Kitabı oku: «Lituma en los Andes y la ética kantiana», sayfa 5

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7. Hacia la búsqueda de un punto medio en ética política

En su producción novelística, MVLl reparte entre sus personajes la labor que, en otros escritos, se impone a sí mismo. No se renuncia en sus relatos de ficción, aunque esté camuflada entre líneas, a cierta convicción omnisciente, en el sentido de que en casi todos ellos se defiende, movida por resortes éticos, una tesis principista: el combate de todo tipo de dictadura y, como sucede en LA, la declaración de guerra a una irracionalidad que destruye y asesina en nombre de una ideología. No es que plantee abiertamente en dichos relatos –tal como es el caso, por ejemplo, de En octubre no hay milagros (1966), de Oswaldo Reynoso; en la declaración de principios, con el título de “Palabras urgentes”, de los poetas de Hora Zero (1970); o La joven que subió al cielo (1988), de Luis Nieto Degregori–, tesis en forma de proclamas ideológicas. Pero si se le lee, devolviéndole la sinceridad que él expone en sus artículos periodísticos y en sus obras no ficcionales, con la lealtad que el lector, como correlato ético, ha de mostrar frente a ellos, no cabe duda de que la certeza autoritaria, que aparece diseminada entre los personajes de sus novelas, adquiere aquí una clara autodelación. MVLl no es tan omnisciente como el sambenito que le cargan sus opositores y al que él, a veces, da pábulo por el lenguaje próximo al magister dixit con que defiende sus convicciones. No sería cabal, sin embargo, atribuirle lo que, probablemente con justicia, escribió sobre Octavio Paz: “Como tocó tan amplio abanico de asuntos, no pudo opinar sobre todos con la misma versación y en algunos de ellos fue superficial y ligero” (Vargas Llosa, 2009a, p. 457). Cierto que MVLl opina sobre casi todo, pero lo hace también casi siempre, además de con un estilo bello y certero, de manera informada y sirviéndose de una argumentación al que dicho estilo hace aparecer, en muchos casos, como racionalmente impecable. Lo que sucede es que, al tratar temas que se prestan a opiniones divididas y al tomar sobre ellos una posición que no puede contentar a tirios y troyanos, expande y acentúa la polémica. Como se verá más adelante, sus reflexiones sobre la identidad nacional y el nacionalismo, dos temas que se complementan entre sí, así lo testimonian. Y no ha de esperarse de él, especialmente tras el otorgamiento del Premio Nobel de Literatura (2010), que atempere este sesgo y que sus opositores no lo interpreten como una corroboración de su omnisciencia.

Pese a la polémica que suscitan sus obras –lo cual no es un mérito menor en MVLl–, no puede dudarse de que entre ellas y sus ideas ha existido siempre lo que E. Krauze llama una “admirable convergencia”. Existió en sus tiempos de marxista de estricta observancia (si es que esta expresión le puede ser aplicada a alguien que antepone el predominio de la libre individualidad en todos sus actos), y se da también, con el mismo “lenguaje de la pasión”, en un MVLl convertido al liberalismo. Aceptarlo como metodología plausible para interpretar y cambiar el mundo, no significó, empero, renunciar a su transformación, sino darle, ante todo, un contenido antagónico al del marxismo. En efecto, su identificación con posiciones que calificaban a este último de ideología totalitaria implicó en él, paralelamente, enfrentarse a los fanatismos de la identidad (nacional, indigenista, hispanófila, religiosa, ideológica, política), entrando de lleno, “muy a su estilo” y “contraviento y marea”, en lo que Max Silva Tuesta (2012, pp. 19, 85-88) ha denominado, amigablemente, “escándalos públicos”. De resultas de ello, puede afirmarse que, en efecto, una crítica de la razón fanática, efectuada indirecta pero apasionadamente, invade y permea todo el contenido de LA.

De su filiación ilustrada le viene a MVLl no solo el interés por esclarecer racionalmente las circunstancias que le rodean –en primer término, las de su país de origen–, sino también el afán de transformarlas, especialmente cuando dichas circunstancias conforman un mundo humano tan sórdido y vesánico como el relatado en LA. La Ilustración kantiana y una de sus variables –en este caso, la propuesta por Karl Marx en la XI tesis sobre Feuerbach– se dan la mano, sin discontinuidad, en todo el pensamiento vargasllosiano. El subsuelo judeo-cristiano en el que este doble componente podría estar fundamentado deberá quedar aquí tan silenciado como lo está, en general, en su obra.

MVLl es, ante todo, un hombre de nuestro tiempo. Parece poco probable que haya habido en el Perú –con la excepción, tal vez, de José Carlos Mariátegui– un peruano que haya demostrado en su obra tanta sed informativa (véase el caso, por ejemplo, del esfuerzo desplegado para paliar su “incultura económica”) (Vargas Llosa, 2010, p. 242) y tantas pruebas de haberla aplacado. Pero la riqueza teórica, que le ha otorgado, junto a sus méritos literarios, la convicción de que su voz está investida de importancia en el escenario nacional, no es en él meramente erudita. Aunque familiarizado con la atmósfera intelectual de la actualidad, el realismo empirista de su teoría del conocimiento le impele a esclarecer sus creencias mediante la contrastación exigida por la praxis. Y en MVLl, coincidiendo aquí con Abimael Guzmán, habita desde siempre el conato de transformar la realidad mediante la teoría, concretizada preferentemente en su voluntad de cambiar el Perú. Que dicha voluntad deba ejecutarse, de cara a sus resultados, con una metodología senderista marcará, en LA, la diferencia abismal entre una y otra ideología.

MVLl no puede ser, doscientos años después, un ilustrado del siglo XVIII y, obviamente, su ética no ha de coincidir punto por punto con el formalismo kantiano. En el desajuste permanente, especialmente en la acción política, entre la inclinación y el deber (FMC, p. 79; Ak IV, núms. 400-401), ya se sabe que optaría por un deber fundamentado en el razonamiento y coincidente, por tanto, más con Aristóteles y Spinoza que con Kant, en el cual –como ha señalado Manuel Garrido (2005b)– desaparece “el sensato equilibrio entre razón y naturaleza animal” (p. 191). Si bien las creaciones novelísticas de MVLl, e incluso muchos de sus ensayos, están atravesados por el “lenguaje de la pasión”, este, en LA, se constituye más en una metodología expositiva que en expresión de la ética que, pese a aparecer entre líneas, puede extraerse patentemente de su contenido. El imperio de un “deber ser” racional se sobrepone, sin duda, al de la conducta de SL, y también a la represión de las fuerzas del Estado, signadas ambas sangrientamente por la violencia irracional.

Cuando las pasiones se imponen a la razón, parece imperar en MVLl un juicio de valor contradictorio. En efecto, en la vida individual “lo otro de la razón” (apetencias, pulsiones, fantasías) se constituye en criterio válido para conceder a la praxis, de igual modo que sucede en su traslado a la obra de ficción, su valor más auténtico. Ahora bien, si en la vida política se prescinde de las dicotomías que plantea una razón teórica tradicionalmente binaria, donde es difícil discernir en la práctica quién manda a quién (si la razón o la subjetividad), entonces la política se convertirá en una actividad tan ficticia como la creación literaria, en la que América Latina ostenta tan eximios representantes. No puede verse salida al problema si es que no se admite un subsuelo de principios a priori en los que la ética política se sustente, y dichos principios, si no son de validez universal –como sucede en el caso del marxismo y de SL–, no pueden erigirse en fundamento y garantía de una sociedad libre. La transformación del mundo se topa, en consecuencia, con un interrogante perentorio: ¿cómo liberarse del relativismo moral –admisible, tal vez, en determinadas cuestiones de la ética individual, pero no en la ética política– y encontrar, en esta última, criterios diferenciadores del mal y del bien? Desde luego que situar la moral que preconiza MVLl en un punto medio (in medio virtus) entre el formalismo kantiano y la ética material de SL (es decir, como un centro aristotélico entre la pasión y la razón, entre el pathos y el logos) es una tentación teórica, pero su ubicación no permite soslayar una cuestión en extremo problemática: ¿desde qué perspectiva se establece este punto de equilibrio entre ambos extremos?

La respuesta deberá tener en cuenta dos aspectos complementarios entre sí. Tal como ha señalado, especialmente en Agonie des Eros (2012), el filósofo coreano Byung-Chul Han, hoy profesor en Berlín (Universität der Künste), el actual homo laborans se ha convertido en un “esclavo que se cree libre, pero que se autoexplota hasta el colapso”. Y añade, en afirmación que seguramente MVLl no compartiría del todo: “El sistema neoliberal obliga al hombre a actuar como si fuera un empresario, un competidor del otro”. La salida de esta relación de competencia, en la que se subsume y consume la vida contemporánea, demandará “mirar hacia el otro”, esto es, convertir a Eros en “condición para el pensamiento” (Arroyo, 2014). A algo similar se había referido, muchos años antes, Max Hernández (1993), circunscribiéndose al contexto peruano: el “descubrimiento esencial” de uno mismo ha de efectuarse “a través del otro”, es decir, apercibiéndose de “la propia humanidad”; pero, para que ello pueda ocurrir, “los sistemas de creencias exclusivistas y discriminatorios” tienen que ser “puestos de lado” y “reemplazados por otros más amplios, más humanos, más críticos, más cercanos a la verdad” (pp. 218-219). Del extremismo ético-político que representa SL en LA –y tal efecto no estaría reñido con la intención de MVLl–, la razón exigirá, como método para transformar el mundo, encontrar el punto medio entre él y un formalismo kantiano eximido de su cerrazón ante la subjetividad.

8. El cupo del apriorismo moral en Kant, SL y MVLl

En el formalismo ético kantiano, al igual que en la gnoseología de Descartes, se parte de la aceptación inmediata, evidente, del sujeto, esto es, de un “yo” que, autoconcebido como puramente racional, se erige en legislador autónomo si y solo si se libera de la res extensa, de la que forma parte, en primer lugar, su propio cuerpo. Pero dicha liberación ya no resulta tan evidente como la autoconciencia. Posee, más bien, argumentos que la constituyen en un constructo, en una creación derivada del poder pretendidamente absolutizante de la razón; de ahí que pueda afirmarse que también el sujeto cartesiano-kantiano podría ser una ficción si se toma como punto de partida, para crearla, la realidad del propio cuerpo. No otra era la perspectiva dionisíaca de Nietzsche. En efecto, para él, que hacía frecuentemente gala de un “platonismo invertido”, el cuerpo, del cual el espíritu es tan solo “una herramienta y un juguete pequeños”, no podía ser sino “una gran razón, una multiplicidad con sentido”: “Soy totalmente cuerpo –escribió en las primeras páginas de Así habló Zaratustra–, y nada más; y el alma es solo una palabra para algo del cuerpo”.

Desde luego que a esta inversión sui generis del platonismo no escapa la ética kantiana y tampoco, aunque con más reticencia, el “sujeto social” creado por el marxismo. Podría alegarse que en el formalismo kantiano el sujeto se construye “de arriba hacia abajo”, mientras que en la filosofía marxista está representado, quiérase o no, por una “superestructura” que, si bien fundamentada en una “base” donde lo material y las circunstancias económicas que lo determinan actúan de intermediarios, no deja de ser una construcción conceptual que, de antemano, postula una verdad a priori, verdad que puede ser enunciada así: la destrucción de la “base” injusta garantizará una etapa final de la humanidad en la que, por fin, se erradique la explotación del hombre por el hombre.

Ahora bien, construir un sujeto ético de abajo hacia arriba exigirá también un criterio de elaboración, el cual, si se deja en manos de las diferencias que plantea la subjetividad, conducirá a un relativismo moral y a la imposibilidad de una coexistencia pacífica entre las diversas ideologías. Tanto los minima moralia como su versión traducida en los derechos humanos fundamentales de las personas tendrán que fundamentarse no en las diferencias (raza, país, religión, credos políticos), sino en un consenso que deberá apelar a aquello que los seres humanos tienen como elemento común: una razón que se esfuerza, por su poder intrínseco mismo, en jerarquizar las diferencias y en asumirlas como tales. De más está añadir aquí que la violencia de SL, por su incapacidad de dialogar con todo aquello que no se identifique con su propia voz, estatuye una diferencia insalvable incluso para una razón que se autotitule, autoritariamente, de democrática.

No parece que MVLl sea partidario, como sí lo es Victoria Camps en La imaginación ética (1983)6, de la defensa de una moral provisional, aunque sí estaría de acuerdo en que el ser humano no posee un conocimiento racional absoluto, lo cual habla en pro de que también la praxis política esté sujeta a la metodología ensayo-error. Sin embargo, instalarse en ideologías religiosas o políticas que se hagan cargo de la total posesión de la verdad y del bien otorga una “buena conciencia”, ya que el creyente puede convertirse en un “aliado de Dios” para justificar su conducta, o en “portaestandarte de la absoluta, integérrima verdad” para, como en el caso de SL, enarbolarlo hasta ofrendar la propia vida y arrebatársela al otro por una causa que no admite evasivas (Vargas Llosa, 2004).

En la fundamentación de su ética, Kant pone en juego ideas puras (buena voluntad, imperativo categórico, valor moral, reino de los fines), no extraídas de la experiencia ni “contaminadas” en fuentes empíricas. De la no vinculación con sustratos “subjetivos” ha de inferirse que todo lo que se enuncie con dichas ideas puras no constará de proposiciones hipotéticas que verifiquen, por ostensión, su origen de procedencia, sino que son “fines” que la razón, como autolegisladora, se impone a sí misma para satisfacer sus propias exigencias. Se trata, pues, de una ética objetiva que fundamenta el valor y el deber ontológicamente en un sujeto consciente y libre, y que se convierte, por ello, en antecedente de las éticas de la responsabilidad y de la imputabilidad (Hans Jonas y Paul Ricoeur, respectivamente).

El marxismo es una teoría realista del conocimiento que pretende fundamentarse en una realidad empírica y extraer de ella, transformándolas también en experiencia revolucionaria, tesis que la cambien. Su verdad tiene, por consiguiente, una raíz y una meta dependientes de la praxis, aunque estaría por verse si, en realidad, las relaciones económicas de producción constituyen una “base” libre de cualquier esquema doctrinario previo, o, más bien, están de antemano teóricamente delineadas para sostener la tesis revolucionaria. La convicción de que la estructura física y la estructura social se asientan sobre las mismas leyes y pueden, por tanto, ser sometidas a una misma interpretación, implica aceptar una simbiosis, que Kant denegaría, entre naturaleza e historia. Que las normas y valores morales puedan interpretarse como un botín obtenido de los datos empíricos, aun cuando no equivalga a decir que unas y otros no pueden tener como cometido transformar la realidad, es un problema aporético para la razón. Si en el pragmatismo ético de Richard Rorty se cambia la idea de verdad por la de la caridad, y Gianni Vattimo (2009, pp. 12-13) ha afirmado que no lee libros de filosofía que le digan “cómo marchan las cosas” y no presenten proyectos de transformación, posición que concuerda con la de Fernando Savater, un autor con el que MVLl afirma que le es imposible disentir (Vargas Llosa, 2012a, pp. 151-152): “Me interesa la razón práctica: no tanto cómo conocer más sino cómo vivir mejor” (El País, 22 de mayo del 2015), ello no ha de significar que sea la realidad experimentable la que origine, a la manera de la metodología de los saberes fácticos, las teorías morales. La ética de Kant es, en este sentido, modélica.

9. De la cultura del marxismo a la cultura de la libertad

Despedirse del ideario ético-político del marxismo implicó para MVLl dos constataciones para ser tenidas en cuenta. La primera es que el “deber ser” propuesto por el materialismo histórico-dialéctico no era el adecuado para, en consonancia con los ideales de la Ilustración, mejorar el mundo de la realidad humana. Y, en segundo lugar, como premisa de la anterior, que el análisis de dicha realidad (esto, es del “ser”) no era tan “científico” como suponían sus defensores.

En MVLl el proceso de conversión de la ética de compromiso marxista a la ética (también, en él, de compromiso) del liberalismo democrático siguió un camino que tuvo como primera estación –en expresión de Enrique Krauze– el “bajar de su pedestal” a J. P. Sartre7. Mas en este “evolucionar desde el despotismo autoritario a la sociedad abierta” él va descubriendo, tal como lo aseguraba en julio del 2004, a los “grandes pensadores de la libertad”, en cuyo listado incluye a Kant, Friedrich A. Hayek, Adam Smith, Popper, Tocqueville, Nozik, Aron y Berlin (Vargas Llosa, 2004; 2010, p. 103). Aunque en un intelectual como MVLl, enemigo radical de todo autoritarismo ideológico, no puede hablarse de estación última, tampoco ha de prescindirse, para comprender mejor sus diferencias con la Ilustración, del influjo que, junto a los autores nombrados, han ejercido sobre él John Stuart Mill y los economistas Ludwig von Mises y Milton Friedman (Vargas Llosa, 2012a, p. 182).

De Isaiah Berlin, aparte de la convicción de que no existen mundos perfectos, asumió la ratificación de que “la vida es un fin en sí misma” y que el hombre no puede ser sacrificado en el altar de ninguna abstracción ideológica, ideas que el pensador letón puso de manifiesto en su obra sobre el socialista ruso Alexander Herzen Russian Thinkers y en la colección de ensayos Against the current, ambas publicadas en 1979 (Vargas Llosa, 1983, p. 407). También adquirirá de él, como un alegato en pro de la individualidad libre, el concepto de una libertad negativa que limita la autoridad y que, al contrario de la libertad positiva, no busca enseñorearse de ella para distribuirla y administrarla en nombre de la igualdad (Vargas Llosa, 1983, p. 415).

De Karl Popper herederá MVLl dos coordenadas esenciales para ubicar su posición política y su teoría del conocimiento. Merced a La sociedad abierta y sus enemigos (1945) y a Miseria del historicismo (1961) rechazará, respectivamente, los regímenes totalitarios y la fe en metodologías holísticas que, sacrificando lo individual a lo ideológico, han producido utopías también totalizadoras como el marxismo y el fascismo. De la lectura de Conjeturas y refutaciones (1963) y Conocimiento objetivo (1972), y de otras obras de la vasta bibliografía popperiana, en la que no faltarán tampoco los aportes al racionalismo crítico hechos por su discípulo Hans Albert, MVLl extraerá tres ideas fundamentales: que no existe ninguna teoría (ni social ni científica) que sea perdurablemente verdadera; que hay que ser audaz para derrocar viejas teorías incapaces de reflejar la realidad; y que la única metodología para salvarse del error es el falsacionismo, esto es, una crítica libre que, mediante el ensayo-error, constate que la verdad es un proceso y no un hecho objetivable. Esta subordinación de la observación a la teoría (siempre a una teoría de carácter “falsable”) otorga a los seguidores del racionalismo crítico la necesidad de proponer “conjeturas audaces”, con la esperanza de que, gracias a su falsación, permitan avanzar en la verdad del conocimiento. Las “conjeturas” teóricas no deben, empero, confundirse con la facticidad de una praxis revolucionaria o antisubversiva que, como la de SL y la represión del Estado peruano, dejó en su camino, convertidas en cadáveres, pruebas ostensivas de un “regreso” hacia la barbarie.

Popper fue también partidario de la indulgencia frente a los errores de las teorías que interpretan el mundo, de ahí que MVLl coincida con él en su rechazo del maniqueísmo, propensión de muchos intelectuales a adoptar una ideología con el dogmatismo propio de la religión. Mas el paso del socialismo marxista al liberalismo democrático supuso en él una etapa intermedia, “alejada, según E. Krauze, de la derecha y de la izquierda, de los sables y de las utopías” y en búsqueda de una “tercera posición”, etapa calificada de “limbo” por el mismo autor. Sin embargo, precisamente porque en MVLl el peso de lo “ilustrado” es más determinante que el de lo “posmoderno”, no puede él vivir largo tiempo en ningún limbo, ya que la neutralidad onírica no mantiene vinculación alguna con la realidad. Pero incluso desde su limbo efímero, rechaza –y en ello sigue siendo un ilustrado– “un pragmatismo sistemático” y “un espontaneísmo racional”, puesto que no se puede, según él, vivir “sin un esquema intelectual que proponga una interpretación de lo existente, explique el pasado, fije un modelo ideal y trace un camino para alcanzarlo”. Sin embargo, acercándose ya, por razones éticas, estéticas e ideológicas, a su adiós al marxismo y al encuentro del liberalismo democrático, enfatiza “la necesidad de revisar de manera permanente las ideologías y, mediante una crítica continua, perfeccionarlas…, flexibilizarlas, adaptarlas a la realidad humana en vez de tratar de adaptar esta a ellas” (Vargas Llosa, 2009a, pp. 266-267). La dialéctica de la Ilustración, como puede verse, posee brazos largos y muy ramificados.

Ha de afirmarse, entonces, que la Ilustración no solamente tuvo una faz racionalista, sino que, heredera también, en el empirismo moderno, de la teoría aristotélica del conocimiento, incidirá en la relevancia de la experiencia como correlato necesario de la verdad. No es este el lugar propicio para demostrar cuán partidario del empirismo gnoseológico es MVLl, pero su adiós a Sartre, lo mismo que sus invectivas en contra de Foucault, Derrida, Baudrillard y otros abanderados de la posmodernidad, se fundamentan en el hiato establecido por ellos entre literatura y realidad. Al quitarle al pensamiento su nexo con la experiencia humana, cree él que se tenderá a relativizar las nociones de verdad y valor (Vargas Llosa, 2012a, p. 38), produciéndose así una atmósfera cultural frívola, distinta, desde luego, del “limbo” que lo envolvió en su transición del marxismo al liberalismo, pero con características más difíciles de superar.

Ahora bien, si MVLl sale del limbo y, en su salida, se despide del autoritarismo dogmático de las ideologías, lo hace porque no renuncia a uno de los ideales más consecuentes de la Ilustración: el ejercicio libre del poder crítico de la razón. Este poder es el responsable de que, en expansión del ámbito restringido al que Kant lo confina mediante la abstracción de una “razón pura práctica”, queden incorporados en él todos los componentes de la vida humana. La razón ha de ser, en consecuencia, permeable a la evolución histórico-cultural, aun cuando se corra el riesgo de que sea precisamente la apertura a sistemas opuestos a una verdad única la que se convierta en causa del malestar cultural actual, contra el que MVLl despotrica, como ya se ha visto, en términos tan sonoros como reincidentes.

No será necesario aquí hacerse eco de lo que MVLl, apoyándose en George Steiner ha denominado “pesimismo estoico de la poscultura” (Vargas Llosa, 2012a, p. 21), pero sí hay que subrayar que la cultura, que agrupa en sí una suma de factores y disciplinas no tan fáciles de definir, se ha vuelto “un fantasma inaprensible, multitudinario y traslaticio” (pp. 65-66) porque, entre otras causas, ha asumido dentro de sí también lo que la “cultura superior” había dejado de lado en gran parte del movimiento ilustrado8. Ahora bien, el interrogante imprescindible sigue siendo el mismo: ¿Quién dictamina, y en base a qué, que la cultura, “en el sentido que tradicionalmente se ha dado a este vocablo, está en nuestros días a punto de desaparecer”, o que acaso haya desaparecido ya y sea, más bien, reemplazado por otro concepto que “desnaturaliza” su antiguo significado? (Vargas Llosa, 2012a, pp. 13-14). Para MVLl, la respuesta radica en la aceptación de una cultura abierta y diferenciada, la cual, sin embargo, solo encontrará su fundamentación si se recupera la gradación establecida por una auctoritas que vuelva a erigirse en “revisión crítica constante y profunda de todas las certidumbres, convicciones y teorías” (Vargas Llosa, 2012a, pp. 84, 75). Pero “autoridad” en términos de cultura equivale, sin duda, a no aceptar su “democratización” y hacer referencia, más bien, a “culturas superiores e inferiores”, aun a riesgo de ser motejado de “arrogante, dogmático, colonialista y hasta racista” (Vargas Llosa, 2012a, p. 67). La aceptación del multiculturalismo no le impedirá a MVLl sostener que ninguna cultura, por más antigua y respetable que sea, puede gozar de absoluta inmunidad moral. Resulta imposible, sin embargo, no reiterar aquí que dicho dictamen ha de fundamentarse no en las diferencias culturales que relativizan el valor de lo bueno, sino en una razón humana común en la que habrían de coincidir todas las culturas.

MVLl defiende una aristocracia cultural que, lejos de la masificación y de la frivolidad, esté en capacidad de proponer una corrección orientadora a una “civilización del espectáculo” que ha convertido el entretenimiento en el “valor supremo” de su tabla (“invertida”, “desequilibrada”) de valores. Pero los “falsos valores” –era ya su convicción en la citada entrevista de Gamboa y Rabí do Carmo– son celebrados por un “enorme público”. Se resiste, sin embargo, en contra de G. Steiner, a la muerte del humanismo, de modo que las adustas pinceladas con las que describe el panorama de la cultura actual constituyen el resorte que lo impulsa a proponer otras metas: aristocracia cultural frente a democratización cultural, contenido frente a forma, esencia frente a apariencia, sentimientos e ideas frente al “gesto y el desplante” y, en recuperación kantiana de términos y contenidos, “valor” frente a “precio” (Vargas Llosa, 2102a, pp. 34, 36, 51, 32).

En su opinión, la “alta cultura” no puede renunciar a su misión orientadora en la sociedad, enriqueciendo su vida espiritual, estableciendo una jerarquía axiológica en la que todo no sea valorativamente igual, proponiendo, en fin, un “entretenimiento” diferente del que la cultura actual, que es sucedáneo fallido tanto de una cultura superior como de las religiones, hace gala. MVLl cree que la “cultura de la libertad” ha de constituirse en revulsivo para revertir esta situación, empresa, sin embargo, en la que los intelectuales deberán romper “el juego de moda” y no volverse “bufones” del statu quo imperante (Vargas Llosa, 2012a, pp. 42-46). Así como la democracia es un “sistema de coexistencia de verdades contradictorias” (Vargas Llosa, 2009a, p. 289), también ha de serlo la cultura. Pero en una y otra, no obstante su tolerada heterogeneidad, tiene que establecerse una jerarquía de valores abierta a la elección libre de cada individuo.

¿Cómo establecer dicha jerarquía? ¿Por qué los representantes de la “alta cultura” estarían en disposición de proponer el criterio valorativo más acertado? ¿De dónde les viene la investidura del ejercicio de tal autoridad? La respuesta de MVLl a estas preguntas no se origina en el “ser” de la cultura contemporánea, esto es, en una realidad humana que conviene tener en cuenta, pero que reclama mejoramiento moral. Su núcleo de proveniencia es un “deber ser” que no puede desentenderse de la racionalidad ni como clave interpretativa del “ser”, ni tampoco como su corrección orientadora: esta es la deuda claramente identificable de MVLl con los ideales de la Ilustración. En efecto, si se adopta la perspectiva del formalismo kantiano, resulta claro que la evaluación jerarquizante de lo que acontece en la vida humana ha de extraerse de la razón pura, esto es, de una conciencia liberada de todo aquello que la razón misma, en su labor depuradora, considera como no racional. Desde esta óptica, y en traslado ya a LA, la ética de SL, al situarse en las antípodas de la ética kantiana, se apoyaría en fundamentos nítidamente erróneos. En efecto, aun cuando la ética de MVLl, por las restricciones anteriormente expuestas, no coincida exhaustivamente con la que Kant propuso, LA, en prosa que se encarga de describir, con cruda minuciosidad, hasta dónde puede llegar el comportamiento irracional de los seres humanos, puede convertirse en un alegato en pro de una moral deontológica que está, sin proponérselo su autor, más cerca de Kant que de las éticas consecuencialistas derivadas del liberalismo democrático.

En opinión de MVLl, la violencia senderista tiene una procedencia ideológica urbana: nace de movimientos citadinos conformados por intelectuales y militantes de las clases medias, “seres a menudo tan ajenos y esotéricos –con sus esquemas y su retórica– a las masas campesinas, como SL para los hombres y mujeres de Uchuraccay”. Les une, sin embargo, una característica común: se creen dueños de la verdad absoluta y se aprovechan del derecho a la insurgencia en contra de las lacras visiblemente ostentadas por un Estado corrupto (Vargas Llosa, 1990, p. 170), para, en nombre de un ideal ético, proponer una revolución que, en principio, podría explicarse como una extensión histórica de la Ilustración.