Kitabı oku: «Tiempos felices», sayfa 2
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Horacio del Río y Villescas era uno de los que se hacían esa clase de preguntas. Porque si su madre había decidido casarse con alguien tan joven como para que pudiera ser su nieto no era tanto problema de ella como del lunático que había aceptado la propuesta de matrimonio. Nadie en su sano juicio podía hacer algo así, a menos que hubiese un motivo social y económico de fondo. Solo así se explicaba que Orlando, en apariencia un hombre inteligente, se mostrara tan decidido a casarse con una mujer cuyo futuro más inmediato se dirigía con paso firme al panteón familiar. Solo un malnacido podría tener una mente tan retorcida. Solo alguien sin escrúpulos y cuyos valores estuvieran seriamente deteriorados era capaz de perpetrar un crimen tan aberrante como el que ese cretino que iba junto a él estaba a punto de consumar.
Mientras se acercaba al borde del terraplén, Horacio pensaba en una manera de disuadirle. Debía de haber alguna forma de convencerle. Tal vez fuese suficiente con ofrecerle una generosa cantidad de dinero con la que alejarle para siempre de su madre y del peligro que suponía para él, como hijo mayor, el hecho de que en unos días aquel crío se convirtiera no solo en su padrastro, sino en el legítimo heredero de los innumerables bienes familiares. Y tal cosa no podía suceder bajo ningún concepto.
Cuando levantó la vista encontró los ojos de Anselmo clavados en él. Anselmo era su ayudante y el encargado de realizar casi todas las labores importantes en la finca, pero sobre todo lo consideraba su hombre de mayor confianza. Salvando algunos detalles genéticos, podía considerársele como de la familia. Los tres estaban agazapados tras unos matorrales. El silencio era casi absoluto y solo lo interrumpía la agitación de Orlando, quien no dejaba de moverse y de hacer ruido con sus botas. Ir acompañado de alguien que no tenía la menor idea de lo que debía hacer en esas situaciones no facilitaba nada las cosas. Por lo demás, el día era perfecto para ir de caza. Sin viento y con el cielo despejado, solo había que esperar el momento adecuado. Tarde o temprano aparecería un conejo, una liebre o incluso una codorniz, aunque cada vez las veía menos en aquel terreno. Anselmo prefería estas últimas. Ya llevaba algunas atadas al cinturón. En cambio, a Horacio le gustaban más los conejos y las liebres. Y si podía dispararles en movimiento, mucho mejor, ya que era la única manera de saber diferenciar a un buen tirador de uno mediocre. Por eso nunca disparaba a sus presas cuando estaban paradas.
Orlando contemplaba el paisaje con aire soñador mientras Horacio le lanzaba miradas cargadas de reproche cada vez que movía uno de sus pies. Si no había silencio, no había caza. Era una máxima que todo buen cinegético conocía y que aquel idiota ignoraba. Aunque en realidad el concepto que Horacio tenía del enfermero de su madre era bien distinto. El papel de la idiotez recaía más bien en ella. Respetaba a su madre, desde luego. O al menos lo había hecho siempre hasta que ocurrió lo del accidente. Desde entonces las dudas sobre su estado mental, y en concreto sobre su capacidad para tomar decisiones que no estuvieran siendo influenciadas directa o indirectamente por los múltiples medicamentos que estaba obligada a tomar, eran igual de serias que innumerables. La solución para que la boda finalmente no se produjera pasaba, por tanto, por convencer a Orlando, de nacionalidad dominicana, usando argumentos como el precario estado de salud en el que se hallaba su madre para que comprendiera las consecuencias que se derivarían de una decisión como esa no solo para una familia tan socialmente respetada como lo era la suya, sino también para él mismo, quien obtendría una fama inmerecida en caso de que el matrimonio acabara concretándose, tras lo que sería acusado de ser un oportunista que solo pretendía aprovecharse de la invalidez de una anciana. Tras explicárselo de esta forma, Orlando lo miró un instante en silencio.
—Mire, escúcheme —dijo al cabo de unos segundos, empleando ese acento latino tan característico, con el que suelen arrastrar las palabras como si estuvieran tumbados en la hamaca de alguna playa lejana—. Yo me voy a hacer una prueba. Verá. Me ha llamado el maldito médico para darme fila. Tengo que hacerme unos análisis, pruebas de anestesia y toda la vaina. Cuando me haga esas vainas me dirá los resultados. Quiero demostrar que estoy bien de salud y que no voy a contagiale nada a su querida madre. Apalte de eso, usté sabe que la quiero mucho. Su linda madre es una bellísima persona. Tiene sus cosas, claro. Pero para eso estoy yo, para cuidala. Y que la prensa diga lo que quiera. Son unos mamahuevos. Y no lo digo por usté, que es periodista. Lo digo por los diablos que se meten en la vida de los demá. Lo que digan de mí me suelta en banda, polque el amol debe plevalecer, ya tú sabe. Así que usté no debe preocuparse por nada, que a mí no me impolta lo que digan.
Tras escucharle, Horacio cruzó una mirada de extrañeza con Anselmo. Luego miró al horizonte. Si tenía alguna duda de que su madre no debía casarse con un imbécil, quedó reducida a cenizas en aquel momento. El muy gilipollas ni siquiera sabía hablar correctamente. No solo le parecía espantoso que alguien así pudiera entrar a formar parte de la familia, sino también ridículo. El mismo ridículo que harían cuando el mundo se enterara de semejante unión. Y, puesto que no había ya manera de convencerle, Horacio acababa de tomar una conclusión salomónica. Para eso había querido que lo acompañara, porque si, pese a todos los intentos por disuadirle, aún continuaba con la intención de casarse con su madre, el plan debía seguir su curso de igual forma que un río desemboca en el mar.
—A que no eres capaz de acertar con esa liebre de allí —retó de pronto a Orlando, quien jamás en su vida había disparado un arma. A continuación le prestó su escopeta y le ayudó a colocarla adecuadamente—. Culata bien pegada al hombro y firmeza en la sujeción. Esa es la clave, muchacho.
—Pero es que yo no he disparado nunca, mire usté. Y no me gusta ir por ahí disparando a animalitos.
—Vamos, vamos —insistió Horacio—. Ahora que vas a ser parte de la familia debes ir aprendiendo a manejarte en una de nuestras costumbres más frecuentes. Los Del Río y Villescas tenemos fama de ser buenos tiradores.
—Pues vale, pero es que yo… —Orlando se interrumpió a sí mismo tras disparar el arma por error. La bala impactó contra el suelo muchos metros más allá y levantó una pequeña nube de polvo.
—No está nada mal —mintió Horacio—. Creo que le has dado de lleno. ¿Puedes ir a comprobarlo?
Orlando le devolvió la escopeta a regañadientes y fue a hacer lo que le había pedido. No era partidario de la caza. Eso de matar animales por placer le daba pena. Mientras bajaba por el terraplén y caminaba hasta el lugar del impacto no dejó de quejarse y expresar su contrariedad hacia unas costumbres tan crueles. Detrás de él, Horacio cargaba su arma al mismo tiempo que defendía la existencia de la cinegética.
—Es muy útil, amigo mío. Sobre todo en estos casos —decía al mismo tiempo que sujetaba la escopeta y afinaba la puntería.
—Pues no lo entiendo, mire usté. Esto es un juidero. Y además aquí no hay nada. Al final me voy a quillar con esta vaina y…
Pero Orlando no pudo terminar la frase. Horacio había vuelto a acertar con un objetivo en movimiento, aunque este caminara sobre dos patas.
—Buen disparo, señor —dijo Anselmo, observando el cuerpo abatido.
—Gracias. Tenía que hacerlo. No soportaba eso de la jodida vaina.
—Yo tampoco, señor —se sinceró su ayudante.
Tras un rato de silencio, ambos vieron que Orlando se estaba arrastrando pesadamente por el suelo. Horacio hizo una mueca de desagrado antes de volver a apuntar y a disparar por segunda vez.
—A mi hermano le habría bastado con un solo disparo —dijo lamentándose—. Y probablemente a mi hija también.
—Es posible, señor —se limitó a decir Anselmo en un tono relajado.
—¿Tienes hora? —le preguntó Horacio.
—Doce y cuarto, señor.
—Bien, encárgate del vainas ese. Yo iré a ver a mi madre.
—¿Le hago desaparecer por completo? —quiso saber Anselmo.
—Por completo, desde luego —le pidió Horacio. Denunciaré su desaparición antes de que alguien lo eche de menos, aunque lo dudo.
—Excelente idea, señor.
—Gracias, Anselmo. No sé qué haría yo sin ti.
Y acto seguido Horacio, fiel al particular estilo que su familia había tenido siempre para solucionar los problemas, dio media vuelta y marchó en dirección a la mansión de los Del Río y Villescas con el alivio que suponía haber resuelto una dificultad como aquella de forma exitosa.
3
El inspector Serranillos había pasado una mala noche. Otra más. Y el hecho de haber tenido que madrugar tanto para emprender un largo viaje no mejoraba las cosas. Era un fastidio, sin duda. Tal vez fuese ese el motivo de que al llegar a su destino se sintiera tan sorprendido. Había esperado encontrarse con un par de personas nada más, pero allí había decenas, tal vez más de un centenar. Y eso que era la antesala. Cuando entró a la sala principal comprobó que el número sobrepasaba con creces cualquier expectativa. ¿Cómo era posible? ¿De dónde había salido tanta gente? Sin poder salir de su asombro, el inspector avanzó discretamente, esquivando a hombres y mujeres de edades muy dispares. También se topó con algún que otro niño despistado que trataba de encontrar a sus padres entre aquel bosque de piernas. Cuando logró atravesar la sala y se situó frente al ojo de buey, contempló durante unos segundos aquella imagen fantasmagórica. Antes de que los recuerdos comenzaran a fluir en su cabeza, notó que alguien le tocaba el hombro. Un hombre se había situado a su lado. Después, sin poder contener las lágrimas, se echó a sus brazos y prorrumpió en un sonoro sollozo, lo que atrajo la atención de los demás. El inspector se vio rodeado de pronto de gente que no conocía de nada, pero, contra todo pronóstico, ellos sí parecían conocerle a él, a juzgar por los abrazos y la sinceridad que mostraban al estrecharle la mano para darle el pésame. Durante unos minutos se encontró a sí mismo prestando sus hombros a varias personas al mismo tiempo, intentando consolarlas de la mejor manera posible pese a que no era capaz de reconocer a nadie. Para el inspector fue todo un descubrimiento recibir tanto apoyo inesperado. Se sentía algo abrumado. Hasta ese día el único abrazo que había recibido, sin contar los puramente formales que tenían que ver con las felicitaciones por su ascenso en el Cuerpo Nacional de Policía, solía ser el que cada noche le daba a su almohada. Por eso, ante la falta de práctica, se limitó a dar pequeños golpecitos en la espalda de quienes se acercaban hasta él para presentarle sus respetos. Era, de hecho, lo mismo que le hacía a su almohada antes de irse a dormir.
Tras lograr un respiro en el asedio al que estaba siendo sometido, el inspector Serranillos aprovechó para sentarse frente al ojo de buey y echar un rápido vistazo a su entorno. La profunda tristeza en la que estaba sumida la mayor parte de los asistentes era notable. Luego volvió la vista hacia el cristal y arqueó una ceja. No podía creer que aquel cabronazo hubiese dejado tantos corazones rotos. Su padre podía ser cualquier cosa, y a él no se le ocurría decir ninguna buena, pero lo conocía lo suficiente como para saber que la única huella que era capaz de dejar en los demás se debía a las generosas propinas con las que solía premiar a los camareros de los restaurantes que visitaba. No recordaba un nivel de generosidad en su padre que superara ese. En cualquier caso, hacía ya muchos años que no sabía nada de él. Alrededor de diez, si la memoria no le fallaba. Durante todo ese tiempo podría haber cambiado lo suficiente como para que en el día de su adiós se hubiesen congregado alrededor de su lecho de muerte tal cantidad de personas. Era una posibilidad remota. Si bien el inspector, volviendo a repasar aquellos rostros apesadumbrados, seguía sin reconocer a nadie. Allí no había ni un pariente cercano, lejano o mediano. Por si eso fuera poco, sus dos únicos tíos habían muerto hace tiempo y dudaba de que alguien proveniente de esa parte de la familia pudiera estar presente, salvo para asegurarse de que, en efecto, había acompañado a sus dos hermanos en su viaje al más allá. Tenían cuentas pendientes y nunca mejor dicho, pues su padre se había llevado la mejor parte de la herencia familiar tras el fallecimiento de sus abuelos y siempre circuló la sospecha de que hubo algún tipo de manipulación en los papeles notariales.
Por otra parte, ¿qué cojones hacía allí una tuna? El inspector Serranillos acababa de ver a unos cuantos hombres vestidos de tal guisa unos metros más allá. ¿Acaso su padre, al borde de la locura, había dedicado el último tramo de su vida a ser tunero o como coño se llamasen? Aquello sí que le dejó desconcertado. Primero porque su padre nunca fue capaz de manejar otro instrumento que no fuera la pandereta y segundo porque, al menos hasta donde llegaba su conocimiento, mantuvo siempre una particular obsesión por no aparecer en público más de lo estrictamente necesario. La tuna no encajaba en absoluto con la forma de ser de su padre. De hecho, no encajaba con nadie, ni siquiera con su único hijo. Aunque, viendo tal cantidad de gente, el inspector llegó a pensar que el viejo cabrón había estado llevando una doble vida a espaldas de su difunta esposa. Esa podía ser una teoría. Sin embargo, la descartó de inmediato. Su padre no tenía tantas luces. Y no es que engañar o llevar una segunda vida en paralelo fuese solo cosa de personas inteligentes, pero es que su padre tampoco era habilidoso y para mentir había que tener al menos cierta picardía. Él lo sabía mejor que nadie. Llevaba ejerciendo de inspector policial desde hacía más de una década. Lo suficiente como para saber algo del oficio y para detectar los perfiles psicológicos que eran más propensos a caer en ese tipo de comportamientos duales. No, su padre había sido siempre un tipo de lo más ordinario. Y ahora que lo observaba allí, amortajado, no parecía ni siquiera eso. Estaba blanco como la cera, como uno de tantos cadáveres a los que se había acostumbrado a ver en su día a día.
El inspector Serranillos se sentía triste por no sentir tristeza. Rodeado de tanta gente, tanta lágrima y tanto pañuelo pegado a la nariz, tenía la incómoda sensación de que era precisamente él, su propio hijo, el que menos dolor demostraba ante la pérdida. Y en cambio no dejaba de preguntarse a qué venía aquel escenario tan dramático. Al fin y al cabo, su padre jamás había movido un dedo por nadie. Si hubiese sabido en qué consistía eso de la empatía es muy probable que la hubiese usado como bolsa de basura. Dar cariño no fue nunca su cualidad más destacable. Su madre podía dar un testimonio fidedigno al respecto. De ella siempre pensó que había muerto de pena. Aunque el informe médico indicaba un prematuro ataque al corazón, el inspector sospechaba que el aburrimiento había sido la principal causa de su muerte. Estaba convencido de que su padre había perpetrado el crimen perfecto. Un asesinato indirecto y sin usar otra arma que no fuera la anodina vida en la que su madre se sumergió tras haberse casado con él. Recordaba aquella vez en que, al preguntarle a su madre sobre qué podía haber visto de interesante en un hombre tan feo, barrigón y torpe como ese, recibió una respuesta igual de desapasionada que el matrimonio que habían compartido durante más de treinta años. «Nada, hijo. Absolutamente nada», le dijo mientras hacía una tortilla francesa con ánimo desganado. Y el secreto de ese «nada», si es que había algún secreto —y era evidente que, cuando menos, debía de existir un pequeño enigma, aunque solo fuera del tamaño de un guisante—, se lo llevó con ella a la tumba, dentro de la cual el inspector estaba convencido de que llevaría una existencia mucho más activa y dinámica de la que había llevado en vida. Y fue justo ese mismo día, el del entierro de su madre, cuando también pasó sus últimas horas junto a su padre. El destino tenía esas paradojas, pensaba el inspector, sentado frente al ataúd que acompañaría al cementerio poco después. Porque, a pesar de ser un ateo convencido, el inspector también era un firme defensor de concederle a la divinidad una duda razonable, lo que podría definirse como ser un ateo lo suficientemente precavido.
Al pensar en esto y en lo feo que había sido su padre en vida, en contraste con el atractivo que mostraba una vez muerto, el inspector Serranillos no pudo contener una sonrisa ahogada. Un trabajo de maquillaje post mortem excepcional, desde luego. Y volvió a soltar otra sonrisita ahogada, consiguiendo atraer la atención de una mujer que lloraba a su lado. ¿Qué podía hacer si le estaba dando la risa frente al arrebatador cadáver de su padre? Él tenía más derecho que nadie a reírse cuanto quisiera de un cabronazo con mayúsculas como aquel. No porque hubiese muerto dejaba de ser menos cabronazo. Al pan, pan, y al vino, vino. Era así de sencillo. Además, a lo mal padre que había sido (siempre recordándole lo torpe que era en los estudios, lo torpe que era en las actividades deportivas, lo torpe que demostraba ser en los juegos de mesa —hasta los quince años siguió pensando que el número uno de las cartas en la baraja española indicaba que era la menos importante—, insistiendo una y otra vez en que nunca sería alguien importante debido a su natural torpeza, tratando de despojarle de cualquier atisbo de autoestima; sumiéndole, en definitiva, en una constante depresión que le acompañó durante gran parte de su compleja adolescencia) había que sumarle el hecho de que el muy hijo de puta se fuera al otro barrio dejándole a deber más de cincuenta mil euros, que tuvo a bien invertir en un piso de mierda de un barrio de mierda, situado en una mierda de calle de Madrid y que, por supuesto, había tenido el detalle de dejarle en herencia para que su hijo tuviera que seguir pagando la jodida hipoteca. Este tipo de detalles eran los que desconocía toda aquella buena gente. Y le habría encantado poner un cartel en la entrada del velatorio que contase sus lindezas por si a alguien le quedaba alguna duda de que el hombre al que lloraban y que yacía al otro lado del cristal era en realidad y sin la menor vacilación un auténtico cabronazo. Aunque tal vez estuviera a tiempo de que lo añadieran al epitafio de su tumba. Sí, y adornarlo de paso con luces de colores para que se viera más claramente desde la distancia.
El inspector tuvo que hacer un alto en sus agitados pensamientos y respiró hondo. Empezaba a notar cómo la sangre hervía por sus venas. Debía relajarse. Luego volvió a observar a las personas que le rodeaban. Allí seguían todos, incluidos los de la puñetera tuna. ¿Y si les pedía que se animaran a tocar una canción? Una de las suyas, quizá un «canta y no llores», por ejemplo. Venía que ni pintada para esa ocasión. Entonces el inspector se animó con otra risita ahogada. Tenía que admitir que había algo de teatralidad cómica en aquella sala, no solo por los tunos. También por los cuchicheos, por la patética imagen que daban todos yendo a un velatorio tan emperifollados, algunos incluso orgullosos de haber acudido con traje de etiqueta. Y más allá, en el rincón opuesto, un grupo de jóvenes daban la nota pintoresca habiéndose presentado con un par de minis que sujetaban despreocupadamente en sus manos, ignorando que el lugar era el menos indicado para realizar un botellón. Llegó a preguntarse de qué zoo se habrían escapado y, lo más inquietante, en qué línea de parentesco familiar estarían respecto a él. También vio a dos mujeres de aspecto siniestro deambulando por la sala, arrastrando sus maletas mientras saludaban a la gente. Al parecer se llamaban tía Marta y tía Luisa, según pudo escuchar el inspector, y acababan de llegar desde Santander en un viaje realizado en autobús, cuyos asientos, en opinión de la primera, no eran todo lo cómodos que deberían ser teniendo en cuenta el precio de los billetes.
En su conjunto estaba claro que había razones de sobra para echarse a reír y hasta le extrañaba que nadie lo estuviera haciendo ya. Tal vez por eso el inspector Serranillos se levantó de su asiento e hizo un amago de retirada. Si no salía de allí cuanto antes le daría un ataque de risa. Pero justo en ese momento alguien lo cogió del brazo y lo frenó en seco. Cuando giró la cabeza y se encontró con una mujer de avanzada edad que no le llegaba ni a la altura del pecho —y eso que él no era demasiado alto— tuvo que agachar la cabeza para escuchar lo que la señora estaba murmurando.
—Perdón, ¿cómo dice? —preguntó el inspector.
—Digo que si es usted amigo de mi marido.
Entonces el inspector lanzó una mirada al cadáver y después volvió a mirar a la señora. ¿Amigo? ¿Marido? Eran dos palabras que unidas en una misma frase generaban cierto desconcierto si eran dirigidas a él en aquella situación. No tenían sentido. Tal vez fuese una chalada, pensó. Una de tantas que le rodeaban. A no ser que… El inspector levantó la ceja una vez más, miró de forma alternativa a la señora y al cadáver y, de pronto, una idea atravesó su mente a toda prisa, situándose al borde del abismo de la lógica más evidente. Durante unos segundos contempló a los invitados con un renovado punto de vista. Bien, no cabía duda. Ahora sí encajaba todo. Ahora sí podía tener sentido aquel río de lágrimas y el número tan elevado de personas congregadas dentro y fuera de la sala. Al inspector no le quedó más remedio que admitir que se había equivocado de velatorio.
—Amigo, solo amigo —le dijo a la señora antes de expresarle sus indoloras condolencias, fingiendo estar emocionado, gracias a lo cual pudo justificar su rápida despedida.
En su particular huida por escapar de aquel terrible malentendido tuvo que abrirse paso entre los tunos, quienes le asediaron a abrazos, insistiéndole en que se quedara hasta que terminara el homenaje que le estaban haciendo al que había sido su compañero más veterano.
Tras lograr zafarse de todos los invitados y llegar al recibidor, echó un vistazo al cartel donde se anunciaba el nombre del difunto y confirmó lo que ya se temía. Por si acaso, siguió disimulando sentirse muy abatido hasta llegar a la sala contigua. Miró el pequeño cartelito y leyó, esta vez sí, el nombre de su padre. Después giró sobre sus talones, titubeó un momento y, cuando estuvo seguro de que nadie se fijaba en él, apoyó la espalda en la puerta del velatorio que le correspondía y la empujó. Una vez en su interior, comprobó que estaba solo, lo que le sirvió para darse cuenta de que aquel silencio era mucho más apropiado. Allí no había nadie, salvo él y el cadáver que yacía al final de la estancia. El inspector Serranillos avanzó con paso inseguro hasta situarse frente al cristal y observó un instante el rostro blanquecino de su padre. Nadie se había preocupado de adornar el pequeño habitáculo con una corona de flores. De hecho, ni siquiera veía flores de plástico. La imagen explicaba por sí sola la clase de vida que había querido llevar siempre. Tacaño, egocéntrico, estricto en sus propias costumbres y en cómo debían ser las de los demás y sin preocuparse nunca de otra cosa que no fueran sus latas de cerveza, su sillón y su partido de fútbol. Su padre vivió de forma simple y murió con la misma simpleza. Al menos había que concederle el honor de haber tenido cierta coherencia hasta el final.
—Viejo cabrón —murmuró el inspector, situado de pie frente a aquel semblante que nunca tuvo mayor expresividad de la que ahora tenía dentro del cajón mortuorio.
Casi al mismo tiempo vio aparecer a cuatro hombres que no parecían haberse percatado de su presencia y fueron directamente a retirar el ataúd. Cuando se dieron cuenta de que aún había alguien en la sala velando por el alma del fallecido se quedaron paralizados y algo sonrojados.
—Lo siento, señor —trató de disculparse uno de ellos—. Pensábamos que no había nadie.
El inspector los miró con rostro serio. Después les hizo un gesto para restar importancia al asunto y les dijo que continuaran con su tarea. Segundos más tarde, ya sin el cadáver de su padre delante, miró absorto el hueco dejado por el ataúd, agachó la cabeza y la ocultó entre sus manos. Cualquiera que hubiese entrado en la sala justo en ese momento se habría encontrado con la figura de un hombre que debía estar llorando la pérdida de un ser querido, pero en cuanto se hubiese acercado unos pasos habría llegado a una conclusión muy diferente. Porque el inspector Serranillos estaba llorando, sí, aunque no de tristeza. Acababa de darle un ataque de risa.