Kitabı oku: «Tiempos felices», sayfa 3

Yazı tipi:

4

En una estación del metro de Madrid había alguien que no tenía ningún motivo para echarse a reír en aquel momento. Más bien estaba empezando a perder la paciencia mientras hablaba por teléfono.

—Pero ¿qué me estás contando? —decía, tratando de no levantar demasiado la voz—. ¿Cómo que yo…? ¿Y tú qué sabrás…? Además… ¿Qué? Venga ya, tú no estás bien. Claro que no… Joder, pues porque no… Ah, ¿y yo sí? Yo tengo que adivinar las cosas y tú… Vaya, no me digas… Pues ahora me entero… ¿De qué? ¿Qué quieres decir con que…? El que está harto soy yo, bonita… ¿Tiempo? ¿Que necesitas tiempo para aclararte? Pero si lo que me estás diciendo ya suena muy claro… Sí, lo que pasa es que… Lo que pasa… ¿Me dejas hablar? Lo que pasa… Lo que… ¿En serio? ¿Lo dices en serio? ¡Pues a tomar por culo!

Y tras decir esto lanzó el móvil con fuerza a las vías del tren, dejando perplejos a los muchos testigos que esperaban en ambos andenes. Casi sin pensárselo, y dándose cuenta de lo que acababa de hacer, decidió que debía recuperar lo que quedara del teléfono. Por eso se lanzó a las vías entre gritos de asombro y sorpresa justo en el momento en que un tren estaba llegando a la estación. Al menos había logrado salvar la tarjeta donde se guardaban los números antes de cruzar las líneas de ferrocarril y alcanzar el otro extremo para ponerse a salvo. Esto no le evitó tener que recibir la reprimenda de algunos viajeros y, sobre todo, de los miembros de seguridad, que lo escoltaron hasta la salida.

Pero a Sebastian Gifterberg no le importaban las broncas que pudiera recibir. Su pensamiento estaba en la tarjeta que guardaba en su puño. Para él resultaba vital no haber perdido los contactos porque entre ellos no solo se encontraba el número de quien había sido su novia hasta hacía unos minutos, sino también el de otras futuribles novias. Aunque de nada servía tener otras opciones si todas ellas eran iguales o peores a la que acababa de terminar. El dilema de Gifterberg consistía en dar con la mujer adecuada. Y estaba claro que la adecuada no existía más que en su idealizada imaginación. Fuera de ella solo había pequeños fragmentos de un puzle cuyas piezas no encajarían nunca. Y allí, sentado en el banco de un parque, empezó a cavilar acerca de las vicisitudes amorosas y sobre sus infinitas complejidades. Para Gif —diminutivo al que se había acostumbrado debido a las dificultades que tenían los españoles a la hora de pronunciar su apellido—, el amor era una especie de ideal caballeresco que estaba condenado a desaparecer en aquellos tiempos modernos donde, según su particular punto de vista, una y otra vez solía ser confundido con toda clase de sentimientos contradictorios que poco o nada tenían que ver con él. Su experiencia amorosa había sido siempre un choque frontal entre su realidad y la realidad imperante o, más concretamente, la de las mujeres. Porque todas las que habían pasado por su vida, y debía reconocer que el número total no era reducido, parecían haberse puesto de acuerdo en ese punto. Por regla general, sus relaciones no lograban extenderse en el tiempo más de lo que Gif tardaba en convencerse de que la soltería era el mejor modo de vida, algo que, curiosamente, anticipaba el comienzo de una nueva relación amorosa. Dichas uniones mantenían una misma estructura sentimental y un mismo proceso evolutivo. El campo de batalla era la cama, raras veces en un coche y casi nunca en público, a no ser que la urgencia le condujera irremediablemente hasta ese extremo. Luego aparecía el frenesí; después, la voluptuosidad de las caricias, las cuales despojaban de toda vergüenza los deseos más ocultos y donde los besos eran las palabras desbocadas que alcanzaban un límite incierto en cuanto a su descontrolada elocuencia. Cuando la batalla tocaba a su fin surgía el amanecer acompañado de una taza de café y los perezosos bostezos. Ese era el momento en que Gif, recordando el ardor nocturno con una sonrisa, saludaba al amor de su vida mientras ella le devolvía la sonrisa al amor de una noche. Solo entonces se daba cuenta de que el déjà vu había vuelto a repetirse. «Ella aparecerá cuando menos lo esperes», solían decirle sus agradecidas amantes para consolarlo mientras se lo quitaban de encima. Porque a pesar de las incontables decepciones y de que sus expectativas de comenzar un nuevo noviazgo no duraban más que un par de horas, Gif no se rendía. Solo una vez se le ocurrió cambiar su actitud romántica con las mujeres. Pero aquello había resultado ser un experimento desastroso. Y se dio cuenta de ello mientras iba camino de la comisaría tras haber provocado una sonora discusión en plena madrugada, cuando decidió entrar en el juego del hombre despiadado y reprochó a su joven amante el haber fingido un orgasmo, ignorando los arañazos en su propia espalda, que le impedirían tumbarse boca arriba durante varios días.

En cualquier caso, la sensación de que era él quien sufría los abusos por parte de las mujeres le acosaba constantemente y hacía que se sintiera utilizado de un modo permanente. De hecho, tenía la desagradable impresión de que la vida le había castigado para que experimentara en sí mismo el clásico estereotipo femenino de ser las sufridoras e ingratas amantes que debían soportar con firme estoicismo el trato egoísta de los hombres.

«Ella aparecerá cuando menos los esperes». Aquella frase lo perseguía como una maldición. Y continuaba haciéndolo cuando llegó a casa, mientras llenaba su mochila de todo cuanto pudiera serle de utilidad. Llevaba tiempo planeando una escapada de ese estilo y la escena en el metro lo había persuadido de que aquel era el momento adecuado. Necesitaba alejarse de la dictadura que los sentimientos amorosos ejercían sobre él, huir de un ambiente asfixiante que lo estaba estrangulando lentamente y descubrir nuevos lugares, vivir experiencias que consiguieran devolverle el entusiasmo por las cosas pequeñas, por las medianas y por todo en general. Además, tampoco tenía trabajo y nada indicaba que sus esfuerzos por encontrarlo fuesen a atraer un premio inmediato. Cuanto más lo pensaba, más razones veía para desaparecer durante un tiempo. Y si encima resultaba que la mayor parte de las mujeres aparecían en su vida cuando menos lo esperaba, es que algo macabro debía de ocultarse en el destino, algo que surgía de improviso para mostrarle lo que ya conocía de sobra, como era el desagradable sabor del fracaso.

Gif llegó a la conclusión de que había estado haciendo mal las cosas y de que esas cosas, fueran cuales fuesen, tendrían que cambiar. El problema al que se enfrentaba era el de averiguar qué había hecho con su inteligencia emocional ahora que parecía estar tan de moda. De las emociones sí tenía constancia, pero de la inteligencia, si es que en el amor existía semejante concepto, no había recibido nunca ninguna noticia. Desde luego, aún le quedaba mucho por aprender.

5

—Señorías, creo que también hablo en nombre de mi grupo cuando digo que lamento profundamente que esta ley haya salido adelante sin la aprobación de la mayoría de la cámara. Y hay dos razones fundamentales para mostrar mi decepción. La primera es que el derecho al aborto no puede ser generalizado a todas las circunstancias. Y la segunda es que al generalizar dicho derecho estamos entregando a la sociedad la posibilidad objetiva de crear una generación irresponsable, donde las relaciones esporádicas traigan consigo desgracias mucho mayores que las que pretendemos evitar. La libertad puede ser entregada solo a quienes son capaces de utilizarla adecuadamente. Y espero que no deban arrepentirse de esta decisión, porque una cosa es adaptarse a los tiempos, señorías, y otra muy diferente es sucumbir a ellos. Muchas gracias.

Con este breve discurso, Sigfrido del Río y Villescas acababa de realizar una intervención que fue muy aplaudida por el sector conservador del Congreso. Sin embargo, para Katy Etxegarai, presidenta de la ACCAL (Asociación Católica Contra el Aborto Libre), el discurso de su marido no llegaba siquiera a la línea de la mediocridad. En su opinión había sido demasiado blando, como de costumbre. Siempre lo era con las cosas que no le interesaban.

Después de apagar el televisor, Katy refunfuñó entre dientes. Luego descolgó el teléfono y pidió a su secretaria que no le pasara ninguna llamada. No tenía ganas de hablar con nadie ni de que nadie la molestara para pedirle explicaciones. La noticia de que el nuevo Gobierno progresista hubiese conseguido aprobar la reforma de la dichosa ley del aborto le había quitado hasta el apetito. Y ahora sería cuando se le echarían encima como hienas. De nada habían servido las múltiples manifestaciones promovidas por su asociación para mostrar el rechazo a la reforma ni sus apariciones en los medios de comunicación intentando ejercer algún tipo de presión social. Aquellos cabrones se habían salido con la suya, pensaba Katy mientras soltaba un bufido. Estaba furiosa. Tenía la sensación de que todo su esfuerzo se iba por la taza del váter y de que su propio marido había sido uno de los que habían tirado de la cadena. Pero antes de encargarse de Sigfrido debía preocuparse de redactar una nota pública que al menos le sirviera para mantener alejados durante un tiempo a todos los que estarían esperándola con el hacha en la mano. Probablemente no era el mejor momento para hacerlo, pero necesitaba expresar «la total repulsa, asco y desprecio» que su asociación mostraba contra la reforma de una ley que «sin lugar a dudas llevaría a todas las guarras del país a follar como conejas en época de apareamiento». Escribir estas líneas le había proporcionado cierto alivio, aunque hubiese sido un alivio pasajero. Al repasar las palabras se dio cuenta de que no podía publicar algo tan sincero. De modo que rompió la hoja y la tiró a la papelera.

—Pero qué hijos de puta —maldijo en voz alta al reclinarse contra el respaldo de la silla. Una maldición en la que también incluía a su marido, así como al resto de diputados que habían contribuido directa o indirectamente, bien con su voto a favor o su abstención, a que aquella ley fuese a salir adelante. Claro que a Sigfrido debía reprocharle no haber sido mucho más contundente y no haber puesto mayor empeño a la hora de usar su enorme influencia para movilizar a una masa social lo suficientemente poderosa, que, apoyada además por una campaña publicitaria en cuyos anuncios se hablara acerca de la maravillosa experiencia que era ser madre, con fotos a todo color que mostraran a bebés sonrientes en los carteles de las carreteras, los transportes y… Pero no, nada de eso había sucedido. Y pensar en ello la enfadaba aún más.

Katy Etxegarai respiró hondo y volvió a coger una hoja. «Porque nuestras hijas —escribió, aporreando con vehemencia el teclado de su portátil—, nuestras adoradas niñas, son ahora mucho más vulnerables con esta reforma. Los hombres ya no las verán como personas libres y responsables, dueñas de sus cuerpos…». Aquí se detuvo, pensativa. No, eso ya estaba ocurriendo. De hecho, había sucedido siempre. Así que borró la última frase y probó con otro argumento menos recurrente. «Son más vulnerables porque…». Y volvió a detenerse. No se sentía inspirada, aunque tampoco pretendía ganar el Premio Nobel de Literatura. Frunció el ceño y apretó los labios. «Porque muchas de ellas —prosiguió— son aún demasiado pequeñas y carecen de la capacidad mental necesaria para discernir lo que les conviene y lo que resulta un crimen contra los designios del Señor». Bueno, aquí parecía haber exagerado un poco. Primero porque un crimen ya de por sí era contrario a la vida y segundo porque los designios del Señor le importaban más bien poco a una sociedad cada vez más atea. No es que fuese una frase muy inteligente, pero serviría como guiño a los miembros más extremistas de la asociación. Katy cerró los ojos, abatida. El mundo se iba a pique. «Bienvenidos a la era de la fornicación masiva —se animó a escribir sin importarle si acababa siendo una nota pública o no—, una era donde nuestras niñas llevarán el ombligo al aire, mascarán chicle, mirarán de forma lasciva a los hombres y en la cual ellos corresponderán a la provocación, sabiendo que ya no tendrán ninguna responsabilidad paterna, ya que habrá una ley colgada de los cojones del nuevo Gobierno progresista que les animará a dar alegría a sus penes». Y tras plasmar este pensamiento cogió un bolígrafo, lo lanzó contra la pared, pegó un manotazo al teclado y dejó escapar un grito ahogado, cargado de frustración. Frustración y rabia. Katy tenía el temperamento propio de quien es capaz de partir nueces con la mirada. Y, desde luego, en aquel momento habría partido un par de cabezas como si fuesen frutos secos, que después habría disecado para clavarlas en una pica y llevarlas al Congreso con el instructivo objetivo de que sus señorías recordaran que la libertad de las mujeres no consistía en malcriarlas con la idea de que vivían en una sociedad tolerante, en igualdad de condiciones, y que solo por ese motivo podían introducirles la cultura patriarcal en forma de falo, ignorando el hecho de que eran ellas y no los hombres las que se quedaban premiadas. Ese y no otro sería el mensaje que se lanzaría al populacho.

La mujer de Sigfrido se estaba desesperando por momentos. Presa de la ira, pegó un puntapié a la papelera y la mandó al otro lado del despacho. Pensaba decirle un par de cosas al inútil de su marido en cuanto lo viera. Pero antes tenía que desahogarse de alguna forma. Necesitaba soltar adrenalina y escribir no servía de nada. Por eso se levantó de un brinco, cogió el bolso, las llaves de su coche y, hecha un basilisco, atravesó la oficina sin hacer caso de quienes pretendían hablar con ella. Luego llegó hasta su coche, un poderoso Cadillac Escalade negro recién comprado, cerró la puerta con un estrépito que hizo retumbar el interior del vehículo y se dirigió al único lugar donde podía descargar toda su furia, el centro social para mayores.

6

Horacio no tenía más remedio que contarle a su madre aquella versión de los hechos. No es que fuese muy creíble, pero al menos era la menos fantasiosa. Que Orlando hubiese decidido volver a su país al no verse con la fuerza necesaria para poder soportar la presión social a la que estaría sometido tras la boda, junto con el terror que sentía cuando pensaba en lo poco que iba a poder disfrutar en compañía de su amada octogenaria, si es que el curso de la naturaleza no variaba, no parecía ser una historia demasiado ficticia o exagerada. Al menos su madre daba la impresión de haber picado el anzuelo. Al principio le había costado un poco aceptar que no volvería a ver a su joven prometido, pero al final no tuvo más remedio que admitir que uno de sus temores acababa de hacerse realidad. Esperaba que un muchacho de veinticinco años de edad se echara atrás en el último momento. Era, de hecho, lo más lógico. Horacio pensaba de la misma manera y su madre se limitaba a asentir mientras él le hablaba.

—Le ofreciste tu corazón y él prefirió aceptar una oferta para regresar a su país. Fue muy ingrato por su parte, mamá.

Y Jimena del Río y Villescas seguía asintiendo. Pensaba en lo mucho que echaría de menos aquellos momentos de recalcitrante romanticismo, en sus deliciosos masajes y en ese acento latino que tanto la fascinaba. Por otra parte, habría que empezar a buscar un nuevo enfermero y esa idea la excitaba. La novedad de tener otro amante —aunque muy probablemente tendría que volver a ser un amante narcotizado— siempre resultaba estimulante. Pese a que solo Orlando había sido capaz de contribuir de una manera consciente a sus expectativas amorosas, el hecho de no estar comprometida, aunque esto nunca fue un impedimento para Jimena, volvía a darle la posibilidad de sondear el mercado masculino en busca de excitantes novedades. Mientras tanto, debía conformarse con los cuidados de Mildrec, su asistenta, la cual podría ser muy habilidosa en cualquier tarea doméstica, pero jamás lograría satisfacer ciertos aspectos básicos de su vida. Algo que sí lograba el equipo de seguridad contratado para proteger la mansión y que estaba formado por tres corpulentos y atractivos hombres. Era el momento de retomar algunas de las viejas costumbres, se dijo mientras contemplaba a su hijo.

Tras unos minutos de silencio, en los que Horacio empezó a preocuparse al ver que su madre no dejaba de asentir con la cabeza, decidió que tal vez lo mejor era dejarla a solas con sus reflexiones. De modo que caminó sigilosamente hasta la puerta y, antes de abandonar el salón, le comentó que si necesitaba algo estaría en su despacho realizando algunas gestiones.

—Horas —dijo de pronto Jimena. Horacio se giró y la miró un instante.

—¿Sí?

—Supongo que denunciarás la desaparición.

Su hijo no supo qué contestar. A continuación bajó la mirada e hizo una mueca con la boca. Estaba claro que no había conseguido engañarla. Al parecer, su madre seguía conservando cierta lucidez, lo que le llevó a tener que imitarla en el gesto de asentimiento. Eso fue suficiente para Jimena, quien miró a través del cristal de la ventana sin mover una pestaña en cuanto Horacio cerró la puerta y se quedó sola. El estilo familiar no era el de preguntar antes de tomar decisiones y, por mucho que a ella le pesara, su hijo había hecho precisamente lo mismo que cualquier Del Río y Villescas habría llevado a cabo en su lugar, defender su territorio frente a lo que consideraba una amenaza para sus propios intereses. No podía reprocharle nada.

7

Después del entretenido entierro de su padre, donde había estado acompañado del albañil encargado de tapiar el nicho, con el cual había mantenido una conversación muy interesante acerca del cemento blanco y su capacidad para endurecerse en unos pocos minutos, el inspector Serranillos regresó a su despacho para tratar de echarse una siesta. Sin casi haber podido pegar ojo en toda la noche y con un viaje de ida y vuelta tan largo, su capacidad de atención era ligeramente inferior a la normal, y eso que el inspector no se caracterizaba por tener una inteligencia fuera de lo común. Sin embargo, al llegar al despacho su secretaria le esperaba para decirle que acababa de recibir una llamada de alguien importante.

—¿Cómo de importante? —quiso saber el inspector para valorar si podía devolver la llamada más tarde.

—Muy importante —dijo Juliana, poniendo especial énfasis en la primera palabra.

—De acuerdo, luego le llamo.

—Creo que debería hacerlo ya.

—De acuerdo, luego le llamo —repitió el inspector, para quien la importancia de las cosas era en ese momento bastante relativa. Luego entró en el despacho y se meció en la silla durante unos minutos, el tiempo que tardó en darse cuenta de que no podría dormirse mientras aquella llamada urgente estuviera pululando en su mente. ¿Quién podía ser ese tal Horacio del Río y Villescas y para qué necesitaba hablar con él? Aquel nombre le sonaba de algo. Bueno, pues quien quiera que fuese tendría que esperar. Solo necesitaba relajarse unos minutos. Y para ello sacó una pelota de goma de uno de los cajones del escritorio y se puso a jugar con ella al frontón. Era una costumbre a la que recurría cada vez que buscaba despejarse un poco.

Llamada importante por la línea uno, jefe —dijo de pronto su secretaria, entrando en el despacho sin llamar y provocando que el inspector perdiera el control de la pelota y esta acabara chocando contra la lámpara de su mesa.

—¿Cuántas veces tengo que repetirle que no me llame jefe? Y, por cierto, debería ir adquiriendo la costumbre de llamar a la puerta antes de entrar, ¿no le parece?

Después de coger la lámpara del suelo, descolgó el auricular del teléfono e hizo un gesto a Juliana para que le dejara solo. Siempre le había parecido una mujer poco discreta.

—Inspector Serranillos al habla —dijo en un tono pausado para darse mayor importancia—. ¿En qué puedo ayudarle? ¿Hola? ¿Hay alguien ahí?

Pero al otro lado de la línea no se oía nada. De hecho, se dio cuenta de que en vez de pulsar el botón de la línea uno había pulsado el de finalizar llamada. El inspector bufó, contrariado. Aún no dominaba lo de las tecnologías y aquel aparato que acababan de instalarle tenía tantas teclas que más que un teléfono parecía el jodido teclado de un ordenador.

Juliana, ¿puede devolver la llamada al último número? ¿Juliana? ¿Oiga?

El nombre que busca no está en su agenda. Pruebe a…

El inspector soltó una maldición. En vez de hablar con su secretaria lo estaba haciendo con la opción de marcación por voz. Con lo sencillo que era en sus tiempos llamar a alguien, cuando solo contabas con las teclas de los diez dígitos y una libreta.

—¿Juliana? —dijo, no muy convencido, al pulsar el botón que se suponía que era el correcto.

—¿Jefe?

—¿Puede devolver la llamada al último número antes de que tire este aparato por la ventana? ¡Y no me llame jefe!

—Pero si es mi je…

—Los cojones.

E interrumpió la conversación colgando bruscamente el auricular. A los pocos segundos una llamada se repetía por la línea uno. El inspector observó el teclado un instante. Esta vez no iba a arriesgarse. Tras convencerse de que lo mejor era no tocar nada y limitarse a descolgar el teléfono, se puso el auricular en la oreja y esperó a que alguien hablara.

—¿Inspector Tempranillos? —Escuchó decir a una voz al otro lado.

—Serranillos, si no le importa —quiso corregirle el inspector—. Sí, soy yo. ¿En qué puedo ayudarle?

—Me llamo Horacio del Río y Villescas.

Durante unos segundos el silencio envolvió la conversación y el inspector interpretó dicho vacío como una forma que su interlocutor tenía de hacerse notar. Al parecer, esperaba que él supiera valorar la dimensión del personaje y hasta el posible motivo de la llamada. Y todo ello al mismo tiempo. Ya le había sucedido otras veces con anterioridad, pero en aquella ocasión no le apetecía hacer un ejercicio de memoria. Villescas, Villescas, repitió mentalmente. El caso es que aquel apellido le resultaba familiar. Illescas sí. Era un pueblo o algo por el estilo. Pero ese Villescas…

—Encantado —dijo con naturalidad. Lo mejor en esos casos era mostrar una actitud prudente y, sobre todo, no dejarse impresionar—. Yo me llamo…

—Sí, ya sé cómo se llama —le interrumpió Horacio.

El inspector respiró profundamente. Si había algo que odiaba era ser interrumpido cuando tenía la palabra.

—Tengo algo importante que contarle —prosiguió Horacio—. Algo que no puedo hacer por aquí. ¿Tiene idea de un sitio discreto donde podamos hablar?

—Verá, comprendo su preocupación y, aunque desconozco la gravedad del asunto, debo recordarle que el procedimiento habitual es…

—Ya sé cuál es el procedimiento habitual, por el amor de Dios —volvió a interrumpirle Horacio, esta vez empleando mayor vehemencia en el tono—. Pero este asunto, como usted lo llama, es muy delicado. Nadie debe saber nada. Nadie, salvo usted, por supuesto.

Dejando a un lado el hecho de que aquel capullo había cogido la costumbre de dejarle con la palabra en la boca y que si insistía en hacerlo acabaría por mandarlo a hacer puñetas, lo cierto era que tanto misterio no le gustaba nada. El inspector Serranillos guardó silencio unos segundos mientras apretaba el botón de presión retráctil de su bolígrafo.

—¿Cómo ha dicho que se llama? —preguntó en un intento por saber algo más de la persona que requería sus servicios con tanta emergencia y que se atrevía a dirigirse a él como si fuese su superior.

—Horacio del Río y Villescas. Soy el director de El Nacional e hijo de Jimena del Río y Villescas, dueña de la famosa ganadería los Pesadumbres. Mi hermano es el diputado Sigfrido…

—Del Río y Villescas. Sí, lo he captado —interrumpió esta vez el inspector, cansado de la obsesión que mostraba ese hombre por mencionar su apellido—. De acuerdo, ya me hago una idea —dijo, tratando de ganar tiempo para entender algo—. Sin embargo, no sé para qué quiere usted verme en otro sitio que no sea, por ejemplo, mi despacho. Le aseguro que es un sitio muy discreto, siempre que no le dé por gritar, claro.

—Le agradezco el ofrecimiento —comentó Horacio, bajando el tono autoritario—, pero, créame, usted es inspector y yo periodista, aparte de ser más o menos conocido a nivel social. Ya sabe lo que son las habladurías. Por eso insisto en poder verle en un terreno, digamos, neutral.

¿Neutral?, se preguntó el inspector, que por un momento pensó en la posibilidad de que le estuviera ofreciendo firmar la paz de algún país de Oriente Medio. El asunto parecía complicarse según avanzaba la conversación, pero a pesar de no estar convencido del todo acabó aceptando negociar un encuentro privado.

—Está bien. ¿Qué sugiere?

—¿Qué le parece el cementerio de Belmonte?

—El cemen…

—Sí, lo sé. No es el lugar más adecuado para tener una reunión. Sin embargo, dadas las circunstancias…

Mientras Horacio le hablaba, el inspector analizaba el ofrecimiento. Desde luego, tenía que reconocer que el sitio resultaba de lo más discreto y silencioso. Era prácticamente imposible que alguien se fijara en ellos. Después concretaron la hora. Sería a las tres de la tarde.

—Quisiera que comenzara la investigación cuanto antes —añadió Horacio.

—¿La investigación? —repitió el inspector, incrédulo. Podía soportar que le interrumpiera cuando hablaba, pero decirle cuándo debía comenzar una investigación policial era ir demasiado lejos—. ¿No cree que eso debo decidirlo yo?

—Naturalmente, inspector —admitió Horacio—. Pero cuando escuche lo que tengo que contarle usted mismo querrá empezar a trabajar en ello. Créame.

Era la segunda vez que el inspector Serranillos escuchaba esa última palabra. Y viniendo de alguien que quería verle en un cementerio no parecía ser la manera más apropiada de ganarse su confianza. Aun así, volvió a ceder y aceptó la propuesta.

—Pero le aviso de que iré acompañado —dijo como única condición.

—Muy prudente por su parte —comentó Horacio, mostrando ahora una actitud mucho más comprensiva—. De hecho, lo prefiero. Siempre que sea de su entera confianza, por supuesto.

El inspector pensó que, aparte de su aparente incapacidad para hacerse respetar, también debía consentir que un desconocido pusiera en duda su habilidad a la hora de escoger a sus hombres de confianza. Genial. Estuvo a punto de decirle que se presentaría en el cementerio con un equipo completo de periodistas y que pediría que levantaran un escenario sobre la tumba de algún antepasado que llevara su ilustre apellido.

—Desde luego. No se preocupe —acabó diciendo antes de despedirse y colgar el teléfono.

Su mente se quedó en blanco durante unos minutos. Si un personaje importante como el director de un periódico quería verle a solas es que habría descubierto algún asunto turbio, probablemente un escándalo de corrupción o algo similar, que le había obligado a tener que recurrir a la policía para que esta actuara sobre el terreno.

Luego llamó a su secretaria, se levantó de la silla y buscó la pelota de goma para continuar jugando al frontón. Debía distraerse y evitar precipitarse en las conclusiones. Cuando Juliana entró en el despacho, el inspector le pidió que localizara al agente Miranda y que se presentara ante él lo antes posible. El agente Miranda era el hombre adecuado para acompañarle.

₺171,13

Türler ve etiketler

Yaş sınırı:
0+
Hacim:
481 s. 2 illüstrasyon
ISBN:
9788418230004
Yayıncı:
Telif hakkı:
Bookwire
İndirme biçimi:
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre