Kitabı oku: «La Guerra de la Independencia (1808-1814)», sayfa 4
Características de la crisis
Con la sublevación del pueblo madrileño el 2 de mayo de 1808 empezaba, en rigor, nuestra Guerra de la Independencia, cuyo nombre no sugiere la complejidad de los fenómenos que se desarrollan en los años de su duración, ya que esta guerra es una crisis bastante más amplia que el mero conflicto militar, cuya complicación sí se apunta en una de las grandes obras dedicadas a historiar lo sucedido durante este conflicto armado. En efecto, en el título del libro del conde de Toreno, Historia del levantamiento, guerra y revolución de España, se alude a las tres dimensiones fundamentales de la vida española por entonces y además se hace en el orden en que esos fenómenos aparecen en la crisis desatada hasta convertirse en simultáneos y mutuamente influyentes, particularmente los dos últimos, ya que el levantamiento es el primero en producirse y con el tiempo deja paso a unos procesos organizativos que van a incidir tanto en la guerra como en el proceso revolucionario.
Características de la guerra
Las ideas político-militares de Napoleón le iban a hacer enfocar erróneamente la guerra en la Península Ibérica, pues pensaba que iba a ser una “guerra dinástica” más, como otras que él ya había solventado en Europa. Por eso confiaba en que la escasa superioridad de fuerzas imperiales bastaría para resolver el conflicto. Con ellas podía ocupar y controlar las capitales y los principales núcleos de comunicaciones, así como los puertos y enclaves estratégicos, partiendo de la base de que el país permanecería tranquilo la mayoría del tiempo, aunque se produjeran algunos levantamientos, que con esa distribución de fuerzas podrían ser sofocados fácilmente y si, pese a todo, la agitación continuaba, unas columnas móviles restablecerían la calma anulando a los revoltosos y aplicando castigos ejemplares para que tuvieran un efecto disuasorio sobre el resto de la población, que al ver como eran reprimidas tales tentativas desistiría de emprender aventuras semejantes y aceptaría de grado o por fuerza la nueva situación política y militar.
En la penetración de las tropas francesas en España y en sus primeros movimientos sobre nuestra geografía es fácil ver que procedían siguiendo las directrices de ese plan, lo mismo que en las campañas que siguieron al levantamiento, en las que se evidencia la gran superioridad francesa en caballería, una caballería ligera de efectivos muy superiores a la española, muy bien entrenada y con un alto nivel de profesionalidad que la hacen incontenible para sus enemigos y en la que los mandos franceses hacen descansar gran parte de los éxitos que obtienen, lo mismo que en la artillería, también más numerosa que la hispana y manejada con maestría en las fases preparatorias de las batallas.
Sin embargo, los planes políticos y militares de Napoleón iban a resultar inviables y fracasarían porque nunca imaginó que la reacción mayoritaria de los españoles sería como realmente fue: la de un rechazo total al nuevo orden que se había programado y a los procedimientos con los que se pretendía establecerlo en el país. Un rechazo que les hizo empuñar las armas para abortar el plan o morir en el intento. Tal actitud colectiva complicaría imprevisiblemente los planes iniciales napoleónicos y supondría darle a la empresa un nivel de dificultad insospechado, hasta el punto de que lo que empieza siendo una cosa va a convertirse en otra muy diferente, lo que el emperador pensaba que iba a ser una guerra más de aquéllas a las que ya estaba acostumbrado, iba a convertirse en una guerra nueva y muy diferente al estilo militar imperante aquellos años, cuya novedad se ha destacado en dos niveles: en el estrictamente español y en el europeo en general, pues en el continente –en Rusia y en Alemania– surgirán después otros dos conflictos de características similares al español.
En efecto. Se ha repetido con frecuencia que la Guerra de la Independencia es la “primera empresa auténticamente nacional” de los españoles. Una afirmación que se basa sobre todo en la unanimidad del sentimiento patrio –o de rechazo al invasor–, en la vigencia y operatividad de los sentimientos monárquico y religioso –que Napoleón nunca llegó a entender– y en la amenaza generalizada sobre todo el territorio nacional impulsando a sus habitantes a la colaboración en acciones conjuntas.
Como hemos visto, cuando comienza la Guerra de la Independencia tenemos una sociedad a flor de piel en bastantes regiones españolas, una institución monárquica desprestigiada, una clase dirigente contestada y una nación inerme a causa de las derrotas en la Guerra de los Pirineos –muestra las grandes deficiencias de las fuerzas armadas españolas– y de Trafalgar (acaba con la escuadra). En estas condiciones, difícilmente un Estado y un gobierno pueden afrontar un conflicto armado. España no iba a ser una excepción, pero además tendría que afrontarlo en unas condiciones nada usuales para ella: las derivadas de ser campo de batalla; si en conflictos anteriores la lucha se había mantenido en regiones más o menos cercanas a la frontera, en esta ocasión todo el territorio peninsular sería un gigantesco tablero de operaciones. El país entero se va a ver afectado por la guerra; ninguna zona, por recóndita que sea, escapa al ciclón demoledor que entonces se desata. Y éste es el primer rasgo a destacar de una guerra que ha sido valorada de muchas formas, sin que ninguna de tales valoraciones comprenda todas sus dimensiones y vertientes; incluso, si las sumamos, tampoco están abarcadas todas las aristas del conflicto.
Se ha dicho –en una síntesis matizable, pero expresiva de tendencias historiográficas clásicas– que para los historiadores franceses la guerra de España es una guerra napoleónica más, convertida en guerra de liberación nacional, de independencia por la decisión del pueblo español. Los historiadores ingleses hablan de la guerra peninsular como un episodio del enfrentamiento entre tácticas, técnicas e ideas estratégicas diferentes encarnadas por Wellington y los suyos, por un lado y los mariscales franceses, por otro; todo lo demás para ellos tiene una importancia secundaria solamente. Por lo que respecta a los historiadores españoles, hablan en conjunto de una guerra entusiasta y tenaz por recobrar la independencia, pero se ha distinguido que los que son profesionales de la milicia prefieren hacer un relato dentro del contexto militar internacional y los historiadores universitarios, sin descuidar los aspectos militares, prefieren la incidencia social e ideológica del conflicto8.
La verdad es que en los planos militar y político se registran las mayores novedades y los hechos de mayor incidencia, empezando por el fenómeno de la guerrilla y continuando por la fragmentación irreversible del pensamiento político de los españoles, cuyas diferencias en este terreno se dirimirán violentamente en las décadas siguientes. En el caso de la guerrilla, el recuerdo ha idealizado el fenómeno y sus resultados y ha distorsionado la vida cotidiana –nada fácil– de los guerrilleros. En el caso de la ideología política, el proceso revolucionario que se vive paralelamente al conflicto militar hace que determinadas posturas sean anatemizadas y otras consideradas la panacea salvadora.
Sin embargo, por muy empresa nacional que sea, por muchos que sean los sentimientos compartidos entonces y por demasiados los sufrimientos padecidos y generalizados por toda la geografía española, la guerra contiene muchas variantes regionales que le confieren una gran diversidad y complican al máximo los intentos de sintetizarla. No obstante, sí se pueden establecer unas grandes áreas o zonas aglutinadas por el predominio de determinadas tendencias y realidades:
La zona comprendida entre los Pirineos y el río Ebro: es en donde el dominio napoleónico resulta más sólido, hasta el punto de que el emperador francés pretendió incorporarla a Francia.
La zona andaluza: hacia la que se desplaza la Junta Central y donde se mantiene firme el último reducto de los sublevados. Ha sido definida como un espacio de “resistencia”.
La zona oeste compuesta por Galicia y Portugal: utilizada como cabeza de puente por las tropas inglesas, desde allí partirá la ofensiva final que llevará a las tropas aliadas al otro lado de los Pirineos.
La zona centro: donde José I se esfuerza en desarrollar su labor gubernamental, tropezando con la acción de las guerrillas, la ambición de los mariscales franceses y la escasez de recursos financieros.
Por otro lado, la guerra pasó por unas alternativas que nos permiten intentar una sistematización cronológica de acuerdo con la preponderancia de los combatientes. En consecuencia, podemos hablar de una primera etapa, la de ocupación, que sería la más breve y que hemos de enmarcar en el conjunto de la Península Ibérica, consistente en el plan napoleónico de ocupar España y Portugal, por lo que en su sentido más amplio esta etapa podría empezar en el otoño de 1807, con la llegada de los primeros contingentes franceses camino de Portugal y en su sentido más restrictivo el comienzo podríamos situarlo en las consecuencias del motín de Aranjuez, en marzo y abril de 1808. Tomemos un punto de partida u otro, la fase de ocupación terminaría en la batalla de Bailén (julio, 1808) donde los franceses sufrieron una inesperada derrota que les hace replegarse hasta los Pirineos. Al comienzo de este periodo existe una gran dispersión de efectivos por una y otra parte, de forma que a principios de junio de 1808, ambos contendientes tienen sus tropas muy repartidas por la geografía peninsular, hasta el extremo de que muchas de ellas conviven en un mismo territorio. Además en el bando español, sobre todo, no existe un centro político que unifique los esfuerzos y los canalice en un sentido y objetivo común.
La siguiente etapa discurre entre la llegada de Napoleón (otoño, 1808) y la batalla de los Arapiles (julio, 1812) y es de claro predominio francés, pues encerraron a los españoles en Cádiz y redujeron a los portugueses y británicos a una exigua porción de tierra en las proximidades de la capital lusa. Una tercera etapa sería la que marca el cambio de signo en la guerra; se desarrollaría desde el verano de 1812 a la primavera de 1813, coincidiendo con la dramática campaña de Napoleón en Rusia, traduciéndose en España en el avance aliado sobre Castilla la Vieja y el repliegue francés hacia Valencia. Por último, la etapa final, de claro predomino aliado, se inicia con la gran ofensiva emprendida en mayo de 1813 que empuja a los franceses hacia el Norte obligándoles a repasar los Pirineos, y penetrando en tierras francesas concluyendo las operaciones en 1814.
Guerra de liberación/guerra nacional
El verdadero alcance, la novedad de la Guerra de la Independencia hemos de buscarla no en sus repercusiones, sino en su condición de “guerra de liberación” o “guerra nacional”, que junto con las otras dos contiendas de esta naturaleza –la rusa y la alemana– constituyen para algunos el verdadero comienzo del siglo xix, pues en esas tres guerras encontramos la inserción de una postura nacional en una planificación mundial, una revolución social que encarna la pujante burguesía y una participación de las clases populares que les da su carácter nacional y por ello tienen la doble condición de “guerra” y “revolución”9 9.
En esencia, el planteamiento estratégico de las guerras de liberación es semejante en las tres, pero tiene mecanismos diferentes en cada una de ellas. Nuestra Guerra de la Independencia se inició como respuesta a un proyecto a gran escala: el bloqueo económico a Inglaterra, en el que eran piezas claves los puertos y los barcos. Con esta visión tejió Napoleón su estrategia en España y lo demuestra la importancia que como objetivos tuvieron para Francia los puertos de Barcelona, Cádiz y Lisboa y los movimientos matemáticos de las fuerzas imperiales ocupando los nudos de comunicaciones, los puntos estratégicos y las ciudades más importantes. Pero los españoles movilizaron un factor inesperado para los franceses que complicará hasta el máximo el proyecto imperial. Tal factor es el paisaje como elemento activo, recurso que sorprendió la estrategia napoleónica y contra el que no pudieron nada los principios de la lógica militar imperante en la época. Así, una campaña precisa y matemática se transformó en una guerra de seis años en la que no cabía la previsión. Por otra parte, la Guerra de la Independencia rompió el proyecto imperial napoleónico al abrir los puertos españoles a los ingleses y será un factor primordial en el hundimiento del emperador francés tanto directa –por ser réplica armada– como indirectamente –su ejemplo cundió en Europa–, circunstancias que le confieren un significado inigualado por las otras dos guerras semejantes, que empezaron después que la nuestra y su duración es bastante menor.
Las guerras de liberación reciben su carácter nacional no sólo por la participación de las clases burguesas, sino por la intervención en su desarrollo de los sectores populares como una nueva fuerza configuradora, además del influjo que la contienda ejerció en la evolución de la conciencia nacional del pueblo que la realizó. Los núcleos conservadores idealizaron el sentido legitimista y sufrido de las clases populares que hacen la guerra; los reformadores vieron en ellas la afirmación del pueblo como fuerza histórica en los años en que moría el Antiguo Régimen; para el pueblo, los hechos quedaron como recuerdo de una gran acción.
Cargadas de sentido nacionalista, las guerras nacionales o de liberación son un elemento disgregador de Europa, una muestra más del espíritu que caracteriza al Viejo Continente y que le hace repeler cualquier ordenación de índole superior. Pronto muestra su operatividad la nueva ordenación de tipo liberal y nacional surgida de la revolución, pero el pueblo español se muestra escasamente permeable a la doctrina revolucionaria, de forma que puede decirse que mientras la burguesía formula las nuevas concepciones bélicas, el pueblo las vive.
El carácter nacional de nuestra Guerra de la Independencia se reduce a tres postulados: el levantamiento espontáneo al que alude el conde de Toreno, propio de los sectores urbanos y de los comienzos de la contienda; la formación de un ejército nacional que da cabida en él a la nación en armas; y la guerrilla, forma específica de los medios rurales para intervenir en la lucha.
El alzamiento espontáneo está obscuramente enraizado en la crisis política del reinado de Carlos IV, aunque lo desencadena la invasión francesa.
El segundo de los postulados, el paso del Ejército real tradicional al novel Ejército nacional se produce mediante un proceso que consta de los siguientes componentes, aunque hay un fuerte debate parlamentario que muestra el cambio ideológico experimentado, como tendremos oportunidad de ver más adelante. La materialización práctica del cambio se realiza mediante los siguientes elementos:
— Constitución de las “milicias honradas” para mantener el orden en las poblaciones (18 de noviembre de 1808).
— Reglamentación de las partidas y guerrillas (28 de diciembre de 1808).
— Autorización del corso terrestre (17 de abril de 1809).
— Conversión de las antiguas milicias provinciales en tropas de línea (1 de mayo de 1810).
— Creación de una milicia nacional que actuaría en caso de emergencia.
Conjunto de normas que no hace más que regular una realidad social previa, pues marca la progresiva incorporación de la población civil a la lucha y la esperanza de disciplinar su actuación para que redundara en provecho del Ejército regular. Sin embargo, la proyección futura de tal normativa es escasa, por no decir nula –que sería bastante más preciso–, ya que ninguno de sus componentes queda vigente una vez concluida la guerra. Los avatares políticos subsiguientes los sentencian definitivamente, pues la restauración absolutista de Fernando VII en 1814 anula todo lo hecho y legislado por las Cortes gaditanas y el Gobierno liberal, que son los promulgadores de las normas y reglamentaciones citadas y que ya nunca volverían a gozar de vigencia, al menos oficialmente y así queda de manifiesto en 1820, cuando se pone en marcha la restauración liberal con la consiguiente reacción absolutista, que se ve favorecida por el apoyo de la Europa de la Restauración: la llegada en 1823 de los Cien Mil Hijos de San Luis –tan franceses como los napoleónicos– no provocaron reacción alguna entre la aplastante mayoría de la población civil; en seis meses, prácticamente, liberaron a Fernando VII, derrocaron el régimen liberal y permanecieron varios años después sin experimentar el menor rechazo o repulsa por parte de la población.
Pero el que no hubiera una renovación de la normativa antes aludida, no significa que las realidades que ella pretendía regular desaparecieran. Más o menos clara e intensamente se reproducen en los conflictos internos siguientes y, en particular, la Primera Guerra Carlista (1833-1840) nos ofrece un muestrario muy variado de tales manifestaciones a escala más reducida que en la Guerra de la Independencia, pero de gran intensidad. En cualquier caso, estamos ante el intento de regularizar la actuación incontrolada de grupos populares que practican una guerra de guerrillas altamente perturbadora para los planes de los cuarteles generales y de las autoridades civiles territoriales.
Pero junto a ese carácter “nacional”, hay que situar también el de “popular”, tanto porque las clases populares participan activamente en ella, como porque la lucha goza de su beneplácito, por eso se implican haciendo todos los sacrificios y llegando hasta la muerte cuando así lo exigen las circunstancias. Desde que los mismos generales franceses destacaran la leal y generosa actitud del pueblo español innominado en defensa de su rey y sus ideales, se ha venido considerando dicha actitud como general y “unánime”, pese a que ya se levantaron voces que pedían cautela en la aceptación de tal realidad a fin de distinguir entre “el sacrificio libremente consentido y la contribución forzosa”. En particular, las villas y lugares de las tierras ocupadas por los franceses y recorridas por la guerrilla sufren un doble “castigo”: a los guerrilleros deben abastecerlos de cuanto necesitan, incluidos hombres útiles con los que reponer las bajas o abandonos y cuando se presentan en ellas los franceses, si quieren escapar al pillaje deben satisfacer fuertes cargas financieras, a lo que hay que añadir las pérdidas humanas y las destrucciones causadas por la guerra:
“El esfuerzo de guerra al que hemos aludido hasta aquí es el resultado de la coacción. Va acompañado de una actitud atávica de resignación cristiana y de la tradicional obediencia a las autoridades superiores. Pero sería insultar al pueblo español silenciar la lucha multiforme a la que se lanzó voluntariamente. Desde el escarnio hasta el asesinato de los escoltas, pasando por los secuestros, los envenenamientos y la ayuda a los guerrilleros, todas las actitudes que expresan el odio y la resistencia son posibles. Una vez mas se volvería maraña de anécdotas la Historia de la Guerra de la Independencia ni tratáramos de evocar al pueblo español en guerra. En las memorias de Blaze, Rocca, Thiébault, Feé, a las que remitiremos al lector, abundan los detalles sobre esta acción de los partisanos, acción que no procede de estrategia alguna, pero que va agotando sin remedio al adversario. Los españoles, en su voluntad de acosar a los franceses, actúan de mil formas distintas: les sirven de guía para mejor extraviarles, espían sus movimientos, hacen el vacío a su llegada, maltratan a los prisioneros, liberan a los rehenes, asaltan a los solitarios. Frente a tal derroche de astucia y maldad, Feé concluye, en plena desorientación literaria: «Cette guerre ne ressemblait à aucune autre»” [Esta guerra no se parecía a ninguna otra]10.
Fácilmente se comprende que situaciones como las que acabamos de destacar no están exentas de violencia y esa violencia en muchísimas ocasiones es de una enorme crueldad. Los testimonios gráficos de Goya, entre otros muchos, ponen descarnadamente de manifiesto los desastres de la guerra, entre los que la crueldad es un componente en el que siempre se ha reparado, pero ha quedado en un segundo plano, ya que es un “tema” nada heroico, inhumano y poco apropiado para una epopeya épica de héroes con nombre y anónimos.
En un primer momento, la reacción antiimperial se notó por igual en la ciudad y en el campo, pero ocupada la ciudad –Madrid, Zaragoza y Gerona, incluidas– sus habitantes aceptaron la presencia del invasor, cosa que no ocurrió en el campo, razón por la que se ha dicho que la guerra fue eminentemente campesina, por recaer en ese ámbito con mayor dureza los abusos e injurias del invasor, a los que respondieron con un deseo de venganza propio de la espontaneidad de su vida y así aparece esa crueldad a la que aludíamos, en una especie de juego dramático de violencias crecientes entre unos y otros, donde revancha y represalia se suceden.
Violencia y crueldad. Esos dos parámetros encierran unas dimensiones de las que sólo tenemos referencias muy generales y detalles particulares que ilustran esas referencias; nos falta conocer su verdadera incidencia en las comunidades rurales y en las ciudades, algo que resultará complejo, pues son dimensiones difícilmente ponderables y los relatos de que disponemos no son muy explícitos al respecto: hablan de muertes y aunque algunos relatos son sobrecogedores, no nos describen siempre cómo esas muertes se producen ni las circunstancias que las rodean y tampoco pormenorizan en su número o cuantía.
Por eso, además de la forma convencional –propia de los ejércitos regulares– en nuestra Guerra de la Independencia encontramos otras formas de lucha en donde la participación popular tiene mayor cabida, como son las sublevaciones urbanas, los asedios de ciudades y la guerrilla. Manifestaciones diferentes de concebir la guerra y de luchar que provocan disensiones entre los mandos militares y las autoridades civiles11, unas disensiones bajo las que subyacen las diversas maneras de entender la esencia y la finalidad del Ejército y el afán de conservar el protagonismo –o la responsabilidad– de dirigir la guerra.
La guerra convencional
De todas las imágenes generadas por la Guerra de la Independencia, la de la guerrilla es la que probablemente más ha contribuido a deslucir la del Ejército regular español: ordenancista, sin flexibilidad ni recursos, mal mandado y peor instruido, fue derrotado casi siempre. Pero se mantiene y lucha. En 1808 se formaron una serie de ejércitos de los que sólo pervive el primero hasta 1814, que se organiza en Cataluña con las tropas que había allí, las que arribaron desde Menorca y los migueletes movilizado por la Junta del Principado; su trayectoria no tiene nada de heroica ni gratificante: pierde todas las ciudades de importancia y las plazas fuertes y es mandado sucesivamente por trece generales.
Los otros ejércitos españoles de aquellos años, más efímeros que el primero, pudieron tener en algún caso mejor suerte frente al formidable enemigo que tenían enfrente. Y es que en la guerra convencional es donde los ejércitos napoleónicos se encuentran realmente cómodos, pues constituye una forma de lucha que dominan y en la que están siendo invencibles en el continente: batallas campales, marchas, contramarchas, movimientos tácticos y estratégicos… son situaciones con las que los ejércitos franceses se han familiarizado desde varios lustros atrás y bajo la dirección de Napoleón parecen incontenibles. Cuantas fuerzas se le han opuesto no han podido vencerlos. Sin embargo, mientras en Europa la victoria significaba el control del territorio y la aceptación resignada del triunfo francés, en la Península Ibérica las cosas van a ser más difíciles, pues la resistencia no desaparece y los invasores van a tener que destinar un crecido número de efectivos a asegurar las comunicaciones e intentar neutralizar los efectos de unas partidas incontroladas y anárquicas que hacen la guerra por su cuenta y se mantienen irreductibles.
La rápida y fulgurante campaña de Napoleón desde los Pirineos hasta Madrid en el otoño de 1808 y la inmediata victoria sobre las tropas inglesas de Moore empujadas hasta La Coruña, constituyeron el duro despertar nacional ante la relación de las fuerzas enfrentadas: ni el Ejército español ni el británico estaban en condiciones de frenar al vencedor de Europa, que en lo que podemos considerar la guerra convencional de la época era un auténtico maestro, dejando constancia en la Península de una realidad que ya había puesto de relieve reiteradamente en el continente. La movilidad de las tropas francesas y los éxitos que obtienen en las campañas que siguen inmediatamente al levantamiento –donde la conjunción de la caballería ligera, la artillería y duros castigos con ejecuciones de paisanos sorprendidos con armas fueron claves en el éxito en no pocos casos– parecían anunciar que los planes napoleónicos se cumplirían.
Fue la primera evidencia de que en este terreno las cosas iban a marchar como en Europa. Una evidencia que tenía como punto de partida la superioridad de efectivos napoleónicos –ha sido cifrada en torno a un cincuenta por ciento–, superioridad que se hacía aún más patente por la mayor movilidad que esas tropas eran capaces, muy superior a la de cualquier otra fuerza armada de la época. El Ejército napoleónico había encontrado en la división la unidad táctica y orgánica que le proporcionó la superioridad nacida de la autonomía que disfrutaban las grandes unidades al reunir en un conjunto los diversos elementos que necesitaban para el combate y los desplazamientos. Por otra parte, desde el primer momento de la guerra, los ejércitos franceses aplicaron en España otro gran principio napoleónico: vivir sobre el terreno, con lo que además de ganar en rapidez de movimientos (las tropas napoleónicas se desplazaban a 120 pasos por minuto, casi el doble de los setenta tradicionales), se liberaban de las exigencias y condicionamientos logísticos que mediatizaban y entorpecían a otros ejércitos de la época. Todos estos factores repercutirán en proporcionar a los ejércitos imperiales una movilidad superior, que Napoleón utilizará como una de las claves de su estrategia, basada en gran manera en la rápida concentración de los efectivos que van a combatir, lo que le va a permitir convertir la inferioridad numérica territorial en superioridad numérica en el campo de batalla.
De acuerdo con este planteamiento y en contraste con la estrategia defensiva de los españoles y de los ingleses, se comprende que la ofensiva sea la acción preferida por los ejércitos de Napoleón: además no le quedaba otro remedio, pues no podía dejar de atacar, tanto para pacificar el país, como para derrotar al enemigo en una batalla campal que le diera el triunfo definitivo, como había sucedido en otros lugares de Europa. Acorde con todo esto, la fórmula táctica preferida por los generales franceses era la columna de asalto, que integraba un batallón, un regimiento y, más raramente, una brigada; columna que en el ataque iba precedida y flanqueada por un nutrido cuerpo de tiradores y frente a la que no se conocía otro recurso que la línea de combate, una disposición táctica en la que sobresaldrían los ingleses de Wellington, que por su alta disciplina eran capaces de mantenerse impávidos sobre el terreno en cualquier circunstancia, con lo que conseguían una gran superioridad de fuego: por parte de los franceses, sólo las dos primeras líneas de un batallón –entre 80 y 160 hombres– podían abrir fuego simultáneamente, mientras que un batallón inglés de efectivos similares formado en doble fila podía emplear al mismo tiempo sus 800 mosquetes, siempre y cuando se mantuviera solidamente, pues si se desmoronaba al entrar en contacto con el enemigo era aniquilado por su falta de movilidad o dispersado, suerte esta última que corrieron muchas tropas españolas en los combates que libraron durante las campañas de los dos primeros años de la guerra.
Por otra parte, hay dos factores que van a tener una gran incidencia en las operaciones a lo largo de la guerra y que quedan de manifiesto muy pronto. Se trata, por un lado, la insuficiencia logística española, que deja sin sus raciones diarias a los soldados en muchas ocasiones; y por otro, la dispersión de nuestras tropas, que disuelve a los ejércitos. En este sentido, una buena muestra la tenemos en el ejército de Blake, en la campaña que se saldó con la derrota española en Espinosa de los Monteros: el general español, al inicio de la batalla, contaba con unos 22.000 hombres, poco más o menos; en Espinosa sufrió unas 3.000 bajas y en las dos semanas siguientes perdió los dos tercios de la fuerza por el abandono de las filas.
La guerra no convencional
En este tipo de guerra hemos de destacar de entrada dos formas de lucha que no son nada habituales para las tropas napoleónicas: la sublevación urbana y los asedios de ciudades. Ninguna posibilita las maniobras arriesgadas y brillantes ni los choques campales victoriosos merced a una magistral preparación estratégica y táctica, terrenos en los que se cimentaba la gloria de los ejércitos napoleónicos y sobre los que Napoleón edificaba su fama de invencible.
En el asedio de ciudades, los ejércitos napoleónicos tuvieron en la Península Ibérica un duro banco de pruebas. A la postre, la sublevación urbana fue vencida y reprimida. De las ciudades asediadas, alguna resistió –Cádiz, por ejemplo–; en otros casos, su conquista tuvo mucho de simbólico en el sentido de que había que enmendar un fracaso anterior. En este particular, los casos de Zaragoza y Gerona, a la postre rendidas, son casos emblemáticos, pues reúnen la totalidad de los ingredientes para que la guerra mantuviera su condición de popular: se implicaron todos los habitantes, resistieron hasta el límite y aparecieron héroes de todo tipo: paisanos y militares, hombres y mujeres.
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