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Radio comunitaria: la expresión
de la movilización social

La radio comunitaria y, en general, la comunicación alternativa o para el desarrollo, encuentran las condiciones para florecer en América Latina al calor de las luchas por los derechos humanos. Por este motivo, es necesario contextualizar las condiciones políticas, sociales y de conflicto que acompañan el surgimiento, desarrollo y presente de la radio comunitaria.

Las siguientes líneas se aproximan al contexto latinoamericano de los movimientos sociales en los siglos recientes, para llegar a la movilización colombiana, donde se entretejen sucesos históricos y se precisan las situaciones que se convierten en los obstáculos para la consolidación de la propuesta comunitaria a través de las ondas, como la crisis de la participación, o de la ciudadanía, así como el entorno de presión económica, jurídica y de violencia en el país.

El dial en América Latina

La invención de la radio data de principios del siglo XX, y su llegada a Latinoamérica se registra a finales de la década de los años veinte. En particular, la experiencia en radio comunitaria inició sobre la década de 1940 con dos proyectos que tienen propósitos bien diferentes, uno en Bolivia y otro en Colombia.

Primero, la Radio Minera, en Bolivia, se caracterizó por contar con propósitos de difusión política reivindicativa de derechos, y en ella se buscaba que, con la participación espontánea y empírica de la población, las personas compartieran sus experiencias, para que, desde la empatía que genera lo cotidiano, se fortalecieran tanto la organización como las acciones que reivindicaban sus derechos de clase. Precisamente, ese acercamiento también se lograba acercando los micrófonos a la comunidad, haciendo presencia. Partiendo de esto, para Beltrán (2007), en esta radio

si bien daban énfasis a la información y comentarios sobre sus luchas contra la explotación y la opresión, hacían sus programas no solo en socavones, ingenios mineros y sedes sindicales, sino también en escuelas, iglesias, mercados, canchas deportivas y plazas, así como hogares. (p. 151)

Como resultado de estas dinámicas, dicha iniciativa radial llegó a contar con 33 emisoras, y fue objeto de persecución política por parte de las sucesivas y violentas dictaduras bolivianas que se dieron hasta finales de los años ochenta.

Y, segundo, en una dimensión totalmente diferente, surgió el segundo ejemplo radial latinoamericano con enfoque comunitario, la Radio Sutatenza, transmitida en Colombia, particularmente en el municipio del que toma su nombre: un pequeño poblado, en el departamento de Boyacá, en la cordillera oriental colombiana. Con la iniciativa del párroco Joaquín Salcedo, con quien se fundaron las radioescuelas como mecanismo de apoyo al proceso de alfabetización de pequeños grupos de vecinos, urbanos y rurales, Radio Sutatenza logró convertirse en un espacio de aprendizaje para el mejoramiento de la agricultura, la salud y la educación, donde, gracias a la recepción, decisión y acción colectivas, fue gradualmente naciendo la agrupación católica Acción Cultural Popular, la cual, “al poco más de una década abarcaba todo el país e inclusive cobraría relevancia internacional” (Beltrán, 2007, p. 151).

De hecho, esta experiencia fue replicada con éxito en Bolivia, con Radio Peñas —a mediados de los años cincuenta—, la cual llegó a constituirse en la Escuela Radiofónica de Bolivia (ERBOL), y que, según Beltrán (2007),

en los años 80 se había convertido en una red cuatrilingüe con una amplia participación indígena y un alto compromiso con la lucha de los pobres y los marginados tan franco que provocaría a veces coerción y hasta represión gubernamental contra algunas de sus operaciones. (p. 154)

Experiencias como estas dejaron ver la ventaja que ofrecía la radio para llegar a audiencias con altos índices de analfabetismo —dado que podían decodificar la información científica en un lenguaje comprensible para el campesinado—, aunque también fueron utilizadas para transmitir mensajes, que, sin ser evidentes, tenían un contenido político y económico sobre el tipo de sociedad que pretendían construir. En particular, las radios bolivianas perseguían un país más incluyente, mientras que Sutantenza anhelaba un país más católico a través de la catequesis.

En general, para la época, la radio se convirtió en un instrumento de difusión de todo el proyecto de desarrollo alrededor de la revolución verde —mecanización, uso de fertilizantes y semillas híbridas— que procuró implementar los proyectos financiados por el Banco Mundial, el Banco Interamericano de Desarrollo y, que, en los años sesenta, estuvo enmarcada en la Alianza para el Progreso como parte del plan anticomunista para América Latina, posterior a la Revolución cubana.

Además del tema agrícola, se promovió la línea de salud pública, con énfasis en la educación sanitaria, la cual se profundizó a través de cartillas y carteles. Incluso, como una forma de crear pedagogías innovadoras, también se acudió a la educación por medios audiovisuales, como la grabación radiofónica, la fotografía y el cine; prácticas que aún no se reconocían como propias de la comunicación, pero que luego fueron teorizadas por distintos autores en Norteamérica.

Simultáneo a estos procesos, los gobiernos latinoamericanos adoptaron, sin beneficio de duda, los esquemas de desarrollo propuestos fundamentalmente desde los Estados Unidos, país que quería mantener bajo su influencia a los países de la región para que cumplieran con los propósitos de ser proveedores de materias primas, consumidores de bienes industriales y manufacturados, provenientes de su economía.

Para que esto se cumpliera, fue necesario transmitir un discurso productivo, higiénico e ideológico; una retórica en la que ayudaron las escuelas radiofónicas.

Entre las décadas de 1970 y 1980, solo México, Venezuela y Colombia mantuvieron gobiernos democráticos, mientras el resto de los países latinoamericanos vivieron dictaduras de diferente duración e intensidad. En este marco, se facilitó la precipitada aplicación de las políticas neoliberales en la región, empezando particularmente por la de Chile, que hizo la más radical de las transformaciones siguiendo las recomendaciones personales del ideólogo del liberalismo Milton Fredman, cercano a Pinochet.

Algunos mensajes que se transmitían por los recientes medios tuvieron entonces un carácter funcional a la condición geopolítica de hegemonía estadounidense y no construyeron una interpretación crítica de la realidad; no obstante, en un marco amplio dentro de las ciencias sociales, y siguiendo los preceptos que se construyeron alrededor de la teoría de la dependencia, los estudios de la comunicación hicieron interpretaciones críticas y plantearon la necesidad de hacer cambios estructurales para transformar el futuro. De esta manera, cuestionaron la posición de los países latinoamericanos en el contexto hegemónico que se ejercía —y aún se ejerce— desde el llamado mundo desarrollado. En particular, según Martín-Barbero (1993), para esta época

la teoría de la dependencia va a ser la gran inspiradora, primero, de la articulación del estudio de los medios a la articulación de las estructuras económicas y las condiciones de propiedad de los medios. Y segundo, del estudio del proceso ideológico del análisis de los contenidos ideológicos de los medios. (p. 5)

Desde el enfoque crítico de la comunicación, y desde otras ciencias, se identificó un contenido ideológico en el discurso de los actores sociales emergentes, donde se usaban mecanismos contestatarios con el fin de forjarse un lugar en la expresión pública. Así, como recuerda Gumucio (2011), “sectores marginados de la participación política crearon sus propios medios de comunicación, porque no tenían ninguna posibilidad de acceder a los medios de información del Estado o de la empresa privada” (p. 31).

Ante la numerosa y amplia divulgación de mensajes hegemónicos, fue necesario buscar fórmulas para reducir el desequilibrio informacional, además de que se dieron movilizaciones en torno a la economía política y las políticas de comunicación. Infortunadamente, como dice Roncagliolo (1995, citado por Barranquero, 2011) “las políticas vigentes son políticas de privatización, concentración y transnacionalización de las comunicaciones” (p. 90).

Los reveses como el ocurrido en el campo de la comunicación también fueron vividos por otros sectores, pero no por ello cesaron las luchas; por el contrario, se han transformado y, a partir de ellas surgieron nuevos objetivos sociales que identificaron grupos dispuestos a pelear por las nuevas reivindicaciones, como lo ha sido la transparencia de información, el reconocimiento de las minorías étnicas, el respeto por la orientación sexual, y el validar como sujetos a los niños, los animales y la naturaleza, entre otros. Como afirma Winacour (2007), las nuevas reivindicaciones “están llevando a redefinir lo que se entiende por ciudadano, no sólo respecto a la igualdad de posibilidades sino también al derecho de ser diferente” (p. 3).

Ahora bien, los cambios en ese sujeto social —el ciudadano—, que entendía la participación social o participación ciudadana “como un proceso en el que las personas se implican de manera consciente en la vida comunitaria o esfera pública para generar cambios en temas que les importan” (Mosaiko, 2012, p. 6), empezaron a encontrar en los cambios económicos y culturales del siglo XX una pérdida de los escenarios de participación, pues, como afirma García (1995), las sociedades se reorganizaron para hacernos consumidores del siglo XXI, pero regresarnos como ciudadanos al siglo XVIII.

De hecho, estos cambios en la participación también fueron analizados por Cimadevilla (2011), desde un enfoque dialéctico, para concluir que no hay innovación en este mecanismo, sino que se trata de una conservación de normas y leyes donde, además, “aquello que parece principal se vuelve secundario” (p. 110).

No obstante, a pesar de la pérdida de los espacios de participación, la comunicación, el enfoque crítico, la mirada desde la cultura y las teorías del sur fueron el camino por el que avanzó la radio comunitaria —la expresión popular—, y fue a partir de ella que se buscaba una transformación social, para, así, lograr equidad, justicia, igualdad, así como el reconocimiento y la garantía de los derechos de los ciudadanos.

Para la Asociación Mundial de Radios Comunitarias (AMARC, 1988), la radio comunitaria involucra diversas experiencias que, a lo largo de la historia y de los distintos territorios y contextos, reciben denominaciones diferentes, dentro de las que se encuentran “radios comunitarias, ciudadanas, populares, educativas, libres, participativas, rurales, asociativas, interactivas, alternativas […] mostrando así la diversidad y riqueza del movimiento. Pero el desafío ha sido siempre el mismo: democratizar la palabra para democratizar la sociedad” (p. 6).

Finalmente, cabe mencionar que, en términos generales, la radio comunitaria en América Latina ha tenido algún tipo de recorrido o encuentro con experiencias de movilización social. Por dar un ejemplo, de acuerdo con Lamas (2003), en Bolivia las radios mineras se consolidaron como un

instrumento en la lucha de los mineros por sus reivindicaciones y derechos sindicales […] rápidamente se convirtieron en un medio de resistencia y afirmación cultural para los sectores populares ya que en ellas se hablaba en las lenguas nativas y se difundía música autóctona. (p. 5)

Asimismo, en Colombia, Perú, Ecuador y Brasil, a través de este medio se ha encontrado “la posibilidad de hacer visibles a los invisibles, a los excluidos del Estado y de las políticas gubernamentales nacionales e internacionales” (Moreno y Rocha, 2006, p. 59). Así, en muchos casos, la radio comunitaria se ha erigido a sí misma como una institución social en permanente diálogo con la comunidad; de hecho, es el canal de comunicación y, en ocasiones, la única forma que tienen de informar e informarse de lo que sucede en su territorio.

El dial en el entorno participativo
y comunitario de Colombia

En la segunda mitad del siglo XX la reivindicación de los derechos fundamentales en Colombia se asumió desde una postura desarrollista, donde la institucionalidad señaló al campesino, y a la mujer, como objetivo de las políticas económicas en los planes de desarrollo de los años setenta y ochenta, pero los dejó en segundo plano en las políticas de corte social. Al respecto, Arturo Escobar (2007) afirma que estos dos grupos fueron creados como sujetos para volverlos operativos y construirlos como clientes, un objetivo de las políticas de desarrollo, de una planeación vertical y no participativa que no pretendía reconocerles sus derechos o su condición de sujetos políticamente activos. El interés político no estaba en la construcción de ciudadanía.

El resultado de este tipo de posturas fue el inconformismo social, pues era una manifestación más de la exclusión social heredada del Frente Nacional (1957 a 1970). De hecho, el bipartidismo que continuó también negó la construcción de lo comunitario y de cualquier otra forma de participación; e incluso, en los años noventa, cuando se resquebraja la figura bipartidista y aparecieron diversidad de estructuras políticas, estas, con excepción de las de izquierda, no se caracterizaron por la construcción de bases populares organizadas. Con esto, aunque los partidos tradicionales colombianos no llegaron a tener el carácter leviatánico del PRI en México, sí lograron cooptar la mayoría de las formas de reivindicación popular por la vía clientelar, y, cuando no fue así, apareció la fórmula de la violencia.

Como afirma el Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH, 2014), entre 1948 y 1957 se vivió una “ola represiva contra los movimientos agrarios, obreros y populares urbanos aglutinados en torno a los ideales del gaitanismo” (p. 112), y, bajo el mandato presidencial de Misael Pastrana Borrero (1970 a 1974), la respuesta de estos mismos sectores sociales a las reivindicaciones sociales fue la misma: la represión, que en muchos casos derivó en asesinatos a líderes, y que, como informa la CNMH (2014), dejaron a la ANUC

en una crisis profunda que erosionó el espíritu contestatario del campesinado hasta en sus sectores más radicalizados; también se hizo evidente el enorme poder de la clase terrateniente colombiana y el ímpetu incontenible del capitalismo agrario en las zonas planas. (p. 131)

No obstante, en este mismo periodo ya existían estructuras armadas al margen de la ley que utilizaron las demandas sociales y las organizaciones de carácter reivindicativo, como los sindicatos, para sus fines de expansión, lo que les significó pagar costos muy altos y recurrentes, no solo a quienes cumplían funciones propiamente militares, sino también a quienes desarrollaban tareas de formación ideológica y divulgación en el seno de los movimientos sociales.

El inconformismo generalizado en los sectores y las clases sociales, recogido en gran parte por el sindicalismo, desató el Paro Cívico de 1977, que se convirtió en un pulso político que dio pie para lo que se denominó estatuto de seguridad en la época del presidente Turbay (1978 a 1982), donde toda forma de organización y reivindicación estaba criminalizada.

Siguiendo el camino de los otros países de América Latina, pero sin la presencia de un militar en el poder, en Colombia se torturó, asesinó y desapareció a estudiantes, sindicalistas y líderes, buscando ahogar toda forma de protesta social.

Sin hacer una aseveración concluyente, en general, la formación de múltiples grupos armados subversivos fue una respuesta: 1) a la reacción violenta del Estado y de las élites terratenientes ante las demandas sociales —bombardeos en el sur del Tolima durante el gobierno de Valencia en los años sesenta—; 2) a la exclusión política, que se dio con diferentes mecanismos, incluido el fraude electoral —elecciones de abril 19 de 1970—; y 3) a la carencia de espacios para la participación, el diálogo y el reconocimiento. Tres elementos que, podría decirse, eran producto de la concepción de ciudadanía contenida en la Constitución de 1886, así como de su visión centralista.

La conformación de guerrillas como el Quintín Lame, el ADO, el PRT, y las más conocidas, las Farc, el ELN, el EPL y el M-19, así como la reiterada ocurrencia de paros cívicos que exigían la dotación de infraestructura básica y de servicios públicos en el territorio, fueron reflejo de un Estado ausente y excluyente.

Ante esta situación, el gobierno de Belisario Betancur (1982-1986), en un intento por entender las causas estructurales de la violencia por las que atravesaba el país desde hacía 30 años, convocó a un grupo de académicos para que realizaran un diagnóstico, que se recogió en el libro Colombia: Violencia y Democracia, de la Comisión de Estudios sobre la Violencia de la Universidad Nacional de Colombia (1987), el cual se constituyó, para los próximos gobiernos, en una guía para contrarrestar los factores del conflicto.

Como respuesta a los hallazgos del documento, el gobierno creó el Plan Nacional de Rehabilitación (PNR, de 1986 a 1994), que en principio tenía como escenario de aplicación los municipios en los cuales había presencia de actores armados subversivos, y que, en adelante, hasta el gobierno Gaviria, amplió su cobertura en la medida en que se extendía también la presencia militar de las guerrillas. Uno de los propósitos que tenía la propuesta era dotar a estas regiones de los servicios públicos de los que carecían —la gran mayoría— y que eran motivo de la movilización social. En últimas, se pretendía que el Estado hiciera presencia.

Para Cadavid (2011), es a través del PNR que se evidenció la presencia de la comunicación, porque es allí donde se reconoció al campesino, al líder de la Junta de Acción Comunal, como un sujeto, además de que se creó

la necesidad de desarrollar estrategias de participación y de fortalecimiento de la comunidad como tejido social. Para ello era indispensable cambiar sus mentalidades de dependencia e individualismo. La comunicación se convirtió en elemento fundamental, sin que nunca se dijera una palabra al respecto. (p. 61)

Producto del PNR y de las movilizaciones sociales, en cuanto a la exigencia de que el Estado supliera las necesidades básicas, se tramitó el Acto Legislativo 1 de 1986, el cual, después de 100 años, volvió a establecer la elección popular de alcaldes como una expresión del fortalecimiento de la participación y la democracia.

No obstante, aunque con esto el Estado abrió, tal vez por primera vez, la posibilidad de considerar a los ciudadanos en general y a los campesinos en particular como interlocutores válidos en la construcción del país, Anzola (1988) expresa, en el escrito Hacia un diagnóstico de la Comunicación Social en Colombia, citado por Rey y Restrepo (1995), cómo la apertura de la participación ciudadana fue relegada a un tercer lugar, y, en esta vía, el enfoque de la comunicación continuó siendo instrumental:

la dispersión de normas, la poca claridad del Estado sobre el papel real de la comunicación en la sociedad, y las dos lógicas predominantes —la lógica de orden público del Estado y la lógica comercial del sector privado— han hecho que la mayoría de los mensajes que circulan por los medios no atiendan ni a las necesidades prioritarias diagnosticadas para el país ni a las soluciones que se proponen para mejorar la calidad de vida de sus ciudadanos. Asimismo, puesto que el interés oficial está volcado hacia el manejo de la información sobre orden público, la intervención del capital —vía la propiedad o la inversión publicitaria en los medios— es cada día determinante en la definición de los contenidos. (Rey y Restrepo, 1995, p. 32).

Así, ante un nuevo cerco a la participación y a la voz de sectores sociales, se gestaron varias iniciativas de comunicación alternativa que determinaron los lineamientos para el camino que siguió la radio comunitaria en particular, y de manera general para lo que después se denominó Comunicación para el desarrollo. Así recordaron los comunitarios la manera en que se gestaron estas propuestas, en esa época, durante el IV Encuentro de Radios Comunitarias:

El surgimiento de emisoras en diferentes municipios y provincias de Colombia, nace con la necesidad de llenar vacíos comunicacionales en municipalidades, donde los medios, incluida la telefonía han sido ausentes en construir empresas comunicativas, populares y comunitarias. Personas inquietas de diversa condición social, conscientes de la importancia de las comunicaciones para satisfacer las necesidades humanas individuales y colectivas, en su mayoría empíricos, empezaron a poner en funcionamiento, por fuera de la Ley, sus estaciones radiofónicas en amplitud Modulada (AM) y en Frecuencia Modulada. (Londoño, 2019)

De esta manera, según el Ministerio de Cultura de Colombia (2010), algunas de estas experiencias se “nombraban a sí mismas como comunitarias precisamente por su proximidad con los ciudadanos y su capacidad de recoger sus procesos locales” (p. 43), y, con una técnica artesanal en términos de transmisores, en ese momento se realizaban emisiones a través de altavoces y foro casete. De hecho, según Cadavid (2011),

en 1987 ya existían emisoras piratas en pueblos como Tamalameque, Cesar, y en algunos municipios del Cauca. Un poco más tarde, pero aun antes del reconocimiento y reglamentación de las emisoras comunitarias en 1996, había muchísimas ya funcionando, desde Tumaco (Nariño) hasta La Guajira, pasando por todo lo ancho y largo de este país. (p. 58)

Una de las primeras experiencias reconocidas por el Estado fue la de la Red de Radioemisoras Comunitarias del Litoral Pacífico Colombiano, la cual, acompañada por algunos sectores académicos y estatales, buscó solucionar la situación de marginalidad que vivía esta región.

La Universidad del Valle, que lideró el proyecto, encontró coherente avanzar y dar al servicio la emisora Guapi, a pesar de que el Ministerio de Comunicaciones no le había entregado la licencia para legalizarla. No obstante, el viernes 16 de abril de 1993, a las 11 de la mañana, con carta de felicitación al proyecto por parte del Presidente de la República, y en asocio con la CVC, la Unicef y la Pladeicop, se puso a funcionar la que probablemente es la primera emisora comunitaria propiamente dicha en la historia de Colombia (Gómez, 2002).

No obstante, como señala el abogado y radialista comunitario Jorge Londoño (comunicación personal, 5 de mayo de 2020), esta primera emisora tenía contenidos comunitarios, pero en su conjunto no respondía al concepto de comunitario, sino que funcionaba como comercial y en frecuencia modulada.

Ahora bien, durante el mandato de Betancur, aunque existían estas manifestaciones sociales, se dieron las iniciativas del PNR, se normatizó la elección popular de alcaldes y se intentó una negociación con las guerrillas; también empezó el accionar del narcotráfico contra las instituciones y se gestaron las condiciones que concluyeron en la creación de los grupos paramilitares.

Lo que estas organizaciones armadas iniciaron a mediados de los ochenta contra los que consideraban comunistas, y contra el partido político Unión Patriótica (UP), en particular, terminó generalizándose a todas las fuerzas contrarias al proyecto de la extrema derecha, el cual implicaba tanto el control territorial urbano y rural como la acumulación de tierras y captura de las rentas del narcotráfico, la contratación pública y, posteriormente, la minería ilegal. Toda forma de reivindicación política y social fue, y es, vista como una actividad subversiva, y fue, y es aún hoy en día, objeto de persecución, amenaza y desplazamiento.

Este ambiente de temor permeó iniciativas de comunicación alternativa al poder, y, por tanto, existían unas tímidas propuestas, como las radios ilegales, no necesariamente vinculadas con actividades subversivas, que sabían que podían correr riesgos de detenciones, judicializaciones arbitrarias e, incluso, de ser asesinados.

Con estos antecedentes, y otros, se llegó al hito de la Constitución política de 1991, y de ahí al uso de términos como diversidad, plebiscito y consulta popular, y a la presencia de instancias de participación como las juntas administradoras locales (JAL), los comités de participación comunitaria (CPC) y los consejos de cultura y educación. Ese tipo de organizaciones fueron las primeras que lograron participar en la adjudicación de licencias de radio comunitaria.

No obstante, como afirman Rocha y cols. (2011), la Constitución creó expectativas sobre lo comunitario y lo local, y, en teoría, fijó las condiciones para ello; sin embargo, esta presentó insuficiencias en temas como la descentralización o la participación. Sobre esto último, estos autores afirman que

la oferta de participación desde las instituciones es cercana —porque es local—, pero es pobre, porque se limita a la negociación de un presupuesto restringido —en el caso de las JAL—, pues muchos de estos organismos son consultivos y no decisorios, y porque la figura de la representación ya está viciada, dado que comúnmente es asociada con prácticas clientelistas. Pero, a la vez, al darle un cierto orden a la participación —es decir, volviéndola mucho más institucional— con la creación de las instancias de participación cercanas y con la imposibilidad de contar con recursos como los auxilios parlamentarios, las organizaciones de base, como las juntas comunales, perdieron gran parte de su saber hacer, que consistía en la “negociación del desorden”, como llamara a este tipo de acciones María Teresa Uribe (1997, pp. 165-183) […]. (p. 219)

Asimismo, la descentralización fue otro factor de desilusión, pues, aunque su propósito era pagar una deuda social cumpliendo con funciones que hasta ahora el Estado no había asumido, con el tiempo, los partidos políticos, los grupos armados y los sectores empresariales regionales lograron capturar buena parte de las rentas por transferencia para su beneficio particular a través de la contratación direccionada a personas que respondieran a sus intereses.

La Farcpolítica, la parapolítica y la narcopolítica son resultado de esto; por tal razón, se dice que el proceso de la descentralización se desvirtuó, que no se fortaleció la participación popular, y que se regresó a la dependencia centralista. Según Rocha y cols. (2011), esto se evidenció porque

la entidad que continuó ocupándose de los denominados bienes públicos y los intereses colectivos (por su función socialmente delegada) es la misma que hoy centraliza el mayor número de interacciones en los dos municipios: la Administración Municipal. Esto ha generado en el mayor número de veces una fuerte relación de dependencia por parte de la comunidad y otras entidades hacia el Estado, representado en el gobierno municipal, alimentando así la representatividad como única posibilidad en el ejercicio de la ciudadanía. Desde este lugar, la responsabilidad del ciudadano es delegada casi en su totalidad a los mandatarios o funcionarios de turno […]. (p. 231)

Respecto a esto, como afirma El’Gazi (2011),

la penetración y cooptación de las instituciones locales por fuerzas adversas a la democracia, la presencia de prácticas ilegales que forman parte de tradiciones clientelistas de apropiación y uso del poder político local, la cooptación de lo comunitario, son, en muchos casos, el medio en el que se desenvuelve la labor limitada de las Juntas de Acción Comunal, de las organizaciones sociales y de las emisoras comunitarias. Aún no se han podido desmontar en muchos territorios estas tradiciones y sus mecanismos, y frente a estos fenómenos no existe todavía suficiente distancia, ni capacidad crítica por parte de la ciudadanía, para enfrentarlos muchas emisoras siguen vinculadas con políticos locales, son clientelistas, y en sus propuestas comunicativas hay poca exploración o compromiso; en estos casos, incluso para el goce, por ejemplo, sólo dan cabida a modelos comerciales que apelan y promueven el consumo. (p. 305)

Ahora bien, aunque las JAC “también han sido claves en la conformación del fenómeno de la radio comunitaria” (Osses, 2015, p. 270), esta situación de incidencia de intereses políticos minó las posibilidades de un proyecto que buscaba cambiar las condiciones sociales. Así, más allá de la visión participativa e incluyente que tuvo la Constitución de política de 1991, las decisiones que le correspondieron al gobierno Gaviria, en el marco de su plan de desarrollo, y por fuera de la Carta Magna, precarizaron la condición laboral (ley 50 de 1990), privatizaron la salud (ley 100 de 1993), privatizaron la educación (ley 30 de 1992) y, en general, dieron un viraje hacia un Estado paradójicamente más pequeño y con una concepción eficientista y de búsqueda de la competitividad, que no correspondió con la esencia fundamental que expresó la Asamblea Nacional Constituyente.

En este panorama contradictorio, de grandes ilusiones constitucionales y de estrechez en la garantía de derechos, aparecieron las crisis de las ideologías, de los partidos políticos, de los sindicatos y de las organizaciones, lo que llevó a que muchos de ellos resignificaran sus acciones y se crearan nuevas organizaciones, especialmente de mujeres y jóvenes.

De hecho, en este panorama también se abrió la posibilidad de acceder al espectro electromagnético. Tal es el caso de un grupo de jóvenes de Tunja que decidieron aplicar a la convocatoria por el dial de una emisora, y así, por fin, tener un espacio donde convocarse para el deporte y la música (comunicación personal con el equipo —Andrea Rodríguez, Ángela Merchán y Gina Rojas— de la emisora Positiva, de Tunja, 6 de mayo de 2018). Incluso, otras organizaciones que venían trabajando en torno a dinámicas de participación también se volcaron para lograr una licencia de funcionamiento. Según Cadavid (2011),

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