Kitabı oku: «Un mundo dividido», sayfa 5
II
GRECIA
Abandonar el imperio
Rigas Velestinlís (o Feraios) escribió su “Himno patriótico” en 1797, cuando estaba viviendo en Viena. Esta conmovedora composición, que condena la tiranía y llama a instaurar la libertad y la fraternidad, es conocida e interpretada aún hoy en Grecia. Himno de todos los movimientos nacionalistas, proclama el amor a la patria y lamenta un presente corrompido por la esclavitud y la servidumbre que ha impuesto la ocupación extranjera. A los compatriotas de Velestinlís, sin embargo, les aguarda un porvenir dichoso siempre y cuando se unan para romper las cadenas forjadas por el tirano extranjero y crear la nación. En la Grecia futura cabe toda clase de gente, Velestinlís incluye a “búlgaros, albaneses, armenios y griegos, negros y blancos”, y hasta a los musulmanes (o “turcos”).1 En el “Estatuto político” describe su modelo de república griega y enumera los derechos de sus ciudadanos basándose en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, que a veces cita literalmente. “La soberanía reside en el pueblo –afirma, recordando el artículo tercero del documento francés– y es singular, indivisible, eterna e inalienable”.2 Todos los hombres nacen iguales y han de ser libres. Ninguno debe ser esclavo de otro.3
En el “Estatuto político”, Velestinlís enumera los derechos abanderados por las revoluciones francesa y estadounidense y las latinoamericanas y reconocidos en casi todas las constituciones de los Estados nación de los dos siglos y medio siguientes. El pueblo elegirá libremente las leyes. Todos los ciudadanos tienen derecho al trabajo y la libertad de hacer lo que desean mientras no causen perjuicio al vecino. Todos gozarán de libertad de expresión, dice Velestinlís, y también de culto: los cristianos, los musulmanes y los judíos podrán practicar su religión.4 Se abolirá la esclavitud y se fomentará la educación para los niños y las niñas.5 Se reconocerá como ciudadanos a todos los hombres que lleven viviendo en Grecia por lo menos un año.6
Velestinlís ofreció la ilusionante imagen de una Grecia democrática. Estimulado por el ejemplo de la Revolución francesa, se rebeló contra las jerarquías de poder existentes en el Imperio otomano e invitó a los griegos a incorporarse al nuevo mundo, definido por los Estados nación y los derechos humanos. Pero el suyo no fue un camino fácil. En 1797 Velestinlís quiso instigar una rebelión destinada a crear una Grecia independiente, unos funcionarios austriacos se enteraron de sus planes y le entregaron a las autoridades otomanas. Ese mismo año fue ejecutado junto con otros doce compatriotas, y su cuerpo, arrojado al Danubio.
El paso de un manifiesto político a la fundación del Estado nación no fue fácil en Grecia ni en ninguno de los países cuyas historias examinamos en este libro. En el camino a la independencia de Grecia y la proclamación de los derechos de sus ciudadanos hubo, en efecto, batallas cruentas, maniobras diplomáticas y acuerdos frágiles. A pesar de estos acontecimientos y de los múltiples regímenes políticos que conoció el país, en los dos siglos y medio siguientes subsistieron las mismas preguntas esenciales: ¿Quiénes eran griegos? ¿Abarcaría la nación griega a judíos, musulmanes, valacos y otros muchos grupos? ¿Sería una futura constitución griega tan inclusiva y ambiciosa como la había imaginado Velestinlís en 1797? ¿Qué derechos ejercerían los considerados griegos?
El nacionalismo griego –con todos sus triunfos, limitaciones y desastres– se convirtió en un modelo para los movimientos independentistas que surgieron en toda la región mediterránea y otras partes del mundo (véanse mapas de las pp. 61 y 63). El éxito de la insurrección griega tuvo una gran resonancia en los Balcanes, Anatolia, Oriente Medio y zonas tan lejanas como América Latina. Por todas estas razones (el carácter parcial de todo avance en derechos humanos; la tendencia de los movimientos nacionales a seguir el ejemplo griego; la cuestión esencial de quiénes forman una nación, y la persistente influencia –positiva y negativa– de las grandes potencias) empezaremos por el caso griego: el del primer Estado nación fundado en Europa desde la era napoleónica.7
Expansión y declive del Imperio otomano
El camino a la independencia griega comenzó con la rebelión que estalló en febrero de 1821 en las regiones danubianas de Moldavia y Valaquia (perteneciente a la actual Rumanía), provincias nominalmente otomanas que estaban bajo protectorado ruso.8 En ambas vivían un gran número de griegos, entre ellos comerciantes ricos y altos funcionarios del imperio. Unos meses más tarde, en la península del Peloponeso y las islas circundantes, grupos de bandidos iniciaron motines muy violentos.
Al principio, ninguna de las dos rebeliones tuvo un carácter nacionalista ni estuvo inspirada, como las revoluciones estadounidense y francesa o las latinoamericanas, por la idea de derechos humanos. La griega era una sociedad atrasada. La tasa de alfabetización era muy baja y el sector industrial, arcaico. Hay que considerar, eso sí, el papel del cristianismo ortodoxo como fuerza unificadora de los rebeldes. Las identidades eran, sin embargo, principalmente locales. La autoridad última correspondía al sultán, pero en la vida diaria el poder residía en los funcionarios locales, los terratenientes y los bandidos más que en la lejana Estambul. En este estado de cosas era muy difícil que surgieran los movimientos nacionalistas y la ideología de los derechos humanos.9
Las insurrecciones griegas de la década de 1820 formaron parte de una larga serie de rebeliones encaminadas a mitigar la opresión otomana. Los rebeldes griegos exigían que las autoridades aliviaran la carga tributaria que soportaban; recordemos el sistema de tributación en cadena que observó el reverendo Munro en sus viajes a Oriente Medio, y en el que todos los funcionarios otomanos, desde el más notable hasta el más humilde, se llevaban su parte, lo que resultaba extraordinariamente gravoso para la gente corriente, pero también para los ricos. Por lo demás, los rebeldes reivindicaban el derecho a construir y restaurar iglesias sin necesidad de pedir permiso a las autoridades otomanas. En las provincias danubianas, los comerciantes querían autonomía, es decir, la facultad de dirigir sus negocios sin tener que rendir cuentas continuamente (ni pagar tributo) a los funcionarios locales del imperio ni a la burocracia de Estambul. Estos agravios, como la religión, unían a la mayoría de los griegos al margen de sus identidades, mayormente locales.
La rebelión la capitanearon los kleftes, bandidos que formaban clanes y actuaban en tierra y alta mar. Aportaban experiencia militar, capacidad de organización y seguidores armados, a veces aldeas enteras. Casi nunca les interesaba nada que no fuera su localidad, y la mayoría de ellos seguramente no había oído hablar de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. Aspiraban, como los comerciantes danubianos, a una Grecia independiente que les permitiera gobernar sin restricciones ni injerencias externas sus modestos territorios. A sus parientes y seguidores les protegían y otorgaban privilegios, asegurándose de que “su gente” pudiera cultivar su tierra, mover su ganado, fabricar sus productos y pescar sin temer por su seguridad. Estos favores tenían, sin embargo, su contrapartida: a los kleftes se les debía una lealtad inquebrantable y ciertos tributos. Muchos tenían relaciones antiguas con funcionarios otomanos y también trataban con bandidos musulmanes cuando les convenía.10
Expansión de Grecia
En el Mediterráneo oriental, los musulmanes y los cristianos llevaban muchos siglos conviviendo en paz. Este largo periodo de concordia se vio, sin embargo, interrumpido cada cierto tiempo por graves episodios de violencia intercomunitaria. En la década de 1820, y a medida que la rebelión griega se iba transformando en una revolución nacionalista evocadora de la idea de los derechos humanos, la enemistad entre cristianos ortodoxos y musulmanes se fue exacerbando. En la era del nacionalismo, la identidad religiosa cobró un significado político. Si el Imperio otomano aceptaba la diversidad, el Estado nación era mucho menos tolerante.
La guerra de Independencia de Grecia, como vendría a llamarse más tarde, fue un conflicto intermitente que duró un decenio y en el que las dos partes cometieron atrocidades sobrecogedoras. La rebelión también atrajo a otros griegos más politizados, que en los diez años de contienda pusieron sus recursos intelectuales y, lo que era más importante, sus contactos con la sociedad y los Estados europeos al servicio de la causa nacionalista. Además de defenderla ante Gobiernos y públicos extranjeros, recaudaron los fondos necesarios para que los ejércitos griegos siguieran luchando y los barcos griegos navegando, y exhortaron a las potencias europeas a intervenir en el conflicto. No fue tarea fácil. Para disgusto de estos militantes políticos, las grandes potencias nunca llegaron a apoyar por completo el proyecto nacional griego; como siempre, miraron por sus intereses (veremos más ejemplos de esta actitud en otros casos históricos examinados en este libro).
Muchos de los militantes nacionalistas se habían educado en el extranjero: en París, Londres y varias ciudades alemanas. Les conmovían los ejemplos de las revoluciones estadounidense y francesa y las latinoamericanas, así como los escritos y el martirio de los primeros héroes nacionalistas, entre ellos Velestinlís. En este aspecto vivían ya en un mundo globalizado, en el que lo ocurrido en un continente podía influir mucho en lo que sucedía en otro.
Las ideas de Velestinlís, procedentes de las revoluciones que había observado en la década de 1790, inspiraron la creación de la Filikí Etería (‘sociedad de amigos’), la primera organización política netamente moderna fundada en Grecia. Constituida en 1814 por hijos de comerciantes, tenía un carácter secreto y unos ritos de origen masónico. Era una sociedad poco numerosa, pero muy influyente. Sus miembros sostenían que Grecia no se podría liberar de la dominación otomana más que por medio de una rebelión armada. La sociedad atrajo a intelectuales, profesores, clérigos y comerciantes, admiradores todos de los ideales de la Ilustración y la Revolución francesa, y que se aliaron con unos cuantos terratenientes, así como con bandoleros diversos. Esta comunidad tan heterogénea, formada por gente de todos los sectores sociales, fue la artífice de la Revolución griega.11 En la rebelión también participaron al principio diversos grupos de cristianos de la región de los Balcanes (rusos, búlgaros, serbios y rumanos), un ejemplo más de la enorme resonancia que tuvo fuera de Grecia.12
Los miembros de la Filikí Etería eran, por tanto, militantes nacionalistas típicos.13 En su pensamiento influyeron múltiples tradiciones griegas, generalmente más admiradas en París, Londres, Berlín y Boston que en su propio país. Grecia tenía un pasado legendario: era la cuna de la civilización clásica y la democracia, y el fundamento mismo de Europa, como los filohelenos –es decir, los partidarios extranjeros de la rebelión griega– no se cansaban de repetir. Además, tenía una tradición insurreccional, celebrada en leyendas de bandidos que habían defendido heroicamente su tierra de los infieles turcos. No era difícil convertir estos Robin Hoods locales en precursores del movimiento nacional griego.
Los militantes nacionalistas contribuyeron a forjar algo completamente nuevo: la esfera pública, creadora del mundo contemporáneo, y de la que formaban parte las imprentas, los panfletos y los cafés, sin los cuales no era posible ninguna rebelión nacional. En el siglo XVIII y en la época de las guerras napoleónicas, la expansión comercial de Grecia en el Mediterráneo y Europa había dilatado el horizonte intelectual de ciertos griegos. La esfera pública, surgida a finales de aquel siglo, al mismo tiempo que comenzaba el desarrollo económico, permitió la difusión de la idea nacional. Los comerciantes acaudalados, en especial los de las provincias danubianas, financiaron escuelas y fomentaron la publicación de obras en griego; sus esfuerzos contribuyeron a moldear una identidad griega desligada, por lo menos en parte, de la religión. También ofrecieron becas a compatriotas suyos para que estudiaran en París, Londres y Berlín, donde aquellos jóvenes asimilarían las ideas de la Ilustración y la Revolución francesa y advertirían la influencia de la Grecia antigua en los europeos occidentales.14
El desarrollo de la esfera pública y del pensamiento nacionalista griegos coincidió con el debilitamiento de la autoridad del sultán; en no pocos territorios del Imperio otomano, particularmente (y esta circunstancia influiría decisivamente en los acontecimientos ulteriores) en Albania y Egipto, empezaron a surgir gobernadores y caudillos más o menos independientes. Con su ocupación de las Islas Jónicas, en 1797, y su invasión de Egipto, en 1798, los franceses demostraron la fragilidad de la hegemonía otomana. Por lo demás, estos acontecimientos llevaron a la introducción en el imperio de las ideas de la Revolución francesa. La rebelión serbia de 1804 sirvió de modelo al movimiento nacionalista, y el Tratado de Viena, que convirtió el archipiélago jónico en una república bajo protectorado británico, vino a confirmar esa fragilidad. La ideología que prendió en las islas, y que amalgamaba el bandidismo tradicional griego y los modernos conceptos de independencia nacional y derechos del hombre, fue el germen de la idea, más ambiciosa, de un Estado griego independiente.
“Los griegos habían pasado de pueblo insurrecto a nación independiente”, escribió en el siglo XIX George Finlay, un historiador de la rebelión nacional.15 Según él, esta transformación se produjo muy pronto, en 1821; Finlay exagera mucho, pero no anda totalmente descaminado, en la década de 1820, en efecto, la muy tradicional insurrección griega se fue convirtiendo en revolución popular. Los clanes se movilizaron y demostraron su eficacia en el combate, y por todo el país circularon agitadores, normalmente miembros de la Filikí Etería. A veces imitaban a aquellos griegos legendarios arengando a las multitudes en los pueblos y ciudades, enardeciéndolas con rumores y noticias de atrocidades otomanas y advirtiéndoles de que las autoridades pretendían deportar a cristianos a África.16
Odysseas Androutsos y otros bandidos pasaban de actuar como rebeldes convencionales a invocar las ideas de libertad y nación.17 Estas palabras –libertad y nación– relacionaban la insurrección griega con las revoluciones del siglo XVIII y de principios del XIX, así como con muchos movimientos similares surgidos en toda Europa y América, desde la caída del imperio napoleónico en 1815 hasta las revoluciones de 1848. Los rebeldes griegos, o por lo menos los más politizados, eran plenamente conscientes de este vínculo y lo invocaban para atraer partidarios a su causa. El secretario del Gobierno griego, M. Rodios, escribió al ministro de Asuntos Exteriores británico, George Canning, recordándole que, en el caso de los pueblos sudamericanos, Gran Bretaña había demostrado su “filantropía” apoyando su lucha por independizarse de España; costaba creer, por tanto, que los británicos fueran a tolerar que se excluyese a Grecia del “conjunto de las naciones civilizadas y se la dejase a merced de otros, negándosele así el derecho a constituirse en nación”.18 En otro llamamiento a apoyar la causa griega, dirigido en este caso a los “ciudadanos de Estados Unidos”, el bandido Petros Mavromichalis, jefe del Senado de Mesenia, afirmaba que Grecia estaba siguiendo los pasos de los estadounidenses, primer pueblo en levantar la bandera de la libertad. “Al invocar su nombre [Libertad] estamos invocando el de ustedes [estadounidenses] al mismo tiempo. […] Al ayudarnos a liberar Grecia de los bárbaros coronarán la gloria de Estados Unidos como tierra de libertad”.19
La primera insurrección, que se produjo en Estambul, fracasó. Los rebeldes habían confiado en recibir ayuda rusa, pero el zar Alejandro I se resistía a apoyar una rebelión de consecuencias imprevisibles, por lo que permitió a las fuerzas otomanas entrar en los principados y tomar represalias mientras turbas musulmanas saqueaban iglesias, hogares y comercios cristianos en Estambul y otras ciudades anatolias. Murieron centenares o quizá miles de personas. Convencida de que el patriarca ortodoxo griego apoyaba la rebelión, la Sublime Puerta (como se conocía al Gobierno otomano, que tenía su sede en Estambul) mandó ahorcarlo y exhibir en público su cadáver.
A los otomanos les costó más reprimir las revueltas que estallaron en el Peloponeso y las islas. Los bandidos eran políticamente indoctos, pero duchos en el combate. Habían aprendido a aprovechar el entorno físico en que se movían: las numerosas colinas y montañas, los peligrosos desfiladeros y los rocosos litorales favorecían la guerra de guerrillas en tierra y la piratería en el mar. Los ataques frontales a los que estaban acostumbrados el Ejército y la Armada otomanos no servían para neutralizar esta estrategia más que cuando se producía un masivo despliegue militar. En 1822 y 1823 los rebeldes griegos obtuvieron triunfos importantes en el campo de batalla. Los otomanos aumentaron entonces considerablemente el número de tropas y movilizaron la flota de Muhammad Ali en Egipto. Ali había convertido esta provincia en un territorio prácticamente autónomo y comerciado con los rebeldes griegos;, pero al final decidió ponerse de parte de su soberano.20 A raíz de ello, los insurrectos empezaron a sufrir notables reveses. Las fuerzas otomanas tomaron represalias brutales, entre ellas las matanzas de Quíos y Mesolongi, inmortalizadas por el gran pintor romántico Eugène Delacroix (veáse ilustración de la p. 69).
Al cabo de cuatro años, en 1825, el conflicto estaba en un punto muerto, pero la violencia aún no había remitido. Año tras año, los rebeldes griegos y los ejércitos otomanos seguían luchando y sufriendo muchas bajas sin que ninguno de los dos lados alcanzara a cambiar el curso de la guerra. Para colmo de males se había desatado entre los griegos un conflicto civil que reflejaba las diversas lealtades locales o regionales de los bandidos combatientes.
Dos acontecimientos, ocurridos ambos fuera de Grecia, resultaron decisivos, aunque las dos partes sufrieron siete años más de guerra y destrucción antes de llegar a un acuerdo político. El primero de esos hechos fue la aparición de los filohelenos, esto es, los partidarios románticos que ganó la causa de la independencia griega en el extranjero, especialmente en Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos. Su incansable activismo ejerció, en particular, una influencia notable (aunque los autores la exageran a menudo) en la política británica. El segundo hecho fue la intervención de las grandes potencias. Gran Bretaña y Rusia desempeñaron el papel decisivo. Para los filohelenos y los Gobiernos europeos, la tenaz resistencia griega, combinada con las atrocidades otomanas, había creado una situación insostenible que suscitaba sentimientos humanitarios y, lo que era más importante para las grandes potencias, ponía en peligro el acuerdo alcanzado en Viena.
Los Estados europeos buscaban ante todo estabilidad en el Mediterráneo oriental. Rusia fue una excepción hasta cierto punto, porque aprovechó la crisis desencadenada por la rebelión griega para satisfacer su afán expansionista conquistando territorios otomanos. Nadie habría previsto en 1821 el resultado final de la crisis: un Estado griego con una constitución (proclamada finalmente en 1864) y un conjunto de derechos que emancipaban a los hombres griegos y excluían a musulmanes y judíos, y presidido (aunque cueste creerlo) por un príncipe bávaro. Al principio, las grandes potencias no deseaban una Grecia cuasi independiente. El Estado nación y los derechos de sus ciudadanos fueron fruto de las acciones de los héroes griegos que combatieron contra los ejércitos de un gran imperio, pero también de las que llevaron a cabo las grandes potencias en defensa de sus intereses individuales y colectivos.
Esta obra maestra de Delacroix (1798-1863) representa la masacre griega que llevaron a cabo las fuerzas otomanas en 1822 en la isla de Quíos
Hablemos primero de los filohelenos.
“La gloria de los antiguos griegos”, con esta frase comienza la History of the Greek Revolution [Historia de la revolución griega] de Thomas Gordon, publicada casi en plena guerra, en 1832.21 Oficial británico, Gordon demostró su devoción por la causa nacional sirviendo como general en el Ejército griego. Unos treinta años después de la rebelión, otro filoheleno e historiador, George Finlay, al que ya hemos citado antes, ponderó “la importancia de la raza griega para el progreso de la civilización europea”. Los griegos fueron sometidos al “yugo de una nación extranjera y una religión hostil” y padecieron “servidumbre”, pero “jamás olvidaron que la tierra que habitaban era la de sus antepasados […]. La Revolución griega […] liberó a una nación cristiana de la dominación mahometana, fundó un nuevo Estado en Europa y extendió las ventajas de la libertad civil a regiones sometidas durante siglos al despotismo”.22
He aquí el manifiesto filoheleno, proclamado por Gordon el año en que se fundó la Grecia independiente, y que seguía vivo en Finlay treinta años después y a pesar de las desventuras de un Estado gobernado por un rey bávaro tan simpático como incompetente. Grecia era la cuna de la civilización, y los griegos, heroicos luchadores por la libertad. Grecia era el faro que había guiado el mundo en el pasado remoto y ahora volvía a hacerlo.
Según los dos historiadores citados, los poetas lord Byron y Percy Bysshe Shelley, el filósofo Jeremy Bentham y otros muchos filohelenos, la causa de la independencia nacional y los derechos del hombre trascendía las fronteras y exigía a sus defensores actuar, ya fuera luchando y muriendo en Grecia, como Byron, o recaudando fondos para los rebeldes, publicando artículos y pronunciando discursos. Los filohelenos construyeron así un movimiento político moderno que a menudo seguía el ejemplo (y atraía a partidarios) de las campañas abolicionistas. La imagen que aún hoy se tiene de ellos es la de un grupo de hombres y mujeres dedicados en cuerpo y alma a una causa justa.23
Lord Byron en 1814. Byron (1788-1824) fue poeta, representante destacado del Romanticismo, conspirador político y uno de los filohelenos más célebres. Se había prendado de Grecia en su primera visita al país, en 1810. En este grabado de William Finden aparece vestido al modo griego
Byron, poeta de temperamento volátil y hombre de mundo, se convirtió en emblema del filohelenismo (véase ilustración de la p. 71). Había viajado a Grecia antes de la guerra de Independencia y, en su gran poema épico “Las peregrinaciones de Childe Harold” expresó elocuentemente su fascinación por la Grecia clásica. Estaba tan entregado a la causa nacional, y su vida personal tan ligada a Grecia, que difícilmente podía desentenderse de una rebelión que parecía anunciar el renacimiento de la nación. En agosto de 1823, poco antes de su llegada a Grecia, escribió lo siguiente en su diario:
Los muertos han despertado… ¿Dormiré?
El mundo está en guerra con los tiranos… ¿Me amedrentaré?
La cosecha está madura… ¿La recogeré?
No puedo dormir … La espina está clavada en el diván.
Cada día me suena una trompeta en el oído…
y su eco lo siento en el corazón.24
Byron dio su vida por Grecia, “tierra de las artes, de valentía y de libertad a través de los siglos”.25
¿Tenían cabida en esta Grecia los musulmanes, los judíos, los valacos y otros pueblos? En sus primeros viajes a Grecia y por el Mediterráneo, Byron conoció a varios otomanos que, aunque opresores del pueblo griego, le cautivaron por su simpatía y hospitalidad. El poeta se enorgullecía de sus encuentros con gentes muy diversas, incluidos turcos (así los llamaba) y albaneses.26 En Estambul le recibió el sultán Mahmud II, y en su reducto en Tepelenë, el líder albanés Alí Pachá.27 Casi quince años después, en plena guerra, Byron expresó su simpatía por los combatientes otomanos. Al cónsul inglés en Préveza (ciudad en la región de Epiro, en el noroeste de Grecia) le escribió lo siguiente: “Cuando se trata de observar los principios de la humanidad, no veo diferencia alguna entre los turcos y los griegos”.28 Pidió al cónsul que ayudara y protegiera a veinticuatro turcos con los que se había encontrado, y entre los que había mujeres y niños; y a unos combatientes griegos que liberaran a sus cautivos otomanos. También dio amparo a una mujer musulmana y su hija.29
Byron se mostró más lúcido que la mayoría de los filohelenos. Había viajado a Grecia, según dijo, “no […] para unirme a una facción, sino a una nación”;30 pero descubrió que los griegos estaban divididos, y que entre ellos había no pocos “mentirosos”, “especuladores” y “estafadores”.31 Escribió al líder nacionalista Alejandro Mavrocordatos expresando su pesar por las discordias que había observado, y que no menoscabaron, sin embargo, su afecto por el pueblo griego ni su devoción por la causa independentista. Según escribió, utilizando términos que más tarde servirían para justificar la exclusión de los musulmanes del nuevo Estado, los griegos habían vivido “durante mucho tiempo bajo una tiranía tan horrenda” que estaban luchando no por ideas políticas abstractas, sino “para defender su vida” frente a “esos bárbaros opresores”, enemigos de “la Ilustración y la humanidad”.32
Estas ideas las compartían muchos otros filohelenos. En un discurso ardoroso, el gran abolicionista William Wilberforce exhortó a Gran Bretaña a intervenir en la guerra a favor de los griegos, salvándoles así de “la esclavitud y la destrucción”.33 Wilberforce hizo este llamamiento a los británicos como reacción a la terrible matanza de Quíos. Como muchos otros filohelenos, ignoró las terribles atrocidades que los griegos habían perpetrado contra los musulmanes. Aún tardaría más de un siglo en acuñarse la palabra genocidio, pero los militantes griegos y sus defensores filohelenos ya utilizaban otros términos actualmente asociados con los crímenes más graves contra la humanidad: “la total aniquilación de un pueblo”; una “guerra de exterminio”; la destrucción del “pueblo más culto, civilizado e interesante, la flor de Grecia”, o el total exterminio de la “raza” griega.34
Finlay, como Byron, no se hacía ilusiones sobre el porvenir de Grecia. Describió con enorme fuerza retórica la situación de un país en el que predominaban la corrupción y la incompetencia, y que había establecido unas instituciones representativas de cartón piedra para impresionar a Europa, pero no sabía crear la burocracia nacional de un Estado moderno. El poder efectivo estaba en manos de pequeños tiranos locales que se enzarzaban en ridículas disputas sobre asuntos sin importancia. Se había abierto un abismo entre los ideales de libertad y la realidad política del país.
Finlay habló sin tapujos de las atrocidades perpetradas por los griegos en la guerra.35 Los revolucionarios habían planeado, fomentado y cometido estos actos de brutalidad con el fin de librar al país para siempre de los musulmanes. En los primeros meses de la revolución, según escribió,
la población cristiana […] atacó y asesinó a la musulmana en toda la península. Quemaron las ciudades y casas de campo de los musulmanes y destruyeron sus bienes para hacer imposible el regreso de quienes se habían refugiado en fortalezas. […] Fueron asesinadas a sangre fría entre diez mil y quince mil personas y […] arrasadas tres mil granjas y viviendas turcas. […] El exterminio que sufrieron los turcos a manos de los griegos en las zonas rurales fue premeditado.36
Los miembros de la Filikí Etería, prosiguió Finlay, estaban decididos a “hacer imposible la paz y convencieron [a los griegos] de la necesidad de exterminar a todos los turcos. […] La matanza de hombres, mujeres y niños se presentó así como una acción imprescindible y sensata, y había canciones populares que describían a los turcos como una raza que tenía que desaparecer de la faz de la tierra”.37 Hasta la matanza de Quíos se cometió en represalia por las atrocidades griegas.38
Finlay describió, quizá sin saberlo, la mezcla de elementos modernos y premodernos que había caracterizado la violencia desatada por la Revolución griega. Si la represión practicada por los otomanos fue de índole tradicional, un método convencional para someter a las poblaciones levantiscas, los rebeldes, en cambio, quisieron hacer imposible a los musulmanes vivir en Grecia matándolos y expulsándolos y reduciendo sus casas a escombros: una forma de limpieza étnica avant la lettre. En resumen, los griegos “tenían el propósito de exterminar a los musulmanes en la Turquía europea, y el sultán y los turcos creían poder frenar a los griegos con actos de crueldad horrendos. Las dos partes lograron sus objetivos hasta cierto punto”.39
Finlay no mencionó a los judíos, el otro pueblo al que eran hostiles los rebeldes griegos. Además de exterminar a los musulmanes y asolar sus aldeas causaron estragos entre la población judía: murieron miles de personas, y otros muchos miles huyeron a zonas que seguirían siendo territorios otomanos. Cada vez que Grecia ganaba territorios, cosa que ocurrió con frecuencia entre 1832 y 1913 (véase mapa de la p. 63), los judíos huían o eran expulsados, y se encontraban más seguros bajo el dominio otomano.40