Kitabı oku: «Nuevas lecturas compulsivas», sayfa 2
perder lo que nunca fue nuestro
La alarma comenzó a entrar en mi adormecida conciencia aquel año, cuando, de visita por el British Museum, observé que la zona de los griegos donde duermen los mármoles de Elgin, posiblemente la obra de arte suprema de la humanidad, estaba desierta. No era fiesta, ni nevaba, ni había partido del Manchester, no se había muerto nadie de la familia real, era un día vulgar. Y lo que es peor, las salas dedicadas a Egipto estaban llenas a rebosar. Cientos de visitantes huroneaban por entre los Isis y los Osiris y los Ibis como en una feria masónica. De vez en cuando se oían gozosas carcajadas de adolescentes.
Me dije entonces que seguramente aquello era debido a que los egipcios habían ganado el mercado audiovisual gracias a las películas de momias, alguna de las cuales me había parecido excelente, con mucho efecto virtual y desiertos enteros que se transformaban en colosos ululantes o en plagas de escorpiones, indistintamente. También habían ganado el mercado gore porque un cadáver podrido, con jirones de lana colgando entre sus miembros deshechos, siempre produce una impresión mayor que el dios Hermes con sus alitas en los tobillos.
Siguiendo el razonamiento, también me dije que con los griegos era sumamente difícil hacer películas de terror y no te digo películas gore. Es de lo más embarazoso imaginar a los dioses o a los héroes griegos tratando de infundir miedo, pero no por las falditas (que es mentira que las usaran) o las trenzas (otro mito), sino porque todo lo que tiene que ver con Grecia pertenece al lado opuesto del terror, a pesar de que Nietzsche hizo esfuerzos ímprobos por facilitarles también esa parte. Grecia admite el misterio, el terror y el horror, sí, pero siempre mirándoles fijo a los ojos, sin hacer aspavientos, sin dar gritos o agarrarse al brazo del vecino de butaca. Una cosa digna.
Este absoluto olvido de Grecia o esta imagen de Grecia cada día más intempestiva, se remata por el lado político gracias a los regímenes actuales que se parecen a los egipcios, como los Emiratos Árabes, Cuba, algunos pueblecitos vascongados, Corea del Norte, en fin, esos lugares en donde la teocracia se une al uso estúpido de la violencia contra el contribuyente. En cambio, no se me viene ahora a las mientes un solo régimen político actual que se parezca a Grecia. A lo mejor la isla de Bali, pero como sólo la tengo de oídas, no la considero digna de un juicio apodíctico.
Así que por el lado del espectáculo, Egipto, y por el lado moral, también. ¿No es un extraño y desolado destino el de Grecia, origen, según se dice, de Occidente? ¿Arranque de la democracia occidental? ¿Milagro del logos que borró de un chispazo la superstición arcaica? ¿Primer paso en la implacable marcha hacia la libertad de los pueblos soberanos? ¿O es un timo?
Yo no sé si hay en la actualidad mucha gente que se haga estas preguntas, lo cual redunda en el triunfo absoluto de los egipcios, pero si la hubiere, puede pasar un rato excelente leyendo un poema, incluso si en su vida ha tenido la tentación de leer un poema. No es un poema cualquiera, es uno de los más grandes poemas del poeta más grande de todos los tiempos, un alemán poco divulgado en el bachillerato español, de nombre Friedrich Hölderlin, muerto hace casi dos siglos, en 1843. El poema se llama El Archipiélago y ha recibido una nueva y emocionante traducción editada por La Oficina.6
Había ya muy buenas traducciones, pero no importa. En realidad a Hölderlin no se le puede traducir y sin embargo las peores traducciones de Hölderlin suelen ser mejores que cualquier poema contemporáneo. Ahora bien, la traducción de Helena Cortés tiene un añadido sumamente agradable: está construida íntegramente en hexámetros, que es el verso del original. Hay quien dice que el hexámetro no da en castellano, pero que no cunda el pánico: tampoco daba en alemán. El artificio de Helena Cortés reproduce el artificio mismo de Hölderlin, quien trató de aproximarse a Grecia con el verso más parecido posible al mármol de Paros.
El poeta alemán vivió en el momento de máxima adoración a Grecia, eran los tiempos de Winckelmann, de Goethe, de Schiller, faltaba poco para las excavaciones de Schliemann. La Grecia mitificada por la Ilustración se había convertido en el ideal de todos los revolucionarios y demócratas europeos. En 1824 había muerto en Missolonghi el pobre Lord Byron cuando trataba de ayudar a los griegos en su lucha de liberación contra los turcos, pero por desdicha había descubierto que las armas que les proporcionaba con dinero de los servicios secretos británicos, los griegos se las vendían de inmediato a los turcos. Había ya entonces un problema en ese país. Así que Byron contrajo una enfermedad antigua y se murió.
Hölderlin conocía como nadie y amaba como ningún poeta ha amado y comprendía como ningún sabio ha comprendido a la antigua Hélade. De manera que sabía perfectamente que la hermosa Grecia nunca había existido, sino que más bien Occidente había construido el mito griego para que su propio destino viniera de algún lugar y fuera hacia alguna parte. Este peliagudo asunto, es decir, que el origen de Occidente es Grecia y que ese origen nos indica adónde debemos ir, está muy claramente expuesto en el epílogo de Arturo Leyte a la edición que comentamos. En efecto, una vez desaparecido el sueño de Grecia, ¿qué le queda a Occidente? Nosotros ya sabemos lo que nos queda: Egipto, pero cuando Hölderlin comprendió el horror que nos esperaba, era un caso único, porque Europa entera estaba enamoradísima del ideal griego. Viene en el libro una fotografía espeluznante: el ejército de ocupación alemán levantando la bandera con la esvástica delante del Partenón. Incluso aquellas bestias necesitaban el amparo de Atenas para justificarse. Sin ese origen, no tenemos destino, sólo distracciones y mercancías.
¿Y el poema?, me dirán ustedes. El poema es demasiado hermoso y demasiado grande para que se lo comente este gacetillero. Es un poema para ser leído despacio, en soledad, observando con mucho cuidado cada verso, saboreando la portentosa traducción, y mirando de vez en cuando el horizonte. Comienza el poeta preguntando si ya han regresado las grullas, como en cada primavera, y acaba ofreciendo al lector, por todo consuelo, la memoria del silencio.
siempre en babel
En el origen de este comentario sobre el exilio y el lenguaje se encuentra un poema de Hölderlin tan fragmentario como todos los del periodo previo a su locura, pero particularmente desconcertante. Se titula Mnemosyne (segunda versión) y consta de dos partes que, a mi entender, carecen de relación mutua. No estoy capacitado para juzgar históricamente la edición del poema, pero sospecho que en su origen el editor juntó dos fragmentos (o quizás más) que corresponden en realidad a distintos proyectos de poema.7
La primera mitad del poema habla de la evasiva significación humana, en tanto que la segunda introduce el tema de la muerte de Aquiles, y aunque evidentemente pueden establecerse relaciones entre ambos motivos, no creo que los fragmentos sean restos de una relación que alguna vez iluminó el espíritu de Hölderlin, sino tan sólo pavesas de distintos naufragios que han ido a coincidir sobre la misma playa.
La estrofa que deseo comentar es la siguiente:
Ein Zeichen sind wir, deutungslos,
Schmerzlos sind wir und haben fast
Die Sprache in der Fremde verloren.
Somos un signo, sin significado
y sin dolor somos, y por poco
perdemos el lenguaje en el extranjero.8
La «memoria» a la que alude el título es una misteriosa facultad del espíritu que mantiene unida nuestra coherencia, individual y colectiva, y nos libra de la desintegración. Sólo mediante el recuerdo de lo que hemos sido podemos seguir siendo lo que creemos ser. La «memoria» es otro nombre del «significado»; entre ambas denominaciones media un salto del mito al logos; ambas son, finalmente, «sentido», es decir, dirección propia hacia un lugar elegido.
El «signo», en cambio, señala siempre hacia otro lugar, sin alcanzar jamás a significar algo por sí mismo; como esas flechas pintadas en las autopistas, puestas allí para que pasemos sobre ellas hacia alguna parte no incluida en el signo. Si la memoria nos permite habitar en nosotros mismos, los signos nos ponen fuera, nos enajenan. Finalmente, el término Sprache (que sólo el pudor nos impide traducir por «verbo») relaciona o liga lo que está unido junto con lo que está disperso. El habla, el lenguaje, utiliza signos (en sí mismos insignificantes) para tejer memorias significadoras.
Pero lo sorprendente es que Hölderlin no dice que seamos «memoria» o «habla», y por lo tanto «sentido». Dice que somos «signo». Y como todos los signos, sin significado. Somos flechas que señalan hacia algún lugar, pero nunca hacia sí mismas. ¿Somos, entonces, indicaciones para el sentido de «otros»?
Aun cuando el fragmento ha sido habitualmente interpretado como un juicio sobre la condición humana en la edad moderna, sea en relación con la Gestell heideggeriana, sea en relación con el concepto de alienación que de Hegel a Marx ha marcado el pensamiento de la modernidad, yo me inclino a creer que Hölderlin propone una visión más general de nuestra carencia de significado y de la pérdida de la lengua común capaz de tejer la común memoria de los hombres.
En esa estrofa se habla de un exilio ontológico: Hölderlin afirma que los humanos hemos habitado siempre en el extranjero, desde nuestro origen, y no sólo a partir del acelerado proceso de tecnificación universal que caracteriza al mundo postilustrado. Y que hemos perdido nuestra lengua común (sin dolor; es importante subrayarlo) al perder nuestra patria originaria, aquella en la que no éramos extranjeros ni para la tierra ni entre nosotros mismos.
El exilio perpetuo del poema presupone un origen u hogar común, en donde todos hablábamos la misma lengua y del que, o bien fuimos expulsados, o bien nos ausentamos. Algunos comentaristas, como Jochen Schmidt, han señalado que tanto la selección léxica del brevísimo fragmento como sus imágenes muestran una fuerte influencia bíblica. Pero ese origen y hogar común no es, sin embargo, el Paraíso original del Génesis, ya que la expulsión del Edén se produjo gracias al dolor (el cual se constituyó en el cómplice natural de nuestro nacimiento) y Hölderlin especifica que la pérdida se ha producido sin dolor. El lugar originario común, la patria unitaria a la que alude Hölderlin, creo que aparece en el Génesis algo más tarde, cuando los descendientes de Noé comienzan su habitación del mundo postdiluviano.
Un doble castigo precede a la pérdida del lenguaje común: la expulsión del Edén, tras el desafío de Eva y Adán, y el Diluvio universal que exterminó a la estirpe de Caín. Pero el tercer acto del acceso de los humanos al mundo no es un castigo, sino un movimiento táctico del proyecto divino. Para acercarse a los términos de Hölderlin, el tercer acto es un desvelamiento del destino de los mortales.
El texto de Babel
Todos tenemos presente la leyenda de la Torre de Babel, y si hiciéramos una breve encuesta comprobaríamos que la mayoría cree que la leyenda narra otro castigo divino; el tercero, tras la expulsión y el Diluvio. Muchas personas, incluso lectores habituales de la Biblia, están persuadidas de que los humanos perdimos nuestra lengua común y nuestra patria común porque el Señor castigó la soberbia de los descendientes de Noé cuando éstos comenzaron la edificación de una Torre que llegara hasta el cielo, con el propósito de prevenir un segundo diluvio, desafiando de ese modo (y por tercera vez) a la divinidad. Mucha gente cree que la leyenda de Babel es, como los anteriores capítulos del Génesis, una historia de pecado y penitencia.
Pero no es así. Veamos las palabras del Génesis lo más literalmente posible:
Y fue (y era) toda la tierra / lengua (labio) una y palabras unas
Y fue / en su viaje hacia oriente / y encontraron un
valle en el país de Chin’ar (Shinear) / y allí se establecieron.
Y dijeron / los unos a los otros / vamos /
blanqueemos los blancos ladrillos (ladrillemos) / y alumbremos las lumbres /
y el blanco ladrillo para ellos / fue / roca / y el betún
para ellos / fue / mortero.
Y dijeron /ea / alcemos una ciudad / y una torre / y su cabeza en el cielo /
y démonos / un nombre / para no dispersarnos / por la haz de la tierra.
Y Adonai (el Señor) descendió / para ver la ciudad / y la torre que
construían / los hijos (de Adán) del hombre.
Y Adonai dijo / si el pueblo es uno / y la lengua una /
para todos / y esto / es lo que ahora comienzan a hacer / ya /
no podrá impedírseles nada / de cuanto meditan / hacer.
(nada podrá impedirles hacer lo que decidan)
Descendamos / y embabelemos (embrollemos) / su lengua /
que no entiendan / el uno / la lengua del otro.
Y Adonai los dispersó / de allí / por la haz de la tierra /
y cesaron / la construcción de la ciudad.
Así que / se llamó / Babel / porque allí Adonai /
embabeló / la lengua de toda la tierra / y de allí /
Adonai los dispersó / por la haz / de la tierra.9
Todo el fragmento sobre la Torre de Babel nace de un juego de palabras. En asirio, Babilonia (Bab-ilani) significa «puerta de los cielos». Pero en el término hebreo Babel (que viene del acadio Bab-ilu) figura la raíz de «confundir», «embrollar»: balal. Es un término frecuente en otras lenguas, como en árabe balbala, en inglés to babble, o en español balbucir, así como en el bárbaroi griego. Todos ellos sugieren el desarticulado e incomprensible modo de chapurrear de «los extranjeros», de los «bárbaros». El juego de palabras, que aparece explícitamente en el versículo 9 por la proximidad de bavel-bilbel, no ha sido traducido como tal juego de palabras casi nunca en las versiones modernas de la Biblia. Para las iglesias, Dios no escribe chistes. Los antiguos, sin embargo, eran menos estrechos: San Jerónimo y los Setenta conservan el juego verbal.
El propósito del fragmento bíblico era transformar la etimología noble de Babilonia como «puerta de lo divino» o «puerta de los cielos», en una etimología bufa como «lugar de la confusión» o «lugar del embrollo». El redactor del fragmento (seguramente interpolado) ridiculiza el politeísmo babilónico, en cuya cautividad el pueblo de Israel pasó crueles años de esclavitud. La comparación que el redactor yavehísta establece entre el pueblo babélico (es decir, las antiguas poblaciones mesopotámicas) y su propia tradición hebrea está también presente en los detalles constructivos (uso de ladrillo en lugar de piedra, aplicación del betún como argamasa), los cuales pertenecen a la técnica babilónica de elevación de zigurats.
Las intenciones retóricas del fragmento son evidentes desde el comienzo por el uso de un estilo arcaizante rico en recursos verbales humorísticos. Así por ejemplo en «blanqueemos los blancos ladrillos» hay un juego fonético («nilvena levenim») que aproxima «hacer ladrillos» («lavan») y «blanco» (también «lavan»). O en «alumbremos las lumbres» («venisrefa lisrefa»). La voluntad de mostrar los recursos del lenguaje como un instrumento de juego, pero también de confusión y de embrollo, está presente desde el primer verso.
No obstante, las interpretaciones de la leyenda de Babel son abundantísimas y de una extrema seriedad. Ninguna aceptó su carácter irónico.
el plan divino y la supervivencia
Si se lee el texto con cuidado se comprobará que no hay en ningún momento desafío alguno por parte de los humanos, sino tan sólo un comprensible deseo de permanecer en común; para lo cual es imprescindible su autodenominación: «démonos un nombre» equivale al acto fundacional de la comunidad, al pacto social que funda la soberanía de una colectividad, cuyo nombre garantiza que la memoria reposa sobre un objeto real.
El suceso, además, tiene lugar en una futura patria común: «alcemos una ciudad y su cabeza en el cielo». No hay un solo elemento del relato que indique la más mínima rebeldía o transgresión por parte de los humanos. Es el Señor, preocupado por la habilidad de los hijos de Noé y viendo que con su capacidad transformadora (la misma que inspira el angustiado canto de Sófocles en Antígona) pueden permanecer unidos en un solo lugar y conseguir cuanto se propongan, quien se apresura a destruir el fundamento de su unidad, la lengua, y de ese modo impide que se realice una habitación en común y una memoria única. El Señor dispersa a los humanos por la haz del mundo, convertidos en grupos mutuamente ininteligibles, y así los convierte en signos que señalan los unos a los otros.
La dispersión, si se atiende a la traducción literal, no es el castigo de ningún desafío, ni se produce «con dolor»; es tan sólo una necesidad técnica para que los mortales pueblen la tierra, ya que ése es el proyecto divino y condición para la existencia misma de los humanos:
Y creó Dios al hombre a imagen suya, a imagen de Dios lo creó, y los creó macho y hembra; y los bendijo Dios, diciéndoles: «Procread y multiplicaos, y henchid la tierra...»10
Por eso, la divinidad, tras el Diluvio, repite a los supervivientes del Arca la orden de ocupar toda la tierra, como signo de que el proceso de habitación, interrumpido por la iniquidad de los cainitas, vuelve a comenzar:
Bendijo Dios a Noé y a sus hijos, diciéndoles: «Procread y multiplicaos y llenad la tierra...»11
Si el destino de los mortales es ocupar toda la tierra, no deben permanecer unidos en una sola ciudad, ni es conveniente que usen una sola lengua. Su propia cohesión es un impedimento para poblar rápidamente las enormes extensiones postdiluvianas. La multiplicación de las lenguas responde a una necesidad de orden táctico en el proceso de habitación del mundo. No hay desafío humano en la construcción de la Torre, ni castigo divino en la supresión del lenguaje común: el Señor multiplica las lenguas para que los mortales, debilitados, se extiendan a gran velocidad empujándose los unos lejos de los otros. Ésta es la razón de que «por poco» (pero aún no del todo) hayamos perdido el lenguaje en tierras extranjeras: nos queda todavía la memoria de la unidad inicial y gracias a ella podemos aún entendernos a través de los diferentes lenguajes. La traducción es el sacrificio permanente que mantiene viva la memoria del lenguaje común.
En la táctica de dispersión que emplea el Señor contra los mortales para desunir la ciudad de Babel, es sensato ver una explicación mítica de los primeros asentamientos y la aparición de ciudades cuando los pueblos nómadas se hicieron sedentarios. Para el espíritu del redactor yavehísta de este fragmento del Génesis, la construcción de una ciudad suponía la renuncia al nomadismo (el redactor habla de desplazamientos hacia oriente en tiendas de campaña), lo que va en contra de la errancia que debía conducir al pueblo elegido hasta la tierra de promisión.
En la interpretación rabínica inspirada por la midrash, a Yahvé le perturba que los humanos se establezcan en ciudades en esta etapa de la habitación del mundo; el Señor los quiere nómadas y errantes. También suelen resaltar los rabinos una crítica implícita en el texto contra las invenciones técnicas: los de Babel utilizan el ladrillo, que es un producto artificial, un invento humano, en lugar de usar la piedra que es el producto «natural». Los zigurats, en efecto, estaban construidos con ladrillo crudo en sus zonas internas y con ladrillo cocido (a veces esmaltado) en sus zonas externas. Una parte de la tradición rabínica interpreta el fragmento como un intento de los descendientes de Noé para alcanzar la seguridad por sí mismos mediante argucias técnicas, como si la seguridad y el asentamiento en el mundo pudieran conseguirse únicamente mediante la voluntad humana y sin mediar la voluntad de Yahvé. El Señor les quita pronto todas las esperanzas en tal sentido. Pero ni siquiera en estas lecturas estrictas y severas hay la menor culpa por parte de los mortales. Tan sólo un acto dictado por el instinto de conservación, rápidamente neutralizado por el Señor.