Kitabı oku: «La búsqueda», sayfa 2
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La primera intención cuando surge el encargo de buscar a una improbable mujer perdida, es tomar el atajo. Por lo menos fue la mía. Decidí hacer algunas averiguaciones, un par de consultas para cubrir el expediente y si te he visto no me acuerdo. A fin de cuentas, el dinero aportado como adelanto por el señor Monroe me resolvía las deudas perentorias dándome un buen respiro y esa era la parte importante del asunto. «Lo siento jefe, la joven se ha marchado en busca de pasturas más verdes. Un nuevo amante, joven, bien parecido. Usted, un hombre de mundo, sabe cómo son estas cosas». Pero había un problema: mis padres y la escuela no me habían enseñado a estafar al prójimo sino a ganar el dinero con el sudor de la frente, una máxima que, mirando alrededor, no parecía haber triunfado, aunque en mi caso, un clásico, generaba complejo de culpa. Necesitaba, por lo menos, sudar un poco para justificarme.
Primero que nada debía encontrar a Ferrutti, un amigo al que su trabajo de relaciones públicas en una conocida discoteca, combinado con la venta de vinos lo convertía en una enciclopedia humana de la fauna que se movía por la ciudad. Al anochecer era costumbre ubicarlo en un bar situado cerca de su casa.
—Escuché que me andabas buscando —dijo apenas verme aparecer.
—Las noticias corren rápido.
—Y, es una ciudad chica.
De mi bolsillo salió la foto que me había dado Monroe.
—Quiero encontrar a esta mujer.
Los ojos de Ferrutti, ocupado en su vestimenta, pasaron sin interés por encima de la imagen en su camino hacia los bajos del pantalón. El momento de encuentro con el papel satinado fue fugaz, sin embargo algo dejó, porque la mirada, antes desinteresada, volvió rápida y ávida al apenas adivinado rostro de la mujer fotografiada. De la boca abierta al asombro escapó una exclamación: «¡Pero si es Ana Amanso!». Las manos adelantaron a los ojos, ya despreocupados de la ropa, atrapando la foto como si se tratara de un trofeo perseguido y de pronto encontrado. En unos segundos la avidez se convirtió en una dulzura terminada en sospecha:
—¿Le pasó algo? —preguntó asustado.
El local donde estábamos, un rincón mal iluminado de un barrio decadente, daba, sin quererlo, una pátina de patetismo a los sentimientos arrancados a la nostalgia, una tristeza de amores nunca conseguidos, de tiempo dilapidado en una búsqueda tan absurda como la mía. Lo miré sorprendido. Me resultaba curioso haber estado a punto de perder el dinero de Monroe luchando por conseguir ese nombre de mujer pronunciado después por él, y quien sabe por cuantos más, con total naturalidad.
—Que yo sepa, nada. La anda buscando un tipo. Y paga bien para que la encuentren.
—¡Un tipo!
La exclamación arrancó de un Ferrutti súbitamente dolido, cuya atención de ojos húmedos comenzó a deambular por el trozo oscuro de calle pegado a la ventana. La reacción de mi amigo dejaba claro que era otro de los tantos ejemplares con ideas raras sobre las mujeres.
—Uno no quiere darme su nombre, el otro se asombra de que ande con un tipo. A lo mejor se creen que es Juana de Arco.
La cabeza de Ferrutti volvió de su paseo por entre las sombras acarreando un semblante hostil.
—Hace mucho que no sé nada de ella, y aunque estuviera informado no te contaría nada. —La frase escapó entre dientes y fue el preludio del mutismo total.
Su actitud de niño caprichoso nos colocó en mundos diferentes y ahí quedamos: él movía el vaso, le pasaba el pulgar alrededor del borde, tamborileaba con los dedos sobre la madera lustrosa, y yo, sin nada mejor que hacer, me dedicaba a observar a los parroquianos sentados a las mesas jugando a las cartas, mirando por la ventana, apurando las bebidas a sorbos cortos. La mayoría superaba los cincuenta años. Continuaban esperando un milagro personal o la improbable mejoría de la situación del país, ese cambio general tantas veces prometido desde todas las altas instancias y siempre postergado por algún problema. Así se les escapaba la vida, como le había ocurrido a Ferrutti, quien en un lugar donde no se hubiera visto obligado a trabajar de charlatán catorce horas por día hubiera podido seguir estudiando hasta convertirse en una persona brillante.
—Voy al trabajo. Ahí podríamos averiguar algo —lanzó Ferrutti de repente mientras se ponía de pie y enfilaba hacia la salida.
Pese a la sorpresiva invitación, su voz seguía llena de aristas. Lo seguí en silencio hasta su decadente proyecto de coche, cercano a la ruina a pesar de todos los cuidados. Mientras me acomodaba como podía en el asiento desfondado recordé las comodidades de Oslo, los coches primorosos. Diferencias, estábamos sumidos en ellas. La llave giró, el motor tosió y el cachilo arrancó dando sacudidas, ya listo para afrontar, cual heroico soldado de una causa justa, las peores condiciones, que en este caso eran un camino de baches sin fin.
Anduvimos calles mal iluminadas, rincones pobres donde seres humanos dormían entre cartones, y atravesamos la avenida principal, 18 de Julio, una dormida arteria anquilosada. En un tiempo por sus aceras habían transitado poetas, revolucionarios, inmigrantes y aventureros. Esos lejanos tiempos de esplendor estaban guardados en oscuras bibliotecas donde poca gente acudía. ¿Volvería un día a ser lo que fuera? ¿Estaría yo para verlo?
Al poco rato entramos en Pocitos, un barrio fácil de confundir con cualquiera del mundo desarrollado si no fuera por los pozos de la calle y las veredas. También por ahí pasaban, se podían ver de vez en cuando, los carritos de los juntabasuras. Como bien se sabe, muelas cariadas las tiene cualquiera.
Ferrutti aparcó el coche delante de una iglesia vecina a su trabajo.
—Aquí los bebedores y pecadores tienen a mano la redención —comenté sin mucho éxito. El humor de mi amigo aún no estaba preparado para mis frases ingeniosas.
La sala principal de la discoteca abarcaba lo que antes era un patio y varias habitaciones de una casona con jardín arbolado y parte trasera de césped con bancos. Todo estaba en penumbras. En el rincón hacia el que nos dirigíamos, bajo un tenue foco de luz, sobresalía el pelo engominado sobre la sonrisa sardónica de Agustín Mastranza, la oveja negra de una familia de millonarios, habitual de las modestas revistas de chismorreos del lugar y de los caducos canales de televisión y dueño de la llave de los locales nocturnos. Su mano se alzó al vernos, en un gesto que podía ser un llamado, un saludo o un pedido. Nos acercamos. Cuando nos tuvo a su lado me colocó encima su mirada más socarrona, tratando de darme a entender lo molesto de mi presencia.
—¿Te conozco de algo?
La pregunta, el tono usado y su mueca dejaban clara su intención de ningunearme. No le hice caso, no valía la pena. En lugar de contestar saqué la foto y la coloqué delante de sus ojos sin brillo. Él le echó un vistazo de lado, sin el menor interés.
—Quiero saber —le dije sin acritud.
—¿Y yo qué gano?
Miré a Ferrutti mordiéndome el labio inferior. Él me señaló el largo mostrador al fondo y me pidió que bebiera algo a su salud mientras arreglaba la situación.
Me alejé despacio, me senté en un taburete frente al adecuado al negocio rostro pétreo del barman, pedí una cerveza y me dispuse a esperar. A pesar a ser un día laborable, poco propicio para salir de juerga, había una buena cantidad de mesas ocupadas. La mayoría eran veteranos tratando de rescatar la juventud perdida junto a una jovencita. Había también algunos ejecutivos agresivos combatiendo el estrés luego de una jornada agotadora de negocios dudosos y un par de tortolitos en plena sesión de precalentamiento. De a ratos mi atención vagaba hacia la mesa donde Ferrutti movía las manos y hacía gestos ante un Agustín que parecía difícil de convencer. Al final se declaró el armisticio a través de un intercambio de objetos y mi presencia, que había dejado de ser un estorbo para el negocio, fue requerida. Mientras me dirigía hacia ellos pensaba en lo poco que sabemos sobre el prójimo. Pese a tratarlo con asiduidad, yo desconocía ciertas facetas de mi pluriempleado amigo, así como tampoco estaba al tanto de todas las mujeres con las que se relacionara. El leve tirón en el estómago me confundió por extraño e inesperado. ¿Eran celos? ¿No sería un súbito interés por la mujer la razón oscura que me impedía la estafa abierta a Monroe? Estaba considerándolo cuando me crucé con Ferrutti, que iba de camino hacia sus obligaciones.
—Te debo una —le dije cuando pasé a su lado.
—Varias —lanzó con seriedad mi amigo.
Ocupé la silla vacía frente a un Agustín de semblante inexpresivo.
—¿Buena merca? —pregunté en tono de entendido.
La inexpresividad se movió hacia un lado antes de sacudirse y volver a la posición anterior, desde donde la boca —un tajo apenas abierto— dejó escapar palabras formadas con dificultad:
—Conste que si te estoy dirigiendo la palabra es por Ferrutti. Contigo no tengo nada que ver.
La innecesaria frase me llenó de indignación, de un enorme deseo de propinar una buena paliza a todos los necios del mundo. Me tranquilizó pensar que no tendría fuerzas suficientes. En lugar de pegar o insultar estuve de acuerdo, incluso le agradecí el bello gesto de dedicarme parte de su valioso tiempo.
Su cuerpo se movió hacia delante buscando la cercanía suficiente para la confidencia y su mirada se desvió hacia los lados, no porque temiera ser oído, sino más bien por hábito.
—Esa mujer es amante de uno de mis tíos. ¡Un imbécil! Su señora es una profesora inteligente, linda, de buena familia, y va el muy pelotudo y se ensarta con esta buscavidas. Ahora tienen problemas. ¡Que se jodan!
Dicho lo cual se reclinó en el mullido respaldo del asiento y se quedó tan fresco. Estaba claro que para él ese comentario dejaba zanjado el asunto, los supuestos problemas de los amantes eran castigo suficiente. Lo miré fijo. Pareció sospechar, por mi silencio hosco, que las malas perspectivas de la relación del tío con su mujer no me consolaban. Bebido un largo trago se sintió obligado a continuar, a dar algo extra por la mercadería recibida —de seguro a precio de saldo— a cambio de su testimonio.
—Los que conocen bien el tema son esos hermanos abogados que tienen su despacho en el centro. No me acuerdo de los nombres…
Se llevó los dedos a la frente, frotándosela durante algunos segundos como si se tratara de la lámpara mágica de Aladino. El genio azuzó las escasas neuronas en condiciones, pero no consiguió la hazaña imposible de hacer arrancar el cerebro embotado por el escaso uso; el único resultado fue transmitir a las cuerdas vocales el impulso suficiente para lanzar un Lugardi agónico. El enorme esfuerzo hizo mella en ambos, Agustín y el genio, dejándolos desmadejados, inútiles.
—¿Esa es toda tu contribución? ¿Y para eso tanto aspaviento?
Mi mano derecha le arrugó la solapa del traje de diseño. La brusca y repentina acción lo sorprendió abriéndole los párpados hasta entonces entornados; los ojos quedaron como dos ventanas aterrorizadas sobre una cara impasible, alelada. Me pregunté si la piltrafa se asustaba por los probables golpes, por la cuenta de la tintorería o por el temor a verse obligado a devolver la droga, y me contesté que era mejor dejarlo, no valía la pena perder la noche en misiones imposibles habiendo en ella otros objetivos mejores, por ejemplo la morena despampanante que entraba en ese momento y se detenía dudando del rumbo a tomar. Deseé con tanta fuerza que me eligiera que terminé lográndolo. Los milagros, a fin de cuentas, existen. Se acercó saludándome con la mano. Agustín aprovechó mi distracción para saltar del asiento, correr a su encuentro, besarla con pasión, intercambiar un par de frases y desaparecer a través de la puerta más cercana sin mirar atrás. Quedé aturdido, anonadado. Ferrutti, que observaba mi frustración desde la barra, gesticuló con los hombros alzados y las manos abiertas un revanchista ¡qué le vamos a hacer! doloroso, de derrota. Mi único y triste consuelo fue concluir que, por suerte, las películas taquilleras nunca son las mejores.
Estuve largo rato tratando de vencer la sensación de incomodidad. Al fin pude irla diluyendo, poco a poco, en el alcohol. Cuando casi lo había logrado reapareció mi pluriempleado amigo. Había terminado su trabajo y ya podía sentarse a disfrutar la copa que traía en la mano. Nos quedamos sumidos en el silencio hasta que se apagaron la mayoría de las luces del local y entraron los encargados de la limpieza. Entonces salimos al exterior. Acostumbrado a la escasa luz de la discoteca, la noche me pareció muy clara. Hasta podía ver con nitidez a los bailarines rezagados desfilar rumbo a la iglesia con el objetivo de pedir perdón por sus pecados. Siguiéndolos con la mirada comprendí mi error, su verdadero destino eran los densos matorrales que rodeaban el templo y sus intenciones mucho más terrenales.
Las calles estaban mojadas —había caído un breve aguacero— y las ruedas de los coches chirriaban en el asfalto. Pocas ventanas continuaban iluminadas. La tregua nocturna alcanzaba su esplendor, los músculos se relajaban metidos en el descanso, las mentes vagaban por sitios de ensueño, lugares ajenos a cualquier problema, una parte de la vida sin penas ni olvido.
—A esta hora dejo la discoteca todas las noches. Me encanta esta tranquilidad, este silencio, las luces tenues jugando en la fachada de los edificios oscuros. Tengo la impresión de acceder a una dimensión diferente, a otra realidad. Esta ciudad nuestra, tan triste, se vuelve de repente mágica.
Ferrutti caminaba con las manos metidas en los bolsillos del pantalón dejando escapar palabras suaves, medidas. Su enfado era historia. Él también, en ese momento, era diferente, capaz de alcanzar nuevos vuelos. Parecía más alto, su semblante adquiría, a la mortecina luz de los faroles, la tranquilidad de la pasión serena; a sus ojos los hacía brillar un magma interior contenido.
Un carro tirado por un caballo y guiado por un hombre fantasma traqueteó en el pavimento desparejo. La carga de desperdicios perdió su equilibrio amenazando caer. El niño del pescante abandonó su asiento y en dos saltos estuvo al lado de la montaña fétida. Su mano experta volvió las descarriadas porquerías a su equilibrio anterior.
—Pensar que a esta hora, en algún lugar del planeta, alguien tira comida o se compra ropa que nunca usará.
El magma salió al exterior, el rostro perdió serenidad y los dientes se cerraron hinchando las mandíbulas. Mi querido amigo libraba una lucha interior, como la buena gente de nuestro planeta, entre sus necesidades personales y la urgencia de una justicia colectiva.
El carro se perdió a lo lejos. Nosotros pudimos colocar el cochecito a motor proa al centro. El silencio de las calles vacías era como un sedante adormecedor. En un momento abrí los ojos y me pareció ver a mis padres y sus amigos volando sobre Montevideo.
3
A un costado de la calle principal, en un edificio viejo con categoría, una placa dorada al lado de los timbres anunciaba: en el tercer piso, abarcando todas las puertas, está el despacho de los hermanos Lugardi. En el hall de entrada se alzaba, cual muro de contención, la figura de un portero de anchos hombros enfundado en un traje gris cuyo pantalón tenía dos franjas de tela más oscura sobre las costuras exteriores. El muro humano detenía a todos los desconocidos sometiéndolos a un interrogatorio cuya duración dependía de la apariencia de los interrogados: los mal entrazados recibían la expulsión de inmediato; los demás eran sometidos a estudio, porque hay gente capaz de disfrazarse tratando de parecer lo que no es, nunca se sabe. Aprobé el examen con bastante buena nota y recibí el premio de la sonrisa y la mano extendida señalando el ascensor al paraíso de las leyes. Minutos después descansaba en uno de los cómodos y modernos sillones negros de la sala de espera del bufete de abogados. La secretaria, una mujer madura de ceño fruncido que me había recibido de manera fría, asomó su proa anunciándome, de forma impersonal y seca, la disponibilidad del señor Augusto Lugardi para dedicarme una mínima parte de su precioso tiempo.
—Un nombre de pila muy apropiado —susurré al pasar a su lado.
—¿Cómo dice? —masculló la fruncida.
—Déjelo señora, usted debe haber estudiado poca historia —deslicé en su oído antes de atravesar la puerta del despacho.
El abogado de nombre imperial, un hombre gordo de traje marrón, papada abundante y ojos abotargados, recién salidos de la digestión lenta de un desayuno copioso, estaba incrustado en una silla de alto respaldo detrás de un escritorio un poco más pequeño que una cancha de basketball. Los papeles pululaban a lo largo y ancho del rectángulo, conviviendo con un cenicero enorme de madera —labrada por un orfebre esquizofrénico hasta conseguir una escena bucólica—, un pisapapeles de plata con bordes en oro y una pluma antigua de plata. Calidad y categoría, pretendían proclamar los objetos. Dinero, solo dinero, opinarían los mal intencionados. Yo me reservaba la opinión para después.
Augusto acomodó en su rostro una de sus múltiples muecas risueñas adaptables y acto seguido me señaló, desganado, una de las sillas de diseño destinadas a los clientes. Mientras me acomodaba imaginé las lágrimas que se habrían derramado sobre la tela delicada y las canalladas que habrían presenciado desde los cuadros colgados en las paredes los adustos señores de largos bigotes y los guerreros de ojos afiebrados. Experimenté entonces cierta momentánea pena por los abogados, profesionales atormentados, atrapados en la dura dicotomía de servir a los ricos que hacen las leyes o a los ricos que las contravienen. Ellos, los Lugardi, venían de una antigua familia patricia, famosa por su dedicación a las normas escritas y su habilidad para sobrevivir a las tragedias nacionales. Los dos hermanos de esta generación eran conocidos por su implacabilidad, por sus vicios y vida disipada, y por haber sido cómplices de la dictadura, no porque esta les gustara, sino porque hubieran sido cómplices de cualquier detentador de algún poder. Tenían todas las condiciones para ser, y eran, un perfecto par de canallas, pero no por acción sino por omisión; no urdían tramas ni participaban en conjuras, su condición de ambiciosos patológicos, unida a la de enfermos de la voluntad, los llevaba a aceptar lo que fuera.
—Mire, iré directo al grano —amenacé a una cara cuya mueca expectante parecía decir «de qué querrá hablarme este idiota», sintiéndome enseguida un personaje de película policial de tercera categoría—. Busco a la señora Amanso por encargo de un pariente y alguien conocido me ha dicho que le preguntara a usted o a su hermano.
Resuelto el enigma, el rostro se distendió. Ahora ya sabía a qué venía y no iba a tardar en echarme a patadas, porque ningún abogado en su sano juicio, y menos uno tan importante, daba información confidencial.
—¿Quién? —preguntó después de asegurar que consultarlo a él o a su hermano daba lo mismo.
Era una pregunta extraña porque ningún investigador serio revelaba la identidad de sus fuentes.
—¿Quién me hizo el encargo de buscar a su mujer o quién me dijo que viniera aquí?
—Quién le dijo que viniera aquí. Al del encargo lo conozco, me tiene al tanto.
—Agustín Mastranza —me apresuré a decir. Después de todo yo no era investigador, en lo relativo a la seriedad no hay que exagerar, y el ínclito abogado no era muy diferente a mí, hasta el momento no me había echado a patadas como era lógico y esperado.
—¿Lo conoce bien?
—No soy su amigo, si eso es lo que quiere decir.
—Agustín Mastranza es un crápula sin amigos.
Aunque el muchacho no me agradaba, y el incidente con la morena había bajado su ya casi inexistente cotización, la seguridad de la frase y la forma en que fue lanzada —con desprecio, sin ningún respeto a mi posible opinión sobre él— me molestaron, demostraban falta de tacto y cierto rencor. Quizás el tarambana, típico destructor de hogares, le hubiera jugado a Augusto alguna mala pasada personal.
—Pero estoy seguro que usted no vino aquí a charlar sobre las relaciones humanas —continuó el leguleyo sin importarle en lo más mínimo mi desagrado—. Vayamos a lo que en realidad nos interesa. No sé cuánto le habrá contado el señor Monroe.
La enorme popularidad del dúo Monroe-Amanso y el carácter público de sus andanzas me dejó sin palabras. Augusto quedó también en silencio, hasta que, cansado de esperar, prosiguió:
—La señorita Ana Amanso se ha apropiado de ciertos documentos y de una suma considerable de dinero.
—Vamos a ver… —deslicé como corto prólogo de las importantes palabras que vertería a continuación—. El señor Monroe se presenta en mi despacho con la intención de contratarme para que busque a su amiga. Tan luego a mí, que no me dedico a este tipo de trabajo específico. Ahora se agrega el robo. ¿Por qué no acude a la policía? —Una pregunta clave, de manual. Me sentí orgulloso de la variedad de mis facetas.
—No podemos ni queremos. Nuestra única intención es que la señorita Amanso devuelva lo que se llevó. Ir a la policía significaría meterse en problemas legales y escándalos que nuestro cliente no puede asumir. Un detective conocido o una agencia serían fácilmente reconocibles. Buscamos discreción total y creo que con usted podemos tenerla.
Una explicación también de manual. Se veía que los dos habíamos leído mucho, el policial clásico no nos era ajeno.
—Su tarea es sencilla. La busca, la localiza y cobra los honorarios y la comisión. Así de simple —remató como si hubiera encontrado la piedra filosofal.
Alto, me dije. No des la impresión de estar suplicando el dinero de rodillas, resistite a morder el fácil anzuelo de la comisión; tenés que mantenerte a la expectativa, impertérrito. Eso hice. Augusto, por el contrario, parecía morirse de ganas de ponerme al tanto.
—¿Un diez por ciento del dinero rescatado le parece bien? —cortó camino. Sin esperar respuesta habló despacio, calculando el efecto de sus palabras— Ella se ha llevado un millón de dólares.
En caso de haber estado bebiendo me hubiera tirado la bebida encima. De repente, en un santiamén, mis problemas económicos se solucionaban a través de un trabajo sencillo, un juego de niños. «Para, para, muchacho. Es raro que te regalen tanta guita, acá hay gato encerrado», advirtió mi conciencia con razón, pero eso no se piensa frente al caramelo envenenado, se lamenta después, cuando vienen los dolores de estómago. «Vete, no te necesito», le grité a esa voz interior surgida inopinadamente y totalmente fuera de lugar. Sin darle tiempo a reaccionar resolví el tema:
—¿Tiene idea del lugar al que se dirige esta señora?
—Le perdimos la pista la semana pasada. Suponemos que cargando esa suma de dinero no va a quedarse aquí, en este medio tan chico.
—Lo averiguaré —aseguré con una firmeza inconsciente.
Unos golpecitos en la puerta preanunciaron su pronta apertura. La hoja cedió y por la tímida hendija asomó la figura antigua —blusa blanca con volados y anteojos de carey— de la secretaria fruncida.
—Le esperan en la reunión —recordó a su jefe a través de voz y mirada de terciopelo. Para mí, que era una presencia inadecuada en un lugar tan fino, reservó la frialdad.
Augusto sintió la llamada del trabajo de la misma forma que Tarzán siente la de la selva: se puso de pie como impulsado por un resorte, hinchó el pecho y se dispuso a la acción. Faltó el alarido, una lástima.
—Manténganos al tanto —me ordenó a modo de puntapié final.
Me apresuré a batirme en retirada, no fuera a ser que mi tardanza pusiera en peligro el dinero a cobrar. Al pasar junto al escritorio de recepción recibí la leve sonrisa compasiva dedicada a los inconscientes que se retiran de un lugar sin usar la salida correspondiente, en mi caso la puerta trasera y el ascensor de servicio. La secretaria, acostumbrada a la primera división, me recalcaba las diferencias y me hacía saber que me estaba perdonando la vida.
En la calle me asaltaron las preguntas: ¿Por qué me contrataban? ¿Habrían averiguado mi precaria situación económica y querían ayudarme? ¿Sería por mi personalidad avasalladora? ¿Qué les aseguraba yo, qué podía garantizarles, cuál era mi papel?
Sentado a la mesa de un bar en una calle cercana, saboreando una cerveza fresca, calmé mi calenturienta conciencia —reaparecida dando la lata, echándome en cara la rápida decisión— prometiéndole claridad en relación a los movimientos futuros: la buscaría hasta encontrarla y punto final. El dinero iba a ser mi única meta.
Desde una cabina llamé a la agencia de viajes de un amigo. Durante la semana habían salido dos vuelos a Europa y uno a Estados Unidos. Aunque la lista de pasajeros era casi misión imposible él tenía un par de contactos. Anochecía. Sentí deseos de una piel en la yema de los dedos. Pese a nuestra aún cercana declaración de tregua, Amanda seguía siendo la primera de la lista, mi preferida. En un discreto segundo plano se situaban Silvia y Adela. ¿Jugarían ellas, igual que yo, con ases en la manga? Cabía la posibilidad. Las llamé a todas por orden de interés. Amanda no podía explicarse mis actitudes, mi falta de compromiso, quizá más adelante, cuando se calmara. Adela tenía una cena con amigas y otras excusas. Por último Silvia. ¡Bingo! A ella le agradaba la idea de una pizza y una película. Para la pizza tenía todos los ingredientes, la película podía alquilarla en el video de la esquina, algo liviano, nada intelectual, que sirviera de pretexto. Caminé despacio hasta mi casa, dejando que la suave brisa me acariciara la cara.
Como primera medida eché la levadura fresca en una taza y le agregué azúcar y agua caliente. Después la metí en un lugar oscuro y tibio a leudar. Acabada la primera parte del rito culinario puse música, me serví una bebida acompañada de trozos de longaniza y galletas y me tiré en el sofá.
La suave melodía y el sabor fuerte del fiambre me llevaron en andas hasta la casa de mi abuelo en el campo, un pequeño rancho repleto de maravillas, donde la felicidad parecía una meta alcanzable. En invierno las naranjas desbordaban las copas de los árboles. Era un gusto arrancar uno de aquellos maravillosos frutos y pelarlo despacio absorbiendo el perfume de las miles de gotitas que escapaban de los cortes del cuchillo en la cáscara. Durante la primavera las frutillas, en verano las fiestas en familia, el asado en la parrilla, la ensalada de frutas con ananá y los turrones en las fiestas. Mi abuelo se retiró para siempre de escena un martes de abril y la obra El pequeño mundo feliz cayó de la cartelera de forma irrevocable. No sé por qué lo bueno se termina acabando. Debíamos haber seguido disfrutando los que quedábamos, pero quizá fuera aquel hombre viejo el centro y el motor de ese disfrute y todo lo demás surgiera como consecuencia natural de su presencia.
Finalizada la música y el ejercicio de nostalgia, abrí una lata de tomates, piqué bastante ajo y los mezclé; agregué orégano a discreción, un toque de tomillo, sal y aceite. Saqué la levadura fresca que desbordaba la taza, la eché sobre la harina en un bowl y trabajé la pasta hasta conseguir una masa suave que dejé reposar una media hora, aprovechada en juguetear con el olvidado saxo. Formé la pizza y la metí al horno diez minutos antes del sonido del timbre. Silvia apareció sonriente, acarreando su cuerpo rotundo y un recipiente de helado. Una noche perfecta. El mundo empezaba a ser un lugar casi recomendable.
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