Kitabı oku: «Los niños de los árboles», sayfa 2

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Capítulo 5

La Colonia Moscardó, se levantó en varias fases, antes y después de la guerra —durante la República se llamó Colonia Salud y Ahorro—, para brindar realojo a los inmensos poblados de chabolas que sin orden ni concierto brotaban como setas en la orilla oeste del río Manzanares, recurrente cloaca, lavadero y refrescante manantial en el bochornoso estío, y para proporcionar un nuevo hogar a los inquilinos de las derruidas corralas del viejo Madrid. Edificaciones de tres plantas, con dos viviendas en cada una —izquierda y derecha, más dos bajos con atrios posteriores—, se distribuían en veinte calles y sus correspondientes manzanas o, a veces, se unían longitudinalmente a otros bloques en líneas paralelas, vía estructuras de hierro arqueadas, cubiertas de plantas enredaderas. Esos sombríos pasadizos eran túneles vegetales —despensas de palulú y palo fumeque para la chavalería—, exclusivos refugios de las parejas para entregarse a los deseos carnales sin la aparente presencia de vigilantes y censoras miradas; cuevas de amor, donde besar con lengua hasta notar dolor en las mandíbulas, donde sentir, quizá por primera vez en las manos, tras sortear el sostén y el pudor de la compañera, la suavidad y el calor de un pecho desnudo y el tacto de un pezón erecto, tan repentinamente duro como el botón del timbre de la señora Dolores, al que entraban irrefrenables ganas de tocar repetidas veces con la punta del dedo corazón.

La calle Tres y la calle Cuatro de la Colonia Moscardó, la de Manuel y la de Julián, separadas varios cientos de metros entre sí, se extinguían abruptamente para dejar paso a un gran espacio abierto antes de volver a renacer. Esa gran explanada central la ocupaba en parte el Colegio Nacional Amanecer —en dos recintos sin conexión alguna, partidos por el género—, la galería comercial Moscardó, el campo del Club Deportivo Colonia Moscardó y un sinfín de pequeños comercios: panaderías, lechería, carbonería, ultramarinos, frutos secos y chucherías, ferretería, taller de zapatería, colchonería, churrería, bodega... y bares y más bares cuyas rotulaciones raro era que no se remataran con la palabra Moscardó. La colonia moría al poniente en la parte posterior de la calle Cuatro que limitaba ya con el río Manzanares. A esa orilla muchos le llamaban la calle del Río.

Capítulo 6

Manuel no era uno de sus amigos más íntimos, con los que compartía la vida de horas y horas de jugar en la calle al rescate, al gua y al triángulo de canicas; al churro, media manga, manga entera; al balón botero y el escondite español e inglés; a los mundiales y la vuelta ciclista de chapas, la revolotera y el veintiuno; a rayuela, hinque, fútbol-lima, la peonza, el yo-yo y la pirindola; a los montones, la piedra y la pared para ganarse los cromos; al tute, la guerra, el cinquillo, el burro, el chinchón, las siete y media y tantos otros para ganarse los cuartos; al pino para ver las bragas de las chicas; al martirio chino y al de la taba; a las prendas, el balón prisionero, la cuerda y el pañuelo; a piedra, papel y tijera y a palabras entrelazadas; al tenis de pedos y eructos —ventosidad de uno y 15-0, ventosidad de otro e iguales a 15—; a carreras de sacos, de pollos y de tortugas; al pío-pío y al veo-veo; a batallas de agua, tirachinas, arcos y ballestas; a montar en tablas con rodamientos; a la silla, a las anillas y a los bolos; a buscar hormigas de Dios —las negras— y del demonio —las rubias y aladas—; a no reírse, a no hablar, a no cerrar los ojos y a no respirar...

Le unía a Manuel un sentimiento inconfesable y una R, la de Ramírez, les ataba espacialmente sin premeditación, compartiendo uno de los pupitres más alejados del encerado, en las clases donde, a criterio del profesor, la disposición de los alumnos regía por el orden alfabético de los apellidos. En ese caso Agüero, aunque circunstancialmente, era el primero de la clase, el más próximo a la puerta de salida y, haciendo honor a su apellido, el portador del agua para el maestro.

—Agüero, tráigame agua del servicio y déjela correr —decía don Rafael mientras sacaba del cajón de su escritorio un vaso de Duralex que al instante la magia de un haz de luz, emanada de algún resquicio de las persianas echadas de las ventanas, transformaba en un encantado y multicolor recipiente.

Parecía que don Rafael poseyera un objeto sobrenatural en sus manos capaz de proporcionarle agua fresca cuando le sobreviniera la sed, pensaba toda el aula, mientras forzaban al máximo la salivación buscando aliviar a tan deshidratadas gargantas, pues casi todo el año sudaban como pollos en aquel gran horno educativo. Cuando don Rafael se llevaba el vaso a la boca se quedaban embobados viéndole tragar; podían percibir en la distancia como el agua humedecía los labios del maestro y la oían caer en cascada por su esófago inundando los desérticos valles de su estómago. Se morían de envidia y de sed, pero rara vez alguien osaba pedir permiso para ir al baño y así poner los morros en el grifo, porque casi nunca se concedía. Más tarde entenderían que aquel ritual solo era el disfrute que le otorgaba a don Rafael su omnímodo poder. Cuando tal supremacía cedió, fue fisiológica la primera democracia que sintieron. De forma espontánea, sin esperar autorización que valiera, llevaron a clase en sus carteras no solo agua, sino todo tipo de zumos, batidos y refrescos contenidos en variadas botellas, frascos, cantimploras e incluso biberones. Y así empezaron a beberse la libertad a chorros.

Pero mientras fue caudillo en clase, aunque era de baja estatura y cuerpo esmirriado, que cubría de amplísimos trajes, don Rafael deshizo a los alumnos solo con su pétrea mirada y la amenaza de su vara, siempre asida por su puño diestro, como dispuesta a escarmentar cualquier desliz en una conjugación verbal o el más leve error de cálculo de una operación matemática expresada en tiza sobre la pizarra.

Y si todos los maestros eran los dueños absolutos de sus clases, el director don Alberto lo era de todo el Colegio Nacional. Sus tentáculos impregnaban de autoridad cada centímetro cuadrado de la fortaleza académica, delimitada por cuatro insalvables muros, altísimos aún para los de octavo de Educación General Básica. A simple vista, don Alberto dominaba todo el recinto desde su despacho, enclavado a modo de atalaya en el corazón del edificio principal, bajo la sombra oscilante del Águila de San Juan abanderado en rojo y gualda, al que rendían pleitesía al arrancar cada semana.

Otros maestros, como don Pedro, un hombre de cara ancha y mofletuda, de mirada limpia y aspecto bonachón, pero igual de implacable a la hora de imponer castigo a la más mínima oportunidad, ordenaban a los alumnos en función de los resultados obtenidos en las pruebas quincenales de sus asignaturas. Como don Pedro impartía Ciencias de la Naturaleza, Ciencias Sociales y Religión, obteniendo tres dieces en cada materia se alcanzaba una puntuación máxima de 30 puntos que se sumaban a los obtenidos en los exámenes anteriores, a modo de tabla clasificatoria. Así, según las notas de cada parcial podía cambiar la posición en clase desde el primer al último colegial. Julián nunca fue líder ni definitivo, ni provisional, por adición de calificaciones, pero solía ocupar puestos UEFA, siempre viendo de cerca la cara del profesor, mientras Manuel apoyaba su nuca en la pared del fondo, luchando por no repetir curso y descender a segunda.

En apariencia, Manuel disfrutaba y sufría la infancia como cualquiera. De voz susurrante, quebrada y miedosa, bajo un rostro angelical de tez blanca y serpenteante melena dorada, adolecía en sus grandes y redondeados ojos azules de una constante expresión, como en un único fotograma, de sempiterna pesadumbre. Vivía con su madre y su hermana en un bajo junto a uno de los frondosos pasillos arqueados frente a la puerta principal del colegio. Apenas conocía a su padre, dos semanas cada mes de agosto y una en Navidad en casi once primaveras, algo más de medio año en toda su vida. Como otros dos millones de españoles emigró a Suiza a mediados de los 60 en busca de oportunidades. El Suizo despotricaba del duro trabajo en la fábrica de motores donde incluso dormía, o de la humillante prohibición de entrar en algunos establecimientos de Berna, donde colgaban carteles en la puerta impidiendo el acceso a perros y a sus compatriotas. Pero el más cruel tormento que el emigrante decía padecer en el país helvético era la proscripción del agrupamiento familiar, que dejaba de facto a Manuel, huérfano de padre 49 de las 52 semanas del año.

Ni su hermana Coral, un año mayor que él, la más bonita de las veinte calles de la colonia y de otras mil si las hubiere a ojos de Julián, recordaba imagen nítida del cabeza de familia. Si acaso algunas rugosas y desenfocadas instantáneas en blanco y negro, mitad disparadas en Berna, mitad en Madrid, de una vida en tono gris, acumuladas por su madre en una caja de zapatos de Los Guerrilleros, en cuya tapa superior destacaba su célebre eslogan: No compre aquí, vendemos muy caro.

Como una estrella del celuloide se proyectaba Coral en las pupilas de Julián. Melena rubia y ondulada, burlona sonrisa y mueca altiva, esbelta, de interminables piernas e incipientes pechos, aún libres sin sujeción, que se vislumbraban blanquísimos, como toda su epidermis, bajo las finas blusas dominicales de bien entrada la primavera. Su voz le acariciaba unas veces los oídos y otras le llegaba áspera, fría y distante según tuviera ella el momento o el día. Pero en el horizonte de sus ojos azul turquesa detectaba siempre la misma expresión que en Manuel, el mismo quebranto de consanguinidad.

Para Pilar, la madre de Manuel y Coral, que aún no había cumplido los treinta y tres, también era una tortura luchar cada día con tan prolongadas ausencias de su cónyuge. Debía esforzarse con denuedo para que el rostro de Manuel no se volatilizara de su mente y sobre todo para que la llama de su amor no se extinguiera en su interior. Quizá para mitigar su pesadumbre vestía colores alegres y vivos, en modelos ajustados para lucir su voluptuosa figura, rematada en las alturas con una carita morena agitanada, en las antípodas de la palidez cutánea de sus retoños, y melena larga y negra que ondeaba al viento, como un preciado estandarte.

Pilar era su nombre de pila bautismal, y así era referida en su presencia, pero al darse la vuelta las lenguas viperinas le llamaban, no Pilar, si no la Pilingui, apelativo articulado siempre con musical socarronería y repulsiva gestualidad. Y más por habladurías y chismes derivados de la tirria por la belleza de tal señora, que por empíricas razones, la emigración del esposo, acaecida con Pilar aun sosteniendo con un brazo a Manuel para que chupara de su teta y estirando el otro para limpiarle los mocos a Coral, fue vista por una considerable proporción de mujeres y hombres de la colonia cuanto menos como sospechosa.

Las mismas mujeres que en su cara elogiaban sus arrestos para sacar adelante a su familia en absoluta soledad, los mismos hombres que se ofrecían como buenos vecinos para ciertas chapuzas domésticas, que ella amablemente siempre rehusaba, sentenciaban a Pilar a su espalda, como una ingrata que había deshonrado a su bondadoso y buen marido hasta hacerle abandonar el hogar de sus hijos y huir a tierras extranjeras. Estaban convencidos de que la marcha del Suizo se debía a su hastío por los cuernos tan grandes que le ponía tan insensible mujer. Y no perdían tiempo en propagar que media colonia era susceptible de haber compartido las mismas sábanas que la adúltera, y ni don Ramón, el dueño de la camisería, el varón menos mujeriego de las veinte calles, al que no se le conocía hembra alguna en el preceptivo pase de revista del paseo dominical, estaba libre de sospechas.

Capítulo 7

Por aquel entonces la Historia era un tótum revolútum para él e imaginaba que para cualquiera de su mundo de la Colonia Moscardó, de la que mínimamente se ausentaba. Veinte calles, no demasiado extensas, que ocupaban un espacio urbano similar al de un pueblo ordinario, ante sus ojos aparecían como un inabarcable hábitat de veinte inmensos continentes. Los monólogos históricos de clase, expuestos por el profesor con la misma épica que las disertaciones del crítico de la tele sobre las películas bélicas en Sesión de Noche, convivían dentro de su ser en la cotidianidad del presente, adquiriendo verosimilitud las más disparatadas coetaneidades de personajes, aunque les separasen siglos de existencia. Así, si algún amigo de taberna de su padre le preguntaba un domingo a mediodía, entre cortos, chatos y pinchos de boquerón, bajo la sinfonía de vasos y cubiertos y el murmullo de los parroquianos, qué quería ser de mayor, mientras le obsequiaba con un kas de limón, sin dudarlo un instante, con la misma seguridad con la que a diario gritaba «presente» al oír sus apellidos precediendo al nombre en la pasada de lista del maestro, contestaba:

—Yo, romano.

Y es que estaba convencido de que en unos años podría colocarse en una centuria si bebía mucha leche hasta poseer huesos y músculos de piedra como los de Urtain, el Tigre de Cestona, tres veces campeón de Europa de los pesos pesados o del Oncebrutos, el hombre más fuerte del barrio, del que circulaba la hazaña de haber dislocado la muñeca de once rivales en el Campeonato de Pulsos de las Fiestas de la colonia. Quién sabe, quizá la cabeza viviente del mueble de Dolores sería algún día su centurión y hasta podría ganarse su confianza y convertirse en su optio más fiel.

Como cada lunes, antes de enfrentarse a la lección del día, en un patio rectangular de hormigón armado, formaban todos los alumnos unidos bajo la bandera. Aunque ya de por sí les parecía descomunal, se agigantaba allí plantada en un nivel superior en el corazón de un laberinto ajardinado, con su pedestal a tres metros de sus cabezas, como una flor bicolor de interminable tallo. A los pies de la enseña, el cuerpo de profesores de avanzada ancianidad —una veintena de hombres, ninguna mujer—, en una única línea solo alterada por un paso al frente del director don Alberto de aún mayor senectud, inspeccionaba en cenital perspectiva la disposición de sus batallones de jerséis azules.

Se ordenaban, en filas de a dos, desde el primero al octavo de los cursos, como en una escalera de testas generacionales; unos setecientos niños-cadetes, ninguna niña, de no menos de seis y no más de catorce años.

—A cubrirse —decía claro y enérgico el profesor que dirigía ese día la ceremonia en el Colegio Nacional Amanecer, mientras todos los sentidos de Julián se concentraban en situar su temblorosa mano derecha sobre el hombro derecho del compañero que le ofrecía la espalda.

—Firmes —gritaba otra vez.

Después, un inquietante silencio roto por una sola voz, que iniciaba el canto patriótico al que todos se incorporaban al unísono con los ojos cegados por el sol y ajados suéteres a cuál más zurcidos. Y tras entonar el Viva España

—¡Primero, marchen!

—¡Segundo, marchen...!

Hasta que ordenaban avanzar al quinto de EGB, que en el 74 eran los de su clase. Sin estruendosas pisadas de botas de cuero, porque de ellas carecían, emprendían el rutinario camino del aula con un discutible aire marcial. Bastaba el fugaz revoloteo de una avispa y hasta de un mosquito para romper por completo la formación, como si el más temible escuadrón de bombarderos enemigos en vuelo rasante peinara sus cabezas.

Ya en clase, todos de pie, esperaban a que el profesor iniciara el Padre Nuestro para acompañarle con una mezcla de sumisión y pesadumbre en un tono mortecino solo alterado al extinguirse la oración:

—Amén.

Y como en la iglesia el párroco a sus fieles, solo cuando el profesor les daba su gracia, podían sentarse:

—Abran el libro de Historia por la página 68, lección 20. Título: Felipe II de España, el Imperio donde nunca se ponía el sol.

Quizá porque en clase se revivían los hitos gloriosos del Imperio español con gran esmero y minuciosidad o porque no había tiempo de abordar el declive y la ulterior pérdida de las colonias y posesiones, a Julián le parecía que su país seguía manteniendo la misma supremacía que en tiempos de Felipe II. Y tal rey presumía de que en su vasto Imperio —el primero de carácter mundial, extendiéndose en los dos hemisferios por tierras europeas, africanas, americanas, asiáticas y oceánicas— nunca se ponía el sol. Si Julián creía fervientemente que podía aún ser romano, ¿cómo no iba a suponer que España dominaba aún el globo terráqueo en 1974?

Aunque dos años antes, este medallero de los últimos Juegos Olímpicos celebrados, los de Múnich 72, los primeros de los que tuvo constancia, hicieron brotar en su pensamiento las primeras suspicacias en torno a tan aventajada posición patria en el mundo.


¿Cómo era posible que España, con tan resplandeciente estatus en el orbe, como contaban en la escuela, hubiera ocupado tan gris emplazamiento, el cuadragésimo tercero, en la tabla de países que habían conquistado un mayor número de preseas?

—Solo una y la de menos valor, de bronce, en boxeo y ni siquiera en los pesos pesados, en los minimoscas —se cuestionaba Julián, abatido por aquel descubrimiento.

Al borde de las lágrimas examinaba con detalle aquella tabla, deteniéndose primero, con indisimulada envidia, en lo más alto del medallero. Lo dominaba la Unión Soviética, al borde de los 100 trofeos, la mitad de oro; a la zaga Estados Unidos, con 94 y las dos Alemanias, la Occidental y la Oriental, que habían acumulado 66 y 40. Y si eso resultaba incomprensible y vejatorio, más lo era que Gran Bretaña dispusiera de 17 galardones más. ¡Era inaudito! ¡Si Gran Bretaña —para él Inglaterra— no fue invadida por la Grande y Felicísima Armada, tal y como había explicado don Pedro, debido al turbulento oleaje, que hizo imposible luchar contra los elementos! Según descendían sus ojos por aquella columna de naciones condecoradas en los Juegos, se hacía insoportable contener el sollozo al cerciorarse de que algunos Estados, de los que ni siquiera sabía de su existencia —como Uganda, con un oro y una plata; Líbano, Mongolia y Pakistán, cada uno con una plata o Etiopía, con un bronce más—, también superaban a España en los méritos acumulados en Múnich.

Para aliviar tan honda decepción y también para combatir el tedio en casa, Julián celebraba sus propios Juegos Olímpicos con interminables solitarios, usando una baraja de Heraclio Fournier. Escogía como selecciones participantes a los dos primeros clasificados en el medallero —la Unión Soviética y Estados Unidos— y al tercero y al cuarto —Alemania Occidental y Alemania Oriental—, que adelantándose quince años a la caída del muro les reducía a una sola Germania. A las tres potencias las hacía competir con España a modo de Juegos de la Revancha o de la Justicia Histórica, adjudicando un palo a cada país. Julián arruinaba, sin saberlo, la simbología de Antoine Court de Gébelin, que asoció con Espadas al soberano, nobles y militares; Copas con clérigos o sacerdocio; agricultura con Bastos y Oros al dinero y al comercio. Él creó sus emblemas propios para enfrentar a España con los equipos más laureados en todas aquellas disciplinas olímpicas que se disputaban a modo de carreras: piragüismo, remo, vela, atletismo, natación... Observando los ases de cada palo y salvando nuevamente siglos de coetaneidad, asignó las Copas a la Unión Soviética, por el rojo y la monumentalidad de su copón, propio de la arquitectura de la época estalinista; a Estados Unidos le concedió las Espadas, por la tonalidad azulada de su as, que se imaginaba luciendo en la cintura de algún valiente capitán del Séptimo de Caballería; el as de bastos lo colocaba en la mano amenazante de un vándalo invasor y dio el palo a Alemania; de inicio había reservado el as de oros para su propia nación, con el deseo de que se colgara el mayor número de distinciones doradas. Ganaba el oro la nación que antes alcanzara la meta completando con su palo la escalera desde el as hasta el rey, la plata el siguiente que lo consiguiera y el bronce el tercero en hacer lo propio. Solo el cuarto y último se quedaba sin el preciado metal. Las probabilidades de España de atesorar medallas —y posicionarse de acuerdo con su protagonismo histórico— aumentaban exponencialmente en el medallero de sus particulares Juegos, en los cuales, en efecto, su país no paraba de sumar y sumar. Y si había que ayudar con alguna pequeña argucia se ayudaba, confiando en que los respectivos Comités Olímpicos del resto de competidores no presentaran impugnaciones y tumbaran sus sueños deportivos.

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