Kitabı oku: «Pinceladas del amor divino», sayfa 2

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5 de enero
Y ahora... manos a la obra

“Ahora pues, dentro de sus posibilidades, terminen lo que han comenzado con la misma buena disposición que mostraron al principio, cuando decidieron hacerlo” (2 Cor. 8:11).

Viktor Frankl, el creador de la logoterapia, dice en uno de sus libros que podemos descubrir el sentido de la vida en función de tres con­diciones: 1) acogiéndonos a los dones de Dios; 2) moviéndonos a la acción; y 3) a través del sufrimiento.

Ayer hablamos del primer aspecto: recibir los dones de Dios y ponerlos en uso. Hoy te invito a reflexionar en la segunda condición, para encontrar el sentido de la vida: la acción. Movernos a la acción quizá sea el paso más com­plicado cuando nos enfrentamos a diversas dificultades; sin embargo, al ha­cerlo, entramos en un proceso de mejora permanente, lo que nos abre puertas a una infinidad de posibilidades.

Acción, movimiento, son cosas que parecen simples; sin embargo, frente a una gran dificultad, muchas de nosotras nos quedamos petrificadas, total­mente paralizadas. Para que hagamos algo en esas circunstancias, es necesa­rio que ejerzamos voluntad y pongamos un empeño consciente. Y, aunado a esto, debemos levantar la vista a Dios con fe.

Décadas atrás, las mujeres estábamos en una posición de meras especta­doras de lo que ocurría en el mundo. Hoy, sin embargo, la vida nos ha llevado aun protagonismo (para muchas, tal vez, no deseado). Algunas lo experimen­tan desde la trinchera de sus hogares, como madres y esposas; otras, desde su ámbito laboral o al frente de un negocio.

Si eres ama de casa, debes saber que no solo arreglas camas y haces la co­mida; en la crianza de los hijos estás sentando las bases que definirán el des­tino de la sociedad, que hoy por hoy se encuentra en crisis. Si trabajas fuera de casa, tienes también un desafío que solo será superado si te mueves a la acción.

El obstáculo que con mayor frecuencia nos impide movernos a la acción es el miedo. Sentimos miedo a lo nuevo porque conlleva cambios, ajustes, apren­dizajes, esfuerzo… y eso significa salir de nuestra zona de confort.

Dios, que está dispuesto a ir al frente de tus miedos, te hará comprender que es del temor que nace el valor para alcanzar la excelencia. Intentar ha­cer cosas por ti misma sin contar con la dirección de Dios es arrogancia, pero asirse de la mano del Señor y seguir sus indicaciones revestida de hu­mildad es el camino del éxito.

6 de enero
Para qué sirve el sufrimiento

“Jesús soportó la cruz, sin hacer caso de lo vergonzoso de esa muerte, porque sabía que después del sufrimiento tendría gozo y alegría; y se sentó a la derecha del trono de Dios” (Heb. 12:2).

Soportar dificultades, perder para ganar, sacrificar deseos, enfren­tarse a situaciones inesperadas como la enfermedad o la muerte son algunas de las cosas a las que estamos expuestas, e indudablemente traen consigo una dosis alta de sufrimiento.

Muchas personas dudan del carácter de Dios sobre el argumento de que un Dios amante no permitiría el sufrimiento humano. Sin embargo, en su plan maestro en nuestro favor, el sufrimiento, que es resultado de la desobediencia, puede llegar a ser un acicate para alcanzar nuestra perfección en Cristo Jesús.

En realidad, sufrir es inevitable; lo importante es la actitud que tomamos ante el sufrimiento y ante la circunstancia que nos lo genera. Toda mujer cris­tiana madura reconoce que aceptar el plan de Dios para nuestra vida y movi­lizarnos para llevarlo a cabo muchas veces implica sufrir.

En una sociedad que tiene como aspiraciones máximas sentir placer y no experimentar dolor, ¿cuál es la razón de ser del sufrimiento en la vida del cris­tiano? ¿Qué provee el sufrimiento que ninguna otra circunstancia puede dar? Lo primero que nos aporta es que nos abre los ojos a nuestra necesidad de Dios: sufrir nos pone en una situación de vulnerabilidad, la que nos lleva a buscar apoyo y sustento en Cristo, reconociendo que, por nosotras, mismas somos incapaces.

Aunque parezca una paradoja, el sufrimiento con sentido puede llegar a ser una fuente de gozo, porque podemos ver que nos conduce a una madurez espiritual que no hubiera sido posible sin ese dolor. Es en medio de la adver­sidad como nos damos cuenta de nuestras limitaciones y como obtenemos compasión hacia el que sufre.

Para llegar a cumplir los planes divinos para tu vida, aprovecha los dones de Dios; y muévete a la acción, aunque esto conlleve, quizá, una dosis de su­frimiento. Este año traerá para ti desafíos que te empujarán a tomar decisio­nes y a actuar, y quizá al hacerlo también tengas que sufrir. Sin embargo, la promesa de Dios es eterna, y nos asegura: “No temas, que yo te he libertado; yo te llamé por tu nombre, tú eres mío” (Isa. 43:1).

Vive este día con la certeza del cuidado de Dios, e impúlsate hacia lo que está adelante con la actitud de una mujer que ha puesto su vida al resguardo del Eterno.

7 de enero
Cambia tu lente

“Te aconsejo que de mí compres oro refinado en el fuego, para que seas realmente rico; y que de mí compres ropa blanca para vestirte y cubrir tu vergonzosa desnudez, y una medicina para que te la pongas en los ojos y veas” (Apoc. 3:18).

Hace unos días asistí a mi cita periódica con el oftalmólogo, aten­diendo a su recomendación. Me dijo que, cada dos años como máxi­mo, los lentes deben ser revisados para cambiar su graduación. Me sentía bien con mis lentes; yo creía que me ofrecían una visión clara y nítida, y pensé que era innecesaria la revisión. Sin embargo, ya en el consultorio y tras haber hecho las pruebas pertinentes, me di cuenta de que me hacía falta un cambio de lentes. No vemos lo que no podemos ver.

De repente, todo parecía tener una nueva luz, un nuevo brillo; ahora veía los pequeños detalles de los objetos que me habían pasado desapercibidos sin darme cuenta. Al mirarme al espejo descubrí rasgos en mi rostro que no sabía que tenía: unas cuantas arrugas que yo no había visto, pero que sí, allí estaban; y me descubrí lanzando una exclamación de sorpresa. Indudablemente, era necesario el cambio. Mi conclusión fue: “Las cosas no son como yo las veía”.

Apliquemos esta experiencia al ámbito espiritual. A veces pasamos la vida con una visión borrosa de la realidad. Juzgamos en función de lo que “vemos”, y así mismo opinamos. Incluso amamos a través del filtro de nuestra propia lente, sin preguntarnos si realmente lo que vemos es lo que es. Nuestra visión debe ser renovada, ahora lo comprendo claramente. Para ello tenemos que acudir a la consulta del oftalmólogo celestial, nuestro Dios. En su sabiduría, perfeccionará nuestra visión, y veremos con los ojos del discernimiento es­piritual lo que no sabemos ver por nosotras mismas, con nuestra mirada car­nal. Nuestra mirada será entonces más empática. Veremos a los demás como Dios los ve. Y descubriremos “arrugas emocionales y espirituales” en noso­tras mismas que nos devolverán la humildad. Esa humildad que es la clave de la vida cristiana.

Si tu visión está empañada por un pasado de vergüenza, traumas, desilu­siones y fracasos, y estos no te dejan vivir el presente ni mirar con optimismo el futuro, no repartas culpas ni te escondas tras excusas. Ve al consultorio del divino médico, clama por restitución y toma responsabilidad de tu vida. La mirada corregida por el poder de Dios te hará sensible, misericordiosa y equi­librada; podrás trabajar en ti misma y dejar atrás la arrogancia.

8 de enero
Estén siempre alegres

“Llénenme de alegría viviendo todos en armonía, unidos por un mismo amor, por un mismo espíritu y por un mismo propósito” (Fil. 2:2).

Te propongo iniciar hoy una serie de cinco reflexiones basadas en 1 Tesalonicenses 5:16 al 22, que dice así: “1) Estén siempre alegres, 2) oren sin cesar, 3) den gracias a Dios en toda situación, […] 4) somé­tanlo todo a prueba, […] 5) eviten toda clase de mal”. Empecemos por la primera parte: “Estén siempre alegres” (NVI).

Estar siempre alegres parece imposible. Sin embargo, es un pedido de Dios, y él nunca nos pediría nada que no esté a nuestro alcance. Lo que lo hace pa­recer imposible es nuestro concepto de la alegría. Entendida como una emo­ción basada en el placer, claro que es un pedido inalcanzable. Sin embargo, la alegría va más allá de eso.

La alegría a la que se refiere Dios es el estado que alcanzamos cuando vi­vimos en armonía con él, con nosotras mismas y con el prójimo, y es ajena a las circunstancias que nos rodean. La alegría se asemeja a una planta que se cultiva día a día con cuidado y voluntad; es una decisión firme de restar lo ne­gativo y sumar lo positivo; es pasar del ego al altruismo. El terreno para cultivar la alegría somos tú y yo, así como las relaciones con la familia, los amigos, y las personas que llegan y se van de nuestra vida en el trajín cotidiano.

Comienza estando alegre contigo, con lo que eres, lo que haces y tienes. Si alguno de estos aspectos de tu vida se puede mejorar, atrévete a intentarlo: sue­ña con lo que es posible y muévete a la acción. Por otro lado, la alegría no se vive a solas; al experimentarla, te encontrarás con personas que vienen, otras que se van y muchas tantas que se quedan. Tal vez tú esperas que los que se quedan, se vayan, y que los que se van, se queden. Al aceptar que no ocurre así, abres la puerta a la flexibilidad mental, que es un principio básico para lo­grar estar alegres de una manera permanente. Entonces te será posible hacer tuyo el pedido del apóstol: “Alégrense siempre en el Señor. Repito: ¡Alégren­se!” (Fil. 4:4).

Cultiva tu alegría cooperando con la voluntad de Dios; entusiásmate frente a los desafíos; ve lo bueno que hay en ti y en los demás; desarrolla el buen humor; ponle sabor a lo desabrido; sé precavida pero no miedosa. El mundo está lleno de alegrías; el arte consiste en saber distinguirlas.

9 de enero
Oren sin cesar

“Manténganse constantes en la oración, siempre alerta y dando gracias a Dios” (Col. 4:2).

Se me ocurrió buscar en el diccionario la definición de la pa­labra “oración”, y me refirió al siguiente concepto: “Enunciado que tie­ne un verbo como núcleo del predicado”. En realidad, no era este tipo de oración el que yo buscaba, pero sentada frente a esta definición, reflexio­né en ella y la apliqué al concepto de la oración como plegaria.

Cuando oramos, necesitamos que el núcleo sea el Verbo; recordemos quién es el Verbo: “En el principio era el Verbo, el Verbo estaba con Dios y el Verbo era Dios” (Juan 1:1, RVR 95). El verbo es quien nos mueve a nosotras, que so­mos el sujeto. En otras palabras: cuando oramos nos ponemos en sintonía con Dios para que su Espíritu nos mueva a conocer, aceptar y cumplir la volun­tad del Padre.

La oración es una fuente inagotable de bendiciones. La mujer que ora, en­cuentra sabiduría y discernimiento para hacer frente a sus retos; su fortaleza será renovada cuando el cansancio y la fatiga tomen como presa su cuerpo y su mente. En las Sagradas Escrituras leemos: “Dejen todas sus preocupa­ciones a Dios, porque él se interesa por ustedes” (1 Ped. 5:7).

Cuando oramos, se ve nuestra naturaleza humana: buscando respuesta a una petición, somos insistentes y nuestras súplicas no cesan. Pudieras llegar a pensar que cansas a Dios; sin embargo, ten la certeza de que te escucha con profunda compasión, y su corazón empático se conmueve. No hay ningún aspecto de tu vida que quede fuera de su atención. La niña, la joven, la espo­sa, la madre, la abuela siempre encontrarán sustento cuando acudan reveren­temente ante Dios suplicando ayuda.

“Tomen tiempo para orar, y al hacerlo, crean que Dios los oye. Mezclen fe con sus oraciones. Puede ser que no todas las veces reciban una respues­ta inmediata, pero entonces es cuando la fe se pone a prueba” (Testimonios para la iglesia, t. 1, p. 156). La oración de fe sencilla bendice, restaura, sana, une y, además, renueva tu mente, de tal modo que agudiza tu capacidad de dis­cernir, lo que te lleva a gozar de libertad para tomar decisiones responsables.

Hoy, antes de iniciar tu jornada, inclínate ante Dios con humildad. Que tu oración sea: “Señor, gracias por este nuevo día. Me regocijo en ti. Gracias por todo lo que sentiré y haré hoy, pues confío en que serás mi ayudador, mi amigo, mi consejero y mi sustentador. Amén”.

10 de enero
Den gracias a Dios en toda situación

“Y todo lo que hagan o digan, háganlo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios el Padre por medio de él” (Col. 3:17).

Los expertos aseguran que la gratitud es un sentimiento que pue­de traer mayor bienestar y sentido de plenitud al ser humano. Afirman que la gratitud puede eliminar la negatividad y el desgano aun frente a las circunstancias más adversas. Un hecho tan simple como decir “gracias” no es tan fácil como pudiéramos creer; hay quienes no perciben en su entorno na­da por lo que agradecer.

El pedido del Eterno es: “Den gracias a Dios por todo” (1 Tes. 5:18). ¿Es posible hacerlo cuando llega la muerte, la enfermedad, la ruina financiera o el fracaso de una relación? ¿O será más bien este un pedido de un Dios que es­tá sentado en las alturas de los cielos, ajeno a las necesidades de sus criaturas?

Algunos libros de autoayuda intentan demostrar que, al ser agradecidos, generamos una energía positiva que atrae a personas y circunstancias que nos llenan de bienestar. Yo no creo que la gratitud sea una energía que noso­tras podemos generar, sino un don de Dios que debemos pedir en oración con el compromiso de transformarlo en hábito.

Enfocar la mente en el Dios dador de la vida es el principio de la gratitud. Hoy hubo amanecer, y con él la vida inició su jornada; lo saben las aves y lo proclaman con sus cantos al aire. ¿Ya lo hiciste tú? Al atardecer, cuando la na­turaleza se despida del día con el canto de los grillos, ¿irás a disfrutar del des­canso sin imitar su ejemplo?

Las quejas, los resentimientos y las críticas nos llevan a dar la espalda a Dios; comencemos a hacer de la gratitud una manera de vivir. Los siguientes ejercicios diarios podrán ayudarte a lograrlo:

 Arrodíllate y dile a Dios “gracias”; experimentarás una sensación de bienestar.

 Escribe al menos tres cosas, situaciones o personas por las que das gracias.

 Agradece a Dios por algo que siempre has tenido, pero por lo cual no has agradecido.

 Agradece por lo que tienes y por lo que tendrás.

 Agradece por lo que no tienes y no necesitas.

 Agradece por las personas que se fueron de tu vida, por las que están ahí y por las que llegarán.

 Decide ser agradecida.

11 de enero
Sométanlo todo a prueba

“Sométanlo todo a prueba y retengan lo bueno” (1 Tes. 5:21).

Las expertas amas de casa saben que los mejores alimentos se con­siguen en los mercados, donde los productos llegan directamente del campo. He tenido varias aventuras en algunos de estos lugares tan tí­picos de los países latinoamericanos. La mezcla extraordinaria de colores, sa­bores y texturas me hace volver una y otra vez a repetir la experiencia. Los vendedores que con su mano extendida te ofrecen probar del producto son los que más ayudan a decidir qué llevar a casa. Sin probar no se compra.

Pensando en este asunto, viene a mi mente el consejo del apóstol: “So­métanlo todo a prueba” (1 Tes. 5:21). Si sometemos a prueba el alimento físico que llevamos a la mesa antes de comprarlo, ¿no debemos hacer lo mismo con el alimento para el espíritu y el intelecto? Someter a prueba todo aquello que entra a la casa y a la mente, a veces imperceptiblemente, nos libra­rá de culpas, de hábitos que corrompen y de filosofías que opacan nuestra visión de la eternidad.

Así como haces con los alimentos, somete a prueba lo que entra a tu casa a través de la pantalla, la música y las ideas aparentemente “innovadoras” que cautivan los sentidos, apartándote de la serena conexión con el Eterno. Son tiempos para estar alerta.

La vida es, a veces, como un mercado: vende ideas, filosofías, conceptos y estilos de conducta que pueden corromper el templo del Espíritu Santo, que somos nosotros. La amonestación del Señor es: “Examinaos a vosotros mis­mos, para ver si estáis en la fe; probaos a vosotros mismos. ¿O no os conocéis a vosotros mismos?” (2 Cor. 13:5, RVR 95).

Si después de leer esta reflexión te dispones a salir al mercado a buscar alimentos para tu familia, disfruta de los colores, aromas y sabores, y alaba a Dios por su generosidad al permitirnos hacer del comer un deleite. Cuando salgas al “mercado” de la vida, aplica la misma fórmula: examina, prueba y eli­ge; para que elijas bien. No todo lo que parece bueno, lo es; pon a prueba lo que escuchas, lo que ves, lo que lees, lo que tocas... De ello depende tu bienes­tar y el de las personas que están en tu círculo de acción. En esta tarea no estás sola; Dios está contigo.

12 de enero
Apártense de toda clase de mal

“Apártense de toda clase de mal” (1 Tes. 5:22).

Es curioso que el apóstol escribiera “apártense de toda clase de mal” y no sencillamente “apártense del mal”, sin más; infiero enton­ces que hay varias categorías en lo que al mal respecta. ¿Pueden incluir­se aquí asuntos que a nuestros ojos parecen inofensivos, pero que en el fondo son tan malos como lo peor?

Si eres de esas personas que a menudo se confrontan a sí mismas argu­yendo “¿qué tiene de malo esto?”, o “soy bastante madura como para hacer ciertas cosas sin que me afecten”, o “no le estoy haciendo daño a nadie”, en­tonces te estás poniendo en una situación de vulnerabilidad que será aprove­chada por Satanás. Nuestro criterio es demasiado frágil como para apoyarnos en él; nuestros pasos solo son seguros cuando afirmamos nuestro caminar por la vida en un “así dice Jehová”.

En la Biblia, leemos: “Todo me es lícito, pero no todo conviene; todo me es lícito, pero no todo edifica” (1 Cor. 10:23, RVR 95). He ahí la clave para actuar con responsabilidad ante Dios y ante nosotras mismas: todo aquello que es­torba el crecimiento espiritual y nutre tu naturaleza carnal debe ser evitado. No debes ponerte en la línea de fuego del diablo pensando que eres lo su­ficientemente “lista” como para no ser derrotada. Lo que lees, lo que miras en la pantalla, tus conversaciones y ciertos pensamientos obsesivos esclavizan tu día a día con cadenas sutiles de perversión.

Cuando Eva se acercó al hermoso árbol que Dios le había prohibido tocar, quizá pensó que no estaba haciendo nada malo, pero le dio a Satanás su primera ventaja. El resto era cuestión de tiempo. El maligno esperó pa­cientemente hasta que Eva sucumbió a su deseo de poseer el fruto. Un gran conocedor de la naturaleza femenina no se empeña en grandes “trampas”; es sutil, cauteloso y astuto.

Frente a la tentación, ten la certeza de que Dios es poderoso para librarte de ti misma y de tus tendencias a lo malo, lo impuro y lo profano. No tengas vergüenza de declarar tus debilidades a Dios. El eterno y compasivo Señor está a tu alcance cuando lo malo intenta jugarte una mala pasada disfrazán­dose de bueno. “Cuando nos asalten las tentaciones y las pruebas, acudamos a Dios para luchar con él en oración. Él no dejará que volvamos vacíos, sino que nos dará fortaleza y gracia para vencer y quebrantar el poderío del ene­migo” (La oración, p. 52).

13 de enero
Soy mujer: soy amada

“Que Cristo viva en sus corazones por la fe, y que el amor sea la raíz y el fundamento de sus vidas. Y que así puedan comprender con todo el pueblo santo cuán ancho, largo, alto y profundo es el amor de Cristo” (Efe. 3:17, 18).

He conocido a algunas mujeres que se sienten incómodas en su calidad de mujer; por crianza o por cultura, creen que lo femeni­no es inferior a lo masculino. Viven en una constante lucha contra ellas mismas, con un sentimiento de indignidad que las lleva a una existencia opacada. Les cuesta descubrir todo lo bello que implica ser mujer y, por en de, vivir lo femenino. Simplifican su existencia a pura sobrevivencia, sin reconocer todo el amor que Dios manifestó en ellas al crearlas con género femenino.

Si ese es tu caso, querida amiga, recuerda: nada en tu naturaleza es un error. Bajo esta premisa puedes mirar con fe y confianza tus posibilidades, moverte hacia tus objetivos y cumplir los planes de Dios para ti. Es hora de que apor­tes tu granito de arena hacia el logro de un mundo mejor; puedes hacerlo des­de tu esencia de mujer. Tu valía personal debe estar sustentada en el amor de Dios, no en la aprobación de los demás; sentirte amada por él es la clave cuan­do tu entorno quiera hacerte creer que no vales nada.

Amarte a ti misma es amar la creación de Dios; menospreciarte, es menos­preciar los dones que te otorgó. Disfrutar a la mujer que eres es disfrutar a Dios en tu vida. Cuando tu amor propio se traduce en gratitud al Señor, no es egolatría ni vanagloria, es sencillamente reconocerte como su hija. Nuestra creación no tuvo más razón de ser que el amor de Dios; entender esto es un principio de salud, no solo espiritual, también emocional y relacional.

Ámate a través del amor de Dios; eso te hará ser humilde y cálida; te ca­pacitará para amar a los demás. Como dice Patrice Baker: “Primero aprende a amarte y a aceptarte incondicionalmente. Luego podrás amar y aceptar ver­daderamente a otra persona”. Cuando te sientas insegura, recuerda:

 El amor de Dios es eterno.

 Su amor por ti va más allá de tu entendimiento.

 Él siempre te amará incondicionalmente.

 Solo experimentando su amor podrás amar a tu prójimo.

 Afiánzate en su promesa: “Porque te aprecio, eres de gran valor y yo te amo” (Isa. 43:4).

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