Kitabı oku: «Correr con los caballos», sayfa 4
4 Soy sólo un muchacho
Yo dije: “¡Ah, ah, Señor Jehová! ¡Yo no sé hablar, porque soy un muchacho!”. Me dijo Jehová: “No digas: ‘Soy un muchacho’, porque a todo lo que te envíe irás, y dirás todo lo que te mande. No temas delante de ellos, porque contigo estoy para librarte, dice Jehová… Porque yo te he puesto en este día como ciudad fortificada, como columna de hierro y como muro de bronce contra toda esta tierra, contra los reyes de Judá, sus príncipes, sus sacerdotes y el pueblo de la tierra.”
Jeremías 1:6-8, 18
“No estoy hecho para empresas peligrosas –exclamó Frodo-. Hubiese preferido no haberlo visto nunca. ¿Por qué vino a mí? ¿Por qué fui elegido?
- Preguntas que nadie puede responder –dijo Gandalf-. De lo que puedes estar seguro es de que no fue por ningún mérito que otros no tengan. Ni por poder ni por sabiduría, a lo menos. Pero has sido elegido y necesitarás de todos tus recursos: fuerza, ánimo, inteligencia.”
J. R. R. Tolkien 1
Dios le pidió a Jeremías hacer algo que él no podía. Por supuesto, se negó. Si se nos pidiera hacer algo que sabemos no podemos hacer, sería una tontería aceptar la tarea, porque pronto nos veríamos avergonzados delante de todos.
El trabajo que Jeremías había rechazado era el de ser profeta. Hay dos convecciones entrelazadas que caracterizan a un profeta. La primera convicción es que Dios es personal, vivo y activo. La segunda convicción es que lo que sucede justo ahora, en este mundo en este momento en la historia, es crítico. Un profeta está obsesionado con Dios, y un profeta está inmerso en el ahora. Dios es tan real para un profeta como lo es su vecino de al lado, y su vecino de al lado es un vórtice en el cual el propósito de Dios se cumple.
El trabajo del profeta es llamar a la gente a vivir bien, a vivir correctamente, a ser humanos. Pero es más que un llamado a decir algo, es un llamado a vivir el mensaje. El profeta debe ser lo que dice. Tanto la persona como el mensaje del profeta nos retan a estar a la altura de nuestra creación, de vivir dentro de nuestra salvación, a ser todo lo que fuimos destinados a ser.
No podemos ser humanos si no estamos en relación con Dios. Podemos ser animales y no tener conciencia de Dios. Podemos ser un conglomerado de minerales y no tener conciencia de Dios. Ser humanos, sin embargo, exige como prerrequisito una relación con Dios. “Como decían los escolásticos: Homo non proprie humanus sed superhumanus est— lo que significa que para ser verdaderamente humano, se debe ir más allá de lo meramente humano”.2
Una relación con Dios no es algo que se añade después que completamos nuestro crecimiento básico, es el núcleo esencial del crecimiento. Elimina este núcleo, y no habrá humanidad alguna sino tan sólo una cáscara, la apariencia pero no la sustancia de lo humano. Tampoco podemos ser humanos si no existimos en el presente, porque el presente es donde Dios nos encuentra. Si evitamos los detalles del presente actual, renunciamos a un gran trozo de nuestra humanidad. Soren Kierkegaard parodia nuestra falta de atención a nuestra realidad inmediata cuando escribe sobre el hombre que se vio envuelto en cosas, proyectos y causas tan abstractas para él mismo que un día se despertó y se encontró a sí mismo muerto.3
Un profeta hace saber a la gente quién es Dios y cómo es, qué es lo que dice y qué es lo que hace. Un profeta nos despierta de nuestra soñolienta complacencia para que podamos ver el gran e impresionante drama que es nuestra existencia, y luego nos empuja al escenario para que presentemos nuestra parte ya sea que creamos o no que estemos listo para hacerlo. Un profeta nos disgusta cuando rechaza nuestros eufemismos y arranca nuestros disfraces, exponiendo luego nuestros motivos egoístas y actitudes inhumanas donde todo el mundo pueda verlos como son en realidad. Un profeta hacer que todo y todos luzcan significantes e importantes –importante porque Dios lo hizo a él, a ella, o a aquello; significante porque Dios lo usa justo ahora de manera activa a él, a ella, o a aquello. Un profeta hace difícil continuar con una vida descuidada y egoísta.
Súplica inadecuada
Ningún trabajo es más importante que el de profeta, porque ¿qué cosa puede ser más importante que la presentación persuasiva de la invisible pero viviente realidad de Dios? Y, ¿qué es más importante que una demostración convincente del significado eterno de las cosas ordinarias y visibles de la vida diaria? Pero importante o no, Jeremías se rehusó a hacerlo. No estaba calificado para hacerlo. No había salido bien en el curso sobre Dios en la escuela. No había vivido lo suficiente como para saber cómo funciona el mundo. “¡Ah, ah, Señor Jehová! ¡Yo no sé hablar, porque soy un muchacho!”.
Tenemos mucha práctica en hacer súplicas inadecuadas para evitar tener la vida plena a la cual Dios nos llama. ¡Qué excusa tan trillada! Soy sólo un muchacho; Soy sólo una ama de casa; Soy tan sólo un laico; Soy sólo un pobre predicador; Sólo llegué al octavo grado; No tengo suficiente tiempo; No tengo la suficiente preparación; No tengo la seguridad necesaria; o siguiendo el ejemplo bíblico: “¡Ay, Señor! nunca he sido hombre de fácil palabra” (Ex. 4:10). Se nos pide demasiado. No podremos arreglárnoslas. No podremos con la carga.
Si miramos a nosotros mismos y somos completamente honestos, nunca seremos adecuados. Por supuesto, no siempre somos honestos. Evadimos y copiamos en los exámenes. Disimulamos un poco acá; y mentimos un poco allá. Pretendemos ser más seguros de lo que en realidad somos.
Nuestra raza jamás hubiera llegado lejos,
Si no hubiéramos aprendido a mentir
Y a lucir más confiados de lo que somos
Cuando se trata de fingir.4
La vida es, de hecho, demasiado para nosotros. Este asunto de vivir teniendo conciencia de Dios, relación con él, amor sincero hacia el prójimo, y reverente apreciación del mundo alrededor excede nuestras capacidades. No somos lo suficientemente listos; no tenemos la energía suficiente; no podemos concentrarnos adecuadamente. Somos apáticos, haraganes y descuidados. No todo el tiempo, es verdad. Tenemos rachas de amor, arranques apasionados de fe, episodios impresionantes de valiente compasión. Pero luego volvemos a la indolencia o la avaricia. Pronto volvemos a las viejas costumbres, repartiendo la palabrería simplista que lleva a pensar a otros tontamente que somos mejores de lo que en realidad somos. Algunas veces incluso nos mentimos a nosotros mismos pensando que somos muy buenas personas, de hecho. Jeremías conocía el problema desde adentro: “Engañoso es el corazón más que todas las cosas, y perverso; ¿quién lo conocerá?” (Jer. 17:9).
Pero la honestidad despiadada siempre nos dejará destrozados por nuestra incompetencia. El mundo es un lugar aterrador. Si no sentimos un poquito de miedo, simplemente no tenemos idea de la realidad. Si estamos conformes con nosotros mismos, o no tenemos estándares muy altos o sufrimos amnesia en relación con la realidad central, porque “¡Horrenda cosa es caer en manos del Dios vivo!”(He. 10:31). Pascal dijo; “No temas, lucha contra el miedo; pero si no temes, entonces ten temor”.5
Existe una enorme diferencia entre lo que creemos que somos capaces de hacer y aquello a lo que Dios nos llama a hacer. Nuestras ideas acerca de lo que podemos o queremos hacer son triviales; las ideas de Dios para nosotros son grandiosas. El llamado de Dios a Jeremías para ser profeta es equivalente al llamado que nos hace a nosotros de ser personas. Las excusas que damos son razonables; frecuentemente tienen que ver con la realidad, pero son sólo excusas y son rechazadas por el Señor, quien dice: “No digas: ‘Soy un muchacho’, porque a todo lo que te envíe irás, y dirás todo lo que te mande. No temas delante de ellos, porque contigo estoy para librarte, dice Jehová”. El Señor extendió luego su mano y tocó la boca de Jeremías, diciendo: “He puesto mis palabras en tu boca. Mira que te he puesto en este día sobre naciones y sobre reinos, para arrancar y destruir, para arruinar y derribar, para edificar y plantar” (Jer. 1:7-10).
Los tres pares de verbos (arrancar/destruir, arruinar/derribar, edificar/plantar) son todos incluyentes. En el camino de la fe no podemos escapar porque es demasiado para nosotros. Nos sumergimos en ella porque se nos ha ordenado y estamos equipados para ello. No son nuestros sentimientos los que determinan nuestro nivel de participación en la vida, tampoco es nuestra experiencia la que nos califica para lo que haremos y seremos; es lo que Dios decide sobre nosotros. Dios no nos envía a la vida emocionante y peligrosa de la fe porque estemos calificados; nos escoge para calificarnos para aquello que él quiere que seamos y hagamos: “He puesto mis palabras en tu boca… te he puesto en este día sobre naciones”.
Ocho versículos más abajo Jeremías ya no es inadecuado para el trabajo. “Porque yo te he puesto en este día como ciudad fortificada, como columna de hierro y como muro de bronce contra toda esta tierra, contra los reyes de Judá, sus príncipes, sus sacerdotes y el pueblo de la tierra. Pelearán contra ti, pero no te vencerán, porque yo estoy contigo, dice Jehová, para librarte” (Jer. 1:18-19). Todo lo que sabemos de Jeremías demuestra que, de hecho, esto fue lo que sucedió. En los cuarenta años de su ministerio público en las décadas más confusas y caóticas en toda la historia de Israel, Jeremías fue invencible. Aunque internamente estuvo en agonía muchas veces, nunca se apartó de su camino. Se burlaron de él cruelmente y fue perseguido severamente, pero nunca se desvió de su posición. Hubo mucha presión sobre él para que cambiara, para que cediera, se rindiera y se escondiera. Nunca lo hizo. Él fue un “muro de bronce”.
¿Cómo hizo Jeremías pasar de ser el reticente hacedor de excusas “¡Ah, ah, Señor Jehová! Soy un muchacho” a ser la “columna de hierro” y aceptar el trabajo de profeta? Dios equipó a Jeremías para la vida mostrándole dos visiones. Estas dos visiones llevaron a Jeremías de la debilitante incompetencia a la energética obediencia.
Una vara de almendro
La primera visión fue de una vara de almendro: “La palabra de Jehová vino a mí, diciendo: ‘¿Qué ves tú, Jeremías?’. Yo respondí: ‘Veo una vara de almendro’. Me dijo Jehová: ‘Bien has visto, porque yo vigilo sobre mi palabra para ponerla por obra’” (Jer. 1:11-12).
El árbol de almendro es el primer árbol en florecer en Palestina. Antes de tener hojas nuevas, da flores blancas como la nieve. Mientras que la tierra aún está congelada por el invierno, las cálidas flores, libres y descuidadas nos sorprenden con la promesa de la primavera. Cada primavera sucede otra vez: la aparición de las flores en los bosques y jardines antes que las hojas, antes de que el pasto sea verde de nuevo. Y sabemos lo que viene luego: aves migratorias llenaran pronto los aires con su canto; las hojas adornarán los árboles con su verdor; las frutas comenzarán a desarrollarse. El florecimiento es una delicia en sí mismo, hermoso de ver, fragante de oler. Pero es más que eso. Es anticipación. Es una promesa. Es como las palabras. “Porque yo vigilo sobre mi palabra para ponerla por obra”. Las palabras, como el florecer del almendro, son promesas, la anticipación de lo que está por suceder. Se transforman en algo. “El verbo se hizo carne”.
La visión es acentuada con un juego de palabras. La palabra almendro y la palabra vigilar son casi idénticas en hebreo. “¿Qué ves Jeremías? Veo una vara de shaqed (“almendro”). “¡Bien! Así es, porque yo shoqed (“vigilo”) sobre mi palabra para cumplirla. Estoy vigilando mi palabra como un pastor vigila su rebaño. Ninguna de las palabras que has oído se disipará. Ninguna se perderá. Traeré cada palabra a algún tipo de conclusión viviente”.
El método fue audiovisual: una imagen visual junto con un juego de palabras auditivo enseñó esperanza a Jeremías. Cada primavera por el resto de su vida el florecer del almendro, shaqed, le traería shoqed (“vigilar”) a la memoria (“Porque yo vigilo sobre mi palabra para ponerla por obra”) y por el resto de su vida cada vez que escuchara pronunciar la palabra cotidiana shoqed (“vigilar”) –y no serían muchos los días en los cuales no la escucharía—la imagen visual del shaqed (“almendro”) liberaría todas las asociaciones enriquecedoras y energéticas de la primavera.
No es posible vivir la vida de fe, ya sea por un profeta o una persona común, sin algún tipo de visión sustentadora como esta. Muy en el fondo necesitamos ser convencidos, y de una forma u otra necesitamos recordatorios periódicos de que las palabras no son sólo palabras. En particular, las palabras de Dios no son sólo palabras. Son promesas que se cumplen. Dios hace lo que promete. Dios hace lo que dice.
Una olla hirviendo
La segunda visión fue de una olla hirviendo: “Vino a mí la palabra de Jehová por segunda vez, diciendo: ‘¿Qué ves tú?’. Yo dije: ‘Veo una olla hirviendo, que se vierte desde el norte’” (Jer. 1:13). La olla estaba inclinada de manera que el agua hirviendo se derramara hacia el sur. La villa de Anatot y las calles y patios de Jerusalén estaban directamente en el camino de esta corriente.
El agua hirviendo cayendo sobre Israel es idéntica a los ejércitos enemigos listos para una invasión (Jer. 1:14-16). Las naciones del norte estaban hirviendo una olla de guerra que inundaría la tierra con maldad: muerte, violaciones y pillaje. La agitada turbulencia en el horizonte se iba derramar sobre las tranquilas colinas de Judea. Los oficiales y reyes enemigos, audaces y burlones, acamparían justo en frente de las puertas de la ciudad y alrededor de sus murallas. Esta guerra inminente estaba ligada al juicio de Dios. El agua hirviendo lavaría la tierra. “Creo que es bueno bañarse en agua caliente”, decía G K. Chesterton, “te mantiene limpio”.6 El juicio candente vendría porque la gente había abandonado su relación de amor con Dios e iniciado ritualitos religiosos e insignificantes idolatrías (Jer. 1:16). La guerra interrumpiría sus tontas, necias, distraídas y sucias vidas y los obligaría a poner atención en aquello que es esencial y eterno: la vida y la muerte, Dios y la humanidad, la fe y la fidelidad, el compromiso y la obediencia.
El tema de la visión es negativo (en contraste con la visión del almendro), pero el mensaje es positivo, porque el efecto es contener el mal. La olla hirviendo es un contenedor, localizado en un lugar específico en el mapa.
Ni Jeremías ni el pueblo necesitaban una visión para saber que el peligro aguardaba por ellos en el norte. Todos lo sabían.7 El ejército neobabilónico estaba en movimiento y toda persona medianamente inteligente lo sabía. Sin embargo, la visión les avisaba que el mal tiene límites. La visión de la olla hirviendo localizaba y limitaba el mal que afligía a todos con un tipo de metafísica paranoia.
Ignorantes e inexpertos permitimos que el mal se filtre como la niebla en la atmósfera y en nuestras emociones, oscureciendo la silueta delgada de la realidad y absorbiéndolo todo en su gris húmedo y siniestro. En una atmósfera como esta nos aterrorizamos por cualquier rumor, saltamos al menor ruido, nerviosos y ansiosos. Es realmente cierto que existe el mal en el mundo, y gran cantidad. Esto es aterrador. Si vivimos realistamente, con nuestros ojos abiertos, vemos mucho mal en el mundo. Viendo todo este mal, ¿cómo podemos estar tranquilos? ¿Cómo podemos hacer uso de prácticas despreocupadas como dar un vaso de agua fría a un extranjero sediento? La visión responde esta interrogante: el mal no lo es todo ni está en todas partes. Es decir, tiene un origen y un final. El mal que tiene su control paralizante sobre todos no es un mal salvaje e incontrolable; es un juicio cuidadosamente ordenado, con Dios como comandante. La olla hirviendo reduce el mal a un lugar y un propósito. No podemos permitirnos ser ingenuos en relación al mal, debe ser enfrentado. Pero no debemos dejarnos intimidar por él. Éste será utilizado por Dios para traer el bien. Uno de los aspectos más extraordinarios de las buenas noticias es que Dios usa a los malvados para cumplir sus buenos propósitos. La gran paradoja del juicio es que el mal se transforma en combustible en el horno de la salvación.
Sin la ayuda de una visión como esta, perdemos nuestro sentido de la proporción y estamos incapacitados para responder de manera valiente y abierta a cualquier situación que se nos presente en el día. Si nos olvidamos de que los periódicos son los “pie de página” de las Escrituras y no una interpretación alternativa, al final tendremos miedo de levantarnos de la cama cada mañana. Demasiados de nosotros gastamos tiempo excesivo leyendo la página editorial y muy poco leyendo las visiones proféticas. Sacamos nuestras interpretaciones de los asuntos políticos, económicos y morales de los periodistas cuando sólo deberíamos estar obteniendo información; podemos tener un mejor significado del mundo en la Palabra de Dios.
Las dos visiones, la rama de almendro floreciente y la olla de agua hirviendo fueron las Harvard y Yale de Jeremías. Las imágenes singulares de las visiones se grabaron en lo profundo de la retina de su fe. Por medio de estas visiones mantuvo su equilibrio, sanidad y pasión en el teatro de la gloria de Dios y en medio del holocausto del pecado humano. Ya fuera que estuviera extasiado por el esplendor o asqueado por el hedor del mal, mantuvo los pies en la tierra, sin jamás retirarse a la cueva de la autocompasión, sin jamás cerrar sus ojos al horrible mal que le rodeaba, sin jamás rechazar cínicamente el estallido de la gloria alrededor suyo.
La primera visión convenció a Jeremías que la palabra de Dios abunda en maravillas y que sus maravillas no son ilusiones. La segunda visión convenció a Jeremías de que el mundo es muy peligroso, pero de que el peligro no es catastrófico.
Para estar equipados para lo que Dios nos llama a ser –profeta, persona— y no estar limitados todas nuestras vidas por la incompetencia, necesitamos conocer supremamente estos dos temas, Dios y el mundo, y ser instruidos profundamente en ellos. En ambos temas las primeras impresiones y apariencias superficiales son engañosas. Subestimamos a Dios y sobrestimamos al mal. No vemos lo que Dios hace y llegamos a la conclusión de que él está haciendo nada. Vemos todo lo que hace el mal y pensamos que tiene bajo su control a todos. Las visiones van más allá de las apariencias. Por medio del almendro y de la olla hirviendo aprendemos a vivir con esperanza y a nunca ser intimidados por el mal. Si vamos a vivir a imagen de Dios, concientes de todo lo que es Dios, abiertos y atentos a todo lo que él está haciendo, debemos confiar en su palabra, confiar en lo que no vemos. Si vamos a vivir en el mundo, atentos a cada particularidad, amando en todos los malos momentos sin sentirnos repugnados o atemorizados por ellos, ni conformarnos a ellos, tendremos que enfrentar un mal inmenso, pero al mismo tiempo este será un mal limitado y controlado.
Moldeado por las visiones
¿Funcionaron las visiones? ¿Lo hicieron? La vida de Jeremías es evidencia de que las visiones fueron el pénsum de estudios que lo transformó directamente de ser un muchacho inseguro a un adulto sólido y maduro. Jeremías fue moldeado por las visiones, no por las modas de su época ni por los sentimientos sobre sí mismo. Sabemos que con frecuencia se sentía terrible y que fue amenazado terriblemente. Con frecuencia se sintió débil; casi completamente desesperado. Pero, de hecho, siempre fue fuerte. Sus emociones frecuentemente le fallaron; pero su fe siempre lo sostuvo rápidamente.
Su fuerza no fue alcanzada por crecientes callos en su altamente sensible espíritu. A lo largo de su vida Jeremías experimentó un rango asombroso de emociones. Su espíritu registró, según parece, todo. Él fue uno de esas personas finamente entonadas que recogían y respondían al menor temblor alrededor suyo. Al mismo tiempo, fue también completamente insensible a las agresiones y burlas, a la persecución y la oposición.
La integración profunda de fuerza y sensibilidad, de firmeza y sentimiento, es rara. Vemos algunas veces personas sensibles que son inestables la mayor parte del tiempo. Entran en pánico a la menor señal de peligro. Su sensibilidad los incapacita para actuar frente a las duras crueldades del mundo. En contraste, otros son rígidos moralistas, con una rectitud severa. No existe duda alguna sobre su correcta posición dogmática, pero sus principios son martillos que fracturan los huesos y maltratan la carne. El mundo forma un enorme circuito alrededor de estas personas. Es peligroso estar en su compañía por mucho tiempo porque si llegan a detectar cualquier debilidad mental o moral en nosotros, tendremos suerte en escapar con tan sólo un dolor de cabeza.
Pero Jeremías no fue así. Educado por la rama de almendro, su respuesta a lo personal, fuera Dios o los seres humanos, se profundizó y desarrolló. Educado por la olla hirviendo, sus capacidades externas para tratar con el mal deshumanizante y resistir intimidación despersonalizadora lo hicieron invencible: fue “como ciudad fortificada, como columna de hierro y como muro de bronce”. Nada mal para alguien que comenzó siendo sólo “un muchacho”.
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