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La necesidad de un concepto de constitución

Lo que necesitamos es un concepto de constitución que nos ayude a distinguir lo que es importante de lo que no lo es, de modo que podamos decir, por ejemplo, que el artículo 4º es una norma importante y el artículo 86, inciso 3º no lo es, y que por eso la derogación de este último sería solo una reforma constitucional, mientras que la derogación del artículo 4º sería la destrucción de la constitución. En otras palabras, hemos de tener una manera de distinguir, dentro del conjunto de normas difíciles de modificar, las que son “verdaderamente” parte de la constitución de aquellas que no lo son.

Este concepto nos ha de permitir distinguir entre constitución en un sentido puramente formal (solo difícil de modificar) y en un sentido material, substantivo. Estamos, en otras palabras, en la misma situación que antes, cuando notamos la necesidad de hablar al revés. En efecto, nuestro problema no es que sepamos cuáles son las condiciones de aplicabilidad del concepto constitución y nos preguntemos si corresponde aplicar ese concepto a algo realmente existente (como el art. 4°; el art. 19, Nº 6, o el art. 86), sino que sabemos qué es lo que queremos designar pero no sabemos cómo hacerlo.

Y entonces podemos hacer lo mismo que ya hemos hecho: partir desde la trivialización del derecho y recorrer el camino que lleva a ella desde lo político, pero en sentido inverso. Para hacer esto hemos de comenzar observando con más detención la característica que para el derecho define la constitución: la dificultad de reforma. ¿Cuál es el sentido de que las normas constitucionales sean difíciles de modificar?

Una característica de las normas que están en el texto constitucional pero que no son parte de la constitución es que su reforma no es en principio problemática. Uno podría parafrasear la regla del artículo 86, inciso 3º diciendo “los fiscales regionales tendrán que tener a lo menos cinco años de título de abogado, a menos que 3/5 de los senadores y diputados en

ejercicio decidan lo contrario”, y la del artículo 19, Nº 6 podría expresarse diciendo “los templos y sus dependencias, dedicadas exclusivamente al servicio de un culto, estarán exentos de toda clase de contribuciones, salvo que 2/3 de los senadores y diputados en ejercicio decidan lo contrario”. Esta paráfrasis, sin embargo, no es correcta tratándose del artículo 4º (“Chile es una república democrática, salvo que 2/3 de los senadores y diputados en ejercicio decidan lo contrario”) o, por cierto, del artículo 5º, inciso 2º (“el ejercicio de la soberanía reconoce como limitación a los derechos esenciales que emanan de la naturaleza humana, salvo que 2/3 de los senadores y diputados en ejercicio decidan lo contrario”). La razón por la que tratándose de los artículos 4º o 5º esta paráfrasis sería incorrecta es porque la abolición de esas normas, su reemplazo por otras de sentido distinto (“Chile es una monarquía” o “el respeto a los derechos esenciales del ser humano no limita el ejercicio de la soberanía”) implicaría transformar la identidad o la forma de la unidad política que conformamos. Si esas decisiones han de ser tomadas, no pueden ser tomadas por mandatarios del pueblo, tendrían que ser tomadas por el pueblo mismo. Pero la constitución no permite la acción inmediata del pueblo (art. 5º, inc. 1º: “Su ejercicio [de la soberanía] se realiza por el pueblo a través del plebiscito y de elecciones periódicas y, también, por las autoridades que esta constitución establece. Ningún sector del pueblo ni individuo alguno puede atribuirse su ejercicio”). Por consiguiente, conforme a las normas constitucionales, estas decisiones no pueden ser cambiadas por los representantes del pueblo ni por el pueblo actuando “directamente” porque ninguna acción de ningún individuo o grupo es reconocida como acción del pueblo. Es decir, para cambiar esas decisiones es necesario destruir la constitución.

Una constitución es, así, un acto de afirmación política que define un “nosotros” y da a ese nosotros una determinada forma política, es decir, un modo de acción (una manera de determinar qué es lo que esa unidad política quiere o hace). Algunas disposiciones de las que aparecen en el texto constitucional, entonces, son la constitución porque definen una determinada identidad y forma política. Otras son disposiciones regulatorias que asumen nuestra identidad y forma política, por lo que pueden ser cambiadas sin destruir ni una ni la otra.

Si aplicamos estas ideas a la llamada Constitución de 1980 encontraremos que las normas que nos constituyen como unidad política no son las normas que hoy resultan problemáticas. Si hoy hay un problema constitucional por el cual se esté hablando de asamblea constituyente o nueva constitución, no es porque sea necesario modificar el artículo 4º o el artículo 5º. Menos el artículo 1º (“las personas nacen libres e iguales en dignidad y derechos”) o el artículo 7º (“los órganos del Estado actúan válidamente previa investidura regular de sus integrantes, dentro de su competencia y en la forma que prescriba la ley”), etc. Pero son precisamente estas decisiones las que pueden rastrearse en la mejor interpretación del constitucionalismo chileno. Así, aunque la Constitución de 1925 no contenía, por ejemplo, una frase como la que da inicio al texto hoy vigente (sobre la igual dignidad y derechos de todas las personas), es claro que esa frase no hace sino explicitar algo que estaba implícito. Esto es una manera de decir que nos entendemos como la misma unidad política, aunque bajo una forma distinta.

Y, como veremos, es en la forma de la unidad política chilena donde reside el problema. Pero esto es avanzar demasiado rápido: descubriremos su significación cuando hablemos del abuso de la forma constitucional. Por ahora podemos volver a la distinción entre leyes constitucionales y constitución diciendo que el sentido de que esta sea difícil de modificar es, precisamente, que no será modificada, mientras que el sentido de que las leyes constitucionales sean difíciles de modificar es que sean modificadas todo lo que sea necesario en la medida en que la minoría que tiene veto esté de acuerdo. En este sentido, la constitución es inmodificable, no así las leyes constitucionales. Esto no quiere decir que la constitución no pueda cambiar. Quiere decir que la constitución no puede ser reformada, porque los “cambios” constitucionales o son modificaciones del texto (como la modificación de la frase inicial del art. 1° por la ley 19611, como veremos tres párrafos más abajo), que en rigor solo hacen explícito lo que antes estaba implícito, o no son reformas, sino destrucción de la constitución y reemplazo por otra (como la de 1980 destruyó la de 1925).

¿Implica esto que la forma constitucional más apropiada es la de las llamadas “cláusulas pétreas” (disposiciones constitucionales que no admiten modificación bajo ninguna circunstancia)? Si el sentido de la dificultad de modificación, tratándose de normas auténticamente constitucionales y no de leyes constitucionales, es una promesa hecha al futuro de que esas normas no serán modificadas, ¿no es acaso lo más apropiado prohibir la reforma? A estas alturas ya debe ser evidente que la respuesta a esta pregunta ha de ser negativa. Pero adicionalmente a eso podemos ver tanto lo que hace a esta idea plausible como la razón por la que ha de ser desechada.

La respuesta ha de ser negativa porque la idea democrática exige que no haya normatividad superior a la de nosotros. No hay justificación alguna para que renunciemos a nuestra libertad y responsabilidad por nuestro destino. La idea aquí ha sido formulada recurriendo a la historia de Ulises, quien para evitar sucumbir al canto de las sirenas se ató al mástil de su nave y ordenó a todos sus marineros desoír las órdenes que él diera mientras estaba bajo el influjo del atrayente, pero fatídico, canto11. La metáfora es que la constitución ata al pueblo de modo de impedirle hacer lo que no quiere hacer: en un momento dado el pueblo, como Ulises, anticipa que en el futuro querrá tomar una decisión que hoy sabe incorrecta. Para evitarla, en el primer momento se ata al mástil (a la constitución), de modo que cuando desee tomar esa decisión no podrá hacerlo. La metáfora de Ulises ilustra tanto la racionalidad de esa acción en un momento determinado como sus límites: si Ulises diera una orden permanente a sus marineros, de no obedecer algunas de sus órdenes porque estas podrían llevarlos a naufragar, entonces lo que habría que decir es que Ulises renuncia a asumir su responsabilidad de mando: ya no es él quien está a cargo de la expedición. Análogamente, es posible que en ciertas circunstancias la historia de una comunidad política justifique que sus miembros actuales se entiendan incapacitados para decidir sobre su futuro, y entonces se impongan (o acepten que otros les impongan, como en Alemania después de la Segunda Guerra Mundial) cláusulas “pétreas”. Pero esto es una renuncia a la idea democrática, no una consecuencia de ella. Implica que la constitución nos es impuesta por generaciones anteriores, no que es nuestra12.

Si la constitución es nuestra, entonces ha de ser apropiada permanentemente. Esta es la idea de que el poder constituyente no se ejerce solo en un “momento constitucional”13 (ese que según Ronald Dworkin era, recordemos, “misterioso”). Pero si es pétrea, entonces no podremos decir que es nuestra, sino que nos fue impuesta en ese “momento”. Esto no es una divagación teórica. Implica que corresponde a nosotros decidir qué aspecto de la constitución es el que no se puede modificar, y cuándo lo que parece una modificación es en realidad solo una profundización, una ratificación. Con lo deficitaria que es, nuestra propia práctica constitucional nos da un buen ejemplo de esto, al que ya hemos hecho referencia al pasar. Si hay una cláusula constitucional que es un candidato a ser una cláusula pétrea es la frase inicial del texto, que afirma la igual dignidad y derechos de todos (de hecho, la cláusula que consagra la dignidad humana es una de las cláusulas pétreas de la ley fundamental alemana). Pero esa frase ha sido modificada. Su texto original era “los hombres nacen libres e iguales en dignidad y derechos”, y fue reformada por la ley 19611 de modo que hoy dispone “las personas nacen libres e iguales en dignidad y derechos”. Esta reforma no pretende ser una derogación de la antigua disposición y su reemplazo por otra, sino una nueva y mejor formulación que profundiza su contenido. Es esta distinción entre modificación y profundización la que solo puede ser asumida por nosotros. Si el artículo 1° fuera pétreo, no podríamos asumir nosotros mismos la labor de ir desarrollando su significado al modo en que la ley 19611 lo hizo respecto del texto original: en ese caso, un tribunal constitucional la habría declarado nula.

Lo que hace atractiva la idea de cláusulas pétreas es, de nuevo, la óptica del abogado, para quien la distinción entre constitución y ley constitucional es invisible: todo lo que el abogado ve es que conforme al artículo 127 es posible derogar cualquier artículo del texto constitucional con 2/3 (o 3/5, en su caso) de los votos de senadores y diputados en ejercicio. Por consiguiente, el criterio de distinción defendido más arriba (la posibilidad o imposibilidad de la paráfrasis ya aludida), que mira al sentido de la dificultad de reforma, no impresionaría al abogado. Él respondería: “Con el sentido que sea, sigue siendo el caso de que cualquier disposición constitucional puede ser reformada. Entonces, si de impedir la reforma se trata, es necesario recurrir a cláusulas pétreas”.

La razón por la que esto debe ser desechado es a estas alturas evidente: no entiende la noción de constitución. Ya hemos visto que la distinción entre constitución y ley constitucional es fundamental y que el derecho no puede entenderla. Esto no muestra que la distinción es “ilusoria”, sino que la óptica del derecho es limitada (por paleontológica).

La constitución como decisión

La constitución es una decisión del pueblo, pero no cualquier decisión. Ha de ser la decisión fundante, la que crea instituciones en virtud de las cuales será después posible atribuirle otras decisiones al pueblo (por eso su modificación es su destrucción). Por consiguiente, ahora podemos decir que una constitución es una decisión fundamental sobre la identidad y forma de existencia de una unidad política, es decir, la que hace posible que una comunidad política sea un agente político. No hay pueblo sin constitución, porque antes de darse una constitución la suma de individuos no constituye un “pueblo”, un agente político; es una multitud, lo que Hobbes llamaba crowd y que hoy llamaríamos “la gente”. De hecho, hay pocas cosas que evidencien más claramente el estado de interdicción política bajo el cual hemos vivido durante los últimos 40 años que el reemplazo, en el lenguaje político, de la palabra “pueblo” por “gente”. El pueblo es un agente político, la gente es una audiencia que sufre las consecuencias de las decisiones tomadas por la clase política. ¿Alguien podría sentirse inclinado a cantar “la gente unida jamás será vencida”?

Así, por ejemplo, el acto constituyente en la tradición norteamericana es la Declaración de Independencia de 1776. En ella, los que hasta entonces eran colonos británicos se arrogaron la capacidad de actuar políticamente y declararon su independencia. Los colonos no podrían haber actuado políticamente, porque actuar políticamente no es algo que un grupo de colonos pueda hacer. Para actuar políticamente (declarar su independencia, por ejemplo) debían ser un pueblo. Una declaración de independencia no puede ser tal si no es hecha por el pueblo, dado que esta es un acto político cuyo primer sentido es declarar que el sujeto que la realiza es un sujeto capaz de actuar. Acto y agente aquí se confunden. Por eso, no puede simplemente decirse que el 4 de julio fue el día en que el pueblo norteamericano “nació”: nacer no es algo que uno haga, es algo que a uno le pasa y que lo habilita para actuar. Lo paradojal (“misterioso”) del acto constituyente es que es un acto por el cual el agente se da a luz a sí mismo. Solo hablando al revés es esta paradoja apreciable. Al hablar al derecho la paradoja queda escondida, entonces, no queda sino asumir que la constitución es un conjunto de reglas para normar a un grupo humano naturalmente existente (caracterizado por raza, lenguaje, etc.). Como veremos después, al comprender de este modo las cosas es difícil evitar entender que la constitución es un contrato entre diversos grupos preexistentes, lo que es incompatible con la tradición democrática. Parte importante de la distorsión antidemocrática, que la Constitución de 1980 fue notablemente exitosa en insertar en la tradición constitucional chilena, se explica por esta idea nefasta: que la manera propia de entender la constitución es a través del lenguaje jurídico, según el cual la constitución no es sino una norma jurídica cuya única peculiaridad es ser suprema. Por lo tanto, debe ser concebida como un pacto, como un contrato entre distintos “sectores” del pueblo.

Si usamos el lenguaje constitucional en su sentido propio (y no paleontológico), diremos que una constitución constituye al sujeto político que actúa y lo habilita para la acción. Eso explica los dos contenidos que suelen atribuirse a la constitución, propiamente hablando: el reconocimiento de derechos fundamentales (la parte dogmática) y la organización del Estado (la parte orgánica). Lo primero es el criterio de identidad, lo segundo da forma política al agente identificado por lo primero. Por eso se llama a esa parte “dogmática”, porque se afirma como un dogma que define una identidad, como una verdad “autoevidente”. Ese es precisamente el lenguaje de la declaración norteamericana de independencia de 1776. El dogmatismo es político, no filosófico: al declarar ciertas verdades “autoevidentes” no se está haciendo una afirmación epistemológica, sino se está anunciando que quienes niegan estas verdades serán considerados enemigos, no adversarios.

Por supuesto, el discurso político del día a día, en donde la política se confunde con la gestión de las cosas comunes, no deja mucho espacio para estas reflexiones, que parecen filosóficas o teóricas (en sentido peyorativo, ese en el que los problemas “filosóficos” o “teóricos”, al ser discutidos en las torres de marfil, se oponen a los problemas “verdaderos”, que aparecen en “el mundo real”). Pero hay que notar dos cosas: la primera, que la idea de constitución está construida al revés, como una manera de expresar la idea central de la democracia; rechazar esta comprensión es rechazar la idea democrática porque, en este sentido (al revés), la constitución no es sino una manera de expresar dicha idea.

La segunda es que si este carácter paradojal del acto de constitución es ignorado por teórico, entonces, la manera en que entenderemos la constitución tendrá que ser aquella en que se entiende la dictación de una norma. Por lo tanto, la pregunta será qué diferencia a la norma constitucional de las normas legales. No podremos, por consiguiente, sino mirar a su forma, al hecho de que las primeras son difíciles de modificar. Es decir, si no mantenemos en vista el carácter paradojal del momento constituyente, estaremos mirando la idea misma de constitución a través de la trivialización del abogado. Y todo el que ignora la diferencia entre estas dos formas de entender la idea de constitución va evidentemente en camino de repetir el error que se generalizó el año 2005.

Entender la constitución como una decisión fundamental sobre la identidad y forma de existencia de una unidad política nos da la pista que nos faltaba más arriba, cuando habíamos llegado a la conclusión de que lo que necesitábamos era una distinción cualitativa al interior del conjunto de normas que, según el abogado, es la constitución: el conjunto de normas difíciles de modificar que llamamos Constitución de 1980. Ahora podemos decir que tenemos un criterio identificatorio (la posibilidad de reforma, identificada en la plausibilidad o no de la paráfrasis indicada anteriormente) y una idea de constitución que da contenido y justifica ese criterio (la constitución como decisión fundamental sobre identidad y forma de existencia). Armados de esto, podemos preguntarnos: ¿cuáles de las disposiciones contenidas en el texto de 1980, con sus modificaciones posteriores, son disposiciones que expresan una decisión fundamental sobre la identidad y forma de existencia de nosotros los chilenos? ¿Cuáles de las normas difíciles de modificar lo son como una manera de expresar nuestra decisión de que ellas no pueden ser modificadas y cuáles lo son solo para darle veto a la minoría?

Al responder esta pregunta será posible apreciar dos cosas: la primera, que las reglas que conforman nuestra unidad política son normas que pretenden no habilitar al pueblo para actuar, sino neutralizar su agencia política, y la segunda, que la mayor parte de las normas que aparecen en ese texto no son parte de la constitución, sino leyes. Claro, son leyes que están en el texto constitucional, por lo que comparten la dificultad de modificación de las normas auténticamente constitucionales. Pero en cuanto a su contenido son leyes (= no expresan la decisión fundamental sobre identidad y forma de existencia, sino que son adoptadas asumiendo que dicha decisión ya ha sido tomada). Estas dos características de la llamada Constitución de 1980 implican que ella no puede ser entendida como una decisión del pueblo sobre su propia identidad y forma de existencia política. Pero si no es una decisión del pueblo, ¿qué es?

El abuso de la forma constitucional (la constitución como contrato)

Por abuso de la forma constitucional entiendo la estrategia de insertar ciertas normas en el texto de la constitución (y sujetarlas entonces a su quórum de reformas) no porque estas sean en algún sentido fundamentales o

constitucionales, sino solo porque son importantes para alguien que tiene poder en ese momento y que quiere asegurarse de su vigencia cuando haya perdido ese poder. Es un abuso porque en vez de habilitar la agencia política del pueblo busca neutralizarla. Que la llamada Constitución de 1980 deba ser entendida como un caso de abuso de la forma constitucional es innegable. De hecho fue explícitamente señalado como una meta por su propio redactor, Jaime Guzmán:

Si llegan a gobernar los adversarios, se vean constreñidos a seguir una acción no tan distinta a la que uno mismo anhelaría, porque –valga la metáfora– el margen de alternativas que la cancha imponga de hecho a quienes juegan en ella, sea lo suficientemente reducido para hacer extremadamente difícil lo contrario14.

Esta era la “nueva mentalidad” que inspiraba la Constitución redactada por Guzmán. Conforme a ella, “la importancia de quién gobierne en el futuro no desaparece. Pero se atenúa considerablemente, porque las posibilidades de triunfo se circunscribirían a tendencias moderadas y relativamente similares entre sí”15.

¿Cómo es posible que el régimen construido por Jaime Guzmán para lograr esta finalidad –y que fue notoriamente exitoso– haya sido declarado por el presidente Lagos y por los constitucionalistas de la Concertación como “un piso institucional compartido”? Si fue una finalidad explícitamente declarada, ¿cómo pudieron haberla ignorado? Una parte de la respuesta (la que se refiere al discurso constitucional, que no necesita ser la parte de la respuesta que es políticamente decisiva, pero cuya relevancia radica en que es la forma del discurso de legitimación de la trampa) está en entender la constitución solo al derecho, en olvidar que el lenguaje constitucional debe ser entendido al revés. Ya hemos anunciado que si la constitución es entendida solo al derecho es difícil evitar concebirla como un contrato negociado entre partes preexistentes, entre grupos o facciones de la sociedad. Si la constitución es un contrato, entonces el abuso no es abuso, es el intento de una parte de obtener cláusulas contractuales que la favorezcan frente a la otra. Una de las maneras más radicales en que la Constitución de 1980 redefinió la tradición constitucional chilena fue precisamente esta, la de entender que la constitución es un contrato y la acción política bajo ella es análoga a la acción de las partes contratantes. La redefinió de modo tan radical que el lenguaje del contrato (la constitución como un pacto o contrato social, la política como negociación, etc.) es asumido cándidamente, incluso por algunos de los que se oponen a la Constitución de 1980. Es importante entender por qué la constitución no puede ser entendida como un contrato, o al menos por qué esta comprensión es incompatible con la tradición democrática.

Recuérdese, parte de la tesis es que si la constitución es entendida al derecho y nada más, si la comprensión al revés se pierde de vista, entonces la conclusión de que la constitución es un contrato es difícil de evitar. El lenguaje al derecho es el del derecho constitucional. Si la constitución es entendida en los términos del derecho constitucional, entonces es un contrato.

Ya hemos visto que un concepto político de constitución la entiende como una decisión fundamental sobre identidad y forma política. Esto permite distinguir constitución de leyes constitucionales usando el criterio de la posibilidad o imposibilidad de la paráfrasis ya mencionada, lo que a su vez da contenido a la marca jurídica de la constitución: la dificultad de reforma es una promesa de que la constitución no será modificada, de que las reformas de su texto no serán un cambio (de la identidad o forma política del pueblo), sino una profundización de su contenido. Pero también hemos visto que para el abogado, profesionalmente entrenado para pensar que las promesas se las lleva el viento, esta idea es ininteligible. El abogado dirá que mientras no haya cláusulas pétreas toda disposición constitucional puede ser modificada conforme al artículo 127 del texto. Pero entonces nos deja sin explicación para la dificultad de reforma. Para proveer esta explicación faltante es que aparece la idea de la constitución como un contrato. Como la promesa de que no se modificarán no puede explicar la dificultad de reforma, esta solo puede ser entendida por su efecto más perspicuo: porque le da veto a la minoría. Y por cierto, tratándose de un contrato entre dos o más partes, la situación es la misma: ninguna de las partes puede cambiar los términos del contrato sin el consentimiento de las otras. El efecto principal de la forma constitucional, cuando ella no pretende reflejar nuestra confianza de que las normas en cuestión no serán cambiadas, es forzar sobre la constitución una comprensión contractual. Si la constitución es un contrato entonces es absurdo permitir su modificación por mayoría. En rigor, solo con la concurrencia de la voluntad de todas las partes es posible modificar el contenido de un contrato. Y el abuso de la forma constitucional implica que, en los hechos, algo muy parecido a la concurrencia de la voluntad de todas las partes es necesario para cambiar las leyes constitucionales de Pinochet. Esta comprensión de la constitución como un contrato es incorrecta por dos razones.

La primera es que implica que la constitución no constituye, sino que regula las relaciones entre sujetos preexistentes. Es decir, entiende que el sujeto político es natural (no constituido) y que no es el pueblo (entiende al pueblo como una especie de federación de grupos y al Congreso Nacional como una especie de asamblea de plenipotenciarios16). Con esto es incapaz de entender el concepto de constitución de la tradición democrática, porque no puede fundar la autoridad de la ley (el solo hecho de que muchos opinen algo no es, en sí mismo, razón para que yo me someta). La tradición democrática descansa en la idea contraria, cuya formulación clásica está en la Constitución francesa de 1791: “Los representantes nombrados en los departamentos no serán representantes de un departamento particular, sino de la nación entera”17.

La segunda razón es que si la constitución es un contrato, entonces la política no es posible. En efecto, hemos visto que lo que define a la discusión política es el estándar al que ella se sujeta: el interés general. Pero tratándose de una relación contractual no hay un interés común a ambas partes. Solo hay intereses de cada uno y el contrato los hace coincidir. Por eso, no puede haber un contrato sin reglas previas. Y la pregunta, tratándose de la constitución, es cuál sería el fundamento de esas reglas previas. Sin derecho de contratos, esta no existen y solo hay explotación del débil por el fuerte. Y si eso es la constitución, entonces esta es siempre y necesariamente un engaño. No hay política, solo guerra (aunque a veces fría).

Si, hablando al revés, rechazamos por antidemocrática la idea de que la constitución es un contrato, podemos identificar claramente los abusos de la forma constitucional a través de los cuales Jaime Guzmán logró “atenuar considerablemente” la importancia de las elecciones (en la medida en que consiguió diseñar una cancha en la que la derecha gana aunque pierda). Al identificar estos abusos, habremos identificado el problema constitucional: una constitución tramposa, diseñada para neutralizar la agencia política del pueblo.

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