Kitabı oku: «Correr con los caballos», sayfa 2
2 Jeremías
Las palabras de Jeremías hijo de Hilcías, de los sacerdotes que residieron en Anatot, en tierra de Benjamín. Palabra de Jehová que le vino…
Jeremías 1:1-2
¿Qué hay en un nombre? La historia de la raza humana está escrita en nombres. Nuestros amigos objetivos no entienden que están en un mundo de objetos que pueden ser contados y numerados. Han reducido los grandes nombres del pasado a polvo y cenizas. Lo llaman historia científica. Sin embargo, el significado completo de la historia está en la prueba de que antes del presente vivió gente que es importante conocer.
Eugen Rosenstock-Huessy1
La primera cosa que recuerdo que quería ser cuando creciera era ser un guerrero indio. El lugar en donde crecí había sido tierra indígena hasta hacía un par de generaciones antes de que yo naciera. Podía ir caminando desde mi casa hasta las faldas de las Montañas Rocosas en veinte minutos. La mayoría de los sábados durante los años de mi infancia llevaba conmigo mi almuerzo y pasaba el día en aquellas colinas, explorando los bosques y riachuelos, imaginándome a mí mismo enfrentándome habilidosamente contra traicioneros indígenas.
Si alguien me hubiera presionado para explicar lo que hacía en aquellos paseos, no estoy seguro de que lo habría hecho, pero los sentimientos son aún fuertes y vívidos en mi memoria: un sentimiento de aventura en el desierto en contraste con la vida segura y prosaica del pueblo; un sentimiento de bondad en lucha con el mal, ya que en aquellos días las únicas historias sobre indígenas que yo había oído los presentaban arrancando la cabellera a inocentes viajeros.
Todas las grandes historias del mundo tratan sobre uno de estos dos temas: que toda la vida es una exploración como aquella de la Odisea o que toda la vida es una batalla como aquella de la Iliada. Las historias de Odisea y Aquiles son arquetípicas. La infancia de cada uno provee la materia prima que es moldeada por gracia en la vida de una fe madura.
La mayoría de mis suposiciones aquellos maravillosos sábados eran incorrectas. El desierto que yo pensaba estaba explorando era propiedad de la Ferroviaria Great Northern y su destrucción ya había sido tramada por ejecutivos en algún rascacielos de la ciudad de Nueva York; los indígenas que yo creía eran oscuros asesinos, eran en realidad, como supe luego, nobles y generosos, victimas de la rapacidad de los primeros colonos. Mis supuestos eran incorrectos; aunque dos cosas fueron esencialmente ciertas en cuanto a lo que experimenté. Primero, la vida era mucho más allá de lo que yo había conocido hasta entonces en mi hogar y en la escuela, en las calles y callejones de mi pueblo, y era importante saber que era, ir fuera y explorar. Segundo, la vida era una lucha del bien contra el mal y la batalla era por los más altos intereses: la victoria del bien sobre el mal, de la bondad sobre la maldad. La vida es una continua exploración de una mayor realidad. La vida es una constante batalla contra todo aquel o todo aquello que corrompa o minimice su realidad.
Luego de unos cuantos años recorriendo aquellas colinas sin encontrar nunca indígenas, me di cuenta que el mercado laboral para guerreros indígenas había cesado. Me vi forzado a abandonar aquella fantasía, y lo hice de muy buena gana cuando llegó el momento, porque he creído siempre que la realidad es mucho mejor que la fantasía. Al mismo tiempo me encontré a mí mismo bajo la presión de abandonar la opinión que siempre había tenido que la vida es una aventura y es también una competencia. No lo hice entonces, y no lo haré ahora.
Algunas personas a medida que crecen se vuelven menos. Cuando eran niños tenían gloriosas ideas de quienes eran y de lo que la vida tenía para ellos. Treinta años después nos encontramos con que se han dedicado a algo sucio y estúpido. ¿Qué hace que las aspiraciones de la infancia se transformen en anemia adulta?
Otras personas a medida que crecen se vuelven más. La vida no es un declive inevitable hacia la estupidez; para algunos es un ascenso a la excelencia. Lo fue para Jeremías. Jeremías vivió alrededor de sesenta años. A lo largo de su vida no hubo signo alguno de deterioro o marchitamiento. Siempre presionó los límites de la realidad, explorando nuevos territorios. Siempre fue vigoroso en la batalla, retando y probando al mezquino, al falso, al infame.
¿Cómo lo hizo? ¿Cómo lo hago yo? ¿Cómo me deshago de las fantasías de la infancia y, al mismo tiempo, aumento mi presencia en la realidad de la vida? ¿Cómo abandono lo infantil manteniendo la percepción profundamente acertada del niño de que la vida es una aventura, de que la vida es una competencia?
¿Qué hay en un nombre?
El libro de Jeremías comienza con un nombre propio, Jeremías. Otros siete nombres propios le siguen: Hilcías, Benjamín, Josías, Amón, Judá, Joacim, Sedequías. El nombre propio es la parte más importante de la oración en nuestro idioma. El grupo de nombres propios que da inicio al libro de Jeremías hace alusión exactamente a lo que es más característico de Jeremías: el rol personal en contraposición con el rol estereotipado, lo individual en contraste con la borrosa multitud, el espíritu único en contraste con el humor cultural generalizado. El libro en el cual encontramos el más memorable registro de lo que es ser humano en el sentido más completo y desarrollado, comienza con nombres propios.
El dar nombre se refiere a lo esencial. Este acto, un acto que ocurre al comienzo de la vida de cada uno, tiene un enorme significado. Todos hemos recibido un nombre. Desde entonces el curso de la vida es trazado en el océano de la realidad en búsqueda de la rectitud. Eugen Rosenstock-Huessy ha extraído el significado de dar nombre: “El nombre es el estado del habla en el cual no hablamos de la gente, las cosas o los valores, sino en el cual hablamos a las personas, las cosas, los valores… El nombre es la manera correcta de llamar a una persona para que ella responda. El significado original del lenguaje fue este mismo hecho, que pudiera ser usado para hacer que las personas respondan”.2
Al nacer recibimos un nombre, no un número. El nombre es la parte de la oración por medio del cual somos reconocidos como personas. No somos clasificados como una especie animal. No somos etiquetados como un componente químico. No somos valuados por nuestro potencial económico ni recibimos un valor en dinero. Recibimos un nombre. El nombre que recibimos no es tan importante como el acto de recibirlo.
La estatura impresionante de Jeremías como ser humano – Ewald lo llama “el profeta más humano”3— y la creciente vitalidad de aquella humanidad por sesenta años tiene su origen en haber recibido un nombre, junto con la centrada seriedad con la que tomó su nombre y el nombre de otros. “Ser llamado por su verdadero nombre es parte del proceso de convertirse en sí mismo de todo oyente. Debemos recibir de otros un nombre; esto es parte de nacer completamente”.4 Jeremías recibió un nombre y estuvo inmerso en nombres. Nunca fue reducido a una función o absorbido por una moda sociológica, ni capituló ante una crisis histórica. Su identidad e importancia se desarrollaron a partir del acto de recibir un nombre y su respuesta a él. El mundo de Jeremías no comienza con la descripción del escenario o un esbozo de la cultura, sino con ocho nombres propios.
Cada vez que pasamos de nombres propios a etiquetas abstractas, gráficos o datos estadísticos, estamos menos en contacto con la realidad y disminuimos nuestra capacidad de tratar con lo que es mejor y en el centro de la vida. Somos siempre, no obstante, estimulados a hacer esto. En muchas áreas de la vida la transmisión adecuada de nuestro número de carné de identidad es más importante que la integridad con la que vivimos. En muchos sectores de la economía el título que ostentamos es más importante que nuestra habilidad para hacer cierto trabajo. En muchas situaciones la imagen pública que la gente tiene de nosotros es más importante que las relaciones personales que desarrollemos con ellos. Cada vez que nos plegamos a este movimiento de lo personal a lo impersonal, de lo inmediato a lo remoto, de lo concreto a lo abstracto, somos disminuidos, somos menos. Se requiere resistencia si deseamos mantener nuestra humanidad.
“Es un desastre espiritual”, advierte Thomas Merton, “que un hombre se conforme con su identidad exterior, con la fotografía tipo pasaporte de sí mismo. ¿Acaso su vida se reduce a sus huellas digitales?5 Pero las fotos tipo pasaporte, normalmente, son preferidas, incluso exigidas, en la mayoría de nuestras relaciones en el mundo.
Haciendo los preparativos para viajar a otro continente, solicité un pasaporte. Presenté mi certificado de nacimiento junto con la planilla de solicitud. El empleado de la oficina postal al cual entregué el documento era un hombre al cual había conocido personalmente por diecinueve años. Éste rechazó la solicitud: Yo no había presentado el certificado original de nacimiento, sino una fotocopia. Le traje entonces el documento original que también fue rechazado porque debía estar en relieve. Escribí al estado en donde había nacido y pagué por una copia grabada. Todo aquel tiempo había estado tratando con una persona que sabía mi nombre y había visto mi vida en la comunidad por diecinueve años. Este conocimiento personal de primera mano había sido rechazado a favor de un documento impersonal.
Creo que puedo reconstruir los hechos que justifican tal procedimiento. Existe el peligro de espionaje extranjero. Nuestro gobierno tiene la responsabilidad de mantener a nuestro país seguro. No sería confiable depender de la lealtad del personal y el conocimiento de un trabajador de la oficina postal para determinar la identidad de nadie. Insistir en un certificado de nacimiento grabado es una forma de evitar falsificaciones.
En mi situación el procedimiento fue más divertido que frustrante, pero el incidente en sí mismo, un inconveniente menor, es síntoma de un mayor peligro a nuestra humanidad: si soy tratado frecuente y autoritativamente de manera impersonal, comienzo a pensar en mí mismo de la misma forma. Me considero a mí mismo en términos de cómo encajo dentro de las normas estadísticas; me evalúo a mí mismo en términos de mi utilidad; hago un avalúo de mí mismo en relación a lo mucho o lo poco que otros me quieren. En el proceso de seguir estos procedimientos me encuentro a mí mismo definido por una etiqueta, restringido a una función, funcionando al nivel de mi número de carné de identidad. Se requiere de un esfuerzo firme y sostenido para mantener nuestros nombres al frente. Nuestros nombres son más importantes que el devenir en la economía, mucho más importantes que las crisis de las ciudades, mucho más importantes que un gran paso adelante en la exploración espacial. Esto es así porque un nombre se dirige exclusivamente a la criatura humana. Un nombre reconoce que soy esta persona y no otra distinta.
Nadie puede valuar mi importancia examinando el trabajo que hago. Nadie puede determinar mi valor decidiendo el salario que me pagarán. Nadie puede saber que es lo que hay en mi mente examinando mis calificaciones escolares. Nadie puede conocerme midiéndome, pesándome o analizándome. Llámenme por mi nombre.
Un camino de esperanza
Los nombre no sólo hacen referencia a lo que somos, irremplazablemente humano, también anticipa lo que seré. Los nombres nos llevan a ser lo que seremos. Una vida de crecimiento y desarrollo es anunciado por un nombre. Los nombres significan algo. Un nombre propio designa lo que es irreductiblemente personal, y también nos llama a ser lo que todavía no somos.
El significado de un nombre no se descubre por medio de etimología experta o mediante introspección meditativa. No es validado tampoco mediante aprobación burocrática, y ciertamente tampoco es revelado a través de la vanidad de las relaciones públicas. El significado de un nombre no se encuentra en el diccionario, ni en la inconciencia, ni en el tamaño de la letra. Su significado lo encontramos en relación con Dios. Fue el Jeremías al que le vino “palabra de Jehová” el que se dio cuenta de cuál era su auténtico y eterno ser.
Otorgar nombre es una forma de esperanza. Asignamos un nombre a un niño en memoria de alguien o en base a alguna cualidad que esperamos que ella o él tenga en el futuro: un santo, un héroe, un antecesor admirado. Algunos padres trivializar esto dando a sus hijos los nombres de alguna estrella de cine o alguien millonario. ¿Inofensivo? ¿Lindo? Pero tenemos una forma de tomar las identidades que nos son asignadas. Millones viven el engaño superficial del artista y la codicia explotadora del millonario porque, en parte, gente importante en sus vidas les asignaron un papel o fantasearon una ilusión y fallaron en esperar un futuro humano para ellos.
Cuando tome un infante en mis brazos ante la pila bautismal, le pregunto a los padres, “¿Cuál es el nombre cristiano de este niño?” No les pregunto solamente, “¿Quién es el niño al que estoy sosteniendo?”, sino también, “¿Qué desean que llegue a ser este niño? ¿Qué visión tienen para esta vida?” George Herbert sabía del poder evocativo de dar nombre cuando dijo a sus compañeros pastores en la Inglaterra del siglo dieciséis que en el bautismo “no admitían nombres vanos o frívolos”.6
El condado de Yoknapatawpha, en Mississippi, es la región creada por el novelista William Faulkner para demostrar la condición moral y espiritual de la vida en nuestros tiempos. Un examen de los hombres y mujeres que viven allí es un incentivo poderoso para la imaginación para darnos cuenta tanto de los aspectos cómicos como trágicos de lo que está sucediendo entre nosotros avanzamos (o no) en la vida. Unos de los niños se llama Montgomery Ward. Montgomery Ward Snopes.7 Es el nombre perfecto para un niño que es entrenado para ser un exitoso consumidor. Si desea que su hijo crezca comprando y gastando, haciendo uso de las diversiones disponibles en los centros comerciales, probando su virilidad comprando cosas, entonces usted tiene el nombre correcto: Montgomery Ward Snopes, santo patrono de las persona para quien el ritual de compras es el nuevo culto, la tienda por departamentos la nueva catedral, y las páginas publicitarias la Escritura infalible.
Una de las tareas supremas de la comunidad de fe es anunciarnos claramente y lo más pronto posible el tipo de vida dentro de la cual podemos crecer, ayudarnos a fijar nuestra vista en lo que significa ser un ser humano completo. Ninguno de nosotros, por el momento, está completo. Dentro de una hora, dentro de un día, habremos cambiado. Estamos en el proceso de transformarnos en más o en menos. Hay un millón de intercambios químicos y eléctricos sucediendo en cada uno de nosotros en este preciso instante. Transacciones espirituales e intrincadas decisiones morales y están teniendo lugar. ¿En qué nos estamos transformando? ¿En más o en menos?
Juan, escribiendo a la primera comunidad de cristianos, dijo: “Amados, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que hemos de ser; pero sabemos que cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal como él es” (1 Jn. 3:2). Somos niños; seremos adultos. Aún no vemos los resultados de lo que nos estamos transformando, pero conocemos cuál es la meta, ser como Cristo, o en palabras de Pablo, llegar a ser un “hombre perfecto, a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo” (Ef. 4:13). No nos deterioramos. No nos desintegramos. Nos transformamos.
Una vez se le preguntó a William Stafford en una entrevista lo siguiente: “¿Cuándo decidió ser un poeta?” Respondió que la pregunta era incorrecta: todos nacemos siendo poetas, toda persona descubre la forma en que las palabras suenan y funcionan entre sí, cuidado y disfrute en palabras. Yo sólo he seguido haciendo, dijo, lo que todos comienzan a hacer. “La verdadera pregunta es por qué las demás personas dejaron de hacerlo”.8
Jeremías continuó haciendo lo que todos los demás comienzan a hacer, ser humano. Y nunca se detuvo. Durante más de sesenta años continuó viviendo dentro del significado de su nombre. El significado exacto de Jeremías no es seguro: puede significar “El SEÑOR exalta” o “el SEÑOR arroja”. Lo que sí es cierto es que “el SEÑOR”, el nombre propio de Dios, está en su nombre.
El día en que su hijo nació, Hilcías y su esposa le dieron nombre tomando en cuanta la manera en que Dios actuaría en su vida. Por la esperanza de que verían los años transcurrir y a su hijo como uno en quien el Señor se alzaría: Jeremías –el Señor es exaltado. O, por la esperanza que vieron en el futuro de que su hijo sería una persona que Dios lanzaría a la comunidad como una jabalina representativa de Dios, penetrando las defensas del egoísmo con justicia divina y misericordia: Jeremías –el Señor arroja. De cualquier forma, está claro que Dios está en el nombre. La vida de Jeremías fue compuesta con la acción de Dios. Los padres de Jeremías vieron a su hijo como un espacio viviente en el cual lo humano y lo divino se integrarían. La vida de Dios, de una u otra forma (¿exaltando?, ¿arrojando?), encontrarían un medio de expresión en el hijo de ellos. Dar nombre no es un capricho; es un medidor de esperanza en relación con el futuro. Y “la esperanza no es un sueño sino una forma de hacer los sueños realidad” (Cardenal L. J. Suenens).
Ningún niño es sólo un niño. Cada uno es una criatura en la cual Dios intenta hacer algo grande y glorioso. Ninguno es sólo el producto de los genes aportados por los padres. Quienes somos y quienes seremos guarda relación con lo que Dios es y con lo que él hace. El amor de Dios, su providencia y salvación, están incluidos en la realidad de nuestra experiencia junto con nuestro metabolismo, tipo sanguíneo y huellas digitales.
La mayoría de los nombres en la historia de Israel estuvieron compuestos con el nombre de Dios. Los nombres anticipaban lo que cada quien sería en su adultez. Josías, el Señor sana; Joacim, el Señor levantará; Sedequías, el Señor es justo; Jeremías, el Señor exalta, o el Señor arroja. Algunas de estas personas vivieron según el significado de sus nombres. Jeremías y Josías lo hicieron. Otros, como Joacim y Sedequías, fueron una vergüenza para sus nombres, parodiando con sus vidas la gran promesa de sus nombres. Sedequías tenía un nombre glorioso, pero lo traicionó. Joacim tenía un nombre maravilloso, pero lo abandonó.
Existen al menos tres categorías dentro de las cuales Jeremías pudo haber caído tranquilamente, tomando su lugar entre los profesionales religiosos de su época: profeta, sacerdote u hombre sabio. Estos eran los roles aceptados para las personas que se preocupaban por las cosas de Dios y el camino de la humanidad. La negativa de Jeremías de aceptar cualquiera de los roles disponibles y su excéntrica insistencia en vivir la identidad de su nombre lo colocó en evidente contraste con la desgastada suavidad de aquellos que se habían adaptado a las expectativas de la opinión personal y quienes habían conseguido el contenido de sus mensajes no preguntando “¿Qué hay para comer?” sino “¿Qué se tragará José?” Su angular integridad expuso la autocomplacencia superficial en la que vivían. Fueron provocados y se enfurecieron: “Venid y preparemos un plan contra Jeremías, porque la instrucción no le faltará al sacerdote ni el consejo al sabio ni la palabra al profeta. Venid calumniémoslo y no atendamos a ninguna de sus palabras” (Jer. 18:18). Sacerdotes, sabios, profetas y afines sintieron que su bienestar profesional estaba siendo amenazado por la singularidad de Jeremías. Presas del pánico, tramaron su desgracia. Su “instrucción”, “consejo” y “palabra” estaban en peligro de ser expuestos como fraudes piadosos por la honestidad y vida apasionada de Jeremías.
Los franceses acuñaron la frase deformation professionelle – deformación profesional- la propensión o tendencia a errar que es inherente al rol que uno haya asumido, vale decir, médico o abogado. La deformación a la cual los profetas, sacerdotes y sabios estaban sujetos era promocionar a Dios como una comodidad, usar a Dios para legitimar sus propios intereses. Esto es algo sencillo y frecuente. Sucede sin que se le busque deliberadamente.
Lo que no había previsto
Fue el día gradual
Debilitando la voluntad
Perdiendo su claridad… 9
Un nombre propio, no un papel asignado, es nuestro es nuestra libreta de ahorros dentro de la realidad. Es también nuestra constante orientación dentro de la realidad. Cualquier otra cosa que no es nuestro nombre –título, oficio, número, rol— es menos que un nombre. Separados del nombre que nos marca como creados de manera única y nos refiere de manera personal, podemos caer en fantasías que están fuera del alcance del mundo real que nos hacen vivir de manera inefectiva e irresponsable. En otros casos, vivimos según el estereotipo que otras personas nos han asignado y que se encuentran fuera del alcance del carácter único con el cual Dios nos creó, y por tanto vivimos reducidos al aburrimiento, perdiendo nuestra claridad.
Jeremías, un nombre unido al nombre y actuar de Dios. La única cosa más importante para Jeremías que su propio ser, era el ser de Dios. Él lucho en el nombre del Señor y exploró la realidad de Dios, y en el proceso creció y se desarrolló, floreció y maduró. Siempre estuvo extendiéndose, encontrando cada vez más la verdad, entrando en contacto más con Dios, haciéndose más él mismo, más humano.