Kitabı oku: «Una obediencia larga en la misma dirección», sayfa 2
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EL ARREPENTIMIENTO
“¡Ay de mí, que soy extranjero en Mésec!”
1 En mi angustia invoqué al Señor,
y él me respondió.
2 Señor, líbrame de los labios mentirosos
y de las lenguas embusteras.
3 ¡Ah, lengua embustera!
¿Qué se te habrá de dar?
¿Qué se te habrá de añadir?
4 ¡Puntiagudas flechas de guerrero,
con ardientes brasas de retama!
5 ¡Ay de mí, que soy extranjero en Mésec,
que he acampado entre las tiendas de Cedar!
6 ¡Ya es mucho el tiempo que he acampado
entre los que aborrecen la paz!
7 Yo amo la paz,
pero si hablo de paz,
ellos hablan de guerra.
SALMO 120 NVI
Antes de que un hombre pueda hacer cosas, debe haber cosas que él no hará.
MENCIUS
Las gentes sumergidas en una cultura que está llena de mentiras y de maldad sienten que se están ahogando en ella; no pueden confiar en nada de lo que escuchan, no pueden depender de nadie que conozcan. Dicha insatisfacción con el mundo tal como es, es la preparación para viajar por la senda del discipulado cristiano. La insatisfacción, unida a un anhelo de paz y verdad, puede emplazarnos en un camino de peregrinación hacia la integridad en Dios.
La persona tiene que estar totalmente disgustada con el estado en que está todo antes de poder encontrar la motivación necesaria para emprender el camino cristiano. Mientras que pensemos que la siguiente elección podría eliminar el delito y establecer la justicia o que un nuevo avance científico podría salvar el medio ambiente o que otro aumento de sueldo nos podría poner a salvo de la ansiedad y llevarnos a una vida de tranquilidad, no estaremos listos para arriesgarnos a vivir las trabajosas incertidumbres propias de la vida de fe. La persona tiene que estar harta de la manera de hacer las cosas del mundo antes de que ella adquiera un apetito por el mundo de la gracia.
El Salmo 120 es la canción de semejante persona, cansada de las mentiras y paralizada por el odio, una persona doblada en dos por el dolor que siente por lo que está ocurriendo en el mundo que la rodea. Pero no es un simple clamor, es un dolor que penetra a través de la desesperación y estimula un nuevo comienzo: un viaje hacia Dios que se convierte en una vida de paz.
Los quince cánticos de los peregrinos describen elementos comunes a todos aquellos que se colocan a sí mismos de aprendices con el Señor Jesucristo y que viajan por la senda cristiana. El primero de ellos es el que los empuja a marchar. No es un cántico bonito—no hay nada ni inquietantemente melancólico ni líricamente feliz en él. Es duro. Es discordante. Pero logra que las cosas empiecen.
Las mentiras sin errores
En mi angustia invoqué al Señor es la primera frase. La última palabra es guerra. No es una canción feliz, pero es honesta y necesaria.
Los hombres están enemistados entre sí. Las mujeres están como perros y gatos. Desde el vientre de nuestra madre, se nos enseña a tener rivalidad. El mundo anda revuelto, siempre buscando pelea. Nadie parece saber cómo vivir en una relación sana. Insistimos en convertir a cada comunidad en una secta, cada iniciativa en una guerra. Nos damos cuenta, en momentos fugaces, que fuimos creados para algo diferente y mejor—«yo estoy totalmente a favor de la paz»—pero no hay ninguna confirmación de esa comprensión en nuestro medio ambiente, ningún estímulo en nuestra experiencia. «Yo estoy totalmente a favor de la paz; pero no bien se los digo, ¡van a la guerra!»
La angustia que abre y cierra al salmo es el doloroso despertar a la realidad inevitable de que se nos ha mentido. El mundo, de hecho, no es como nos lo habían representado. Las cosas no están bien, y no están tampoco mejorando.
Desde que tenemos memoria, se nos ha mentido: los seres humanos son básicamente amables y buenos. Todos nacemos iguales e inocentes y autosuficientes. El mundo es un lugar placentero e inofensivo. Nacemos libres. Si estamos ahora encadenados, es por culpa de alguien y, con sólo un poco más de inteligencia o esfuerzo o tiempo, lo podremos corregir.
Es difícil entender cómo podemos seguir creyendo esto después de tantos siglos de evidencia que prueban lo contrario, pero nada de lo que hagamos y nada que puedan hacer los demás parece desencantarnos del hechizo de la mentira. Seguimos aguardando que, de alguna manera, las cosas van a mejorar. Y cuando no lo hacen, lloriqueamos como niños malcriados que no obtienen lo que quieren. Anidamos un resentimiento que se va acumulando como una ira que desemboca en violencia. Convencidos por la mentira de que lo que estamos experimentando no es natural, que es una excepción, concebimos maneras de escapar a la influencia de lo que nos hacen los demás, yéndonos de vacaciones lo más frecuentemente posible. Cuando se terminan las vacaciones, volvemos una vez más al flujo de los acontecimientos, con nuestra inocencia renovada, creyendo que todo va a funcionar bien—para vernos una vez más sorprendidos, heridos, apabullados cuando eso no ocurre. La mentira («todo está bien») tapa y perpetúa el profundo mal, disfraza la violencia, la guerra, la rapacidad.
La conciencia cristiana comienza con la comprensión dolorosa de que lo que nosotros habíamos supuesto que era la verdad es en realidad una mentira. La oración es inmediata: «SEÑOR, líbrame de los labios mentirosos y de las lenguas embusteras.» Rescátame de las mentiras de los anunciantes que afirman saber lo que necesito y deseo, desde las mentiras de los animadores que prometen una forma económica de hacerme feliz, desde las mentiras de los políticos que pretenden instruirme en cuestiones de poder y de moralidad, desde las mentiras de los psicólogos que ofrecen moldear mi conducta y mi ética de manera que pueda vivir por mucho tiempo con felicidad y éxito, desde las mentiras de los religiosos que «sanan las heridas de este pueblo superficialmente,» desde las mentiras de los moralistas que pretenden promoverme al cargo de capitán de mi destino, desde las mentiras de los pastores que «desobedecen los mandamientos de Dios para poder seguir enseñanzas humanas» (Marcos 7.8). Rescátame de la persona que me habla de la vida y omite a Cristo, que tiene sabiduría según la forma de ser del mundo, pero que ignora los movimientos del Espíritu.
Las mentiras se atienen de manera impecable a los hechos. No contienen errores. No hay distorsiones ni datos falsificados. Pero son, de igual forma, mentiras, porque afirman que ellas son las que nos dicen quiénes somos y omiten todo lo relacionado a nuestro origen en Dios y nuestro destino en Dios. Hablan del mundo sin decirnos que Dios lo ha creado. Nos platican acerca de nuestro cuerpo sin decirnos que es el templo del Espíritu Santo. Nos instruyen en amor sin decirnos que Dios nos ama y que entregó su vida por nosotros.
La luz que ilumina las encrucijadas
En este salmo, la palabra SEÑOR aparece sólo dos veces. Es, no obstante, la clave para el resto del salmo. Dios, una vez que lo admitimos en nuestra conciencia, llena todo el horizonte. Dios, revelado en su obra creativa y redentora, expone todas las mentiras. En el momento en que pronunciamos la palabra SEÑOR, la imponente falsedad del mundo queda al descubierto: vemos la verdad. La verdad acerca de mí es que Dios me ha creado y me ama. La verdad acerca de aquellos que están sentados junto a mí es que Dios los ha creado y los ama, y cada uno de ellos es, por consiguiente, mi semejante. La verdad acerca del mundo es que Dios gobierna y suministra todo lo necesario. La verdad sobre lo que está mal en el mundo es que yo y la persona que está sentada junto a mí hemos pecado al impedir que Dios esté con nosotros, sobre nosotros y dentro de nosotros. La verdad sobre lo que se encuentra en el centro de nuestras vidas y de nuestra historia es que Jesucristo fue clavado en la cruz por nuestros pecados y resucitado de la tumba para nuestra salvación, y que nosotros podemos participar en la vida nueva cuando creemos en él, aceptamos su misericordia, respondemos a su amor y prestamos atención a sus mandamientos.
John Baillie escribió: «Estoy seguro de que la parte del camino que más requiere iluminación es el punto donde se bifurca.»10 El SEÑOR del salmista es un haz de luz que ilumina dicha bifurcación. El Salmo 120 es la decisión de tomar un camino y no el otro. Es el momento crucial que marca la transición desde la nostalgia que sueña en una mejor vida a la peregrinación escabrosa del discipulado de fe, desde el quejarse sobre lo mal que anda todo a la búsqueda de todo lo bueno.
Se dice y se canta esta decisión en todos los continentes y en todos los idiomas. Esta decisión se ha llevado a cabo en toda clase de vida, durante todos los siglos de la extensa historia de la humanidad. La decisión es calladamente (y a veces no tan calladamente) anunciada desde miles de púlpitos cristianos por todo el mundo cada domingo en la mañana. La decisión es testimoniada por millones de personas en hogares, fábricas, escuelas, negocios, oficinas y campos cada día de cada semana. La gente que toma la decisión y se deleita en ella es la llamada cristiana.
Un no que es un sí
El primer paso hacia Dios es un paso para alejarse de las mentiras del mundo. Es la renuncia a las mentiras que se nos han dicho sobre nosotros mismos y nuestros semejantes y nuestro universo. «¡Ay de mí, que soy extranjero en Mésec, que he acampado entre las tiendas de Cedar! ¡Ya es mucho el tiempo que he acampado entre los que aborrecen la paz!» Mésec y Cedar son nombres de lugares: Mésec es una tribu lejana, a miles de millas de Palestina en el sur de Rusia; Cedar es una tribu errante de reputación salvaje a lo largo de las fronteras de Israel. Ellas representan lo extraño y hostil. Si lo parafraseamos, el clamor es: «Vivo en medio de matones y bárbaros violentos; este mundo no es mi hogar y yo me quiero ir.»
La palabra bíblica que se utiliza generalmente para describir el no que les expresamos a las mentiras del mundo y el sí que le pronunciamos a la verdad de Dios es arrepentimiento. Es, en todo momento y en todo lugar, la primera palabra de la vida cristiana. La predicación de Juan el Bautista era: «Arrepentíos, porque el reino de los cielos se ha acercado» (Mateo 3.2 RVR60). La primera predicación de Jesús fue igual a la de Juan: «Arrepentíos, porque el reino de los cielos se ha acercado» (Mateo 4.17 RVR60). Pedro puso fin a su primer sermón con las palabras: «Arrepentíos, y bautícese cada uno» (Hechos 2.38 RVR60). En el último libro de la Biblia, el mensaje a la séptima iglesia fue «sé fervoroso y arrepiéntete» (Apocalipsis 3.19 RVR60).
El arrepentimiento no es una emoción. No es el lamentar nuestros pecados. Es una decisión. Es decidir que nos hemos equivocado al suponer que podíamos manejar nuestra propia vida y ser nuestro propio dios; es decidir que nos hemos equivocado al pensar que poseíamos, o que podíamos obtener, la fuerza, educación y capacitación necesarias para arreglárnoslas solos; es decidir que se nos ha dicho una sarta de mentiras sobre nosotros mismos, nuestros semejantes y nuestro mundo. Y es decidir que Dios en Cristo Jesús nos está diciendo la verdad. El arrepentimiento es darnos cuenta de que lo que Dios desea de nosotros y lo que nosotros deseamos de Dios no lo vamos a lograr haciendo lo mismo de siempre, pensando de la misma manera que antes. El arrepentimiento es seguir a Jesucristo y convertirnos en peregrinos en la senda de la paz.
El arrepentimiento es la más práctica de todas las palabras y la más práctica de todas las acciones. Es una clase de palabra que tiene los pies sobre la tierra. Pone a la persona en contacto con la realidad creada por Dios. Elie Wiesel, refiriéndose a las historias de los hasídicos, dice que en los relatos de Israel de Rizhim, hay un tema que se repite una y otra vez: Un viajante se pierde en el bosque; está oscuro y él tiene miedo. El peligro se oculta detrás de cada árbol. Una tormenta rompe el silencio. El necio mira el relámpago; el hombre sabio mira el camino que yace—iluminado—delante de él.11
Cada vez que le decimos que no a un modo de vida al que estamos muy acostumbrados, hay dolor. Pero cuando la forma en que vivimos es un sendero que conduce a la muerte, a la guerra, cuanto más rápido nos alejemos de él mejor. Existe una enfermedad que se desarrolla a veces en el cuerpo llamada adhesiones—parte de nuestros órganos internos se adhieren a otras partes del cuerpo. Es posible corregir esta enfermedad por medio de un procedimiento quirúrgico: una intervención decisiva. El procedimiento duele, pero los resultados son beneficiosos. Como dice la versión de Reina Valera 1960: «Libra mi alma, oh Jehová, del labio mentiroso, y de la lengua fraudulenta. ¿Qué te dará, o qué te aprovechará, oh lengua engañosa? Agudas saetas de valiente, con brasas de enebro.» La oración duplicada de Emily Dickinson es un epígrafe: «Repudio, ¡la virtud hiriente!»
Las saetas de Dios son las sentencias que apuntan a provocar el arrepentimiento. El dolor del fallo convocado sobre los malvados podría al mismo tiempo lograr que abandonen sus caminos engañosos y violentos para unirse a nuestra peregrinación por el camino de la paz. Todo dolor vale la pena si nos coloca en el sendero de la paz, dándonos libertad para ir, en Cristo, tras la vida eterna. Es la acción que viene tras la comprensión de que la historia no es un callejón sin salida, que la culpa no es un abismo. Es el descubrimiento de que siempre existe un camino que nos saca de la desesperación—un camino que comienza con el arrepentimiento, o el regreso a Dios. Cada vez que encontramos al pueblo de Dios viviendo en medio de la desesperación, siempre hay alguien que proporciona esta palabra cargada de esperanza, mostrando la realidad de un día diferente: «En ese tiempo habrá un camino entre Egipto y Asiria. Los egipcios irán a Asiria, y los asirios a Egipto, y ambos pueblos adorarán a Dios» (Isaías 19.23). Todo Israel sabía que Asiria estaba en guerra—la visión los muestra en adoración. El arrepentimiento es el agente catalizador para el cambio. La consternación se transforma en lo que un profeta posterior describiría como evangelio.
Toda la historia de Israel se pone en marcha por medio de dos de dichos actos de rechazo del mundo, lo cual libera a la gente para que afirmen a Dios: «el rechazo de Mesopotamia en la época de Abraham y el rechazo de Egipto en la época de Moisés.»12 Toda la sabiduría y la fortaleza del mundo antiguo se encontraban en Mesopotamia y Egipto. Pero Israel les dijo que no. A pesar de su prestigio, de la grandeza ensalzada e indiscutible que poseían ambos, había algo fundamentalmente ajeno y falso en esas culturas: «Yo amo la paz, pero si hablo de paz, ellos hablan de guerra.» El poder mesopotámico y la sabiduría egipcia eran la fuerza y la inteligencia divorciadas de Dios, dirigidas hacia fines equivocados y produciendo resultados desacertados.
Las interpretaciones modernas de la historia son variaciones acerca de las mentiras de los habitantes de Mesopotamia y Egipto, en los cuales, como los describe Abraham Heschel, «el hombre reina supremo, con las fuerzas de la naturaleza como sus únicos enemigos posibles. El hombre está solo, libre, y cada vez más fuerte. Dios o no existe o es indiferente. La iniciativa humana es la que forja la historia, y es principalmente por medio de la fuerza que las constelaciones varían. El hombre puede obtener su propia salvación.»13
De manera que Israel dijo que no y se convirtió en un pueblo peregrino, escogiendo un camino de paz y de justicia a través de los campos de batalla de la falsedad y la violencia, encontrando un sendero a Dios a través del laberinto del pecado.
Sabemos que Israel, al decir que no, no regresó milagrosamente al Edén y vivió en una inocencia primitiva, o habitó místicamente en una ciudad celestial y vivió en un éxtasis sobrenatural. Ellos trabajaron y jugaron, sufrieron y pecaron en el mundo como todos los demás, y cómo aún lo hacen los cristianos. Pero ahora se dirigían hacia un lugar—iban en dirección hacia Dios. La verdad de Dios explicaba sus vidas, la gracia de Dios satisfacía sus vidas, el perdón de Dios renovaba sus vidas, el amor de Dios bendecía sus vidas. El no los lanzó a una libertad que era diversa y gloriosa. La sentencia de Dios invocada en contra de los pueblos de Mésec y Cedar era, de hecho, una invitación agudamente expresada al arrepentimiento, pidiéndoles que se unieran a la marcha.
Entre las páginas más fascinantes de la historia de los Estados Unidos se encuentran aquellas que relatan las historias de los inmigrantes a estas orillas en el siglo diecinueve. Miles y miles de personas, cuyas vidas en Europa habían pasado a ser mezquinas y pobres, perseguidas y desgraciadas, se fueron. Habían escuchado hablar acerca de un lugar donde se podía comenzar de nuevo. Habían recibido informes de una tierra donde el ambiente era un desafío en vez de una opresión. En muchas familias se continúan relatando las historias, manteniendo viva la memoria del acontecimiento que convirtió en un americano a aquél que era un alemán, o un italiano, o un escocés.
Mi abuelo dejó Noruega hace cien años en el medio de una hambruna. Su esposa y sus diez hijos se quedaron atrás esperando que él regresara o que los buscara. Él vino a Pittsburgh y trabajó en una fundición de acero durante dos años, hasta que tuvo el dinero suficiente para volver y buscar a su familia. Cuando regresó con ellos, no se quedó en Pittsburgh, a pesar de que ésta había servido sus propósitos bastante bien la primera vez; continuó viajando hacia Montana, lanzándose a la tierra nueva, buscando un mejor lugar.
En todas estas historias de inmigrantes hay partes mixtas de evasión y aventura: la evasión de una situación no placentera, la aventura de una forma de vida mucho mejor, libres para hacer cosas nuevas, abiertos para crecer y crear. Todos los cristianos tienen, en mayor o menor medida, alguna variante de este cuento de inmigrantes. «¡Ay de mí, que soy extranjero en Mésec, que he acampado entre las tiendas de Cedar!» Pero no tenemos que vivir allí más. El arrepentimiento, la primera palabra en la inmigración cristiana, nos coloca en el camino para viajar en la luz. Es un rechazo que es también una aceptación; un irse que se transforma en una llegada; un no al mundo que es un sí a Dios.
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LA PROVIDENCIA
“El SEÑOR te protegerá; de todo mal protegerá tu vida”
1 A las montañas levanto mis ojos;
¿de dónde ha de venir mi ayuda?
2 Mi ayuda proviene del Señor,
creador del cielo y de la tierra.
3 No permitirá que tu pie resbale;
jamás duerme el que te cuida.
4 Jamás duerme ni se adormece
el que cuida de Israel.
5 El Señor es quien te cuida,
el Señor es tu sombra protectora.
6 De día el sol no te hará daño,
ni la luna de noche.
7 El Señor te protegerá;
de todo mal protegerá tu vida.
8 El Señor te cuidará en el hogar y en el camino,
desde ahora y para siempre.
SALMO 121 NVI
Sin embargo, el desviarse de la verdad por el bien de alguna posibilidad de esperanza propia no puede ser jamás algo sabio, no importa cuán pequeña sea la desviación.
No es nuestro juicio de la situación lo que nos puede mostrar lo que es sabio, sino únicamente la verdad de la Palabra de Dios. Solamente aquí yace la promesa de la fidelidad y ayuda de Dios. Será siempre verdad que el itinerario más sabio para el discípulo es atenerse siempre a la Palabra de Dios en toda su sencillez.
DIETRICH BONHOEFFER
En el momento en que le decimos no al mundo y sí a Dios, se solucionan todos nuestros problemas, todas nuestras preguntas encuentran respuesta, y se terminan todas nuestras dificultades. Nada puede perturbar la tranquilidad de un alma en paz con Dios. Nada puede interferir con la bendita seguridad de que todo está bien entre mí y mi Salvador. Nada ni nadie puede contrariar la deliciosa relación que se ha establecido por medio de la fe en Jesucristo. Nosotros, los cristianos, nos encontramos entre esa compañía privilegiada de personas que no tienen accidentes, nunca se pelean con su esposo o esposa, cuyos camaradas jamás los malentienden, cuyos hijos siempre obedecen.
Si llegara a suceder alguna de esas cosas: una duda aplastante, un arranque de ira, una soledad desesperada, un accidente que nos envía al hospital, una rencilla que nos mete en problemas, una rebeldía que nos coloca a la defensiva, un malentendido que nos hace aparecer como que hicimos algo malo, es una señal de que algo anda mal con nuestra relación con Dios. Hemos, consciente o inconscientemente, retirado nuestro sí a Dios; y Dios, impaciente con nuestra fe tan voluble, se ha marchado para ocuparse de alguien que merece más su atención.
¿Es acaso eso lo que creen? Si lo es, tengo fantásticas noticias para ustedes. Están equivocados.
A veces, que nos digan que estamos equivocados nos avergüenza, hasta nos humilla. Deseamos correr y esconder la cara de tanta vergüenza que sentimos. Pero hay veces en que descubrir que estábamos equivocados nos brinda un alivio repentino e inmediato, y podemos levantar nuestro rostro con esperanza. Ya no tenemos que seguir tratando obstinadamente de hacer algo que no funciona.
Hace algunos años atrás, me encontraba en el jardín del fondo de mi casa con la cortadora de césped volteada de lado. Estaba intentando quitarle la cuchilla para poder afilarla. Con la llave inglesa más grande que tenía, estaba tratando de aflojar una tuerca, pero no podía. Tomé un tubo de cuatro pies de largo y lo deslicé sobre la manija de la llave inglesa para poder hacer palanca; me apoyé sobre ella, pero nada. Luego tomé una roca grande y comencé a golpear el tubo. A esta altura de los acontecimientos, estaba comenzando a involucrarme emocionalmente con mi cortadora de césped.
Luego se acercó mi vecino y me dijo que él solía tener una cortadora de césped igual a la mía y que, si se recordaba correctamente, los filetes del perno iban hacia el otro lado. Revertí mis esfuerzos y, efectivamente, la tuerca giró sin ningún problema.
Me alegré al descubrir que estaba equivocado. Me salvó de mi frustración y fracaso. Jamás podría haber realizado ese trabajo, aún poniendo todo mi esfuerzo, si lo hubiera intentado hacer a mí manera.
El Salmo 121 es una voz callada que nos dice con dulzura y gracia que es posible que estemos equivocados en la forma en que encaramos la vida cristiana y, luego, muy sencillamente, nos enseña la forma correcta de hacerlo. Como tal es la secuela necesaria al salmo anterior, el cual nos inicia en el camino cristiano. Le puso nombre a los sentimientos confusos y desconcertantes de alienación y desconfianza que nos llevaban a estar insatisfechos e intranquilos en medio de una forma de vida que ignora o rechaza a Dios, y nos empujaba al arrepentimiento que renuncia al «diablo y todas sus obras» y que afirma el camino de la fe en Jesucristo.
Pero apenas nos zambullimos, con expectativa y entusiasmo, en el río de la fe cristiana, se nos llena la nariz de agua y salimos tosiendo y ahogándonos a la superficie. No bien comenzamos a caminar con confianza por el camino de la fe, nos tropezamos con un obstáculo y nos caemos sobre la superficie dura, lastimándonos las rodillas y los codos. Para muchos, la primera gran sorpresa de la vida cristiana se presenta bajo el aspecto de los problemas que encontramos en ella. De alguna manera, no es lo que habíamos imaginado: habíamos esperado algo muy diferente; teníamos la mente puesta en el Edén o en la Nueva Jerusalén. Pero somos conscientes de repente que se trata de algo muy diferente, y buscamos ayuda a nuestro alrededor, soslayando el horizonte para ver si encontramos a alguien que nos pueda prestar ayuda: «A las montañas levanto mis ojos; ¿de dónde ha de venir mi ayuda?»
El Salmo 121 es el vecino que se acerca y nos dice que la forma en que lo estamos haciendo no es la correcta, y que estamos buscando ayuda en el lugar equivocado. El Salmo 121 se dirige a aquellos de nosotros quienes «haciendo caso omiso de Dios, miran fijamente a la distancia a su alrededor, y dan vueltas largas y sinuosas en búsqueda de remedios para sus problemas.»14