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Las trampas constitucionales: tres cerrojos y un metacerrojo

El punto de partida puede ser el mismo argumento que los defensores de la Constitución de 1980 ocupan para alegar que ella ya ha sido purgada de sus vicios de origen: el hecho de que el texto constitucional ha sido modificado más que cualquier otro texto constitucional en la historia de Chile. Pero ahora ese argumento se vuelve en contra de ellos y sirve para mostrar que esa Constitución en realidad no es tal. En efecto, la llamada Constitución de 1980, que es formalmente mucho más rígida que la de 1925, ha sido modificada muchas más veces que esta. Desde 1989 ha habido casi treinta leyes de reforma constitucional, mientras que en sus casi cincuenta años de vigencia solo se dictó diez leyes de reforma de la Constitución de 1925. Este dato muestra que la Constitución de 1980 no es una constitución, sino un conjunto de leyes (por eso, si se quisieran modificar los requisitos para acceder al cargo de fiscal regional, sería necesario dictar algo que formalmente sería denominado reforma constitucional). Al mirar las llamadas reformas constitucionales, que han sido tan comunes en los últimos veinte años, es posible apreciar que se trata de normas que por su contenido son legales, pero que requieren quórums de reforma constitucional solo por estar en el texto constitucional.

Es decir, la Constitución de 1980 contiene un cúmulo de leyes constitucionales. ¿Es solo un cúmulo? La respuesta ha de ser negativa, porque ella también contiene una lista de derechos fundamentales y organiza los poderes del Estado. Dicho de otro modo, contiene normas que dan forma política al pueblo chileno. Podríamos decir que es una constitución al derecho pero no al revés, que es una norma fundante, pero no una decisión fundamental del pueblo sobre su identidad y forma de existencia. Esto porque esas normas no le dan forma política al pueblo con la finalidad propiamente constitucional de habilitarlo para actuar, sino con la finalidad precisa de neutralizar su agencia, de impedir que actúe. Por lo tanto, la decisión fundamental de la llamada Constitución de 1980 es negar al pueblo potestad para actuar. Pero si es una decisión cuyo contenido fundamental es negar la agencia política del pueblo, entonces no puede ser una decisión del pueblo sobre su forma política, sino una que se le impone. Por eso es correcto decir que la llamada Constitución de 1980 es esencialmente antidemocrática o, lo que es lo mismo, que no es una constitución.

Que esta Constitución da al proceso político una forma cuyo fin es neutralizar la agencia política del pueblo es algo evidente y, por lo demás, explícito. Ya hemos citado los pasajes de Jaime Guzmán en los que él se vanagloria de la “nueva mentalidad” que caracteriza su Constitución, mentalidad que en su momento fue denominada “democracia protegida”. ¿Pero protegida de qué? La respuesta es: protegida del pueblo. La “protección” consistía en un cúmulo de cerrojos que inmunizaban lo que para el proyecto político de la dictadura era importante: hacer imposible que dicho proyecto fuera afectado por decisiones políticas democráticas, salvo cuando se trataba de reformas o modificaciones que fueran aprobadas por los herederos de la dictadura. La propia metáfora utilizada por Guzmán lo traiciona: cuando las reglas definen la cancha de modo tal que, de hecho, solo un equipo puede ganar, pase lo que pase, no hay mejor manera de describirlo que decir que se trata de reglas tramposas.

Durante los años que han transcurrido desde la dictación del texto de 1980, los cerrojos ideados por Guzmán fueron desempeñando su función con el resultado previsto: aún hoy vivimos bajo las instituciones de la dictadura. No todos estos cerrojos, por supuesto, son igualmente resistentes al desgaste causado por su uso, las consecuencias que implican o el paso del tiempo. Por estas (u otras) causas ellos se van gastando. Así, ya en 1989 algunos ya estaban desgastados y por eso fueron eliminados en la reforma de ese año (como el infame artículo 8°); otros se desgastaron después (los senadores designados dejaron de cumplir su función de cerrojo en el momento en que la Concertación tuvo la posibilidad de nombrar al menos a la mitad de ellos, y desde entonces arriesgaban tener el efecto contrario). En general, puede decirse que las reformas constitucionales que han tenido por objeto estos cerrojos han ido eliminando los ya gastados, y por eso el problema constitucional reaparece poco después de cada reforma que se arroga haberlo solucionado: porque esas modificaciones no han tocado los cerrojos que están vivos, los que continúan neutralizando la agencia política del pueblo.

Por consiguiente, desde el punto de vista de la existencia política del pueblo chileno, esos cambios han sido efectivamente “gatopardismo”: más de doscientas reformas constitucionales, nos dicen, para que esa forma política siga igual. Pero si el problema es el “gatopardismo” (todo tiene que cambiar para que todo siga igual), la solución bien puede ser “antigatopardismo”: poco tiene que cambiar para que todo sea distinto. Es necesario eliminar todos los cerrojos para tener una nueva constitución.

Entonces, identificar esas trampas correctamente es de primera importancia. Afortunadamente no es particularmente difícil, una vez que sabemos lo que estamos buscando: buscamos los dispositivos que permiten que, con independencia de las manifestaciones políticas del pueblo, el proyecto político de la dictadura siga en pie. Es bastante claro que ello se explica (en lo que a la estructura institucional se refiere) por los siguientes dispositivos:

(i) Las leyes orgánicas constitucionales y sus quórums de aprobación. El primer cerrojo es el quórum de aprobación de ciertas leyes llamadas “orgánicas constitucionales”. Ellas no pueden ser dictadas, modificadas o derogadas sin la concurrencia de una cantidad de votos en ambas cámaras ampliamente superiores a la mitad más uno: exigen los 4/7 de los votos de los diputados y senadores en ejercicio (art. 66). Esto quiere decir que cualquier reforma a una ley orgánica constitucional requiere una mayoría que solo puede obtenerse con la concurrencia de los votos de la derecha. Esto le da, de hecho, poder de veto.

Cuando los defensores de la Constitución de 1980 deben defender estas exigencias desmedidas de aprobación de ley insisten una y otra vez en que las leyes orgánicas constitucionales no son un invento chileno, que son una institución existente en muchos otros países y por eso no corresponde tratarlas como trampas. Todos estos alegatos se basan en malentendidos. El primero que debe ser despejado es la diferencia entre los quórums de reforma legal y los de reforma constitucional. La cuestión que estamos considerando se refiere aquí a la ley, no a la constitución (esto no quiere decir que los quórums de reforma constitucional no sean problemáticos, sino que ese es otro problema). El segundo es que lo que importa aquí son los quórums de aprobación de la ley, no otros quórums superiores a la mayoría que se pueden explicar por otras razones (como los necesarios para vencer un veto presidencial, o para dar por cerrado el debate y proceder a la votación, que en Estados Unidos da origen a la práctica del filibustering, etc.). El tercero es el más impúdico, el que descansa de modo más desvergonzado en la falta de antecedentes de la audiencia: que las leyes orgánicas constitucionales no son un invento chileno porque existen en España y Francia. Es verdad que en esos países existen leyes llamadas “orgánicas”, pero dichas leyes son modificables con un quórum considerablemente inferior que nuestras leyes orgánicas constitucionales. En efecto, conforme a los artículos 46 de la Constitución Francesa y 81 de la Constitución Española, dichas leyes pueden aprobarse, modificarse o derogarse con la mayoría absoluta del Congreso.

Habiendo despejado malentendidos como los anteriores, resulta evidente que las leyes orgánicas constitucionales no tienen parangón en el derecho comparado. Por supuesto, como es evidente tratándose de instituciones políticas, esto no quiere decir que no existan en ninguna parte (después de todo, no hay razón para pensar que Chile es el único país donde puede haber trampas constitucionales). Y es también importante mencionar que, cuando se discuten referencias al derecho comparado, es improcedente tomar una regla aislada y proclamar que ella es “lo mismo” que las leyes orgánicas constitucionales chilenas. José Francisco García, por ejemplo, ha sostenido que estas leyes no son “un invento ‘made in Chile’, que existe solo acá; una serie de países cuentan con este tipo de leyes: Austria, Bélgica, Dinamarca, Uruguay, por nombrar algunas, con quórum superiores a los 4/7 chilenos”18.

Esto recuerda a quienes en su momento argumentaban a favor de los senadores designados diciendo que ellos eran “lo mismo” que los lores en el Reino Unido19, ignorando que la Cámara de los Lores no tiene potestad alguna en la conducción política del gobierno y que en la aprobación de las leyes solo tiene un veto suspensivo.

Con esas salvedades, ¿qué sentido tiene listar los casos en el derecho comparado donde hay condiciones de aprobación de la ley superiores a la mayoría? En realidad, es un ejercicio del que no puede aprenderse mucho, salvo que vaya acompañado del esfuerzo de entender el modo en que dicha exigencia opera en función del contexto total de las instituciones políticas respectivas. Pero podemos dar una mirada somera (teniendo presente que es solo eso) a los casos que han sido invocados para mostrar por qué esas invocaciones no son, en los hechos, sino cortinas de humo.

“Una serie de países cuentan con este tipo de leyes: Austria, Bélgica, Dinamarca, Uruguay”. Vamos viendo.

En Bélgica, una ley que modificara los límites de las 4 regiones lingüísticas requiere los 2/3 de los votos (artículo 4º de la Constitución de Bélgica). En Dinamarca, el Parlamento puede transferir ciertas competencias a órganos internacionales con un quórum de 5/6 de los votos, aunque si dicho quórum no se alcanza es posible la convocatoria a un referéndum (art. 20 de la Constitución de 1953). En Uruguay, la Constitución establece exigencias superiores a la mayoría para la aprobación de la ley en ciertos casos, pero estos casos se refieren fundamentalmente a cuestiones electorales: para extender a otras autoridades ciertas prohibiciones de participación política (art. 77.8), para regular las elecciones primarias (art. 77.12), para fijar las condiciones de la acumulación de votos en las elecciones (art. 79). También hay otros casos, como conceder indultos y amnistías (art. 85.14) y conceder monopolios a privados (art. 85.17).

Como puede observarse, se trata de reglas específicas que, por consideraciones especiales, separan ciertas decisiones y las someten a un régimen especial, y su justificación dependerá de la historia política de cada país. Es por esto que las apelaciones genéricas al derecho comparado son siempre sospechosas y no excusan a los defensores de las leyes orgánicas constitucionales de proveer un argumento positivo en su defensa, lo que, por cierto, no hacen.

A diferencia de los casos anteriores, podría decirse que el de Austria se asemeja más al chileno porque parece contener una categoría general de leyes protegidas. Pero al mirarlo con detención es posible mostrar que en realidad ese caso es el que mejor muestra los problemas de estas apelaciones genéricas y generales al derecho comparado. Al contrario de lo que ocurre en Chile, la Constitución austríaca no está consolidada en un solo texto, sino que se encuentra dispersa en diferentes cuerpos legales. Esto es algo que, aunque inusual para nosotros, acostumbrados a que la constitución sea un texto unificado y autocontenido, no es imposible: nada impide que una ley sea aprobada conforme al procedimiento establecido en el artículo 127 del texto constitucional chileno, y adquiera de ese modo el rango de ley constitucional. En el caso austríaco, esta posibilidad, teóricamente existente, ha sido expresamente reconocida. Conforme al art. 44.1 de la Constitución Federal,

las leyes constitucionales o las disposiciones constitucionales (Verfassungsbestimmungen) contenidas en leyes ordinarias podrán ser aprobadas por el Consejo Nacional solo en presencia de la mitad, como mínimo, de sus componentes y por mayoría de dos tercios de los votos emitidos, y deberán ser calificadas expresamente como tales (“ley constitucional”, “disposición constitucional”).

Aquí no hay una categoría especial y constitucionalmente reservada de leyes constitucionales, sino una habilitación al parlamento para transformar en leyes constitucionales disposiciones contenidas en textos no constitucionales. Nótese que no estoy diciendo con esto que la regla austríaca es una regla razonable y adecuada. Parte importante de lo que creo que debe decirse es que es difícil mirar a un artículo de la constitución de un país y, sin entender cómo eso se relaciona con la historia del mismo y con otras disposiciones, hacer analogías con la de uno. Todo lo que me interesa ahora es mostrar que incluso una mirada superficial da cuenta que el caso austríaco no puede ser usado como argumento para justificar la naturaleza perfectamente democrática de las leyes orgánicas constitucionales.

¿Cambiaría el argumento si las leyes orgánicas constitucionales hubieran quedado en blanco al terminar la dictadura, y necesitaran para ser dictadas el mismo quórum sin que dicho quórum cumpliera la función de proteger la legislación de Pinochet? La respuesta es: dicha categoría de leyes no desempeñaría la función de una trampa constitucional, aunque sería institucionalmente objetable.

Todo lo anterior, nótese con cuidado, no tiene otra finalidad que refutar la idea de que las exigencias contramayoritarias para la aprobación de la ley en Chile son disposiciones comunes en democracias consolidadas. El sentido de estas observaciones ha sido negativo: al mirar con detención el régimen de estos casos excepcionalísimos de reglas legales que exigen mayorías calificadas para su aprobación, salta a la vista lo insostenible de la situación chilena. Lo que la experiencia comparada muestra no es que reglas de este tipo no existan en ninguna parte (en otros países hay reyes, después de todo, y eso no es una razón que justifique la existencia de la monarquía), sino que un régimen como el chileno, en que toda una categoría de leyes queda constitucionalmente definida, donde dichas leyes requieren para su aprobación, modificación o derogación un quórum de 4/7 y, además, han sido dictadas con apresuramiento para evitar que un parlamento democrático las modifique20 , es un régimen ajeno al constitucionalismo democrático.

¿Es razonable esta idea característica del constitucionalismo democrático, de que la ley podrá ser dictada, modificada o aprobada por mayoría? Uno podría simplemente asumir que a estas alturas de la historia no puede razonablemente sostenerse otra cosa. Pero tiene sentido detenerse en alguna explicación de por qué esto es así. Y, a mi juicio, es relativamente fácil mostrar que un sistema en el que la ley necesita mayorías calificadas para ser modificada no es aceptable.

Por de pronto, la regla de mayoría es la única regla de decisión que se toma en serio la igualdad de todos los ciudadanos. Y la derecha, que hoy defiende con entusiasmo estas leyes, sería la primera en notarlo si su contenido no fuera el que le gusta. Pero adicionalmente puede intentarse un argumento distinto, que mira a nuestra propia experiencia política en cuestiones controvertidas que no están sujetas a exigencias contramayoritarias.

En octubre de 1998 se dictó la ley 19585, que reemplazó el régimen de filiación del Código Civil y de ese modo eliminó la distinción entre hijos legítimos e ilegítimos y las diferencias de derechos que correspondían a cada uno. En mayo de 2004 se dictó la ley 19947, de matrimonio civil, que introdujo por primera vez en el derecho chileno la posibilidad de divorcio vincular. Estas dos leyes se dictaron después de mucha discusión y controversia e introdujeron reformas que desde hace décadas se habían hecho sentir. Ambas modificaban instituciones que tenían al momento de su dictación más de un siglo de existencia en Chile. Y sin embargo poco tiempo después ya es difícil recordar por qué hubo oposición. Sin duda quedarán, en algunos lugares, personas que todavía creen que sería mejor que la ley distinguiera hijos legítimos de hijos ilegítimos o que el matrimonio sea legalmente indisoluble, pero hoy esas posiciones carecen totalmente de relevancia política. Es decir, se trata (1) de reformas cuya necesidad era evidente desde mucho antes de que se realizaran y que aun así (2) encontraron obstáculos considerables y mucha oposición. A pesar de eso, poco después de dictada la ley respectiva (3) resulta difícil entender la oposición que en su momento esas leyes generaron.

Cuando los proyectos de ley que eventualmente resultaron en las leyes 19585 y 19947 fueron votados en general, al principio de su tramitación, fueron aprobados con una votación que habría significado su rechazo en general si hubieran requerido de algo más que la mayoría simple de los diputados o senadores presentes. El proyecto de ley de matrimonio civil ingresó a la Cámara de Diputados y fue votado en general el 23 de enero de 1997, obteniendo 53 votos a favor. El proyecto de ley de filiación fue votado en general en la Cámara de Diputados el 15 de septiembre de 1994 y fue aprobado con 47 votos, lo suficiente para aprobar un proyecto de ley ordinaria.

Es decir, ni la ley de matrimonio civil ni la ley de filiación habrían logrado ser aprobadas en general si ellas hubieran requerido quórums calificados. Sin embargo, los proyectos finales fueron aprobados con votaciones considerablemente más altas, y hoy no hay nadie que seriamente sugiera eliminar el divorcio vincular o restablecer la distinción entre hijos legítimos e ilegítimos. De hecho, la propia UDI, que se opuso tanto como era posible a ambos proyectos, no solo eligió inicialmente como candidato presidencial en 2013 a alguien que se había divorciado y había contraído matrimonio por segunda vez, sino que adicionalmente consideró que ese era un punto que debía ser destacado especialmente en su propaganda. “Es posible”, proclamaba orgullosa, “volver a casarse, construir una nueva familia, y mantener la armonía entre ambas”21.

¿Cómo explicar giros tan marcados en períodos tan cortos? Parte importante de la respuesta es que se trata de casos en los que empezamos a vivir bajo nuevas instituciones (bajo un nuevo régimen de filiación, bajo nuevas reglas matrimoniales)22. Pocos años de vivir bajo esas nuevas instituciones nos enseñaron algo que no habíamos aprendido en décadas de discutir o considerar la necesidad de esas nuevas instituciones. Es decir, para aprender sobre cómo debemos vivir no es suficiente que nos ofrezcan buenas razones. Lo que nos hace aprender es vivir de un modo determinado. Esa es la razón por la que los quórums calificados para la modificación de la ley son en principio inaceptables: porque nos impiden aprender. Hoy la indisolubilidad legal del matrimonio y la distinción entre hijos legítimos e ilegítimos tendrían un apoyo muy superior a la mayoría simple que dichas ideas tenían en 1997 y en 1994, pero para que llegáramos a aprender eso era necesario que dichas leyes existieran. Si se tratara de materias de ley orgánica constitucional, o incluso leyes de quórum calificado, no habrían llegado a ser ley.

(ii) El sistema binominal. Este segundo cerrojo hace prácticamente imposible lo que el primer cerrojo ya hacía muy difícil.

El sistema binominal existe para asegurar a la derecha los cincuenta y un diputados que necesita para vetar la modificación o derogación de una ley orgánica constitucional. No es respuesta a esta observación, no elimina el carácter tramposo del sistema binominal, el hecho de que favorezca también a la Concertación, porque es respecto de la derecha donde adquiere relevancia, garantizando ese poder de veto.

Como en el caso anterior, demasiadas veces hemos escuchado el argumento de que el sistema electoral es “solo” una regla que transforma votos en escaños, y que el derecho comparado conoce una multiplicidad de sistemas, todos ellos distintos y todos democráticos. El sistema binominal es uno más de ellos. Es peculiar, pero no puede decirse que sea “antidemocrático”.

Es verdad que la pluralidad de sistemas electorales es grande en el mundo, pero es falso que eso implique que no haya nada más que decir, que eso justifique cualquier sistema electoral como uno más en dicha panoplia. Para evaluar el sistema binominal es necesario entender el sentido de un sistema electoral. Para eso puede ser útil una digresión orientada a entender el sistema electoral como respuesta institucional a una pregunta interna a la idea democrática.

Un sistema electoral es efectivamente una regla que convierte votos en escaños. Pero no es una regla arbitraria, sino una que supone una determinada comprensión de qué es lo que se ha manifestado en una elección, una comprensión de qué es lo importante acerca de la elección respectiva.

Desde una perspectiva democrática, hay dos maneras en que puede interpretarse una elección: como la manifestación del pueblo en torno a decidir un programa de acción entre varias opciones disponibles o como una manifestación de la diversidad política del pueblo (del hecho de que los ciudadanos mantienen distintas comprensiones acerca de qué es lo que va en el interés de todos). Sobre estas dos posibles interpretaciones democráticas de una elección se construyen las dos familias que explican la diversidad de sistemas electorales en los regímenes democráticos del mundo. Los sistemas mayoritarios descansan en la idea de que lo realmente importante que se ha manifestado en una elección es la unidad de acción: el pueblo ha elegido un programa sobre otro. Por eso son sistemas que pretenden transformar votos en escaños dando máxima expresión a esa decisión. Los sistemas proporcionales, por su parte, entienden que lo realmente importante que se manifiesta en una elección es la diversidad política del pueblo, por eso transforman votos en escaños intentado dar máxima expresión a esa diversidad política.

El paradigma de un sistema mayoritario es un sistema en el que a cada distrito corresponde un escaño, que se lo llevará el que saque un voto más. El resultado de un sistema mayoritario es que un triunfo en las elecciones normalmente implicará una mayoría considerable en términos de escaños, habilitando a quien triunfó a llevar adelante su programa. Un sistema proporcional, por su parte, pretende dar a cada opción política un número de escaños que proporcionalmente corresponda a los votos obtenidos, y tiende, cuando hablamos de elecciones parlamentarias, a producir fraccionamiento en el parlamento.

El hecho de que ambas interpretaciones del significado de una elección sean compatibles con la idea democrática explica que en muchos países sea común que existan sistemas mixtos, es decir, sistemas que intentan dar cuenta de ambas dimensiones: pretenden evitar un fraccionamiento políticamente paralizante sin renunciar a la diversidad política del pueblo.

El sistema binominal, sin embargo, no interpreta el significado de una elección en ninguno de los dos modos democráticos antes expuestos.

Esto es relativamente fácil de mostrar. El sistema binominal no encuentra unidad de acción en una elección, porque implica que habrá una tendencia interna a producir un parlamento empatado. Tampoco entiende que lo importante de la elección sea la diversidad política en ella manifestada, porque hace extremadamente difícil la obtención de escaños por grupos que no correspondan a los dos partidos o pactos dominantes. Al negar ambas dimensiones democráticas de una elección, toma lo peor de ambos sistemas: la exclusión de la diversidad (déficit de los sistemas mayoritarios) y la dificultad para configurar mayorías (déficit de los sistemas proporcionales).

¿Qué significa esto? ¿Qué sentido tiene el hecho de que el sistema binominal produzca el peor de los mundos posibles, eligiendo lo malo de cada una de las alternativas conocidas? La respuesta es que dicho sistema no descansa en una interpretación democrática de las elecciones, sino en la constatación fáctica de que las elecciones son un mal que debe ser neutralizado conforme a la “nueva mentalidad” contenida en la Constitución de 1980. Esta mentalidad busca, como ya hemos visto, atenuar considerablemente las consecuencias de las elecciones o, para expresarlo en términos diferentes a los usados por Guzmán, reducir las elecciones a una cuestión meramente simbólica, en donde nada importante esté nunca en juego. Dicho en los términos en que fue discutido en la Comisión de Estudios de la Nueva Constitución, en esta materia una de las consideraciones más importantes siempre fue “mitigar los defectos y los males del sufragio universal”23.

¿Cómo contribuye el sistema binominal a “mitigar los defectos y males del sufragio universal”? Lo hace neutralizando los resultados contingentes de la elección. El hecho de que en una elección, si fuera justa, podría ganar cualquiera de las opciones en competencia. La incertidumbre que una elección introduce en el sistema es eliminada de dos maneras: por un lado, por la vía de transformar la elección en una suerte de ritual en la que el que gana, pierde, y el que pierde, gana24. Dado que esto es así, lo decisivo no es cuál es el resultado de la elección, sino quiénes fueron designados como candidatos; por otro, al producir un parlamento empatado, lo que hace difícil (sobre todo cuando se tiene a la vista otras reglas, como las que fijan los quórums de aprobación de la ley) la introducción de reformas significativas a cuestiones políticamente controvertidas y, además, asegura la mantención del statu quo, incluso contra la voluntad de la mayoría.

(iii) El control preventivo del Tribunal Constitucional. En el caso improbable de que alguna decisión contraria a los intereses de la derecha superara estas dos trampas entraría en operación la tercera: el Tribunal Constitucional, que tiene una competencia preventiva (en virtud de la cual interviene en el proceso de formación de la ley antes de que esta alcance a ser dictada) completamente exagerada.

Nótese que aquí no me estoy refiriendo a la cuestión, normalmente controvertida (aunque no en Chile, salvo excepciones, lo que muestra que la “doctrina constitucional” chilena hace esfuerzos para ignorar lo importante y discutir lo demás), de la justificación de un tribunal constitucional con potestad para declarar contraria a la Constitución la aplicación de decisiones legislativas a casos particulares. Esta es una discusión importante, pero no aquí, pues se trata de un Tribunal que impone al legislador su voluntad durante el proceso legislativo (el propio Tribunal ha dicho, en un pasaje al que haremos alusión más adelante, que entiende como su función la de sustituir la voluntad del legislador por la suya propia).

El metacerrojo: los quórums de reforma constitucional. Los tres cerrojos ya identificados están protegidos por un metacerrojo, es decir, uno que protege a los demás: los quórums de reforma constitucional, que actualmente son de 60 o 66% de los diputados y senadores en ejercicio. Como referencia, el quórum de reforma de la Constitución de 1925 era de mayoría de los senadores y diputados en ejercicio (y ya hemos visto que en el doble de tiempo de vigencia se dictó un tercio de leyes modificatorias de la Constitución de 1925, en comparación con la de 1980).

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