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Octavio Paz y Pere Gimferrer. Cartas de poetas
En el grueso volumen editado por Seix Barral, en sus más de doscientas cartas firmadas por uno de los protagonistas, se cuenta una historia.21 Es un topos clásico, mil veces repetido y que ha alimentado a la literatura desde su nacimiento. Henry James compuso variantes extraordinarias de esta historia clásica, pero las hay también en la literatura griega, japonesa o rusa. Es la historia del maestro y el discípulo. Una historia eterna.
Octavio Paz fue uno de los últimos ejemplos de poeta transnacional, una figura que está desapareciendo a gran velocidad. Hasta hace unos años había poetas que eran leídos, no como voces emanadas de una cultura específica, de un lugar geográfico concreto o de una demarcación administrativa, sino como voces sin otra procedencia que la propia tradición poética, de Homero a Pound.
Que la poesía, como la filosofía, no puede pertenecer a ningún lugar físico es una creencia que aparece durante el Renacimiento, cuando los poetas trasladaban sus poemas del latín al italiano, y del italiano al castellano o al gallego o al catalán, y de ahí, de nuevo al latín sin el menor problema. Desde Descartes, pero todavía en la época de Baudelaire, era frecuente que los filósofos y los poetas comenzaran escribiendo sus primeras piezas en la lengua de Ovidio, cambiaran luego a las lenguas vernáculas, o se trasladaran a otras de mayor acogida internacional sin el menor empacho.
La figura del poeta transnacional se sustenta sobre la creencia, tanto lingüística como filosófica, de que todas las lenguas son capaces de decir lo mismo y de que la poesía sólo tiene como fundamento a la propia tradición literaria. Con esa convicción escribieron poetas como Petrarca, Shakespeare o Eliot. Pero frente a ese modelo se levanta otro poeta, el poeta romántico y nacional, sustentado sobre la creencia opuesta, la de que cada lengua sólo puede decir lo suyo, lo específico de su cultura nacional, y que tal diferencia es intraducible a otras lenguas. Este segundo tipo de poeta no atiende tanto a la autoridad de la milenaria historia de la poesía, cuanto a la autoridad de su propia lengua, y considera que ésta es la emanación de un espíritu trascendente, el Volksgeist o «espíritu del pueblo». En cierto modo el poema, según cree el romántico, no lo produce el poeta sino la lengua misma, de manera que el poema es un patrimonio de la colectividad nacional y no un objeto dirigido únicamente a los lectores de poesía.
Ambas posturas, la renacentista que obedece a la autoridad literaria y la romántica que obedece a la autoridad nacional, se han prolongado durante el siglo xx en formas más o menos puras y más o menos híbridas. Hubo, por ejemplo, vanguardistas transnacionales y renacentistas como los surrealistas o los constructivistas, pero también vanguardistas románticos y nacionales como algunos futuristas y expresionistas. Todavía hoy ciertos poetas se inclinan hacia la racionalidad semiótica y otros hacia el mito del verbo nacional.
Octavio Paz, que escribía desde una posición transnacional heredada de la vanguardia ilustrada de principios de siglo, se encontró, en el año 1966, con una figura que al principio debió de parecerle familiar —un joven heredero del surrealismo— y a quien creyó poder orientar como maestro. Se trataba de un muchacho que le escribía desde Barcelona para darse a conocer. La historia comienza, pues, de un modo característico y las primeras cartas de este libro muestran, como no podía ser menos, a un poeta muy puesto en su papel de experto que ayuda al principiante a disipar dudas y enmendar errores:
A mi juicio el texto ganaría mucho si lo sometieses a tres operaciones: condensar, simplificar y marcar más claramente las transiciones y contrastes. En algunos casos, la condensación implica supresión de pasajes más bien enumerativos; en otros, substitución de frases y giros (etc.). (9 de abril de 1979.)
Pero muy rápidamente el discípulo fue tomando entidad y al final del proceso era el maestro quien consultaba el criterio de su joven amigo, y en él encontraba el apoyo y la orientación que le faltaban:
Tus poemas, que he leído con grandes dificultades y gracias al diccionario que me regalaste, me han encantado. Es el tipo de poesía que a mí me gustaría hacer ahora. (10 de marzo de 1980.)
Y procede luego a comparar esos poemas con los de la Antología griega. Diez años más tarde, el discípulo se hace ya del todo imprescindible:
Hace un siglo que no te escribo aunque a menudo converso mentalmente contigo para comentar algo que he visto, leído u oído —un cuadro, una página, un nombre. [...] Guardo tu pequeño ensayo entre unas cuantas cosas preciosas para mí —cartas de Cernuda, Bianco, Buñuel, Elizabeth Bishop, Reyes, libros de Breton, Camus, Michaux, Caillois... (30 de abril de 1991.)
Sin duda el discípulo había entrado en el panteón personal del maestro. Lo sorprendente del caso (o, si se prefiere, su variante específica) es que este joven, en un momento de la relación epistolar, había optado por un cambio de lengua que a Paz le tomó desprevenido. Hay un conjunto de cartas en las que el maestro, siempre respetuoso, transmite su incertidumbre:
Al cerrar tu libro pensé que era una lástima que no hubiese aparecido en castellano pero corregí inmediatamente este envidioso nacionalismo lingüístico y me dije: qué bueno que ese libro de poemas haya aparecido ahora —en catalán o en cualquier otro idioma—... (14 de junio de 1971.)
La admirable generosidad de Octavio Paz (que es un mero síntoma de su inteligencia) le permitió saltar limpiamente por encima del escollo lingüístico, de la queja nacionalista por el «abandono» o «infidelidad» a la lengua-madre. Sin embargo, es lícito pensar que, siempre desde el respeto, se estaría preguntando algunas cuestiones. ¿Había hecho lo más adecuado, Gimferrer, cambiando el español por el catalán? Cabía la posibilidad de que con semejante decisión se hubiera destruido la base del mutuo entendimiento, a saber, la creencia de que toda poesía habla desde y para la poesía; cabía la posibilidad de que el joven discípulo se hubiera transformado en un poeta romántico cuyos poemas ya sólo se dirigirían a una comunidad nacional; cabía la posibilidad de que no se tratara tan sólo de un cambio de lengua funcional, como el que en su día decidieron Beckett, Nabokov, Conrad, Cioran o el Rilke de los poemas franceses, sino de un cambio de lengua en tanto que cambio de alma, y que el antiguo renacentista, el vanguardista transnacional, se hubiera transformado en un romántico de raíz germana y colectivista.
No fue así. Poco a poco, Octavio Paz vio cómo la nueva lengua asumía los mismos desafíos que la anterior, la misma tarea que había comenzado en español, y comprobó con qué terquedad iba Gimferrer continuando su proyecto poético, ahora amoldado al nuevo material lingüístico cuyas peculiaridades le iban a permitir un trabajo perfectamente original. La escultura seguía creciendo y aunque del bronce se hubiera pasado al mármol la figura seguía siendo la misma.
Al final de su vida, Octavio Paz ya no precisaba de un diccionario para leer a su discípulo. Un idioma para él desconocido había entrado en su hábito poético y ahora ya podía considerarlo familiar. De ese modo Paz descubrió una lengua cuya capacidad para transmitir el poema no era distinta a la del inglés o el español, y así pudo leer a Ausiàs March, a Foix o a Riba. El discípulo le había descubierto un continente poético al maestro.
Si algo se manifiesta en esta correspondencia es, precisamente, que no es el llamado «genio de la lengua» lo que hace posible el poema, sino la voluntad del poeta y su adaptación a una tradición milenaria construida con decenas de lenguas y para lectores de culturas tan diversas como la mejicana y la catalana. Y también, claro está, la aplicación adecuada en cada caso de esa inteligencia a un material lingüístico concreto. El mítico horizonte circular de Fichte y Herder, esa clausura en el seno de la lengua-madre intraducible, parece sólo una muralla de conveniencia para desviar la responsabilidad propia hacia una entidad trascendental a la que nadie pueda pedir cuentas. Gimferrer, como pronto entendió Octavio Paz, estaba dispuesto a rendir cuentas sin abrigarse en ningún refugio colectivo o trascendental.
Durante treinta años, Paz y Gimferrer se rindieron mutua cuenta de su tarea poética con palabras perfectamente claras y responsables, sin acudir a las oscuridades del mito, y gracias a ello estas cartas nos ofrecen datos muy valiosos sobre la faena de escribir poemas, sobre la carpintería y la cocina del poema. A veces, mediante informaciones tan chocantes como la adaptación del verso al tamaño de la mancha de página de una editorial:
Como me di cuenta que el formato de los libros de Seix Barral y los puntos que emplean en los tipos no se ajustaban en muchos casos a la extensión de mis líneas, procuré reducirlas a 50 golpes (letras) de la máquina de escribir. Un trabajo espantoso. Esta reacomodación del texto me llevó, fatalmente, a corregirlo y rehacerlo en muchos casos. (8 de marzo de 1976.)
Aunque no tan sorprendente si se considera que el poema siempre se levanta gracias a unas leyes que oponen resistencia, y que las cortapisas y las trabas formales son sus puntos de apoyo. Como la paloma de Kant, si el poema no trabaja contra unas reglas, se desploma.
Pero no debo terminar esta breve presentación sin subrayar otro aspecto de la correspondencia tan importante como el anterior, a saber, el registro minucioso del trabajo de Paz como difusor de su poesía. Es asombrosa la actividad que desplegó para que sus libros llegaran hasta los lectores. Convencido de que el poema es un útil universal y benéfico (y no, por ejemplo, la pieza ornamental de una geografía), Paz no cejó ni un minuto, nunca descansó en su cruzada: conferencias, congresos, artículos, traducciones, clases, simposios y viajes y más viajes y más viajes, cientos, miles de viajes. Octavio Paz trabajó muchísimo más que todos los ejecutivos de todas las editoriales que publicaron sus poemas. ¡Qué inmensa fatiga debía de producirle esa imprescindible necesidad de explicar su poesía en el mundo entero! ¡Y qué admirable nos parece esa actitud frente a los remilgos y desdenes de los falsos malditos, de aquellos que se acomodan confortablemente en la «incomprensión»!
Admirable, porque esa actividad febril era el resultado de su pasión por la poesía, de una fe inconmovible en el valor del poema, y no sólo se fatigaba por difundir su propia poesía sino la de todos aquellos que le merecían respeto. La certeza de que el poema debe ser conocido es algo perfectamente opuesto a la ambición personal, no hay un solo párrafo en estas cuatrocientas páginas que permita hablar de vanidad o codicia, sólo de abnegación. Y eso era posible porque Paz, renacentista y transnacional, estaba persuadido de la importancia de continuar un arte milenario del que él era, tan sólo, un heredero, y que esa herencia no debía despilfarrarse en un consumo egoísta, sino labrarse como un campo para que siguiera dando fruto. Tal es la razón de que Paz pudiera pasar en sus cartas, sin la menor transición, de una deslumbrante descripción lírica a la más inmediata de las urgencias civiles:
Arde el mar es una llama azul y verde que baila sobre el oleaje y se desliza en nuestro cuarto por el ojo de la cerradura. A veces es una estridente sirena de alarma y otras un concierto en el fondo de un cráter.
Te envío con estas líneas, ya firmado, el contrato y tomo nota de que los pagos serán hechos por Planeta-México (etc.). (21 de febrero de 1995.)
Una actitud similar encontramos en los diarios de viaje de Durero, cuando, también sin transición, pasa de comentar una maravillosa rama de coral que ha admirado en alguna colección principesca a la intendencia más inmediata y terrestre. Los poetas no viven en torres de marfil, sino en sus obradores, practicando un oficio, administrando una herencia transitoria y con la prensa internacional desparramada por mesas y sillas. Por lo general, sólo viven en torres de marfil los poetas subvencionados con fondos públicos.
No creo pecar de exagerado si digo que en sus últimas cartas Paz parecía estar hablando con un heredero, aquel que deberá seguir trabajando el legado tras alcanzar el máximo galardón que todo poeta estima, el de ser considerado il miglior fabbro por un maestro universalmente reconocido. Lo singular de este heredero es que trabajaba sus poemas en otra lengua, la cual, sin dejar de ser extranjera para Paz, era la misma, la única lengua de los poetas, la que en lugar de diferenciar y dividir nos hace semejantes y comunes. Sobre todo, comunes.
Próxima ya la muerte, el maestro le pasó el testigo a su discípulo y en ese traspaso incluyó, lógicamente, la lengua que el discípulo le había enseñado a conocer:
En cierto modo, Mascarada puede verse como un gran poema postsurrealista. Quiero decir: sería incomprensible sin cierta poesía surrealista, pero va más allá de ella y nos lleva a otro mundo. Es un poema que nadie ha escrito en español (¿y en francés?), tal vez porque es imposible escribirlo en nuestra lengua pero que, por lo visto, sí ha sido posible hacerlo en catalán. Gran triunfo de la lengua y gran triunfo tuyo. (24 de enero de 1997.)
Sólo pudo escribir una carta más, pero en esta su penúltima carta, Paz señalaba lo específico de las lenguas poéticas. No todo está dicho en todas las lenguas, cada lengua dice a su manera lo que luego pueden decir las demás. Y así como el poema amoroso que nace en Italia fecunda la poesía renacentista española, así como el surrealismo francés había fructificado en el catalán de Gimferrer, ahora su perturbador y fulgurante poema catalán, Mascarada, va a permitir que otras lenguas a su vez digan lo mismo. En español, por ejemplo. Es la lengua que une, no la que separa, la poesía.
Ferrer Lerín. La música de los buitres
¿Qué se puede decir de la poesía, un arte en vías de extinción si no ya extinguido totalmente? Nada. Ni falta que le hace. Pero sí podemos hablar de algunos especímenes supervivientes que, como el lince de Doñana, aún se mueven entre nosotros.
Para su desdicha, el poeta Ferrer Lerín (a partir de aquí «Paco») no tiene biólogos, ecólogos y naturalistas que vigilen sus pasos para evitar que le aplaste un cuatro por cuatro, no está tutelado, ni protegido, ni recibe subvenciones. Tampoco le facilitan los apareamientos, lo que seguramente él agradece.
Sin embargo hay que pensar que el lince tiene otra clientela, como por ejemplo sus compañeros de vida salvaje. Algunos están ahí para ser devorados, como los conejos. Otros, para darle compañía. Hoy nos hemos reunido para darle compañía, aunque corramos el riesgo de acabar devorados.
Puede parecer extraño que alguien de la tribu silvestre, pero de especie más abundante, común, de menor categoría, un zorro, un gato montés, o incluso un meloncillo (Herpestes ichneumon), haga el panegírico del lince, pero de eso se trata y allá voy. Éste es el panegírico de un lince en boca de un meloncillo.
Creo haber dicho en varias ocasiones que los poetas, a diferencia de la restante gente de letras, tienen la obligación de llevar una vida ejemplar. No pueden contradecirse. O bien están perfecta y perpetuamente locos, como Panero, y no se convierten de la noche a la mañana en profesores de literatura. O bien son colosalmente cuerdos y, como Eliot o Stevens, se mantienen toda la vida petrificados en la figura egipcia de un burócrata bancario o un agente de seguros.
Habría sido lamentable que de repente Eliot se hubiera dejado crecer unas largas guedejas y, vestido con apretados pantalones de tweed, se hubiera unido al alegre grupo de los chicos de Isherwood. La poesía de Eliot habría aparecido a una luz totalmente distinta y seguramente Miércoles de ceniza se habría interpretado como una reunión de fumadores de porros.
Muy escasos son los poetas verdaderos que pueden contradecirse biográficamente: se es lince de una vez por todas, o se produce una enorme confusión y aquello no era lince sino chihuahua. Vean el caso ejemplar de Rimbaud, que cuando decidió cambiar de vida y dedicarse al contrabando abandonó para siempre la poesía.
Paco era lince ya a los dieciocho, cuando le conocí, y creo que hoy, ya talludito, nadie lo confundiría con un chihuahua. No hay un momento de su vida que niegue al anterior. Dado lo difícil que es hoy juzgar la poesía, es su coherencia vital lo que la garantiza. De muy joven, ya el lince espiaba a los buitres desde su madriguera y así sigue en la actualidad. Ha pasado su vida entera mirando hacia arriba. En general, los poetas, como los niños, miran hacia arriba.
¿Quiere esto decir que ha dedicado todos estos años a escribir poemas? En absoluto. Estoy persuadido de que les habrá dedicado, haciendo la media, un cuarto de hora al año como mucho. Pero es suficiente porque él ha vivido poéticamente y sus escritos son tan sólo breves documentos de su experiencia. Eso es lo que suelen ser los poemas verdaderos, el testimonio de una experiencia que la mayoría de los humanos nunca tendremos. Otro poeta verdadero del género loco, Hölderlin, decía que los poetas son pararrayos. Creo que muy pocos de entre nosotros habrán tenido esa experiencia, recibir directamente el fuego del cielo sobre el occipucio es algo reservado a personas de mucho fuste.
Perdonen que insista en la comparación, pero los biólogos saben que hay linces y que gozan de buena salud porque van dejando deposiciones aquí y allá, a veces rellenas de huesecillos animales y otras veces de simiente frutal. Esto me lo enseñó el propio Paco en nuestras primitivas excursiones. También me enseñó palabras poéticas como «egagrópila». Los poetas saben palabras que parecen pertenecer a una lengua ancestral.
Pues bien, mal que nos pese, los poemas vienen a ser esas señales orgánicas que dan fe de vida. No estoy siendo soez. Recuerden que la obra de arte que inaugura el arte contemporáneo, la Mona Lisa del arte actual, es un urinario.
Así que la vida del poeta Ferrer Lerín no tiene nada que ver con la vida habitual de los ciudadanos, aunque siendo Paco hombre de exquisita educación, lo disimule y lleve una vida aceptable para la Guardia Civil y para el Ministerio de Hacienda. Sin embargo, lo que él ha podido ver, lo que sabe de esta vida nuestra incomprensible, no tiene relación alguna con lo que nosotros hemos visto o sabemos. Pertenece a otro orden, a un saber que sólo se adquiere dedicando una vida completa a mirar hacia arriba y a soportar el fuego celeste.
Y como estamos entre amigos, voy a contarles la última vez que Paco tuvo la generosidad de compartir conmigo un poema. Fue hace pocos meses. Estábamos agazapados unos cuantos lectores de su poesía entre los árboles de un monte de la Jacetania, que viene a ser el Macondo de Paco, a la espera de que bajaran los buitres para devorar unas piltrafas que antes habíamos extendido por una planicie a unos cincuenta metros de distancia.
Les ahorro la descripción de una nube de buitres cubriendo el sol hasta hacernos creer que había llegado el crepúsculo a mediodía, y cayendo luego en picado a pocos metros de nuestros ojos. Lo que en esa ocasión me descubrió Paco no fue la épica de las carroñeras, que la tiene, sino la lírica del vuelo y de la caída. Cuando los buitres estaban ya a punto de precipitarse, Paco susurró casi para sí mismo, «el ruido, el ruido».
En efecto, lo sobrecogedor no es el acto mismo del ave precipitada sobre la carroña, sino el estruendo de cien alas de siete metros cada una cayendo sobre la tierra como los ángeles condenados por su soberbia. Es una música atronadora y fúnebre. Un redoble colosal que parece anunciar la decapitación de un monarca.
Ése fue el último poema que he compartido con Paco. Por fortuna, hay en este libro muchos otros poemas, esta vez escritos, que permiten al lector atento vivir experiencias inusitadas, capaces de transformar nuestras vidas terrestres en algo más próximo a la vida solar y de hacernos mirar hacia arriba aunque sólo sea durante unos minutos.22
Porque los poemas de Paco imitan con gran exactitud la música de los buitres. El sonido de la caída. El himno de los condenados.
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