Kitabı oku: «Una obediencia larga en la misma dirección», sayfa 3
Asesoramiento de viajeros
En el salmo se mencionan tres posibles peligros para los viajeros. Una persona que viaja a pie puede, en cualquier momento, pisar sobre una piedra suelta y torcerse el tobillo. Una persona que viaja a pie bajo una prolongada exposición al calor del sol, puede sentirse mareada debido a una insolación. Y una persona que viaja una larga distancia a pie, bajo las presiones de la fatiga y la ansiedad, puede enfermarse emocionalmente, lo cual describían los antiguos escritores como locura (lunático, o sea, afectado por la luna). Podemos actualizar la lista de peligros. Las disposiciones para guardar el orden público pueden venirse abajo con una facilidad alarmante: un loco con una pistola o con un artefacto explosivo puede, al instante, convertir los planes computarizados de viaje de trescientos pasajeros de avión en una completa anarquía. La enfermedad puede abrirse paso a través de nuestras defensas farmacéuticas e invadir nuestros cuerpos con un dolor paralizante y muerte. Un accidente—en un automóvil, desde una escalera, en un campo de deportes—puede, sin ninguna advertencia, interrumpir nuestros planes cuidadosamente explayados. Nosotros intentamos tomar precauciones por medio del aprendizaje de las reglas de seguridad, colocándonos el cinturón de seguridad y tomando pólizas de seguro. Pero es imposible garantizar la seguridad.
Con relación a estos peligros, el salmo dice: «No permitirá que tu pie resbale;… El SEÑOR es quien te cuida… de día el sol no te hará daño, ni la luna de noche.» ¿Debemos sacar la conclusión entonces que los cristianos nunca se tuercen el tobillo, nunca padecen insolación, nunca tienen problemas emocionales? Así es como suena. Sin embargo, conocemos muchos casos que prueban lo contrario. Algunos de los mejores cristianos que he conocido se han torcido el tobillo, se han desmayado, han estado llenos de ansiedad. Dicho de esa manera, o estoy equivocado (esas personas que pensaba que eran cristianas, en realidad no lo eran y por consiguiente el salmo no se aplica a ellas) o el salmo está equivocado (Dios no hace lo que afirma el salmo)
¿Ayuda de las montañas?
No es tan fácil deshacerse ni del salmo ni de nuestra experiencia. Un salmo que ha disfrutado de tanta estima entre los cristianos durante tanto tiempo debe poseer cierta verdad en él que puede ser verificada en la vida cristiana. Regresemos al salmo: La persona que se encuentra en el camino de la fe se mete en problemas, mira a su alrededor para buscar ayuda («A las montañas levanto mis ojos») y hace la pregunta: «¿De dónde ha de venir mi ayuda?» Cuando esta persona de fe dirige la mirada a las montañas para pedir ayuda, ¿qué es lo que él, o ella, habrá de ver?
Por empezar, un paisaje maravilloso. ¿O acaso existe algo que sea más hermoso que la cresta de las montañas perfiladas en el cielo? ¿Acaso existe alguna parte de esta tierra que prometa más en cuanto a majestad y fortaleza, firmeza y solidez, que las montañas? Pero un hebreo vería otra cosa diferente. Durante la época que fue escrito y cantado este salmo, Palestina estaba invadida por el culto pagano popular. Gran parte de esta religión se practicaba en las cumbres de las colinas. Se establecían los santuarios, se plantaban arboledas, se proporcionaban prostitutas sagradas, que podían ser tanto hombres como mujeres; las personas eran atraídas a los santuarios para que se dedicaran a los actos de adoración que mejorarían la fertilidad de la tierra, que los harían sentirse bien, que los protegerían del mal. Había panaceas, protecciones, hechizos y encantos contra todos los peligros del camino. ¿Temen al calor del sol? Vayan al sacerdote del sol y paguen para que los proteja del dios sol. ¿Tienen miedo de la influencia maligna de la luz de la luna? Vayan a la sacerdotisa de la luna y compren un amuleto. ¿Están acosados por los demonios que pueden usar cualquier piedrita debajo de sus pies para que se tropiecen? Vayan al santuario y aprendan la fórmula mágica que los protege de todo daño. ¿De dónde ha de venir mi ayuda? ¿De Baal? ¿De Aserá? ¿Del sacerdote del sol? ¿De la sacerdotisa de la luna?15
Deben haber sido un grupo bastante harapiento: inmoral, enfermo, ebrio—llenos de fraudes y engaños. Las leyendas de Baal están repletas de relatos de sus orgías, de la dificultad de levantarlo de su sueño de borracho para obtener su atención. Elías, burlándose de los sacerdotes de Baal («¡Tal vez esté dormido y tienen que despertarlo!» 1 Reyes 18.27), es la evidencia. Pero andrajosos o no, ellos prometían ayuda. Un viajero en problemas escucharía sus ofertas.
Esa es la clase de cosa que un hebreo, que se encontrara en el camino de la fe hace dos mil quinientos años atrás, hubiera visto en las colinas. Es lo que aún ven los discípulos. Una persona de fe se topa con una prueba o tribulación y clama: «¡Socorro!» Levantamos la mirada hacia las montañas, y aparecen las ofertas de ayuda, instantáneas y numerosas. «¿Viene mi ayuda de las montañas?» No. «Mi ayuda proviene del SEÑOR, creador del cielo, y de la tierra, y de las montañas.»
Una mirada alzada a las montañas para buscar ayuda termina en decepción. A pesar de toda su majestad y belleza, de su callada fortaleza y firmeza, son finalmente sólo montañas. Y a pesar de todas sus promesas de seguridad en contra de los peligros del camino, de todos los encantos de sus sacerdotes y sacerdotisas son, a la larga, todas mentiras. Como lo dice Jeremías: «Ciertamente son un engaño las colinas, y una mentira el estruendo sobre las montañas» (Jeremías 3.23 NVI).16
Por lo tanto, el Salmo 121 dice que no. Rechaza la adoración de la naturaleza, una religión de estrellas y de flores, una religión que ensalza lo que encuentra en las montañas; dirige, en cambio, la mirada hacia el Señor, quien creó el cielo y la tierra. La ayuda proviene del Creador, no de la creación. El Creador está siempre despierto; él nunca se adormece ni duerme. Baal toma largas siestas y, una de las tareas de los sacerdotes era despertarlo cada vez que alguien necesitaba su atención—y no siempre lo lograban. El Creador es el Señor del tiempo: él «te cuidará en el hogar y en el camino,» en los principios y en los finales. Está con nosotros cuando emprendemos nuestro viaje; está aún con nosotros cuando llegamos a nuestro destino. Entretanto, no necesitamos obtener ayuda suplementaria ni del sol ni de la luna. El Creador es Señor sobre todas las fuerzas naturales y sobrenaturales; él las creó. El sol, la luna y las rocas no tienen poder espiritual. No son capaces de causarnos ningún daño: no necesitamos temer ningún asalto sobrenatural de ninguno de ellos. «El SEÑOR te protegerá; de todo mal protegerá tu vida.»
La promesa del salmo—y tanto los hebreos como los cristianos lo han leído siempre de esta manera—no es que nunca nos golpearemos los dedos del pie, sino que ninguna lesión, ninguna enfermedad, ningún accidente, ninguna aflicción tendrá jamás poder maligno sobre nosotros, o sea, que nada podrá jamás separarnos de los propósitos de Dios en nosotros.
Ninguna literatura es más realista y honesta cuando se enfrenta a los duros hechos de la vida que la Biblia. Jamás existe ni la más mínima sugerencia de que la vida de fe nos exima de las dificultades. Lo que promete es que nos preservará de todo mal en ellas. En cada una de las páginas de la Biblia, hallamos el reconocimiento de que la fe se tropieza con problemas. El sexto pedido en el Padrenuestro es «y no nos metas en tentación, más líbranos del mal.» La oración recibe a diario respuesta, a veces, muchas veces por día, en la vida de aquellos que andan por el camino de la fe. San Pablo escribe: «Ustedes no han pasado por ninguna tentación que otros no hayan tenido. Y pueden confiar en Dios, pues él no va a permitir que sufran más tentaciones de las que pueden soportar. Además, cuando vengan las tentaciones, Dios mismo les mostrará cómo vencerlas, y así podrán resistir» (1 Corintios 10.13).
En el Salmo 121 se alude tres veces a Dios por medio del nombre personal Jehová, traducido como SEÑOR. Se lo describe ocho veces como el guardián, o el que nos cuida. Él no es un ejecutivo impersonal que da órdenes desde las alturas; él es la ayuda presente en cada uno de los pasos del camino que transitamos. ¿Piensan ustedes que la forma de relatar la historia del camino cristiano es describiendo sus pruebas y tribulaciones? No lo es. Es nombrando y describiendo al Dios que nos resguarda, acompaña y gobierna.
Toda el agua de los océanos no puede hundir un barco a menos que penetre en su interior. Tampoco pueden todas las dificultades del mundo dañarnos a menos que penetren dentro de nosotros. Esa es la promesa del salmo: «El SEÑOR te protegerá; de todo mal protegerá tu vida.» Ni los demonios en la piedra floja, ni el feroz ataque del dios sol, ni la influencia maligna de la diosa luna—ninguna de esas cosas pueden separarnos del llamado y propósito de Dios. Desde el momento de nuestro arrepentimiento que nos sacó de Cedar y de Mésec hasta el momento de nuestra glorificación junto con los santos en el cielo, estamos a salvo: «El SEÑOR te protegerá; de todo mal protegerá tu vida.» Nada de lo que nos ocurra, ninguno de los problemas que encontremos, tendrán poder alguno para interponerse entre nosotros y Dios, para diluir su gracia, o para desviar su voluntad de nosotros (véase Romanos 8.28, 31-32).
El único error serio que podemos cometer cuando nos sobreviene una enfermedad, cuando nos amenaza la ansiedad, cuando los conflictos enturbian nuestras relaciones con los demás es sacar la conclusión de que Dios se ha aburrido de cuidarnos y ha volcado toda su atención en un cristiano más interesante, o que Dios se ha disgustado con nuestra obediencia fluctuante y ha decidido que nos cuidemos a nosotros mismos por un tiempo, o que Dios está demasiado ocupado cumpliendo la profecía en el Medio Oriente como para tomarse ahora el tiempo de resolver el complicado embrollo en el que nos hemos metido. Ese es el único error serio que podemos cometer. Es el error que previene el Salmo 121: el error de suponer que el interés de Dios en nosotros sube y baja en respuesta a nuestra temperatura espiritual.
El gran peligro del discipulado cristiano es creer que deberíamos tener dos religiones: un evangelio glorioso y bíblico de los domingos que nos libera del mundo, que en la cruz y la resurrección de Cristo hace que la eternidad cobre vida en nosotros, un magnífico evangelio de Génesis y Romanos y Apocalipsis; y, luego, una religión cotidiana que llevamos a cabo durante la semana entre el momento que dejamos el mundo y llegamos al cielo. Guardamos el evangelio de los domingos para las grandes crisis de nuestra existencia. Para las trivialidades mundanas—los momentos en que nuestro pie se resbala sobre la piedra floja, o que el calor del sol nos calcina, o que la influencia de la luna nos tira abajo—usamos la religión diaria de una reimpresión de la revista Reader’s Digest, el consejo de un amigo, los artículos del consejero de moda, y la sabiduría charlatana de una celebridad en su programa de entrevistas. Practicamos la religión de la medicina patentada. Sabemos que Dios creó el universo y que ha logrado nuestra salvación eterna. Pero no podemos creer que él se digne a mirar la telenovela de nuestras pruebas y tribulaciones diarias; de manera que adquirimos nuestros propios medicamentos para ello. El pedirle que se ocupe de aquellas cosas que nos afligen a diario sería como pedirle a un famoso cirujano que le ponga yodo a un rasguño.
Sin embargo, el Salmo 121 dice que la misma fe que obra en las grandes cosas, lo hace en las pequeñas. El Dios de Génesis 1 que creó la luz a partir de la oscuridad es el mismo Dios que este día nos guarda de todo mal.
El compañero de viajes
La vida cristiana no es un escape silencioso a un jardín donde podemos caminar y hablar sin interrupciones con nuestro Señor, ni es un viaje de fantasía a una ciudad celestial donde podemos comparar nuestros galardones y medallas de oro con los de los demás que hayan logrado entrar en el círculo de ganadores. El suponer lo anterior, o esperarlo, es dar vuelta el tornillo hacia el lado equivocado. La vida cristiana es dirigirnos hacia Dios. Al dirigirse hacia Dios, los cristianos viajan sobre el mismo suelo que todos los demás, respiran el mismo aire, beben la misma agua, hacen las compras en las mismas tiendas, leen los mismos periódicos, son ciudadanos bajo los mismos gobiernos, pagan los mismos precios por los comestibles y la gasolina, temen los mismos peligros, están sujetos a las mismas presiones, tienen las mismas aflicciones, son enterrados en el mismo suelo.
La diferencia es que cada paso que damos, cada respiro que inhalamos, sabemos que somos resguardados por Dios, que él nos acompaña, que él nos gobierna; y por lo tanto, no importa qué dudas soportemos o qué accidentes experimentemos, el Señor nos guarda de todo mal, cuida nuestra vida misma. Sabemos esta verdad del himno de Lutero:
Y aunque este mundo, de demonios lleno
Amenazara con destruirnos,
No temeremos, porque Dios ha dispuesto
Que triunfe en nosotros su verdad.
Ante el príncipe de la inexorable oscuridad,
No temblamos;
Su ira soportamos,
Porque, ¡he aquí! su fin es certero;
Y nuestro pequeño mundo, sobre él caerá.
Nosotros, los cristianos, creemos que la vida es creada y moldeada por Dios, y que la vida de la fe es una exploración diaria de las constantes e innumerables maneras en que experimentamos la gracia y el amor de Dios.
El Salmo 121, cuando lo aprendemos temprano y lo cantamos repetidas veces al caminar con Cristo, define claramente las condiciones bajo las cuales expresamos nuestro discipulado—el cual, en breves palabras, es Dios. Una vez que incorporamos este salmo a nuestro corazón, nos será imposible suponer con desaliento que ser un cristiano es una batalla incesante en contra de fuerzas siniestras que en cualquier momento pueden irrumpir y vencernos. La fe no es un asunto precario de un escape fortuito de los asaltos satánicos. Es la experiencia de Dios, sólida, masiva y segura, que evita que el mal penetre a nuestro interior, que guarda nuestra vida, que nos cuida cuando salimos y cuando regresamos, que nos guarda ahora mismo, que nos cuida siempre.
4
LA ADORACIÓN
“Vamos a la casa del Señor”
1 Yo me alegro cuando me dicen:
«Vamos a la casa del Señor.»
2 *¡Jerusalén, ya nuestros pies
se han plantado ante tus portones!
3 ¡Jerusalén, ciudad edificada
para que en ella todos se congreguen!
4 A ella suben las tribus,
las tribus del Señor,
para alabar su nombre
conforme a la ordenanza que recibió Israel.
5 Allí están los tribunales de justicia,
los tribunales de la dinastía de David.
6 Pidamos por la paz de Jerusalén:
«Que vivan en paz los que te aman.
7 Que haya paz dentro de tus murallas,
seguridad en tus fortalezas.»
8 Y ahora, por mis hermanos y amigos te digo:
«¡Deseo que tengas paz!»
9 Por la casa del Señor nuestro Dios
procuraré tu bienestar.
SALMO 122 NVI
Existe algo moralmente repugnante sobre las teorías activistas modernas que niegan la contemplación y no reconocen nada más que la lucha. Para ellos, ningún momento tiene valor en sí, sino que es sólo un medio para llegar a lo que le sigue.
NICOLÁS BERDYAEV

Una de las aflicciones de la obra pastoral ha sido escuchar, con cara seria, a todas las excusas que dan las personas para no ir a la iglesia:
«Mi madre me obligaba a hacerlo cuando era pequeño/a.»
«Hay demasiados hipócritas en la iglesia.»
«Es el único día que tengo para dormir hasta tarde.»
Hubo una época en mi vida en la que respondía a dichas afirmaciones con argumentos sencillos que las exponían como excusas tontas. Luego noté que no hacía ninguna diferencia. Si les mostraba lo inadecuado de la excusa, automáticamente saltaban tres más en su reemplazo. De modo que ya no respondo más. Escucho (con cara seria) y me voy a casa a pedir en oración que esa persona encuentre algún día la única razón suficiente para ir a la iglesia, la cual es Dios. Sigo con mi trabajo con la esperanza de que lo que hago y digo pueda ser utilizado por el Espíritu Santo para crear en esa persona la determinación de adorar a Dios en una comunidad cristiana.
Muchas personas lo hacen: ellas deciden adorar a Dios, fiel y devotamente. Es uno de los actos más importantes de la vida de discipulado. Y lo que es mucho más interesante que las razones (excusas) que da la gente para no adorar es descubrir las razones por las cuales lo hacen.
El Salmo 122 es el cántico de una persona que decide ir a la iglesia y adorar a Dios. Es una muestra del fenómeno complejo, diverso y mundial de la adoración que es común a todos los cristianos. Es un excelente ejemplo de lo que ocurre cuando una persona adora.
El Salmo 122 se encuentra en el tercer lugar en la secuencia del Cántico de los peregrinos. El Salmo 120 es el salmo de arrepentimiento—el que nos saca de un ambiente de engaño y hostilidad y nos coloca en el sendero que va en dirección a Dios. El Salmo 121 es el salmo de confianza—una demostración de cómo la fe resiste los remedios de la medicina patentada para las pruebas y tribulaciones y confía con determinación en que Dios llevará a cabo su voluntad y nos «guardará de todo mal» en medio de las dificultades. El Salmo 122 es el salmo de adoración—una demostración de lo que realiza la gente de fe en todas partes y en todas las épocas: se reúne en un lugar asignado y adora a su Dios.
Un ejemplo de lo típico
El primer verso sorprende a muchos: «Yo me alegro cuando me dicen: ‘Vamos a la casa del SEÑOR’.» Sin embargo, no debería ser así. La adoración es la cosa más popular que realizan los cristianos. Gran parte de lo que denominamos conducta cristiana se ha convertido en parte de nuestro sistema legal y está arraigada en nuestras expectativas sociales, poseyendo ambos un fuerte poder de coacción. Si quitáramos todas las leyes de la sociedad y elimináramos todas las consecuencias de los actos antisociales, no sabemos cuántos asesinatos, cuántos robos, cuánto perjurio y falsificación tendrían lugar. Pero sabemos que gran parte de lo que describimos comúnmente como conducta cristiana no es por voluntad propia sino que es algo impuesto.
Sin embargo, la adoración no es forzada. Toda persona que adora, lo hace porque él o ella así lo desean. Existen, por supuesto, algunas coacciones temporarias—hijos y cónyuges que asisten a la iglesia porque la otra persona ha decidido que deben hacerlo. Pero estas coacciones tienen corta vida, unos pocos años a lo sumo. La mayor parte de la adoración cristiana es voluntaria.
Una manera excelente de probar los valores de la gente es observando lo que hacen cuando no tienen nada que hacer, cómo pasamos nuestros momentos de ocio, cómo gastamos nuestro dinero extra. Aun cuando no se considera que la asistencia a la iglesia esté en aumento en los Estados Unidos, las cifras son impresionantes. Por ejemplo, en cualquier domingo del año, hay más personas asistiendo a un culto que las que hay en todos los partidos de fútbol americano, o en las canchas de golf, o pescando, o caminando por los bosques. La adoración es el acto más popular en esta tierra.
De modo que, cuando escuchamos que el salmista dice: «Yo me alegro cuando me dicen: ‘Vamos a la casa del SEÑOR’,» no estamos escuchando el entusiasmo falso de un propagandista que está intentando conseguir negocios para la adoración; estamos presenciando lo que es típico de la mayoría de los cristianos en la mayoría de los lugares, la mayor parte del tiempo. Ésta no es una excepción a la cual aspiramos; es un ejemplo de lo típico.
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