perturbó más aún el orden de la formación, provocando unos espacios entre los navíos, facilitando el objetivo de Nelson de fragmentar la línea enemiga y cargar sucesivamente sobre los diferentes grupos de navíos aislados, de forma que el grueso de su flota combatía con una parte de la contraria, consiguiendo la superioridad necesaria en los diferentes combates parciales para alcanzar la victoria definitiva. Podemos decir en una simplificación extrema que gracias a la táctica de Nelson, la batalla de Trafalgar vino a ser la suma de una serie de combates simultáneos que se producen en el mismo escenario de forma “aislada” y que se conectan entre sí porque los navíos vencedores van en busca de una nueva presa o ayudan a los compañeros en los ataques que ya tienen trabados.
Unas horas más tarde, el resultado de la batalla estaba claro: los aliados habían sido destrozados y sus pérdidas fueron cuantiosas. Villeneuve, hecho prisionero, devuelto a Francia más tarde, se suicidó en Rennes, incapaz de aguantar el peso de la derrota y las censuras que llovieron sobre él, empezando por las del mismo Napoleón. En la batalla murieron destacados jefes, como el francés Magon y los españoles Alcalá Galiano (en el Bahama) y Churruca (en el San Juan); Cayetano Valdés fue gravemente herido en el Neptuno; el mismo Gravina resultó herido y murió más tarde. En el otro bando, lo más sensible fue la muerte de Nelson, en el Victory.
La derrota de Trafalgar daba al traste con los planes napoleónicos de invasión de Inglaterra y sus consecuencias fueron grandes. Por lo pronto, España sin flota dejaba de ser aliada importante para el emperador francés, quien iba a preparar otra de sus fulgurantes alardes terrestres en Europa, provocando la formación de una nueva coalición continental contra él: el arma que va a emplear contra Inglaterra es el bloqueo continental, es decir cerrar los puertos europeos a los productos y relaciones ingleses, un proyecto más laborioso que la invasión y de realización más compleja y problemática.
En España, Godoy –en creciente desprestigio– temía las consecuencias que el cambio de la situación pudiera reportarle y dudaba sobre qué actitud adoptar, resolviendo hacer una proclama de llamamiento al país a las armas sin decir contra quién iba dirigida tal iniciativa, lo que no impidió que fuera acogida en medio de una gran popularidad y que los preparativos se hicieran con ritmo febril. Una situación que cambia bruscamente cuando llegan noticias a Madrid de las victorias napoleónicas en Jena y Auerstedt. La actitud de Godoy hacia Napoleón cambió bruscamente y volvió al mayor servilismo. El francés acepta sus protestas de sincera amistad, finge creerle y le impone la aceptación de unas duras realidades, como fueron: el reconocimiento del hermano de Napoleón, José, como rey de Nápoles –reino del que había sido desposeído Fernando IV, hermano del rey español y padre de María Antonia, esposa del heredero español, el futuro Fernando VII–; la incorporación de España al bloqueo continental y el envío de 15.000 hombres a Hannover para reforzar la acción de las tropas napoleónicas en el continente. El contingente español iría al mando del marqués de la Romana. El bloqueo continental era una realidad desde 1806 y a él se adhirió España el 19 de febrero de 1807. Napoleón pensaba que Portugal se adheriría también, pero se equivocó y entonces decidió utilizar a España de nuevo para sus planes, sin que Godoy acertara a oponerse.
El 27 de octubre de 1807 se firmaba el tratado de Fontainebleau entre España y Francia para acabar con la independencia de Portugal, que sería dividido en tres partes: el norte –convertido en Reino de Lusitania con capitalidad en Oporto– se entregaría a los desposeídos por Napoleón reyes de Etruria; el centro –la región del Duero y el Tajo– se cambiaría por territorios españoles ocupados por los ingleses –Gibraltar, entre ellos–; el resto, el Algarbe y el Alentejo se convertiría en un nuevo reino para Godoy.
El mismo día que se firmaba el tratado de Fontainebleau, se descubría en El Escorial una conspiración en la que estaba implicado el príncipe Fernando y se encaminaba a derribar al todopoderoso ministro. La conjura constituye la primera evidencia de la entidad de la oposición que están llevando a cabo los enemigos del valido, cuyos planes quedaron al descubierto al ser recogidos unos papeles que el príncipe heredero guardaba en su habitación de El Escorial, cuando ésta fue registrada con el consentimiento del rey en un momento en que Carlos IV había mandado llamar a su presencia a su hijo, cuya falta de carácter quedó patente al delatar a sus compañeros de conspiración y solicitar su propio perdón en una carta de 5 de noviembre que fue dada a conocer y calificada de cobarde. Al parecer, los confidentes de Godoy le habían avisado de lo que se fraguaba en la habitación de Fernando y entre los papeles recogidos había una colección de acuarelas con representaciones procaces del matrimonio regio y Godoy, ilustraciones que habían sido repartidas por las tabernas de Madrid. Entre los detenidos estaban Escoiquiz, preceptor del príncipe, el duque del Infantado, el conde de Orgaz y el marqués de Ayerbe, entre otros, pero el Consejo de Castilla los absolvió de culpa por falta de pruebas en un proceso que no aclara lo sucedido y cuya resolución absolutoria fue hecha pública en los primeros días de enero de 1808. Para entonces sonaban múltiples voces desde los púlpitos que clamaban contra Godoy considerado única causa de los males presentes a fin de incrementar la impopularidad del “Choricero”, como se apodaba al favorito, entre otras lindezas por el estilo.
En definitiva, en los albores de 1808 habían confluido en España de manera dramática una crisis internacional y una crisis interna, en unos momentos en los que la Monarquía no era más que un peón de la gran partida que se jugaba, sobre todo, en Europa. Evidentemente, no eran las mejores condiciones para afrontar algo que iba a convertirse en una dura prueba.
La negativa de Portugal a incorporarse al bloqueo continental decretado por Napoleón es el pretexto esgrimido para la invasión y conquista del reino luso. Con esa finalidad empiezan a llegar tropas francesas que atraviesan la Península camino de Portugal; el 17 de octubre Junot cruza la frontera al mando de 40.000 hombres y después de pasar por Vitoria, Burgos, Valladolid, Salamanca, Ciudad Rodrigo y Alcántara entra en Portugal y en una campaña fulgurante se apodera de Lisboa y del resto del reino –entre el 19 y el 30 de noviembre de 1807– pero no puede impedir que la familia real lusa escape a Brasil. Sin embargo, las tropas francesas no sólo no se retiraron, sino que siguieron entrando en España, sin que nadie acertara a entender su proceder. En efecto, después llegaron 130.000 hombres más con el pretexto de proteger los restos de la escuadra vencida en Trafalgar y anclada en Cádiz: Dupont con 45.000 soldados se situó en Vitoria y, luego, en Valladolid; Moncey con 35.000 se colocó entre Vitoria y Burgos y Duhesme controlaba la frontera catalana. El avance de Murat hacia Madrid fue la señal de alarma definitiva. Por iniciativa de Godoy, la Corte se trasladó a Aranjuez, pensando en salir hacia el sur y, llegado el caso, pasar a América, como hicieron los reyes portugueses.
Pero el viaje no llegaría a realizarse, pues Fernando decidió aprovechar el malestar imperante, ya que la opinión pública consideraba que dicho viaje a Andalucía no era más que otra artimaña del extremeño para aumentar su poder y anular más aún a los reyes. En consecuencia, Fernando culpa al favorito de traición y ordena a sus seguidores evitar la salida de los carros hacía Andalucía, salida que al parecer estaba prevista para la noche del 17 al 18 de marzo de 1808. Esa noche empezó el denominado motín de Aranjuez, delante de la casa de Godoy, asaltada y saqueada, si bien el favorito logró ocultarse. A las 7 de la mañana del día 18, Carlos IV firmaba un decreto por el que exoneraba a su ministro, que apareció a las 36 horas, muerto de sed y no fue linchado por la turba porque la guardia de Corps lo protegió. El día 19 los tumultos rebrotaron; Fernando los apaciguó momentáneamente, pero el rumor de que Godoy salía para Granada renovó la agitación callejera, exigiendo la abdicación del rey, que completamente abandonado de todos cedió a la presión y abdicó a favor de su hijo Fernando, noticia que al difundirse transformó en manifestaciones de gozo y alegría la agitación y los desórdenes, que ya habían repercutido también en Madrid, con asaltos a las casas de los más conspicuos seguidores del ministro caído en desgracia… El día 21 un bando del rey “revolucionariamente” exaltado al trono, restablecía la calma; el 23 entraban en Madrid las tropas francesas al mando de Murat y al día siguiente llegaba el nuevo rey español en medio de un recibimiento delirante.
No tardó en producirse el enfrentamiento entre Murat y Fernando VII, pues el mariscal declaró que no le incumbía reconocer al monarca y ofreció su protección a los reyes padres y a Godoy. Es el momento en que la crisis interna se conecta con la crisis internacional, ya que Napoleón tenía decidido dar el trono español a su hermano José, para lo que tendría que estar fuera de España toda la familia real borbónica, un designio que se vio favorecido cuando Carlos IV declaró nula su abdicación por haberla hecho presionado por las circunstancias y pensó en Napoleón como árbitro de la situación, acudiendo a Bayona, donde se encontraba el emperador de los franceses para pedirle su intervención.
1 La sublevación de las trece colonias inglesas de América del Norte colocó a España en una difícil situación, pues si ayudarlas a lograr la independencia podría ser una forma de debilitar la presencia inglesa en la zona y aminorar su presión sobre los territorios españoles, también sería la manera de mostrar un camino que las colonias españolas podrían emprender en cualquier momento. Incluso descartando este peligro, España no podría respirar tranquila, pues la nueva potencia sería la heredera de la posición inglesa, de forma que los problemas habidos con Inglaterra podrían repetirse con la nueva república, como de hecho sucedió.
2 La Revolución Francesa iniciada en 1789 es uno de los grandes hitos de la Historia Universal, alcanzando en muchos aspectos la categoría de mito (A. Gerad, La Révolution française; Mythes et réalités, (1789-1790), París, 1970). Así se explica el interés suscitado entre intelectuales de todo tipo y procedencia. De entre la numerosa bibliografía existente, sólo citaremos unas obras significativas. Conservan su interés los “clásicos” de J. Godechot, Las Revoluciones (1770-1799), Barcelona, 1974 y Europa y América en la época napoleónica, Barcelona, 1975. Véanse también M. Vovelle, Introducción a la historia de la Revolución Francesa, Barcelona, 1984 y La caída de la Monarquía, 1787-1792, Barcelona, 1979. Soboul, A., Histoire de la Révolution française, 2 vols. París, 1968 y Tulard, J., Napoléon et l’Empire, París, 1969.
El comienzo de la crisis
Los meses de marzo a septiembre de 1808 constituyen un periodo especialmente intenso para España, pues en muy pocos días se derrumba la organización institucional propia de lo que denominamos Antiguo Régimen, organización añorada por un sector de los españoles, mientras que el resto deberá elegir entre dos opciones de nueva creación: la que se propone por los españoles que tratan de dirigir la oposición suscitada contra Napoleón y la que ofrecen los Bonaparte y sus seguidores “afrancesados”. Tres procesos distintos que se desarrollan simultáneamente, con el telón de fondo de las primeras operaciones militares.
En el pórtico de la guerra
¿Cómo era la España que iba a soportar la Guerra de la Independencia? Lo primero que percibiría un observador que se aproximara a la España de 1808 es la existencia de una sociedad fragmentada y golpeada por la crisis, situación a la que llega con su propia dinámica interna y al verse afectada, de una parte, por un proceso general perceptible en todo el continente de forma más o menos aguda en cada zona y, de otra, por factores específicos que afectan a nuestra economía.
La dinámica social española apunta en el cambio de siglo unas tendencias claras, pues hay un descenso de la nobleza, del clero y de los labradores, al tiempo que repuntan los sectores burgueses, pero no se produce ninguna modificación en las bases jurídicas de la sociedad, que sigue siendo estamental y basada en el privilegio, por lo que las fuentes del dominio social están reservadas a la nobleza, mientras el clero conserva un gran ascendiente entre la población, pese a que ambos grupos han sufrido una larga e intensa contestación en estos años, sin que su prestigio haya sido minado de manera significativa. La nobleza, tildada de inútil e innecesaria, es envidiada e imitada por la burguesía. La Iglesia, criticada por sus tierras y riquezas, conservaba su influencia social, aunque crecía el anticlericalismo en ciertos sectores cultivados.
En el tercer estado apuntaba un grupo especial, llamado a tener un gran predicamento posterior, las denominadas clases medias, cuya consolidación vendría a demostrar que el nivel cultural y el bienestar económico fragmentan la homogeneidad del estamento. Propietarios de tierras, industriales, comerciantes y profesionales de carreras liberales y literarias miran hacia nuevos horizontes, cuya mentalidad característica empieza a configurarse gracias al reformismo estatal, al apoyo real a sus actividades y a su incorporación a la Administración, pero estaban aún muy lejos de alcanzar la significación que tendrían con posterioridad y numéricamente carecían de significado en un conjunto dominado mayoritariamente por los sectores más desfavorecidos: jornaleros, obreros, mineros, aparceros y pequeños propietarios, que eran los principales reductos del descontento, cada vez más propicios al conflicto. Pero también ellos distaban de concienciarse de la manera que lo harían décadas después.
El proceso general europeo al que aludíamos es manifiesto desde 1760, cuando el crecimiento demográfico –España pasa de algo menos de 6.700.000 almas en 1768 a más de 10.500.000 en 1797, cifras significativas del fenómeno, aunque en su precisión sean algo aleatorias– adquiere un ritmo progresivo superior al de la producción de alimentos, desfase que propicia el descenso del nivel de vida de los trabajadores con sus secuelas de aumento de la pobreza y de la conflictividad social, conflictividad que aflora en una variada gama de manifestaciones de muy diversa índole, desde los motines antifiscales hasta los contrarios a las quintas, pasando por los de defensa de los bienes comunales y los provocados por los rigores del régimen señorial, constituyendo un variado muestrario, cuyas primeras manifestaciones se producen a principios de siglo y desde entonces se mantienen, poniendo en tela de juicio la idílica imagen del siglo xviii que con frecuencia nos ha transmitido la historiografía acerca de un pueblo pacífico identificado con sus amantes y paternales reyes. Tales conflictos socavan las relaciones sociales tradicionales y provocan el desprestigio de las autoridades, que se ven desbordadas con frecuencia y se muestran incapaces de mantener el control popular.
Tal panorama se ve acentuado y empeorado por los factores negativos que padece nuestra economía, en particular la agricultura, cuya incidencia social es innegable y muy superior a la de los otros sectores económicos. En efecto, el crecimiento demográfico aludido y la desequilibrada estructura de la propiedad malogran los objetivos perseguidos en este terreno, que quedan fuera de cualquier posibilidad de alcance a causa de una serie de malas cosechas y crisis de subsistencia que se encadenan desde 1789 hasta 1805, siendo especialmente duras las de 1793 a 1796 y, sobre todo, la que se anuncia en 1803, que vive su peor momento en 1804 y se arrastra hasta la cosecha del año siguiente. Una crisis que resultó especialmente dramática por cuanto los españoles de aquellos años pudieron comprobar que los sufrimientos de mitad de los años noventa fueron superados ampliamente por los que se presentaron a principios del siglo xix, de una dureza tal como no quedaban otros en la memoria y que no pudieron ser paliados, pues la crisis también golpeaba a la industria y al comercio, no ofreciendo alternativas ni perspectivas prometedoras.
La incidencia negativa de estos factores no fue la misma en las diversas regiones españolas, pues había claras diferencias entre ellas, tanto en el nivel económico como en la estructura de la propiedad y en la dinámica social, desigualdades originadas por las condiciones físicas y las heredadas de siglos atrás, perpetuando modos de vida y relaciones sociales, dando pábulo a una conflictividad más o menos soterrada, que tiene su elemento referencial más significativo en el campesinado, en los jornaleros –estimados en el censo de 1787 en 961.571–, a los que hay que añadir los aparceros y pequeños propietarios –907.197, según el mismo censo–, cuyas condiciones de vida eran, por lo general, difíciles.
En el caso de Andalucía, aunque existían zonas montañosas con pastos pobres y pequeña propiedad, así como vegas (Granada) y llanuras feraces (Córdoba, Jerez) susceptibles de un trabajo intensivo, lo más característico era el latifundio cerealista y olivarero, fundamentalmente, fortalecido por la Desamortización de las propiedades eclesiásticas y comunales a partir de la segunda mitad de la década de los treinta del siglo xix, convirtiéndose en la piedra de toque de una reforma agraria anunciada con reiteración, pero siempre irrealizada por las grandes dificultades que creaban los secanos, por la pervivencia de los intereses seculares y por la debilidad del Estado liberal para abordar los costos de las colonizaciones basadas en la familia como unidad de asentamiento. Su edificación específica, el cortijo, estaba habitado por un corto número de empleados permanentes y por un abundante grupo de jornaleros en las épocas de recolección, miembros potenciales de una clase revolucionaria futura, cuyos elementos más audaces buscaban salida en el contrabando o en el bandolerismo, males endémicos durante mucho tiempo.
Las tierras de la Castilla la Vieja más meridional, La Mancha y Extremadura son los mejores exponentes del escenario donde se desarrolla durante más tiempo el antagonismo entre labradores y pastores, que tarda mucho en resolverse, aunque desde la Guerra de la Independencia, que redujo sensiblemente la cabaña, el ganado quedó relegado. En los tres ámbitos se percibe la misma falta de horizontes en la vida del campesinado; es cierto que, al norte del Tajo, el campesino vive mejor que en Andalucía, pero en zonas pedregosas, como Ávila, las rentas abusivas, los impuestos y los diezmos empujan fuera a los más emprendedores y animosos y mantienen a los que se quedan en una vida mísera, contra la que se sublevan en motines esporádicos; en La Mancha y Extremadura la propiedad está más concentrada y a medida que descendemos hacia el Sur el latifundio se va imponiendo junto con niveles de pobreza que crean territorios propensos al bandolerismo.
Más al norte, en la Castilla septentrional y León el panorama es diferente, pues en estas tierras el labrador ha sufrido como en ninguna otra las duras consecuencias de un arriendo a corto plazo estipulado en metálico y al margen de la cuantía de la cosecha, una práctica que pervive después de la Guerra de la Independencia sin mayores consecuencias, sobre todo gracias a la facilidad relativa para la obtención de préstamos, que hace del campesinado de estas tierras una clase estable y apegada a los valores religiosos.
Valencia era tierra de contrastes entre las montañas, barrancos y desiertos del Norte y Occidente, sin mejor perspectiva que el artesanado de la lana y la costa, poblada y rica –viñedos y hortalizas–, donde la huerta en torno a la capital se convierte en una de las zonas más pobladas del continente en el tránsito del siglo xviii al xix.
Más al nordeste, Cataluña ofrece un dualismo entre un campo conservador y un prometedor sector industrial, que encontraba la mano de obra en las zonas agrarias pobres del interior montañoso. Un dualismo que explica, por un lado, la pervivencia de un bandolerismo endémico en los pobres valles pirenaicos, tan perdurable como las diferencias familiares y por otro, la progresiva consolidación de un campesinado propietario y acomodado, que edifica su estabilidad en los trigales de las llanuras, en los viñedos centrales y en los cultivos de la costa, un campesinado que tendrá como base de su estabilidad la demanda alimenticia de las ciudades, particularmente de Barcelona. Pero si el campo catalán gana una estabilidad envidiable, el proletariado industrial, andando el siglo xix, será una creciente fuente de conflictos por el afán de mejorar sus condiciones de vida, que le llevará a una progresiva concienciación de clase.
Contrastes encontramos también en el Aragón de aquellos años; en las tierras altas no había más destacable que una ganadería trashumante, pues el suelo era miserable –delgado y pedregoso con población diseminada en Teruel y Huesca–; en el bajo Aragón (Maestrazgo) se encontraba una economía deprimida, contrastando con los ricos secanos centrales y los regadíos del valle del Ebro, diferencias que tenían repercusión social, pues las condiciones de vida eran más fáciles en zonas próximas a Zaragoza o Jaca, por ejemplo, que en las grandes propiedades de los secanos, más parecidas a las andaluzas.
Y ya al borde del Cantábrico, en Asturias nos encontramos con una zona montañosa y otra litoral; en aquélla, pobre, de tierras altas y pastizales, existía una sociedad estable y muy autónoma, en la que la nobleza desempeñaba un destacado papel con núcleos significativos en Gijón y Oviedo; de escasos propietarios, los arrendamientos se hacían en buenas condiciones, aunque no tanto como en Vascongadas y Cataluña. Pero en cualquier caso, la zona costera ofrecía mejores posibilidades, si bien toda Asturias dependía de los trigos leoneses y si nos desplazamos hacia el oeste del territorio, veremos la propiedad tan dividida como lo estaba en Galicia.
En efecto, las tierras gallegas eran el ámbito minifundista por excelencia, con una economía muy pobre y con la Iglesia y la nobleza como poseedores mayoritarios de la tierra (foristas), trabajada por arrendatarios (foreros) mediante el pago de un canon. En la pugna que se suscita entre estos y aquellos, la Corona interviene a favor de los foreros, lo que unido a las consecuencias de la Desamortización –que permite a los foreros convertirse en propietarios– da origen a la burguesía rural gallega, cuyos elementos más representativos son el comerciante, el abogado comprador de foros y el indiano, es decir el emigrante a América, donde hace fortuna y regresa para establecerse, un tipo social que encontramos también en otros espacios del norte peninsular.
En Santander existían desde tiempo atrás campesinos supeditados a extensas propiedades municipales que no resultaban beneficiosas para los campesinos más pobres y eran codiciadas por los más ricos. En conjunto no tenían un mal pasar, pero estaban en un nivel claramente inferior a los vascos.
A fines del siglo xviii y comienzos del xix, las provincias vascas gozaban de una óptima consideración por la prosperidad que evidenciaban, basada en el ganado vacuno, el bosque, el maíz y el trigo, con una rotación de cultivos acertada y que se atribuía a la granja familiar, que mantiene una gran estabilidad por el sistema hereditario previsto en el derecho vasco, pues permitía heredar a cualquiera de los hijos, no quedando para los demás otra salida que vivir a la sombra del heredero o emigrar como los indianos. De esta manera la presión demográfica no fue especialmente grave en unas tierras, en las que los prohombres del campo eran mejor considerados que los comerciantes y abogados, máxime si tenemos en cuenta que el papel de la nobleza se había debilitado; el campesino vivía con una cierta seguridad por los bajos valores de los arriendos. Pero también aquí hay matices, por cuanto Álava contaba con muchas zonas similares a las castellanas en cultivos y modos de vida y, en conjunto, estaba más atrasada que Guipúzcoa y Vizcaya.