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Kitabı oku: «Los monfíes de las Alpujarras», sayfa 72

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CAPITULO XLIV.
De cómo los capitanes turcos sirvieron á Aben-Aboo ó creyeron servirse á sí mismos

La muela del Aguila era una pequeña montaña en direccion á Andarax.

Por la parte media de su vertiente oriental corria un sendero que aunque áspero atajaba el camino desde Andarax á Mecina de Bombaron.

Este sendero pasaba junto á la entrada de una enorme gruta.

En esta gruta, la noche en que marcha nuestra accion, ardia una hoguera de ramas de olivo.

Sentados en piedras alrededor de la hoguera, habia tres hombres atezados, de mirada ávida, armados hasta los dientes, y revelando en su trage tanto á los turcos vasallos del sultan de Constantinopla, como al pirata berberisco de los mares de Levante.

Estos tres hombres parecían estar impacientes é irritados.

– Por Allah, decia uno de ellos: en esta tierra es durísima la fatiga: el combate es nada, comparado con los hielos y con este viento crudísimo que vuela de cumbre en cumbre.

– Aluch-Alí, nuestro señor, dijo otro de ellos dirigiéndose al que habia hablado, nos quiere mal cuando nos ha enviado á esta empresa, Carcax; en esta tierra maldita solo se siembran ingratitudes y se cogen traiciones; por el Dios Altísimo y Unico, que cuando me acuerdo de mi buena galeota, se me abre el corazon: prefiero verme sobre ella, dando caza viento en popa á los cruzados de Malta, que ser rey de esta tierra miserable.

– Miserable, porque son miserables los que en ella han levantado su bandera, Alí; por lo demás, Granada es el jardin del Profeta; pero con Aben-Humeya… hace algunos días que solo recibimos reveses: en Válor hemos sido destrozados: en Cádiar hemos huido de breña en breña delante de los cristianos, y si Aluch-Alí, nuestro señor, no nos saca de aquí perecemos en la lucha.

– ¡Por Alah, Huscen! ¿qué dirian de nosotros en Argel si dejásemos abandonados á nuestros hermanos?

– No, no son estos mezquinos hermanos nuestros; nuestros hermanos no arremeterian al peligro para huir despues aterrados: Aben-Humeya es un insensato, que cuando ha menester de mas valor se entrega al desaliento ó á los placeres, ó lucha mal, poco y tarde. Aben-Aboo aunque es valiente, descontento ú ofendido, no hace lo que debia: y los moriscos desvandados, desnudos, miserables, ó perecen por la espada, ó al rigor del hambre.

– ¡Aben-Aboo! exclamó Huscen; hace dos horas que le esperamos yertos de frio, y aun no ha venido: tal vez tenga miedo… ó prefiera tal vez dormir en Andarax á arrostrar para venir á buscarnos, los rigores de una noche tan fria.

– ¿Quién se atreve á dudar de Aben-Aboo, y á llamarle indolente y cobarde? dijo una voz robusta á la entrada de la cueva.

Volviéronse los capitanes turcos al sonido de aquella voz y vieron á un moro que adelantaba en la cueva.

Era Aben-Aboo.

Los turcos se levantaron.

– ¡Ah! ¡es Aben-Aboo, el alcaide de los alcaides! dijo Alí.

– ¡Por Allah! exclamó con desprecio Aben-Aboo mirando con una profunda fijeza á los turcos: ¿á quién parece tarde? ¿quién se atreve á blasonar de valiente amancillando mi honra?

– ¡Aben-Aboo! exclamó el feroz Huscen.

– ¡Yertos de frio, y murmurando como mujeres! ¡nunca lo hubiera creido de vosotros, capitanes!

– Perdona si te hemos ofendido Aben-Aboo, dijo Carcax; pero tenemos razones para quejarnos; desde que llegamos á las Alpujarras no hemos visto en torno de nosotros mas que traidores; si hemos empeñado alguna empresa hemos sido vencidos ó abandonados. ¿Quién nos ha traido del Africa á estas montañas para sufrir sonrojos y reveses? ¿quién humilla nuestro esfuerzo y nos obliga á ser testigos de tanto oprobio? ¿Y quieres que callemos como viles y cobardes, y no levantemos la voz contra tanta vergüenza?

– No, vive Dios, dijo Aben-Aboo: como vosotros estoy irritado, como vosotros veo que el insensato Aben-Humeya, ó es cobarde ó aprecia en poco su vida y su honra.

– ¿Y quién le ha aclamado rey? dijo Carcax: vosotros, vosotros que creísteis que sacaría al reino del yugo del cristiano y estableceria el estandarte del Profeta sobre los muros de la Alhambra. ¿Y qué ha hecho ese miserable? entregarse al ócio, gastar su vida en fiestas y en zambras, empobrecer á los suyos para alentar sus vicios; y despues de algunos triunfos que no ha sabido aprovechar, al ver á don Juan de Austria en las Alpujarras, acobardarse y huir de breña en breña como la res acosada por los perros, cuando resuenan á sus espaldas las trompas castellanas.

– Y bien, exclamó con arranque Alí; ¡qué nos importa que Granada sea cristiana ó no! si esta guerra concluye mal, los moros solo verán un pedazo de menos en sus dominios: mas ¡ay si un dia Africa se arroja sobre Europa! ¡hay si clava en su vieja frente el estandarte del Profeta!

– ¡Escrito está! exclamó con acento solemne Aben-Aboo: pero vencidos en tanto los moriscos, habran visto desvanecerse su esperanza como humo que arrebata el viento. Volvereis si: pero os aterra el nombre de don Juan de Austria, y quereis abandonarnos. Pues bien: ¡idos! me causa rubor vuestra cobardía ¡idos! impacientes os esperan los vuestros á la orilla del mar en las galeras que han aprestado para la fuga.

– Si, nos iremos, gritó Alí, trémulo de cólera; mas no será sin herir antes la cabeza de ese miserable que descansa entre débiles mujeres. ¡Que tememos á don Juan de Austria! ¡que huimos aterrados ante el peligro! Pues bien, si valemos tan poco; si tú, Aben-Aboo, el mas bravo de los moriscos nos desprecias y nos rechazas, volveremos humillados al Africa, pero antes dejaremos en las riberas de la Alpujarra las señales sangrientas de nuestros piés.

– Aden-Aboo, dijo Huscen, con acento amigable: ni creo tus palabras ni me ofenden, porque son hijas del despecho con que ves las desdichas de tu patria. No tienes razon para acusarnos; hemos venido á ayudaros y os hemos ayudado, partiendo con vosotros el peligro, ensangrentando en los cristianos nuestras armas.

– ¿Y porqué retroceder ahora? exclamó Aben-Aboo.

– Mientras Aben-Humeya esté en el trono, respondió Carcax; mientras haya una sola villa en las Alpujarras que le aclame rey, no entraran en la pelea mis gentes: haced vosotros lo que querais.

– Ni yo expondré otra vez mi estandarte á la vergüenza, dijo Alí.

– ¿Y no es mas conveniente, dijo Huscen, hacer pedazos la frente de Aben-Humeya y dar la corona á quien valga mas que él; á un hombre como Aben-Aboo, valiente, leal, emprendedor, buen musulman y buen caballero?

– ¡Yo! ¡yo rey! exclamó Aben-Aboo, disimulando su alegría. ¿Qué dices Huscen? ¿sobre mis débiles hombros quieres arrojar tan pesada carga? ¡No! ¡no! matad en buen hora á Aben-Humeya, y ocupe su trono otro que yo: uno de vosotros por ejemplo.

– Aluch-Alí nuestro señor, dijo Carcax, nos ha enviado á ayudaros, no á ser reyes… arreglad este asunto entre vosotros los moriscos… mas… alguien se acerca… ¿has traido á alguno contigo Aben-Aboo?

– He venido solo.

En aquel momento apareció en la entrada de la cueva un hombre.

Era Diego Alguacil.

Al ver á Aben-Aboo y á los turcos, adelantó y les dirigió confiadamente la palabra.

– Musulmanes, dijo: dadme ayuda; me he perdido en la montaña y necesito un guia para cumplir un encargo en servicio del rey.

– ¿De qué rey hablas? dijo Aben-Aboo afectando no conocer á Diego Alguacil.

– ¿De que rey he de hablar?, contestó el morisco, sino del alto el grande Muley Aben-Humeya, á quien Dios ensalze…

– Cuadra muy mal tu comisión con tu torpeza, moro, dijo con recelo Carcax.

– Tiene trazas de espía de los cristianos, dijo con acento de amenaza Huscen.

– Esta carta responderá por mí, dijo Diego Alguacil sacando del seno la que le habia dado en Andarax Aben-Aboo.

– De Aben-Humeya, sultan de Andalucía al alcaide de Mecina de Bombaron, dijo Carcax leyendo el sobre escrito de la carta que habia tomado de manos de Diego Alguacil.

Aben-Aboo, miró recatadamente á los turcos con una mirada enérgicamente significativa, con la que parecia decirles:

– Necesitamos apoderarnos de esa carta.

Y luego añadió volviéndose á Diego Alguacil como si no le conociera:

– Ven conmigo: llevo el mismo camino que tú y antes del alba habremos llegado á Mecina de Bombaron.

Alí adelantó receloso.

– Descuida, le dijo rápidamente Aben-Aboo: va conmigo, y yo ni vacilo ni dudo: y luego añadió alto: sígueme moro: hermanos mios, adios.

– Que Allah te guarde, contestaron los turcos.

Aben-Aboo y Diego Alguacil salieron de la cueva.

– Sigámosles, dijo Huscen, y castiguemos á Aben-Aboo si nos hace traicion.

– Deteneos, dijo Alí: el estrecho sendero por donde caminan está sobre el tajo.

– ¿Y qué? dijo Huscen.

– ¿Y qué? ¡Dios ayude al mensajero de Aben-Humeya!

Como para confirmar las palabras de Alí se escuchó en aquel momento uno de esos horribles gritos que exhala el que de repente siente la muerte sobre sí.

– ¿Habeis oido? dijo Huscen.

– Si, un grito de horror, de agonía: sin duda ha caido el mensajero: ¡es la senda tan estrecha, y está tan resbaladiza con el hielo!..

En aquel momento Aben-Aboo apareció en la entrada de la cueva y adelantó hacia los turcos.

Parecia horrorizado: su mirada erraba sin objeto.

– Por fortuna llevaba yo la carta, dijo con voz opaca.

– Ha resbalado…

– Sí…

– Ha caido…

– Sí; un salto horrible: ha rebotado en las rocas, y ha caido al fin al torrente. Os juro que me ha causado horror.

– ¿Y la carta? exclamó con afan Carcax.

– Aquí está, dijo Aben-Aboo, entregándola á Alí: llevadla, enviadla al alcaide de Mecina de Bombaron: yo me vuelvo á Andarax: esa desgracia me ha horrorizado.

– ¿Que llevemos esta carta al alcaide de Mecina? dijo con asombro Alí.

– Sí; el rey lo manda, repuso Aben-Aboo: habeis venido á servirle y debeis obedecerle.

– ¡Ah! no hace mucho que nos hablabas de otra manera, Aben-Aboo, dijo Carcax.

– La muerte enseña mucho y acabo de verla, contestó sentenciosamente Aben-Aboo, y salió de la cueva y se alejó.

Los turcos quedaron asombrados.

– O nos hace traicion ó está loco, dijo Alí.

– Lo que nos importa es saber lo que dice esa carta, repuso Carcax.

– Sí, veamos, porque recelo una traición, añadió Huscen.

Alí se inclinó sobre la hoguera, abrió la carta y la leyó.

He aquí el contenido de aquella carta:

«En el nombre de Dios Altísimo y misericordioso: el ensalzado, el favorecido de Dios, gobernador de los moros de España, Muley Aben-Humeya al valiente alcaide de Mecina de Bombaron, desea salud y prosperidades. – Sabrás alcaide, porque todo el mundo lo sabe, que los turcos que nos ha enviado el dey de Argel, mas que de provecho y de ayuda nos sirven de escándalo y perjuicio, haciendo insultos y deshonestidades, forzando mujeres, y robando las haciendas á los moros de la tierra. Hácenlo como corsarios y ladrones que son, gente aventurera y mala, agenos á todo respeto, sin temor á los hombres ni á Dios. Necesario es pues, evitar estos males, mas como son poderosos, te los enviaré á Mecina de Bombaron mañana: cuando llegaren, haz muestra de festejarlos: ordena una zambra, dáles de cenar y pon zumo de hagiz30 en los manjares; cuando estén aletargados, mátalos, que después yo me disculparé con el dey de Argel, manifestándole las causas que he tenido para obrar asi. – Prospérete Dios y te dé ventura.»

Por bajo se leia en mal carácter africano la frase siguiente con que acostumbraba á firmar Aben-Humeya: Esto es verdad, como si dijera: esta carta es legítima.

El furor, la ira, la venganza, todas las malas pasiones, se pintaron en el semblante de los turcos apenas conocieron el contenido de la carta.

– ¿Y dudaremos aun? exclamó el iracundo Carcax: ¿Dudaremos despues de lo que hemos leido?

– ¡Dudar! exclamó Alí: ¡necesito toda la sangre de ese perro infiel!

– ¡Mil vidas que tuviera! exclamó Huscen. Si vosotros esperais, yo no espero ni un momento. Yo voy á buscar á los mios…

– Y yo…

– Y yo… contestaron Alí y Carcax.

Y salieron de la cueva trémulos de corage, y en paso rápido se perdieron entre las quebraduras.

Apenas habian desaparecido los turcos cuando de entre un matorral salió una sombra informe, y se asomó al borde del abismo.

– ¡Ah del muerto! exclamó.

– ¿Quién va allá? contestó una voz desde abajo.

– Espérame, contestó el de arriba.

Y se deslizó por el borde de la cortadura.

Poco despues se detenia junto á otra sombra.

Eran Aben-Aboo y Diego Alguacil.

– Lo han creido, dijo Diego.

– ¡Lo de tu muerte! ¿pues no han de haberla creido, si yo hubiera dudado? ¡oh! ¡qué grito tan lastimero!

– ¿Y los turcos?

– Allá van hácia Andarax; vamos tambien nosotros: los turcos y los monfíes nos ayudan.

– ¡Los monfíes! exclamó Diego Alguacil: Dios me perdone: pero desconfío de ellos.

– ¡Desconfiar! ¿y por qué?

– Huyen demasiado.

– Los tercios que ha traido don Juan de Austria…

– Son valientes es verdad: pero los monfíes nunca han sido tan cobardes: parece que á la primera arremetida huyen de intento.

– ¡Oh! ¡si eso fuera!

– Yo creo…

– ¡Qué!

– Que la muerte del emir los ha irritado; que os atribuyen á vosotros esa muerte.

– ¿Y quienes somos nosotros?

– Tú y Aben-Humeya.

Se estremeció todo Aben-Aboo.

– Te engañas, te engañas, Diego, contestó el jóven procurando dominar lo conmovido de su voz: los monfíes no tienen razon para sospechar… no pueden sospechar.

– Allá lo veremos, replicó Diego Alguacil: ó mas bien lo veran los que se queden.

– ¿Y tú por qué no?

– Porque yo, en cuanto Aben-Humeya muera, que será esta noche, recobro á María, á la prenda de mi alma, que ese infame me ha robado, y me voy con ella á Africa. Te aconsejo que hagas lo mismo, Aben-Aboo.

– ¿Que abandone yo la corona, cuando ya la siento sobre mi cabeza?

– Los monfíes te mataran como mataran á Aben-Humeya.

– ¿Crees tú que no sea tan fácil matar á los monfíes como á los turcos?

– Dios es grande y vencedor, dijo Aben-Aboo.

– Pues bien haz lo que quieras: en cuanto á mí he tomado mi resolucion. Ahora vamos á Andarax.

– Vamos, contestó Aben-Aboo.

Poco despues los dos moriscos habian desaparecido entre las quebraduras.

CAPITULO XLV.
En que volvemos á encontrar al perdido marqués de la Guardia, y se sabe cómo escapó del subterráneo de la princesa encantada, y la escena que tuvo con su antigua amante

Entre tanto, á pesar de la lluvia y del frio, y á través de breñas y despeñaderos, habia seguido Angiolina á Harum-el-Geniz.

El monfí se detuvo un momento, habló algunas palabras con otros monfíes, y él y Angiolina pasaron.

Anduvieron aun algun tiempo.

Al fin la italiana vió una luz entre la oscuridad.

– ¿Está el marqués de la Guardia donde brilla aquella luz? dijo:

– Si; contestó secamente Harum.

Llegaron á poco á una especie de venta situada al lado de uno de los estrechos caminos de herradura que cruzan las Alpujarras.

Al llegar á la puerta, Harum previno á Angiolina que se cubriese con su velo, y asiéndola de la mano, la condujo á un pequeño aposento alto, á través de unas escaleras.

Al abrir su puerta, Harum desasió la mano de Angiolina.

– Dentro encontrareis al marqués de la Guardia, la dijo: fuera os espero.

Angiolina entró con el corazon comprimido.

Sentado en un lecho mezquino, verdadero tormento de la hospitalidad de una venta, habia un hombre meditabundo é inmóvil.

Al sentir el ruido de la puerta que se abria, el hombre que estaba sentado en el lecho levantó la cabeza, y miró á Angiolina.

Al verle la veneciana lanzó un grito de horror, palideció, sus ojos se llenaron de lágrimas y corrió á aquel hombre, le abrazó, y le miró con ansiedad.

– ¡Oh! ¡Dios mio! exclamó: ¡me le vuelven muerto!

El marqués contestó con una triste sonrisa.

Estaba pálido, con la palidez impura de la enfermedad, de una enfermedad lenta: estaba demacrado, y sus ojos, sus antes hermosos ojos, casi hundidos en los alveólos: la barba larga, el aspecto macilento: la actitud como de hombre cansado, y de tiempo en tiempo desgarraba su pecho una tos seca, aguda, terrible.

La mirada de Angiolina se extravió.

– ¿Quién sois, señora? dijo con voz ronca el marqués de la Guardia.

– ¡Qué! ¿tan desdichada soy que ha llegado el caso de que no me reconozcas, don Juan? dijo la veneciana.

– Yo he escuchado vuestra voz, señora; la he escuchado no recuerdo cuándo ni dónde, dijo el marqués; pero recuerdo que ha sido en otros dias mas felices.

Y el marqués la miraba con esa expresion de deseo del que quiere reconocer á una persona.

– ¿Pero que es esto? exclamó Angiolina: ¿qué te sucede don Juan? ¿habrás perdido acaso la razon?

– No, la razon no; pero la memoria, la vista, el oido… ¡oh! ¡oh! ha sido una cosa horrible.

– Pero… ¿qué horrible cosa ha sido esa? dímela, dímela, y yo te vengaré.

– ¡Vengarme! ¿y por qué? Seria necesario que me vengárais en mí mismo: yo he sido la causa de todo: ella no tiene la culpa: me ama y ha tenido zelos.

– Y… ¿quién es esa mujer que te ama y está zelosa? exclamó con ansia la jóven.

– ¡Ah! ¿y qué te importa?.. ¿tú no conoces á la princesa Angiolina Visconti? una hermosa mujer que me sirvió para hacerme amar de otra.

– ¡Ah! exclamó Angiolina.

Y su exclamacion fue semejante á un rugido.

– ¿Y dices tú que esa mujer, que esa Angiolina, se ha vengado de tí?

– Si; se ha vengado de una manera horrible.

– ¿Pero no me conoces? ¿no reconoces en mí á esa Angiolina que solo ha amado por tí, que solo ha vivido por tí, que solo por tí ha odiado, que solo por tí ha teñido sus manos en sangre, y ha llenado de remordimientos su conciencia?

– No, tú no eres Angiolina; si lo fueras mi odio me lo diria. ¡Oh! ¡funesta mujer!

Un nuevo acceso de tos cortó la palabra al marqués, y al retirar el pañuelo de su boca, Angiolina le vió manchado de sangre.

Hubo un momento de terrible silencio.

Don Juan contemplaba á Angiolina con una curiosidad cada vez mas creciente.

Angiolina contemplaba á don Juan con una ansiedad cada vez mas terrible.

– ¿Pero quién te ha puesto en ese horrible estado? exclamó Angiolina.

– Ella, esa mujer, exclamó el marqués.

– ¿Pero qué mujer es esa?

– ¿No os he dicho que se llama la princesa Angiolina Visconti?

– No, no; ella no hubiera atentado á tu vida… ella hubiera muerto mil veces antes que tocar á uno solo de tus cabellos:… ella, porque tú vivieses seria capaz de buscar á tu adorada Amina, de entregártela, y de morir después.

– ¡Amina! ¡Amina! esa infame mujer la ha perseguido; ella ha causado la desgracia de su padre; ella la ha entregado á Aben-Aboo; ella me ha asesinado.

– ¡Oh! ¡no! exclamó con angustia Angiolina.

– Vos debéis conocer á esa mujer, cuando de tal modo la disculpais, dijo el marqués.

– ¡Que si la conozco! Pluguiera á Dios que de tal modo me conocieses tú, exclamó llorando Angiolina.

– ¡Llorais! ¡me compadeceis! teneis razon en llorar y en compadecerme señora, y puesto que conoceis á esa malvada, puesto que ella me ama con ese amor de Satanás. ¡Oid, oid, y contadla lo que vais á oir para que se estremezca y tema la justicia de Dios!

El marqués se sentó en el lecho, se reclinó sobre las almohadas é inclino la cabeza; Angiolina se arrodilló á sus pies, y continuó llorando en silencio.

– Oid: hubo un dia el mas feliz de mi vida, en que un sacerdote me unió á la única mujer que he amado. Yo juzgaba el mundo estrecho para mí; yo creí que Dios me habia anticipado su gloria dándomela sobre la tierra, representada por una mujer.

Tosió el marqués, y apareció en su pañuelo una nueva mancha de sangre.

Angiolina anonadada, ocultó su semblante sobre las rodillas del marqués.

Este continuó.

– Era de noche; caminábamos hácia la costa: de repente nos sorprendieron la tempestad y los hombres: mi esposa me fue robada, y yo arrebatado por la corriente, milagrosamente salvado, viví para buscar á mi Esperanza… y la encontré… pero robada por un infame. – Su caballo corria; veloz como el viento seguíale mi caballo… rendidos entrambos animales por la fatiga, el miserable que me robaba mi Esperanza, continuó su fuga á pié llevándola á ella sobre sus hombros. – Yo le seguia… le seguia… entróse en una caverna, y yo me entré tras él. – Sentí sus pisadas á través de un oscuro laberinto, y le seguí en las tinieblas. – De repente… no sé lo que aconteció. – Parecia que el mundo entero habia caido sobre mí, y luego no sentí nada… nada… – Despues de no sé cuanto tiempo volví á la vida, pero á una vida horrible: parecíame sentir despedazadas mis entrañas; ardia mi cabeza; mis miembros estaban como descoyuntados, y me rodeaban las mas lóbregas tinieblas. – Me creí en la region de los muertos. – Y sin embargo hice un esfuerzo, y logré arrastrarme sobre mis manos; impulsado por la desesperacion y por el terror, redoblé mis esfuerzos, y no sé en cuánto tiempo, pero largo, lento, débil, estenuado, sin cesar de arrastrarme, logré al fin volver á ver la luz del dia. – Estaba en una cueva. – Cuando me acerqué á su entrada, me ví en la parte media de la vertiente de una montaña al borde de una roca: abajo, mi vista debilitada, turbia, veia como á través de una niebla sangrienta un pequeño valle. – El vértigo zumbaba en mi cabeza. – De improviso, y como en medio de un sueño, oí un lejano ladrido que se acercaba, se acercaba, hasta resonar junto á mí. – Era un perro guardian del ganado que pastaba en el valle. – Junto al perro habia un pastor anciano. – Los buenos pastores me recogieron, cuidaron de mí, y ellos avisaron á mi amigo Harum. – ¿Y sabeis lo que me dijo Harum cuando estuve en estado de escucharle? – Seguiais de cerca á Aben-Aboo, cuando os perdimos de vista: poco después, y cuando nos acercábamos á la caverna por donde habiais desaparecido, sonó una detonacion terrible; la roca voló rota en mil pedazos y… os dimos por muerto.

– ¡Oh! ¡qué horror!

– Y todo esto es obra de esa mujer maldita: porque ella ha sido el primer eslabon de la cadena de desgracias que á todos, inclusa ella misma, nos han acontecido. – De ella es la obra de mi asesinato, porque yo, por resultado de aquella explosion estoy enfermo de muerte, y pluguiese á Dios viviese lo bastante para volver á ver á mi Esperanza y á mi pobre hija. – Puesto que conoceis á Angiolina, puesto que acaso ella os envia, contadla, señora, cómo me habeis encontrado: enfermo, loco… si, loco, transformado enteramente en cuerpo y en alma, desesperado, desalentado, inutilizado, muerto; decidle que todo esto es obra suya, y que yo la maldigo.

– ¡Oh! no, no la maldigas, don Juan, perdónala, perdónala, y extermínala despues: ¡pero maldecirla porque te ha amado…! ¡porque te ama con toda su alma..! ¡esto es horrible, esto no puede ser!

– ¿Quién sois vos que os interesais tanto por esa mujer, que llorais, que os retorceis las manos desesperada? dijo el marqués mirando fijamente á la joven.

– ¡Oh! ¡no me conoce, no conoce á la mujer que por él lo ha perdido todo; su honra, su conciencia, su alma! Y ¡es verdad! estas ropas moriscas me desfiguran; este albornoz que me envuelve, esta toca que rodea mi cabeza, y mi terror, y mi dolor…

Y Angiolina arrojó el albornoz, se arrancó la toca dejó flotar sus hermosos cabellos, y asió las manos del marqués, infiltró en sus ojos una mirada lúcida, intensa, impregnada de amor, y acercando su boca seca y árida á la contraida boca del marqués, estampó en ella un beso candente, supremo, satánico.

El marqués dió un grito, y como obedeciendo á la poderosa magia de aquella mirada y de aquel beso, reconoció á Angiolina.

– ¡Oh! ¡si! ¡tú! ¡eres tú! exclamó: pues bien miserable; has venido á tiempo porque aun me queda fuerza para exterminarte.

Y con un movimiento rápido é imprevisto, verdadero arranque de loco, asió con sus dos manos la garganta de Angiolina, que dió un grito ahogado y cayó de espaldas, mas por la dolorosa impresión de las intenciones del marqués respecto á ella, que por la fuerza de sus manos, demasiado débiles para que Angiolina no pudiese desprenderse de ellas.

En aquel momento se abrió la puerta, y apareció Harum.

– Un caballero, dijo con voz severa, nunca tiene razon bastante para convertirse en verdugo.

Y apartó al marqués, que fué á sentarse en su lecho en la actitud de un tigre replegado en sí mismo; levantó á Angiolina, la dió su toca y su albornoz en que ella se envolvió en silencio, y asiéndola de la mano la sacó de la habitacion.

– ¡Oh! ¿por qué no me habeis dejado morir á sus manos? dijo llorando Angiolina.

– Porque le amo demasiado para permitir que tiña sus manos en sangre, y porque vos debeis vivir.

– ¡Ah! vuestra venganza es cruel, muy cruel; pero os aseguro que no viviré mucho. ¿Y él? hablemos de él: yo no importo nada. ¿Y él? ¿creeis que podrá vivir, Harum?

– Solo Dios sabe lo oculto: solo Dios, que es fuerte y misericordioso, puede hacer milagros, contestó sentenciosamente.

– ¡Oh! no me habiais engañado al decirme que el marqués habia muerto, ¡Muerto!.. lo que es lo mismo… loco… agonizando lentamente… si el amor de la sultana Amina pudiese salvarle…

– ¡Qué decís, señora!.. exclamó con extrañeza Harum.

– ¡Qué! ¿no creeis que yo sea capaz de sacrificarlo todo por él?.. mi vida, mis zelos… vos no habeis amado nunca… si yo pudiese salvarle sentenciándome á tormentos continuos, inauditos, insoportables, le salvaria. ¿Qué me importan Amina, ni vos, ni el mundo entero, ni el cielo, ni el infierno, cuando se trata de salvarle á él?

– ¡Ah! ¡funesto amor! exclamó aterrado Harum.

– Decidme, decidme lo que yo puedo hacer: exclamó con afan Angiolina.

– ¿Sois capaz de sacrificaros?

– ¿No os he dicho que soy capaz de todo por él?

– Creo haber oido decir que Aben-Aboo os ama.

– Aunque no me amara, yo le obligaria á amarme.

– Obligad á Aben-Aboo, enamoradle, sed suya, embriagadle.

– Lo haré, contestó sin vacilar Angiolina.

– Y averiguad, descubrid, dónde para la sultana… salvadle… salvad acaso á ese pobre loco…

– Lo haré… ¡pero los medios!.. los medios, dádmelos vos.

– Esta noche irá Aben-Aboo á matar á Aben-Humeya.

– ¡Ah! me pondré á su paso… él estaba enamorado de mí… salvaré á vuestra señora, Harum, si está en poder de Aben-Aboo, y si el amor de doña Esperanza vuelve la razon y la salud al marqués, si son felices, despues que yo muera, decidles: su amor la hizo cometer crímenes: su amor os fue fatal, pero tambien su amor os ha salvado: perdonadla y rogad á Dios por ella.

– ¡Vamos! ¡vamos! no sois tan malvada como yo creia. Asios bien á mi brazo, y volvámonos á Andarax. Se acerca la hora.

Poco tiempo despues Angiolina volvia á entrar en casa de Aben-Humeya, y en la habitacion que habia abandonado á la llegada de Harum.

30.El jugo de esta yerba produce embriaguez y modorra.
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28 eylül 2017
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