Kitabı oku: «Los monfíes de las Alpujarras», sayfa 73
CAPITULO XLVI.
De cómo fue la muerte de Aben-Humeya
Los turcos habian llegado á Andarax con cuatrocientos de sus piratas; pero contenidos por la línea de los monfíes, no habian podido pasar adelante.
Aben-Aboo habia llegado tambien con trescientos hombres, y Farax-aben-Farax, alguacil mayor de las Alpujarras como hemos dicho, con trescientos moriscos.
Pero Suleiman, nuestro antiguo conocido, que se habia quedado mandando los monfíes en ausencia de Harum, habia declarado que nada se haria hasta que Harum llegase.
– ¿Con que es decir, que nada podemos hacer, ni á nada podemos atrevernos sin los monfíes? exclamó el iracundo Alí.
– El emir de los monfíes, repuso Suleiman, es el rey, el único rey de las Alpujarras; sin los monfíes no hubiera sido posible la guerra; el dia en que los monfíes cedan y se recojan á sus guaridas, los cristianos se encontraran, como antes, dueños de las villas y lugares de las Alpujarras. Entre tanto los fuertes somos nosotros: tenemos rodeado á Andarax, y nadie entrará en él mientras no lo permita el emir de los monfíes.
– ¿Y quién es el emir de los monfíes? dijo con acento torbo Aben-Aboo: ¿acaso no ha muerto mi tio Yaye-ebn-Al-Hhamar?
– Ciertamente que tu noble tio, ha sido villanamente asesinado, replicó con voz ronca Suleiman; pero vive su hija.
– ¡La sultana Amina!
– Si, la sultana de los monfíes.
– ¡Una mujer! ¡y una mujer, cuyo paradero no se sabe!
– Pero la sultana Amina tiene un esposo, dijo Suleiman.
– ¡El marqués de la Guardia! ¡un cristiano renegado! repitió Aben-Aboo.
– El esposo de la sultana Amina, es el emir de los monfíes.
– Pero si la sultana Amina muriese…
– ¡Mas le valdria no haber nacido al miserable que se atreviese á la vida de la sultana! exclamó con acento de amenaza Suleiman.
– Pero puede darse por muerta, puesto que nadie sabe donde se encuentra.
– Y bien, dijo Suleiman, dejándose arrastrar por las circunstancias, á falta de la sultana Amina, tenemos á su hija la sultana Zoraya31.
– Mal nombre la habeis puesto, porque la otra sultana Zoraya, hija como esta de cristiano, y esposa de Muley Hacem, fue muy desgraciada.
– ¿A qué es esa inútil disputa? dijo una nueva voz terciando en la conversacion: os he llamado y habeis venido; Aben-Humeya está descuidado y ha llegado el momento de obrar.
Quien asi hablaba, era Harum, walí de los walies de los monfíes, que acaba de llegar.
– Es verdad, dijo el capitan turco Carcax: esta disputa es inútil: si los monfíes teneis derecho á llamaros dueños de las Alpujarras, nosotros que hemos venido de Africa á ayudaros, tenemos tambien derecho á que se nos trate lealmente, á que se nos honre, á que se cumplan los pactos que hemos establecido: en vez de esto se pretende destruirnos, se nos acecha, y se nos manda matar: debemos, pues, vengarnos, y nos vengaremos matando á Aben-Humeya.
– Aben-Humeya es rey de Granada, exclamó Harum.
– ¿Y pretenderás acaso disuadirnos de nuestra venganza? exclamó Alí: ¿ignoras que tenemos la prueba de la traicion del rey contra nosotros?
– Aben-Humeya debe morir, exclamó Farax-Aben-Farax, pero debe pensarse en un nuevo rey.
– ¿Y qué rey pensais que debemos elegir, caballeros? dijo Harum.
Sucedió un silencio solemne…
En medio de él, se alzó la voz de Aben-Aboo.
– Concluyamos antes, dijo, con Aben-Humeya, que nos hace traicion, y despues tendremos lugar de pensar en un nuevo rey.
El rey que ha de gobernarnos, dijo Farax-Aben-Farax, acaba de hablar. Aben-Aboo será nuestro rey.
– Si, si, que sea rey de Granada Aben-Aboo, exclamaron á una voz todos los que allí estaban congregados.
En aquel momento y antes de que Aben-Aboo pudiese contestar, se oyó una voz que hablaba con dificultad á causa del sobrealiento causado por la fatiga de quien hablaba.
– Pronto, exclamó, pronto capitanes, acudid: Aben-Humeya se nos escapa, tiene preparados caballos en la puerta de su casa.
El hombre que hablaba asi, era Gironcillo de la Vega, alguacil mayor de Granada por los moriscos.
La noticia de que Aben-Humeya intentaba escapar causó una gran sensacion entre turcos, moriscos y monfíes.
Especialmente los turcos expresaron su furor de una manera violenta.
– Aben-Humeya no puede escapar, dijo reposadamente Harum; la villa está cercada por mis monfíes.
– Es que tus monfíes se han dividido, dijo Gironcillo: y ó tú nos haces traicion ó te la hacen los tuyos.
– Quien eso dice miente, exclamó Harum fuera de sí de cólera: ni yo ni mis monfíes somos traidores; y en prueba de ello seguidme los que querais.
Y Harum tiró por un barranco arriba en direccion de la villa.
Inmediatamente le seguia Aben-Aboo.
Despues Gironcillo de la Vega, Suleiman, los tres capitanes turcos, y como quinientos hombres entre turcos, moriscos y monfíes.
Aquella gente caminaba en silencio sin pronunciar una sola palabra, apagadas sus pisadas sobre la tierra empapada por la lluvia.
A pesar de la gente que tenia en el pueblo Aben-Humeya, ni un solo hombre armado ni que se les opusiese, ni que diese aviso ó hiciera señal, encontraron los conspiradores, en su tránsito por la villa hasta la plaza.
Cuando entraron en ella, Harum vió puesta una luz tras la celosía de un agimez sobre la puerta.
Aquella luz, era la señal concertada entre él y María de Rojas.
Aquella luz era la señal de que Aben-Aboo estaba en su casa y de que habia llegado la hora.
Harum, Aben-Aboo, los turcos, Gironcillo, Suleiman y sus gentes, avanzaron en silencio hácia la casa.
En aquel momento sonó un tiro, disparado por uno de los moriscos que daban la guardia á Aben-Humeya, y como si aquella detonacion hubiera sido una señal de combate, todos se lanzaron con las armas enhiestas, sobre la guardia, la arrollaron, rompieron las puertas y se precipitaron en la casa.
…
Poco antes habia entrado en ella Aben-Humeya.
Su paso era vacilante y sus miradas vagas.
Venia de una zambra, donde, á pesar del Koram que prohibia el uso de las bebidas espirituosas, se habia embriagado.
Sin embargo no era su embriaguez tal, que le privase del uso de sus sentidos, y cuando María de Rojas fue á encontrarle, sonriéndole, la dijo:
– ¿Por qué me haces traicion?
A esta pregunta brusca, directa, imprevista, la jóven se desconcertó y solo contestó con embarazo:
– A nadie amo mas que á tí, señor, á tí que eres mi esposo: quien te diga otra cosa te engaña y merece la muerte; porque ha calumniado á tu esposa, á la sultana de Granada.
Aben-Humeya la rechazó de nuevo y le dijo con acento indolente:
– Ve, y cuéntale eso á tu amante, á Diego Alguacil: pero apresúrate á contárselo, porque mañana su cabeza no te podrá oir.
– Algun enemigo de tu reposo, señor, dijo María de Rojas dominándose, ha inventado esas mentiras.
– ¡Oh! afortunadamente, repuso Aben-Aboo, reclinándose en su divan y ya soñoliento, he sido avisado á tiempo y he prevenido la traicion: al principio crei de mas gravedad el peligro y mandé ensillar dos caballos… pero despues… me quedará tiempo para descabezar á los traidores, y ayudado por los monfíes que son valientes y leales, acabaré con todos mis enemigos. ¡Ah! ¡mi buen hermano Aben-Aboo, mi querido hermano! ¡quereis cobrar vuestra parte de aquel asesinato..! ¡ah! ¡ah! ¡como herí al emir, os heriré á vos mi buen hermano! ¡quien mató á su padre… puede muy bien… sí… puede muy bien matar á su hermano!
– ¡Tu hermano! ¡tu padre! exclamó asombrada María de Rojas, que conocia el terrible crímen de los hijos de Yaye.
– ¡Ah! estabas todavía ahí, dijo Aben-Humeya.
– Has hablado del asesinato de tu padre, y has llamado tu hermano á Aben-Aboo.
– ¿No era mi tio, el pariente mas poderoso que me quedaba, el emir de los monfíes? ¿no debió haber sido mi padre?
– ¡Ah! dijo María.
– ¿Y no me vi obligado á matarlo para que él no me matase?
– ¡Ah! repitió la jóven.
– ¿Y mi buen primo, el hijo de la hermana de mi padre, el alcaide de mis alcaides, no debia tratarme como á un hermano?
– ¡Ah! repitió por tercera vez María de Rojas.
– ¡Pues! ¡mi padre y mi hermano! mi corona destila sangre sobre mi frente, y ese velo rojo me incita… quieren matarme… y yo los mataré á ellos, ¡los mataré y dormiré tranquilo!
Aben-Humeya inclinó la cabeza vencido por el sueño.
– Si, dijo María de Rojas con voz ronca: si son traidores debes matarlos; enemigo muerto no daña: pero…
– ¡Ah! ¿estabas todavía ahí…? vete… vete y puesto que amas tanto á Diego Alguacil, díle que su cabeza está mal segura. ¡Ah! ¡ah!
Inclinó de nuevo la cabeza.
– Si, voy á avisarle, murmuró la jóven para sí, y cuando le avise veremos cuál cabeza está menos segura sobre los hombros, si la suya ó la tuya.
María se encaminó á la puerta y al llegar á ella, se encontró con Angiolina.
– No le pierdas de vista, permanece junto á él, dijo María de Rojas: su embriaguez no es bastante para hacerle perder el conocimiento.
Dijo estas palabras en voz tan baja y de una manera tan rápida María, que Aben-Humeya no pudo percibir ni aun su murmullo.
María salió, y Angiolina magnífica é incitantemente vestida, adelantóse hácia el divan donde estaba reclinado Aben-Humeya.
Como si Angiolina hubiese lanzado delante de sí una influencia mágica, cuando estuvo á poca distancia de Aben-Humeya, este se incorporó sobre el divan y la miró frente á frente.
La hermosura de Angiolina parecia como que habia dominado, como que habia desvanecido su embriaguez.
– ¡Ah! ¿sois vos señora? la dijo: ¿á qué debo la felicidad de vuestra presencia?
– Habeis tardado y estaba inquieta, dijo Angiolina sentándose en el divan, al lado del jóven.
– ¿Inquieta vos por mí? permitidme que me maraville de tal mudanza; hasta ahora he sido para vos la persona mas indiferente del mundo.
– Siempre he sido vuestra amiga, bien lo sabeis.
– ¡Amiga! ¡amiga! pero yo no quiero vuestra amistad, sino vuestro amor: recordad: desde que os ví representando en Granada, os importuné con mis ruegos: despues una feliz casualidad os trajo á mi lado, he seguido en mis importunaciones… y vos…
– Ya os lo he dicho una y mil veces y os lo repito, soy vuestra amiga y no puedo ser otra cosa.
– Pero esa fria amistad…
– Don Fernando, la amistad en la mujer es el prólogo del amor.
– Ved lo que decis, señora.
– Y bien… si yo os dijese que mi amistad hácia vos es interesada, algo mas que amistad…
– Os preguntaria la razon de no concederme por completo vuestro amor.
– Recordad: yo no os he llamado jamás Aben-Humeya, sino don Fernando.
– No os comprendo.
– Comprendedme, pues; yo no os quisiera ver moro.
– ¡Ah! ¡sois vasalla fidelísima del rey de España!
– No, porque no soy española: por el contrario le aborrezco, porque es el opresor de mi patria la hermosa Italia: pero si no soy española, soy cristiana, don Fernando.
– ¿Y pensais que yo no soy cristiano tambien, señora?
– Habeis renegado de Jesucristo por llamaros Muley Aben-Humeya32.
– He renegado con los labios, pero no con el corazon.
– Sin embargo persistis en esa dañosa apariencia.
– Acaso no persista mucho tiempo, señora.
– ¿Pensais acogeros al perdon del rey de España?
– No he dicho tanto: soy demasiado altivo para humillarme á las plantas de aquel cuyos ministros mataron á mi padre; que dió lugar á la avilantez de los que sin respetar mi linaje, me arrancaron, ó pretendieron arrancarme de la cintura, la daga con que en uso de mis privilegios habia entrado en su cabildo como regidor perpetuo: he aceptado la corona que me dieron los moriscos para vengarme, y me he vengado ya de todos mis enemigos: quédanme en verdad algunos, pero sus cabezas rodaran muy pronto á mis piés. Entonces, no pediré yo perdon al rey de España, sino que apretaré de tal modo la guerra que le obligaré á una avenencia honrosa, le obligaré á que me conceda mis privilegios, mi nobleza, mi rango de infante de Granada, con las tierras y señoríos que fueron de mis abuelos, y cuando esto suceda, declararé ante la iglesia católica, que jamás he sido musulman, que dentro de mi corazon, y esta es la verdad, he tenido levantado un altar al dios de mis padres, y que si he alentado una sedicion de gentes desesperadas, ha sido porque yo estaba desesperado tambien, porque se cometian conmigo degradantes injustícias.
– Y bien, haced eso cuanto antes, don Fernando: salvaos: salvad si aun es tiempo vuestro honor de caballero: acabad de una vez una guerra inútil, que no puede haceros rey, y que cuanto mas dure, mas desgraciada hará la condicion de los moriscos: aprovechad la primera ocasion de una avenencia; haced proposiciones al rey de España, y poned por primera condicion para la paz, el perdon primero, y la tolerancia y el respeto á los tratados para con los moriscos.
– Y bien mirado, señora, ¿qué se os da á vos de que la guerra con el rey de España concluya ó siga? ¿ó es que quereis meterme en una conversacion de Estado para que no os hable de mi amor? Eso es imposible; porque teniéndoos delante, solo veo vuestra hermosura que me enloquece.
– Yo no puedo ser vuestra.
– ¡Por que soy musulman, ó lo parezco! ¡qué extraño capricho!
– Aunque volvíeseis á vuestro antiguo estado; aunque os reconcilíaseis con la Iglesia, yo no seria vuestra.
– ¡Ah! ¿no querriais ser mi esposa?
– No, porque sois casado.
– ¡Casado!
– Si; con Isabel de Rojas como cristiano; con María de Rojas como moro.
– ¿Es decir, que de ningun modo sereis mia?
– No puedo serlo.
– Y si no podeis serlo, ¿á qué habeis venido de tal modo engalanada, de tal modo hermosa, á mi aposento en medio de la noche, y cuando por las circunstancias en que me encuentro, estoy desesperado y dispuesto á todo?
– He venido, contestó sin alterarse Angiolina, porque sé que antes que todo sois caballero. He venido, porque han llegado á mis oidos, no sé qué rumores de traicion contra vos: porque soy vuestra amiga y quiero guardaros el sueño.
– ¿Y por qué no guardar mi sueño entre vuestros brazos?
– Por una razon suprema, contestó con dignidad Angiolina.
– ¿Y cuál es esa suprema razon? dijo Aben-Humeya.
– Esa suprema razon consiste en que amo con toda mi alma á otro hombre, y no quiero, no puedo, no debo ser de otro.
– ¡Ah! ¿amais á otro hombre, y me lo decis á mí, que os adoro?
– Os digo la verdad.
– Pero esa verdad me ofende.
– No debe ofenderos.
– Y me empeña.
– No debe empeñaros.
– ¿Sabeis señora, que en el poco tiempo que llevo de reinar, me he acostumbrado á que nadie resista á mi voluntad?
– Habeis hecho muy mal en acostumbraros á eso, porque á cada paso encontrareis imposibles.
– Pues os juro que vos no sereis un imposible para mí.
– No jureis don Fernando, no jureis, porque os exponeis á jurar en vano.
– ¿Os creis con fuerzas para resistirme?
En aquel momento sonó un tiro fuera.
– Yo os amo y soy vuestra, exclamó Angiolina arrojándose entre los brazos de Aben-Humeya, abrazándole y sujetándole.
– ¡Oh! ¿qué es esto? exclamó Aben-Humeya.
– Esto es que cedo al fin á vuestro amor.
– ¡Esos golpes, ese ruido de armas! exclamó Aben-Humeya luchando con Angiolina.
– ¿Quién piensa ahora mas que en mi amor? exclamó con languidez la italiana.
– ¡Ah! ¡miserable! exclamó Aben-Humeya: ¡tú estás vendida á los traidores!
Y haciendo un violento esfuerzo, logró desasirse de los brazos de Angiolina y puso mano á su puñal y le desnudó.
Pero Angiolina le tenia asido fuertemente del brazo izquierdo, se lo retorcia, y le tenia en una posicion violenta en que no podia volverse, para herirla Aben-Humeya.
Pero aquella lucha no podia ser larga, porque Angiolina era una mujer y sus fuerzas, por mas que se violentara, empezaban á faltarle.
Pero afortunadamente para ella, María de Rojas se precipitó en la habitacion, seguida de Aben-Aboo, de Harum el Geniz, de los tres capitanes turcos, de Farax-Aben-Farax, de Diego Alguacil, de Gironcillo de la Vega, y de una multitud de conjurados.
– ¡Ah! teneis al miserable, al traidor, al asesino, exclamó María de Rojas, señalando á Aben-Humeya, que aun luchaba con Angiolina.
Aben-Aboo fue el primero que se arrojó sobre él; tras Aben-Aboo los otros, y Aben-Humeya fue desarmado.
La situacion era terrible, pero Aben-Humeya se puso á la altura de la situacion.
Miró tranquilamente en torno suyo, enteramente desvanecida la embriaguez, y dijo con acento sereno:
– Los que me avisaron de vuestra traicion no mintieron: hé aquí que sucede lo que yo habia previsto que sucederia…
– Tienes razon, dijo con ímpetu el capitan turco Alí: los que cometen traiciones, deben temer que un dia su misma traicion se vuelva contra ellos.
– ¿Quién se atreve á hablar aquí de traicion? dijo Aben-Humeya: pero ya lo veo: os tengo delante cometiendo una traicion, y os cuadra bien llamar traidor al que venis á asesinar.
– El asesino debe ser asesinado, gritó María de Rojas; esa es la justicia de Dios.
– ¿Por qué hablan las mujeres, antes que los hombres? dijo el turco Carcax, ¿se acostumbra esto en esta tierra?
– Cuando una mujer, dijo sin bajar de su tono solemne y trémulo María de Rojas, ha visto asesinados á su padre, á sus parientes, á sus hermanos; cuando ha sido separada del hombre á quien ama; cuando se ha visto obligada á servir los horribles caprichos del que ha matado á su familia y á su amor, esa mujer tiene derecho de acusar ante Dios y ante los hombres al asesino. El asesino es ese, exclamó señalando con un dedo inflexible á Aben-Humeya, y yo os le he entregado; pero para que me hagais justicia.
– Si es cierto, dijo con acento ronco Aben-Humeya, María de Rojas tiene derecho á acusarme: yo me he ensangrentado en su familia, familia de miserables traidores, y solo he cometido una falta: la de no ensangrentarme tambien en ella.
Y soltó una impia carcajada.
Todos callaron dominados por el acento febril, sarcástico, terrible de Aben-Humeya.
– Y bien, ¿no hay nadie que me acuse mas? añadió el jóven.
– Si, gritó Farax-Aben-Farax: yo te acuso de traidor á tu patria y de hereje á tu Dios.
– ¿Y sabes tú cuál es mi Dios? exclamó con desprecio Aben-Humeya.
Ante esta audacia todos callaron.
– Mi Dios es el Dios de los cristianos, el Dios que confieso delante de vosotros; el Dios cuya fe no ha faltado en el fondo de mi corazon.
– ¿Y por qué has ceñido la corona de un pueblo musulman? exclamó con indignacion Harum-el-Geniz.
– A tí solo, te contestaré, wali de los walies, dijo Aben-Humeya, á tí que eres el único que tienes derecho á acusarme; pero si me juzgas á mí ¿por qué no juzgas tambien á Aben-Aboo?
– Ignoro la causa por qué deba yo acusarte especialmente, y acusar á Aben-Aboo, dijo reposadamente Harum.
– Pues qué, ¿ignoras que Aben-Aboo y yo matamos á tu noble señor el emir de los monfíes?
– Mientes, exclamó Aben-Aboo, que creía que solo Dios, su madre y Aben-Humeya eran los conocedores de aquel crímen; mientes, miserable: yo puedo probar que la noche que murió el emir, mi noble tio, yo estaba muy lejos de Yátor, en cuyas inmediaciones pasó aquella muerte. – Mientes, repito; estás perdido y quieres perderme: y si no, presenta una prueba bastante de que yo he tomado parte en la horrible muerte de mi tio y señor.
– Es verdad, faltan sobre la tierra los testigos; unos han muerto, otros estan lejos. Algunos que pudieran hablar, callan. Pero Dios lo sabe, Dios arrojará sobre tí la sangre del emir de los monfíes, como la arroja sobre mi cabeza, ¡Dios castigará á los dos parricidas!
– ¡Parricidas! sonó como un eco de horror entre los circunstantes.
– ¿Qué os estremece? dijo Aben-Humeya: ¿acaso no debiamos llamar nuestro padre, al noble y poderoso emir nuestro pariente?
– Repito que ese hombre, al encontrarse perdido, arroja sobre mi cabeza, para perderme, un crímen en que no he tenido parte.
– Es verdad, tú no le hiriste.
– ¡Lo ois! al cabo no se atreve á sostener su impostura.
– Pero le sujestaste entre tus brazos para que no pudiese defenderse mientras yo le heria, dijo con una horrible calma Aben-Humeya.
Dominaba un silencio de horror en los circunstantes.
– ¡La prueba! ¡la prueba! gritó fuera de sí Aben-Aboo.
– Es inútil, dijo con autoridad Harum-el-Geniz: ni Aben-Aboo, ni Aben-Humeya han cometido ese asesinato.
– ¡Ah! ¿te importa acaso ocultar el nombre de los asesinos, wali de los walies? dijo Aben-Humeya.
– No; pero yo me encontraba aquella noche en la alquería donde moraba mi pobre señor, y sé quién fue el asesino.
– ¿Y quién fue? dijo con sarcasmo Aben-Humeya.
– Fue un emisario del rey de España: un bandido italiano llamado Laurenti, que se habia introducido entre nosotros.
Al escuchar el nombre de Laurenti, se estremecieron Aben-Humeya, Aben-Aboo y Angiolina.
Harum tenia razon: el verdadero asesino del emir habia sido Laurenti, puesto que él habia incitado á los jóvenes á aquel asesinato.
– Fue ese miserable que acabo de nombraros: asi me lo reveló bañada en llanto, la sultana Howara, la noble esposa del emir mi señor: la madre de Aben-Aboo.
– ¡Oh! ¡mi madre! ¡pobre madre mia! exclamó Aben-Aboo.
– Yo, dijo Harum, juré vengar á mi señor con la muerte de su asesino; un dia Laurenti fue encontrado en la montaña por los monfíes, con una puñalada profunda en un costado, y con su propia daga clavada en la sien izquierda.
Angiolina tembló y se puso mortalmente pálida.
– Le maté yo, como se mata á un perro, añadió Harum, y del mismo modo hubiera muerto á los otros asesinos del emir, si hubiera habido mas que uno. Tengo la evidencia; mas: la prueba, de que ni Aben-Humeya ni Aben-Aboo, han tenido parte en esa muerte.
– ¡Oh! ¡mi madre! ¡mi pobre madre, dijo para si Aben-Aboo, ha cubierto el delito horrible de su hijo! infeliz madre mia!
– No se trata, pues, de vengar la muerte del emir, dijo con acento conmovido Harum: el emir está vengado. Aben-Aboo tiene razon; Aben-Humeya lleva su maldad hasta el punto de acusarse de un delito que no ha cometido, para que se le crea, para perder al noble, al valiente Aben-Aboo, acusándole de complicidad en aquel crímen. Afortunadamente estoy yo aqui, y soy un testimonio vivo al que prestareis entera fe, caballeros: ¿no es verdad, que no creeis que Aben-Aboo haya cometido tan odioso crímen?
– ¡No! ¡no! ¡no! exclamaron todos.
– Puedes engañar con tu autoridad á los hombres, wali de los walies, ¡pero no puedes engañar á Dios!
– ¡Y aun insiste el miserable renegado! exclamó con indignacion Harum: pero tu resistencia es inútil: no venimos aquí á castigarte como asesino del emir de los monfíes: no: venimos á juzgarte como traidor á tu patria: estás en inteligencia con los cristianos.
– ¿No os he dicho ya que soy cristiano? exclamó con insolencia Aben-Humeya.
– ¿Qué mas quereis oir, caballeros? dijo Farax-Aben-Farax: el miserable confiesa su crímen.
– ¿Y por qué no los confiesa todos? exclamó el turco Huscen.
– ¿Teneis tambien vosotros de qué acusarme? dijo Aben-Humeya.
– ¿Conoces esto? dijo Carcax adelantando fuera de sí de furor y mostrando á Aben-Humeya, la carta en que mandaba al alcaide de Medina de Bombaron, matar alevosamente á los turcos.
Aben-Humeya tomó la carta y la leyó: cuando la hubo leido desapareció la fria calma de su semblante, tembló no de miedo, sino de furor y exclamó arrugando entre sus manos la carta:
– Esta es una infamia horrible. Veo aquí tu mano Aben-Aboo, miserable, que mataste al padre y matas al hermano: tú has comprado á mi secretario, Diego de Arcos, cuya es esta letra, y has fingido esta carta.
– Estamos perdiendo el tiempo, dijo Carcax; este descreido lo negará todo: ¿no es justa su muerte, capitanes y caballeros?
– Si; si; debe morir, gritaron todos. Y como si aquella hubiese sido una señal, el feroz Carcax se arrojó sobre Aben-Humeya.
– ¡A mí, esclavos! ¡á mí! ¡ha llegado la hora de la muerte! gritó el turco!: ¡á mi, verdugos!
Y sofocaba entre tanto á Aben-Humeya á quien habia asido por la garganta.
Dos africanos atezados habian aparecido y avanzaban hacia Aben-Humeya: uno de ellos llevaba un cordon en la mano.
Los detalles de la muerte de Aben-Humeya son repugnantes; oigamos cómo refiere esta catástrofe don Diego Hurtado de Mendoza, en su guerra de Granada.
«Ahogáronle dos hombres: uno tirando de una parte y otro de otra de la cuerda, que le cruzaron en la garganta; él mismo se dió la vuelta como le hiciesen menos mal; concertó la ropa; cubrióse el rostro.»
El mismo historiador refiere en otro lugar:
«Saqueáronle la casa; repartiéronse las mujeres, dinero, ropa; desarmaron y robaron la guardia; juntáronse con los capitanes y soldados, y… eligieron á Aben-Aboo por cabeza en público, segun lo habian acordado en secreto.»
La muerte de Aben-Humeya fue la señal de dispersion de los que la habian decretado y ejecutado; los turcos se alejaron con su gente; Farax-Aben-Farax, con sus moriscos y con su nuevo rey Aben-Aboo, que se llevó consigo á Angiolina; Diego Alguacil por su parte se unió de nuevo á María de Rojas, y preveyendo que ninguna buena aventura podia acontecerles en las Alpujarras, pasaron algunos dias despues á Africa, donde se casaron.
Antes de separarse Harum y Angiolina tuvieron este breve diálogo:
– ¿Por qué habeis atestiguado que Aben-Humeya y Aben Aboo, eran inocentes de la muerte del emir?
– Necesito que Aben-Aboo confie en mí, contestó Harum.
– ¿Y por qué no habeis muerto tambien á Aben-Aboo? dijo Angiolina, ¿acaso no teneis poder para ello?
– ¿Se sabe dónde está la hija de mi señor? repuso Harum.
– ¡Ah! teneis razon, exclamó con amargura Angiolina.
– Acordaos señora, la dijo Harum, del estado en que habeis visto al infeliz marqués de la Guardia: acordaos de lo que me habeis prometido: Aben-Aboo os ama: fascinadle; emplead toda vuestra astucia, toda vuestra inteligencia: averiguad el paradero de la sultana, y cuando le hayais averiguado, cuando nos hayamos apoderado de ella, entonces… entonces Aben-Aboo, sentirá sobre su cabeza la venganza de los monfíes.
– Os juro, os juro ayudaros, exclamó Angiolina; pero ayudadme vos tambien.
– Os ayudaré, os lo juro, dijo Harum; pero silencio: Aben-Aboo se acerca: salidle al encuentro y empezad á ser un demonio fascinador para él.
Angiolina salió sonriendo al encuentro de Aben-Aboo, y Harum triste, cabizbajo, preocupado, salió de Andarax, llegó á los primeros puestos de los monfíes y mandó tocar á recoger.
Cuando todos estuvieron reunidos los llevó á una rambla distante, y puesto en medio de ellos les dijo:
– Nuestra venganza por el noble emir que hemos perdido, se ha cumplido ya. Aben-Humeya ha muerto.
– ¿Y Aben-Aboo? ¿y Aben-Aboo? gritaron acá y allá.
– Aben-Aboo no tardará mucho en caer tambien. Estoy satisfecho de vosotros, hermanos. Nada tenemos que hacer aquí: marchad á vuestros apostaderos y estad dispuestos á la primera señal.
Los monfíes se dividieron en grupos y Harum, con una banda de ellos se internó en la montaña.