Kitabı oku: «La búsqueda»

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LA BÚSQUEDA

FEDERICO NOGARA


Colección

HISTORIAS DEL SUR

Créditos

Colección: Historias del Sur

Título original: La búsqueda

© Federico Nogara, 2021

© De esta edición: Pensódromo SL, 2021

Editor: Henry Odell — p21@pensodromo.com

ISBN ebook: 978-84-124848-1-6

ISBN print: 978-84-123372-2-8

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar, escanear o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra.

ÍNDICE

1  Prólogo del autor

2  1

3  2

4  3

5  4

6  5

7  6

8  7

9  8

10  9

11  10

12  11

13  12

14  13

15  14

16  15

17  16

18  17

19  18

20  19

21  20

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23  22

24  23

25  24

A Lea y Paolo Nogara-Vaagland.

Para dejarles el tiempo que me ha tocado vivir, escribo.

Prólogo del autor

Cuando escribí La búsqueda, lejos estaba de sospechar que el título era premonitorio. Mi intención no pasaba de acercarme a una forma de encarar la escritura, de recrear un estilo. Como admirador de la literatura estadounidense en sus distintas corrientes, (Hemingway, Baldwin, Faulkner, Dos Passos, Harper Lee, Kerouac, Capote y muchos otros, no me son ajenos), buscaba contactar con el espíritu de la novela negra, especialmente con Chandler, Hammet y Ross Macdonald, cuyas obras he leído en su totalidad.

¿Qué me acerca a esa forma de escribir? Habiendo sido criado y educado en Montevideo, con continuas temporadas en Buenos Aires, la influencia inglesa e italiana me ha transferido esa característica a la que se refería la madre del Che Guevara en la última carta que escribió a su hijo: «el tono levemente irónico con el que hablamos los rioplatenses».

La ironía, el doble sentido, decir algo pero de una manera diferente, huir del lugar común de dividir a la gente en buenos y malos, encarar las diferencias sociales, buscar la verdad por encima de todo, ese es el verdadero espíritu de un género literario que algunos han desvirtuado tratándolo como un mero entretenimiento, mientras otros lo han llevado a la categoría de manifiesto social de cambio.

Para validar lo dicho, voy a utilizar breves textos de dos novelas de Chandler: The High window (difundida como La ventana siniestra) y The long goodbye (El largo adiós).

El primer relato citado nos cuenta dos historias: una referida a una moneda antigua de gran valor que ha sido robada y la otra a un chantaje relacionado con un acoso sexual. Ambas se entrecruzan, de tal forma que solo Marlowe termina conociendo la verdad. La policía, encargada de buscarla para hacer justicia, se limita a cubrir el expediente. En su búsqueda, Marlowe mantiene un diálogo muy ilustrativo con un ascensorista:

—Se ha ido —dije. Debe haber partido anoche. Debe haber cargado con una cantidad de material. Ha vaciado su escritorio.

Pop Grandy asintió.

—Llevaba dos maletas. Sin embargo no me di cuenta, porque la mayoría lleva solo una. Me figuro que recogía y distribuía su trabajo.

—¿Qué clase de trabajo? —pregunté solo por decir alguna cosa, mientras el ascensor rugía en su descenso.

—Algo como hacer dientes que no encajan—, dijo Pop Grandy—. Para pobres viejos bastardos como yo.

—Usted no se hubiera dado cuenta. —dije cuando el ascensor luchaba para abrirse en el vestíbulo. —Usted no se hubiera dado cuenta del color de los ojos de un colibrí si lo hubiera tenido a cincuenta pies.

Él sonrió.

—¿Qué ha hecho?

—Estoy de camino a su casa para descubrirlo, —dije. —Me da la impresión de que se ha embarcado en un viaje a ninguna parte.

—Me gustaría estar en su lugar —dijo Pop Grandy. —Incluso si solo va a Frisco (San Francisco) y lo arrestan allí, me gustaría estar en su lugar.

¿Cómo iba a darse cuenta el ascensorista de que el hombre llevaba dos maletas si no hubiera distinguido el color de los ojos de un pájaro a quince metros? El diálogo es una obra maestra de la insinuación, del doble lenguaje, del decir sin querer decir.

Al final del relato, Marlowe descubre que el hijo de la mujer que le ha hecho el encargo de buscar la moneda robada es quien ha matado al chantajista, por accidente según dice. La charla entre ambos define muy bien la novela negra:

—Usted quiere decir que me va a dejar salirme con la mía.

—No voy a entregarlo, si es lo que quiere decir. (…) No hay ninguna cuestión moral en mi actitud. No soy un policía, ni un informador, ni un oficial de la Corte de Justicia. Usted dice que fue un accidente. Okey, fue un accidente. No fui testigo ni tengo pruebas. He estado trabajando para su madre y cualquier derecho que ella tenga a que me mantenga en silencio se lo concedo. No me gusta ella, no me gusta usted, ni me gusta esta casa.

Marlowe, como cualquier detective del género, busca la verdad, no ejercer la justicia, para eso hay otros estamentos.

El largo adiós se desarrolla en el mundo del libro, centrado en la amistad y luego el desencuentro de Marlowe con Roger Wade, un escritor popular a la norteamericana: famoso, millonario y cínico, que ya no escribe ni habla de literatura. En cierto momento de la historia, el detective tiene un diálogo esclarecedor con Amos, un chofer negro.

—«Me vuelvo viejo… Me vuelvo viejo… Debería llevar los bajos de mis pantalones enrollados». (I grow old… I grow old… I shall wear the bottoms of my trousers rolled). ¿Qué quiere decir eso, señor Marlowe?

—Nada, pero suena bien.

—Es de El canto de amor de J. Alfred Prufrock. Otro verso: «En la habitación las mujeres van y vienen / hablando de Miguel Ángel» (In the room the women come and go / talking og Michael Angelo). ¿Le sugiere algo, señor?

—Sí. Me hace pensar que el tipo no sabía mucho de mujeres.

—Pienso exactamente lo mismo, señor. Sin embargo siento una gran admiración por T. S. Eliot.

—Dijo «sin embargo».

—Sí, efectivamente. ¿Es incorrecto?

—No, pero no lo diga delante de un millonario. Podría pensar que le está tomando el pelo.

Es importante señalar que Marlowe utiliza la ironía y el doble sentido cuando habla con sus iguales, con las clases sociales acomodadas con las que se ve obligado a tratar por su trabajo su lenguaje es más directo, siempre referido al dinero y a la ley. En esos casos solo utiliza esas formas de expresión como defensa, y entonces es considerado un mal educado que se excede en sus funciones.

En el diálogo de El largo adiós, teniendo en cuenta la personalidad de Roger Wade, escritor de best sellers, Chandler insinúa que los sirvientes (y los detectives privados) se interesan más por la buena literatura y saben más de ella que los escritores.

¿Qué pasaría si un familiar cercano al escritor nombrado descubriera un manuscrito titulado La búsqueda entre su obra, lo enviara a un premio organizado por una institución pública, recibiera un premio y tuviera que dejar clara la autoría? ¿Serían los funcionarios capaces de retirar el premio otorgado por un jurado a un escritor famoso y con muchos contactos como Wade por tener su manuscrito doble seudónimo? ¿Qué pasaría si al comprobar el verdadero nombre detrás de un seudónimo, este es Pablo Neruda, que en realidad se llamaba Ricardo Nestafí? ¿Le otorgarían el premio? Pero por encima de todo, ¿sería justo retirárselo por razones administrativas, vale más la opinión de los funcionarios que el criterio de un jurado? Por último: ¿Es el objetivo de los concursos oficiales elevar el nivel de la escritura y la cultura de la población o un ejercicio, uno más, para cubrir el expediente?

Se podría hacer un buen relato sobre estos supuestos. Marlowe tendría mucho trabajo.

La búsqueda fue premiada con una mención especial en el Premio Onetti (Montevideo 2015). Cuando los funcionarios encargados de la parte burocrática descubrieron que el texto había sido enviado con doble seudónimo, anularon la distinción.

1

Miércoles. Sería uno de mis días malos, lo supe al acostarme sin sueño pasada la medianoche y pude constatarlo poco después, durante el enésimo intento infructuoso por sacarme de encima la sábana arrugada, empapada. No era para menos, mi situación personal iba resbalando barranca abajo hacia el fondo de un abismo lleno de facturas impagadas, y entre ellas, como faro de la desgracia personal, un refrigerador casi vacío. A todo eso se agregaba, o era su consecuencia, la indecisión sobre el futuro. No había entrado en una depresión profunda porque, como siempre pasa, había podido conservar, entre tanto desastre, un aspecto positivo: como músico y escritor en ciernes estaba consiguiendo justificar mi paso por el mundo realizándome en una labor artística. Esa meta, soñada por mucha gente, quizá demasiada, justificaba mi errático paso por este mundo. Pero ese incuestionable éxito personal no me ayudaba a conciliar el sueño. Cada vez que cerraba los ojos me asaltaba la idea de haber empezado la casa por el tejado, porque los ansiosos por hallarle un sentido a la vida a través del arte gozan, por lo general, de una economía saneada. ¿Qué tenía yo? Un trabajo de investigador en una dudosa empresa de seguros que me empleaba por un pequeño fijo más comisión, pagaderos cuando las condiciones del negocio, continuamente en la cuerda floja, lo permitían. La novela, pese a su indudable calidad, no lograba superar el tercer capítulo y la música no pasaba (o debía decir no había pasado) de actuaciones esporádicas en tugurios poco concurridos.

Los ánimos no levantaron vuelo, las sábanas sí: impulsadas por mi furioso pie fueron a hacerle compañía a la manta, inerte desde hacía rato a un costado de la cama. Las agujas del frío aprovecharon la desprotección del cuerpo para clavarse en la piel. Me las quité poniéndome una camiseta guardada debajo de la almohada. Ese simple acto hizo que me sintiera mejor, tibio, protegido y predispuesto para dar batalla o morir en el intento. La distancia hasta el baño la superé en tres saltos. Tal demostración de buen estado físico no pareció impresionar al espejo, que me recibió con una imagen muy distorsionada —grandes ojeras, pelo alborotado, palidez— de quien creía ser. Preferí ignorar su irónica mueca. Una larga ducha, un peinado a conciencia y ropa apropiada le demostraron que seguía haciendo honor al joven bien parecido de esas fotos, ventajosas y ventajistas, elegidas por mi madre y esparcidas por su casa.

Convertido en un posible proyecto de ganador me senté, café en mano, en mi silla giratoria. Los ordenados papeles sobre el escritorio hubieran constituido, en cualquier otro lugar, una buena señal, un canto al trabajo. En mi caso se trataba de deudas, un canto al esfuerzo ajeno por tratar de cobrar. Harto de pensamientos negativos, temeroso de ver resquebrajada mi recién renacida confianza, acabé dándoles la espalda.

Abajo de mi silla, seis pisos para ser exacto, quedaba la ciudad a la que había llegado siendo un niño de meses, la elegida como residencia en la etapa actual. A través de la ventana en cuyo alféizar interior había apoyado los pies podía observar parte de sus azoteas viejas, gastadas, y algunas calles que se habían ido deteriorando con el tiempo y pedían a gritos cambios y reparaciones. Venirme de Oslo o no haberme perdido en el Caribe como mi hermano se habían probado decisiones erróneas. Nunca había querido asumir ese extremo, por lo que vivía en la cuerda floja, planeando sacar los pasajes cada mañana y arrepintiéndome de haberlo siquiera pensado por la noche.

El sonido del timbre del teléfono arrancó a mi derecha desparramándose por el estudio-oficina. Rabia y desgana. Pensar en enzarzarme a discutir con los acreedores a hora tan temprana era tan deprimente que sentía cercana la tentación de mandarlo todo al diablo e irme de una vez por todas. Dos, tres, cuatro timbrazos. Había perdido la cuenta cuando el ruido cesó. Los cobradores, aunque parezcan inaccesibles al desaliento, también se cansan y dimiten. En Oslo hace mucho frío, mejor el Caribe. ¿Y de qué iba a trabajar allí? La pregunta del millón.

De nuevo el teléfono. Hay gente imposible, nunca se da por vencida. Levanté el auricular, lo acerqué a la oreja con cuidado y temor, busqué refugio en la impostación de la voz, en el tono sedoso, mi faceta comercial y canalla. El hombre al otro lado de la línea, un tal Monroe, no pareció impresionado; a través de una firme y estridente voz, de seguro acostumbrada al mando, ordenó esperarlo unos veinte minutos para hablar de negocios. Una orden es una orden y veinte minutos no es demasiado tiempo, es más o menos lo que uno tarda en comerse una pizza en cualquier tugurio o en visitar a un doctor para que convierta las sospechas en malas noticias. En veinte minutos se puede leer una extensa parte de un libro. O saborear un buen café observando el invencible cielo azul de aquella rara ciudad. Eso hice.

Monroe, Felipe Monroe, llegó al poco rato. Al presentarse, hombre precavido, acentuó el nombre de pila latino con el fin de desestimar esas confusiones finalizadas en chanzas. Lucía un traje azul de corte clásico, camisa celeste impecable y una adusta corbata gris. Todo en él hacía juego con su voz. Hubiera puesto en duda mi capacidad de intuición de haberme topado con un hippy en sandalias y pelo largo.

Después de estrechar mi mano con fuerza aceptó la invitación a atravesar la puerta hacia el centro de la sala, donde se detuvo para dar luego un par de giros estudiándolo todo entre esbozos de sonrisas de superioridad. Acabados los aspavientos preguntó, mientras se frotaba las manos:

—Tengo un pequeño lío. No sé cómo llamarlo.

—El nombre es Paolo Santucci. A veces me dicen «Brother» por mi hermano, a quien quiero y admiro. Siempre estoy hablando de él, de ahí el sobrenombre. Es en inglés porque mi madre es noruega y supongo que quien me lo puso no sabía cómo se dice hermano en noruego. Usted puede llamarme como quiera.

—¿Su hermano es un hombre importante o hizo algo destacado para contar con su admiración incondicional?

Otra vez la sensación amarga. El tal Monroe entraba en territorio privado con ínfulas y sin mirar a la cara, repitiendo esa vieja actitud de los poderosos delante de las clases inferiores. Mis antepasados, tanos revoltosos, comenzaron a juntar presión.

—Sí, se jugó por amor, se fugó por amor. Agarró a la mujer que quería y se la llevó a una cabaña a gozar. La mayoría se casa, se pone las chancletas, se dedica a ver televisión, se entrega. Él no. Es diferente, es romántico. Se podría decir que está pasado de moda o adelantado a la moda. Yo diría, por encima de todo, que es un ser atemporal.

Lo miré de arriba a abajo.

—Estoy seguro que una persona como usted no conseguiría entenderlo del todo.

Monroe se sentó en uno de los dos sillones pequeños colocados delante del escritorio, apoyó los codos en ambos posabrazos y cruzó los dedos dejando los pulgares hacia arriba, primero quietos y luego golpeándolos y moviéndolos en círculos.

—No vine a escuchar insolencias ni a compartir disquisiciones filosóficas. Una mujer ha desaparecido y quiero contratar sus servicios.

Retomé la interrumpida contemplación de las azoteas dándole la espalda.

—No me dedico a buscar mujeres, soy demasiado caro y estoy en proceso de emigrar, como hacían hace unos años los jóvenes de esta hermosa y decadente ciudad —dije tratando de sacármelo de encima, esa clase de tipos, envueltos en su aureola de superioridad, son lo más parecido a un problema y yo ya tenía bastantes.

—Es una lástima. Me lo había recomendado su amigo Beto Carranza. Aseguró que usted, a pesar de ser un poco difícil, es un hombre honesto, de palabra.

En mi mente apareció la imagen de un joven melenudo, alto y sonriente, tocando la guitarra en días felices y perimidos donde el futuro aparecía fácil y probable. Enternecido por la nostalgia y los elogios y, sobre todo, acorralado por la realidad, decidí rendirme sin luchar. Dando vuelta la silla metí las piernas debajo del escritorio y me dispuse a escuchar al importante señor del elegante traje azul. Monroe cruzó las suyas, pidió permiso para fumar y encendió un cigarrillo sin esperar mi consentimiento. Las volutas de humo, en su ascenso hacia el techo, jugaron a enroscarse. Yo las seguí como se sigue a las cosas simples, esas que me separaban del hombre con quien estaba tratando de llevar a buen término un diálogo comercial, el único posible. Sabía que, por acción u omisión, él era uno de los eternos responsables de la siempre desgraciada situación local. Razón de más para odiarlo, para echarlo. Lástima que los responsables de las desgracias son siempre los dueños del dinero. Tratando de no irritarme, le pedí detalles de lo ocurrido. Antes de responder pegó una calada larga al cigarrillo tragando el humo con fruición y como una de aquellas viejas locomotoras a leña de las películas dio la impresión de sentirse mejor, pronto para seguir a toda máquina.

—En los últimos tiempos la noté rara, como concentrada, retraída. Ella es de un natural alegre, le gusta salir, ir de compras, frecuentar los locales de moda. El viernes a la mañana fue al centro y no volvió.

Comprendí que se refería a una amante, los hombres casados conservadores tienden, cuando hablan con desconocidos, a situar a sus esposas en un entorno doméstico, quizás porque imaginan que así las convierten en buenas mujeres a los ojos de los demás.

—¿Están casados? —pregunté por las dudas.

La pregunta lo sorprendió. Quizá en su medio natural nadie osaba hacerle preguntas íntimas y directas.

—Compartimos relación. Dejémoslo ahí.

Lo miré con cara de pocos amigos. Las relaciones sentimentales suelen ser determinantes en cualquier investigación y es bueno clarificarlas de antemano.

—Al menos voy a necesitar una foto y un nombre.

—Debo aclararle antes de empezar que mi posición es bastante delicada. Llevo, por así decirlo, negocios importantes con clientes de renombre. La discreción es un requisito fundamental.

Suspiré antes de manosear el abrecartas hasta casi pincharme un dedo con la punta. Estaba tentado de mandarlo al diablo. No lo hacía porque veía en él la solución, el pago de las facturas. Mala cosa cuando deben dejarse de lado los principios, mal día.

—¿Es bella?

—Mucho.

Sus rasgos duros adquirieron una súbita blandura, sus mejillas se llenaron de rubor. Pareció darse cuenta y reaccionó de inmediato.

—Su pregunta es irrelevante. No veo la necesidad de entrar en ese terreno.

—Señor Monroe —comencé a decir despacio, tratando de refrenar mi ira—; vamos a aclararnos. Usted irrumpe en mi despacho recomendado por un buen amigo. Lleva una mujer perdida bajo el brazo y trata de contratarme para encontrarla. Pido detalles con el fin de facilitar la búsqueda. Cosas simples como un nombre, una cara, características físicas de la persona buscada y la relación que tiene con usted. No me importa para nada si esa mujer suya es famosa, rica, fea, ama de casa, amante o un pendón verbenero.

Monroe se puso de pie como impulsado por un resorte.

—Esto es intolerable, exijo una rectificación.

Su actitud me pareció cómica, propia de un actor. Un hombre tan serio, tan bien puesto, debería controlarse.

—Perdone por lo de pendón verbenero. Es que viví en España durante un tiempo y se me pegaron los dichos. Seré cuidadoso de ahora en adelante. Trataré de remitirme a las expresiones locales.

Se lo lancé como una provocación, seguro de verlo desaparecer de mi vista maldiciendo. No se movió. Pasaron unos segundos largos y tensos: uno trataba de pensar rápido, el otro sospechaba la estampida del dinero solución. Al final, una foto y un nombre en una tarjeta fueron depositados sobre la mesa.

—Conste que le doy el encargo basado en la recomendación. No apruebo su actitud y mucho menos sus comentarios. ¿Cuánto debo adelantarle?

El abultado fajo de billetes saliendo de su bolsillo hizo agua mi boca. De entre el líquido escapó una cifra abusiva.

Felipe Monroe retiró del montón una buena parte, la arrojó entre ambos y acomodándose las solapas del traje se dirigió lleno de dignidad camino de la puerta.

—Espero noticias suyas muy pronto —amenazó antes de dar el portazo.

El cigarrillo encendido, olvidado por el nerviosismo del momento, se había ido consumiendo despacio en la ranura del cenicero. Empujé la colilla apagada dentro de la parte cóncava y tiré el contenido a la papelera al costado del escritorio. Después giré en mi silla, apoyé los pies en el alféizar y me incliné hacia delante tratando de sopesar la situación actual de la ciudad allá abajo. Seguía sin cambios. No acababa de decidirme entre servirme otro café, contar el dinero o abrir la ventana para que se fueran el olor a tabaco y perfume caro dejados por mi cliente. Opté por no hacer nada, me quedé tranquilo en mi pequeño territorio mirando pasar al tiempo.

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9788412484816
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