Kitabı oku: «El último trabajo de Mark Green», sayfa 2

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Fuera no había nadie. Los dos tipos rebasaron el murete de cierre de la parcela. Estaban acostumbrados a aquel trabajo: un par de golpes más fuera de miradas curiosas antes de dejarle tirado entre los matorrales.

—Ahora no gritas, ¿eh? —le susurró el que lo había golpeado. El tono amable y correcto se había esfumado—. Te vas a enterar. Ya tenía yo ganas de dar un par de hostias —insistió ante el silencio del otro con una sonrisa. Su compañero aflojó inconscientemente la presión.

Aquellos dos matones de gimnasio no habían tenido un buen maestro, ni siquiera eran capaces de diferenciar entre víctimas y adversarios. Mark recordó, justo antes de soltarse, las palabras de su mentor y amigo: «No te confíes. Si un trabajo es demasiado fácil, esconde una trampa».

Esos tipos eran muy confiados; tal vez aquel día aprenderían una lección vital para su oficio.

Mark no tardó en librarse del que le sujetaba los brazos. Extendiendo la mano derecha hacia su otro adversario, ya con el aparato listo, pulsó el botón. La descarga eléctrica tumbó al fanfarrón de ciento veinte kilos de músculo sin cerebro. Sin perder tiempo, hizo un giro digno de un hombre más joven que él para alcanzar con una nueva descarga al otro oponente.

—A ti te durará menos el dolor de cabeza. —Sonrió Mark aún dolorido.

Aquel secarral seguía sin público, ahora con dos cuerpos en el suelo. Sin un minuto que perder, los ató de pies y manos, luego los amordazó para evitar gritos. Tras registrarlos y apropiarse de aquellas dos pistolas Star de 9 mm, se marchó, sin prisa. Ya tenía herramientas para su próximo encargo.

Los preparativos

Aquella mañana Mark había renunciado al despertador y a su habitual entrenamiento diario. Cosa rara en él. Quizá con la edad estaba perdiendo su naturaleza metódica. O tal vez su excursión nocturna había sido un poco azarosa. Desde luego el viaje de vuelta hasta su refugio no había resultado tan gratificante como el de ida. Había estado a punto de acabar en el suelo en dos ocasiones por culpa del cansancio.

Medio desnudo se acercó a la ventana para contemplar el paisaje. Sintió un pinchazo en el abdomen cortesía del golpe recibido. Sin duda empezaba a hacerse mayor para esas cosas.

Shit! —murmuró—. Menos mal que este es mi último encargo.

Lo tranquilizó la visión de aquel trozo de horizonte, solo reservado para sus ojos. Con una leve sonrisa regresó a la cocina para prepararse un copioso desayuno: un zumo multicolor, un montón de tostadas regadas con aceite y una gran variedad de embutidos y quesos. Aquella era su pequeña recompensa por lo ocurrido la noche anterior, además de ser un ritual para ocasiones especiales.

Con el estómago lleno y la mente despierta, se acercó al ordenador para conectarlo. Deseaba comprobar el ingreso de los doscientos mil euros. No era una tarea sencilla. La única forma de acceder a sus datos era utilizar claves encriptadas para entrar a su cuenta en Gibraltar a través de la página web de un banco de apariencia normal. Efectivamente, el saldo había crecido, ya se acercaba a esa cifra mágica de diez millones de euros. Aquella idea le hizo sentirse contento, borrando de forma definitiva cualquier malestar fruto de lo sucedido en Madrid. Luego se dedicó a curiosear los periódicos locales en busca de alguna referencia a lo acontecido hacía unas doce horas a cuatrocientos cincuenta kilómetros de distancia. Mientras leía por encima los diferentes titulares, la gran mayoría dedicados a hurgar en distintos casos de corrupción política, recordó dos instantes de la noche anterior: su tensión en la entrepierna y aquella molestia en el pecho.

La tensión en su entrepierna tenía una explicación sencilla, llevaba tiempo sin estar con una mujer. Por el contrario, aquel dolor era algo desconocido e inquietante para él. Intentó apartar ese esbozo de miedo volviendo a concentrarse en su tarea.

Su concienzuda búsqueda tuvo sus frutos. En un apartado de sucesos pudo leer dos líneas sobre lo sucedido. «Incremento de la violencia en los barrios periféricos de la capital. Anoche, dos vigilantes de seguridad nocturna de un pub fueron agredidos por varios desconocidos cuando expulsaban del local a un hombre que había increpado a varios clientes».

La breve nota no se acercaba mucho a la realidad, pero si había aparecido en el periódico solo podía significar que la policía había estado en el lugar de los hechos recopilando información.

Mark no sabía con certeza qué podían recordar de su aspecto aquellos dos descerebrados. En cualquier caso su ropa había desaparecido hacía bastantes horas en un contenedor en el camino de regreso. Se vio reflejado en la pantalla del ordenador: barba compacta, canoso pelo largo… Debía empezar a preparar su disfraz antes de volver a escena.

Había cometido un error de principiante, ese cambio de opinión en el último minuto motivado por la presencia de los dos escoltas era impropio de él. No era la primera vez que las circunstancias de un trabajo se habían alterado de forma brusca durante su larga carrera profesional, pero nunca había modificado tan rápido sus cuidadosos preparativos. Era cierto que ya tenía el encargo localizado y las armas necesarias, aunque inicialmente solo había pensado ubicar a su objetivo. De todas formas, ambas tareas las había realizado con la misma ropa y aspecto, aquello era un fallo inconcebible para él. No podía volver a repetirse. Dudó un instante frente al espejo del baño. Le gustaba su aspecto actual, había tardado más de un año en conseguirlo. Cerró los ojos y la ruidosa maquinilla recorrió parte de la cara y la cabeza sin orden aparente.

—Ya no tiene arreglo —susurró con una sonrisa al observar el montón de pelos blancos en el lavabo.

Regresó al salón para poner música con la que amenizar su radical cambio de look. De vuelta al baño, terminó de raparse ambas partes casi al cero al tiempo que canturreaba a ritmo de AC/DC: «Highway to hell… Highway to hell».

Al pasarse la mano por el recién rasurado mentón se vio a sí mismo con treinta años menos. En aquella época, tras varios años de recorrer Europa, primero acompañado y luego solo, decidió volver a su país para hacer algo diferente. Al llegar, no solo se reencontró con su familia, sino con un país lleno de banderas y de proclamas llamando a la guerra. Como a todos los jóvenes de cualquier época, aquello lo atrapó desde el primer instante. Su sed de aventuras unido al gran ideal de la lucha por la libertad fueron su excusa para alistarse en el Ejército de los Estados Unidos. Volvió a abandonar su patria rumbo a un desierto desconocido para no regresar jamás.

Durante esa guerra Mark aprendió su oficio actual y perdió lo único que puede atar a un ser humano a sus congéneres: la confianza en su propia raza. La muerte enseña muchas cosas al hombre cuando la puede ver de cerca, pero la guerra solo destruye su espíritu. A su mente volvió el recuerdo de aquellos niños, pequeños e inocentes todos ellos, sepultados bajo la arena del desierto, donde habían ido cayendo, entre cuerpos de hombres y mujeres civiles, mientras huían de los bombardeos de sus salvadores. Esos pequeños era lo único que recordaba de esa guerra ya olvidada para el resto del mundo.

—Vete acostumbrando, niñato. Esto es la guerra —le había escupido un sargento cuando Mark vomitaba. Ese asco se convirtió en tanta rabia que se pasó las dos siguientes semanas en un calabozo tras agredir a ese mismo sargento.

Esa primera experiencia en el frente decidió su papel en aquel conflicto y, sin duda, el rumbo de su existencia. Después se integró, casi a la fuerza, en una unidad especial del cuerpo de marines donde aprendió a matar deprisa y con precisión. Ese aprendizaje, sin remordimiento, le salvó de la locura que arrastró a la mayoría de sus compañeros, pero le condenó a su vida actual, solitaria y cruel. Durante esa época conoció a su mentor, Douglas Shoot. Dos años después de terminar la guerra volvieron a reencontrarse en un país y en una situación muy diferentes. En ese momento Mark subsistía gracias a trabajos mal pagados, su amigo, por el contrario, ganaba mucho dinero dedicado a ocupaciones poco claras. Ese reencuentro marcó de forma determinante la vida de Mark hasta convertirse en lo que era ahora.

Aquel fogonazo, aquel recuerdo frente al espejo solo duró unos instantes, como en otras ocasiones. Sin embargo esa vez vino acompañado de un sudor frío en las manos y de una punzada de dolor en el pecho. El sudor frío no le era desconocido: lo había sentido muchas veces durante la guerra antes de apretar el gatillo, pero el pinchazo le tenía desconcertado. Respiró profundamente varias veces, tal como le habían enseñado en el ejército. Poco a poco fue consiguiendo recuperar la calma. Un grito desde lo más profundo alejó cualquier reflexión.

Tras desnudarse, se sumergió bajo la ducha durante un buen rato. El agua caliente fue arrastrando los restos del corte de pelo, al igual que aquellos recuerdos perturbadores.

Se vistió para salir. Era domingo por la tarde, todavía tenía mucho que hacer, pero decidió darse un respiro. Como cualquier guerrero, así se veía en ocasiones, no podía ir a realizar un trabajo con otras cosas revoloteando en su cabeza, por lo que con una idea muy clara se subió al todoterreno y abandonó su casa con cierta urgencia.

Lejos de su refugio, en pleno centro de la ciudad, se metió en una cabina de teléfonos y marcó uno de los tantos números que tenía memorizados. Cada vez quedaban menos cabinas por la calle. La compañía de teléfonos empezaba a ponérselo difícil.

—¿Qué tal? Soy John… Sí, he andado bastante liado con el trabajo y la familia… Me gustaría verte… ¿En una hora?… Perfecto… Allí estaré.

Mark Green, esta vez John, había llegado ya al lugar de su recién concertada cita. Se sentó en un bar frente al conocido portal a curiosear tranquilamente el periódico, sin perder de vista ni su reloj ni los movimientos cercanos al edificio. Una cerveza sin alcohol acompañada de unas patatas fritas amenizaron la espera.

Apenas prestó atención a los aburridos titulares sobre corrupción. Su mente y su entrepierna se obstinaban en recordar el último encuentro con Abril. Aquella mujer le volvía loco, tenía un cuerpo espectacular, de portada de Playboy, y un humor y encanto difíciles de resistir.

Mark se había enamorado poco y mal, es decir, que tan solo lo había hecho una vez y de la persona equivocada. Eso le había servido de vacuna contra cualquier recaída y, sin duda, con Abril, pese a dedicarse a la profesión más antigua del mundo, podría haber incurrido con facilidad.

Mark fue directo al portal tan pronto como el reloj llegó a la hora prefijada de la cita. Abril lo recibió en su casa. Un traslúcido camisón, que dejaba adivinar toda su anatomía, y una sonrisa encantadora era todo lo que llevaba puesto. No necesitaba nada más. Y él tampoco.

—Hola, guapo. ¡Cuántas ganas tenía de verte! —Mark sonrió.

—Eso se lo dirás a todos.

—Es cierto, pero contigo es verdad. —Se volvió tras cerrar la puerta para que la siguiera.

La suave música envolvía el enorme salón e invitaba a relajarse.

—¿Quieres tomar algo? —le susurró rozándole al pasar.

—No, gracias.

—¿Qué tal te va la vida? —preguntó Abril, mirándolo a los ojos como intentando escarbar bajo la coraza. Era una pregunta indefinida, sin compromiso. Ella ya había notado el cambio radical de look y el aspecto cansado de su cliente.

Mark retiró un segundo la mirada y contestó:

—La misma mierda de siempre, por eso estoy aquí.

Ella aflojó la sonrisa y bebió un trago largo antes de volver a la carga. Lo empujó con suavidad hacia el sofá que reinaba en aquella habitación.

—Ponte cómodo. —Lo ayudó a desprenderse de la cazadora y de los zapatos.

Abril no se detuvo ahí. Conocía su oficio. Con gestos precisos acompañados de delicadas palabras le dejó el torso desnudo. Luego rozó con suavidad, casi con cierto cariño, el pequeño moratón que adornaba la parte baja de sus costillas.

Él sintió el deseo aun antes de que ella lo rozara. La atrajo hacia él para abarcarla con sus brazos mientras buscaba la firmeza de sus formas. Ella suspiró en cada contacto y las manos de él continuaron recorriendo su anatomía.

—Me encanta cómo me tocas —le susurró Abril al oído.

Mark quiso creérselo. Aunque imaginaba que era mentira. Sin ser consciente se dejó llevar hacia la cama situada en la habitación contigua. Los papeles de aquella función estaban ya repartidos, Mark guiaría los actos de la mujer buscando su propio placer y Abril fingiría sentir el suyo. Los murmullos de monosílabos se fueron convirtiendo en gemidos contenidos. Las manos de Mark recorrieron todo el cuerpo de ella junto con sus labios. Un leve gesto de él bastó para que ella entendiera que ahora quería otra cosa; se apartó un instante para colocarle el preservativo sin dificultad y su boca se lanzó a jugar con su pene. Mark, recostado, disfrutaba de toda aquella escena: la cabeza de Abril moviéndose arriba y abajo, los pechos medio escondidos entre sus piernas y su firme trasero adivinado tras su abundante cabellera.

Más tarde, Abril se colocó encima de él. Aquellas tetas moldeadas con el bisturí empezaron a agitarse frente a su rostro mientras ella empujaba con fuerza. Sus manos no daban abasto repartiéndose entre aquellos senos perfectos y un firme trasero.

El deseo de Mark no tenía límite, lo quería todo y en ese momento. Derribó a Abril suavemente sobre la cama para luego salir de su interior y colocarla a cuatro patas. Comenzó a embestirla guiado por las palabras de ella, que lo impulsaban a continuar.

No tardó mucho en correrse. Llevaba una larga temporada sin estar con una mujer. Además, sus desahogos solitarios también se habían reducido considerablemente.

Mark había conocido a Abril, cinco años atrás, cuando se cansó de perseguir a mujeres más jóvenes que él por los locales de moda y decidió también dejar de ir a otros lugares llenos de prostitutas, de clientes y de alcohol. Ahora solo concertaba citas con Abril. Pese al tiempo transcurrido, seguía manteniendo las precauciones iniciales aun conociéndola bastante bien; solo se citaba en el piso de ella, siempre pagaba en metálico y nunca llevaba ningún tipo de documentación que lo delatara.

—¿Te quedas esta noche? —preguntó Abril.

—No puedo —mintió Mark—. La próxima vez.

Se levantó de la cama. Desnudo, se dirigió al cuarto de baño para darse una ducha. Abril no tenía muchos clientes, los escogía con cuidado. Solo tenía otro que fuera tan generoso como Mark, ninguno que fuera tan enigmático.

—¿Bastará? —preguntó él con un fajo de billetes en la mano al regresar de la ducha casi vestido.

—Sí —contestó ella y añadió—: ¿Cuándo me vas a contar a qué te dedicas?

—Ya te lo he dicho. Tengo una pequeña empresa que fabrica piezas de automoción.

Abril sonrió, conocía lo suficiente a los hombres como para saber que todos le mentían para evitar ser descubiertos por su familia o para que alguien se aprovechara de sus debilidades, pero John parecía esconder algo más.

—No tienes aspecto de empresario.

—Y, ¿qué aspecto tienen los empresarios?

Ella no contestó y dejó que el hombre la abandonara en la cama. Sin duda se sentía atraída por John —era un tipo apuesto, educado, generoso y poco corriente—. Abril, pese a estar rodeada de hombres, llevaba mucho tiempo sola. Cada día cruzaba por su mente la idea de abandonar ese oficio, pero su soledad no le ayudaba a tomar esa decisión.

—¡Qué pena! —suspiró cuando la puerta se cerró.

Ninguno de ellos podía imaginar en aquel momento cómo iban a cambiar sus vidas en un futuro inmediato por culpa de aquella relación.

En la calle ya era noche cerrada cuando Mark abandonó el edificio. Sin prisa deambuló por el barrio hasta asegurarse de que no lo seguían, luego con paso acelerado se dirigió a un garaje cercano donde había aparcado su coche hacía unas horas. El parking estaba casi vacío, por lo que su voluminoso todoterreno llamaba aún más la atención. Aquel vehículo, al igual que Mark, tampoco era lo que aparentaba: pese a ser un vehículo de serie, ocultaba dentro del capó una potente motorización. El blindaje preparado para resistir impactos de todo tipo de munición era otro extra. Nunca lo había necesitado, pero el mundo se estaba haciendo más peligroso, o él simplemente más viejo.

Sentía cierta euforia casi adolescente después de su encuentro con Abril. Estaba demasiado despierto para volverse a su refugio, por lo que enfiló directo por unas calles desiertas hacia la autopista. Un paseo a buena velocidad le ayudaría a pensar. Dentro de poco debería irse a Madrid para empezar a observar a su víctima antes de realizar el encargo. Iba a tener que encontrar una buena forma de acercarse a aquella mujer sin que sus dos sombras se dieran cuenta.

Conducir por carreteras solitarias lo relajaba y, ya sin tensión sexual, su mente se abrió antes de haber recorrido cien kilómetros. Su sonrisa, acompañada de una brusca maniobra con el coche, mostraban que había resuelto cómo aproximarse a su objetivo. Aquella noche Mark durmió de un tirón, sin ninguna preocupación y con una idea clara de cómo realizar sus próximas tareas.

Al día siguiente, después de cumplir rigurosamente su ritual de entrenamiento físico y desayunar, con la ropa aún sudada, se dirigió al pequeño huerto que tenía ubicado en la trasera de la casa medio oculto entre unos arbustos descuidados. Pisó sin miramientos algunos pequeños brotes removiendo la tierra con una azada hasta que golpeó sobre algo duro. La pequeña caja de hierro contenía unos bultos plastificados cuidadosamente organizados. Después de recontar los que había, extrajo tres paquetes de billetes que se guardó en el bolsillo. La caja volvió a su lugar. Dedicó tiempo a igualar todo el huerto, incluso replantó los brotes maltratados.

A partir de ese momento sus actos se volvieron casi mecánicos; una ducha rápida, preparar dos maletas iguales y un repaso concienzudo de la casa antes de abandonarla. En cada una de las pequeñas maletas guardó lo mismo: dos jerséis gruesos, dos pantalones vaqueros, dos gorras, dos cazadoras, ropa de deporte y cuatro mudas. También metió en el equipaje un botiquín, un neceser y una bolsa que incluía varios destornilladores, ganzúas, unos alicates y una navaja. Repasó con cuidado el contenido de ambas antes de cerrarlas. Su armario se estaba quedando vacío, aunque seguramente no necesitaría más ese tipo de uniforme para su trabajo. Las dos pistolas conseguidas hacía un par de noches, junto con parte del contenido de los sobres de la caja, fueron a parar al interior de la rueda de repuesto de su pesado vehículo.

Abandonó su residencia camino de Madrid, aunque antes tenía que realizar una breve parada para conseguir más material para su encargo. Esta vez no era necesaria ninguna aventura nocturna, podía escogerlo a la luz del día, pese a lo cual volvió a tomar precauciones. En algo menos de una hora, disfrutando del paisaje costero de la autopista, se plantó en aquella ciudad exindustrial, casi pegada al mar y ahora entregada al culto de su propia modernidad.

Mark no tardó mucho en localizar el establecimiento cuya ubicación había conseguido en internet. Aquella iba a ser la primera y la última vez que lo visitaba. El poco discreto rótulo le llamó la atención: «La tienda del espía». No entró en el local hasta asegurarse de que estaba vacío.

—Buenas días. ¿Qué desea? —lo saludó solícito el único dependiente.

—Hola —contestó sin entusiasmo—. Estaba buscando algo.

Mark observó las estanterías sin interés. De todo lo que había seleccionó dos despertadores y dos radios compactas que depositó en el mostrador junto al dependiente.

—¿Algo más? Tenemos varios equipos de vigilancia en oferta que le podrían servir.

—Así está bien. Gracias —dijo Mark mientras extraía varios billetes de cien euros para pagar sus compras.

Antes de abandonar la ciudad norteña, Mark dedicó unos minutos en el interior de su coche a reducir a piezas sueltas lo adquirido seleccionando algunos componentes con sumo cuidado: cuatro chips, cuatro microlentes y varias pilas de botón con sus conexiones que terminaron en una pequeña caja dentro de la guantera. En realidad, para el trabajo que estaba preparando solo iba a necesitar dos elementos de cada tipo. Los otros eran de reserva frente a imprevistos o errores que él nunca cometía. El resto de las piezas, junto con las instrucciones, los separó con cuidado para depositarlos en diferentes contenedores para su posterior reciclaje. Los nuevos tiempos y la tecnología habían dejado atrás las largas horas de espera en las proximidades de los portales, escondidos en algún coche u observando desde una ventana cercana. Ahora todos éramos capaces de vigilarnos a todos, pero no había que olvidar —Mark no lo hacía nunca— que eran unos pocos los que seguían teniendo los medios para obtener información de los restos abandonados en la escena; un chip, una huella… suponían un error que podía dar al traste con una operación y, lo que era más importante, con una vida tranquila.

—Mi último trabajo —murmuró Mark repetidas veces, como si de un mantra se tratara, mientras tiraba lo que no le servía con los guantes aún puestos.

En plena autovía camino de Madrid, y con el limitador de velocidad fijado para evitar sobresaltos, Mark repasó susurrando el contenido de su coche: dos Star de 9 mm, cincuenta mil euros en varios paquetes, dos pasaportes y una pequeña caja llena de aparatos electrónicos. Sin duda ese cargamento, la mayoría bien escondido, unido a su documentación extranjera y a un coche blindado serían muy difíciles de explicar en un control de la Guardia Civil.

Mark agarró con fuerza el volante con las manos un poco sudadas. Sintió un leve y repetido dolor que lo obligó a salir en la primera área de descanso.

—¡Otra vez! —maldijo abandonando el coche y llevándose la mano al pecho.

Se encerró en el baño de la estación de servicio unos minutos. Respiró hondo. Se mojó la cara repetidas veces con agua. Era la tercera vez que le ocurría en los dos últimos días. El leve e intenso pinchazo desapareció como había llegado.

Hacía menos de un mes que se había realizado una revisión médica completa en una clínica privada. Una nueva costumbre adquirida con los años que repetía con una frecuencia semestral pese al elevado coste y a los constantes resultados perfectos.

Mark volvió al coche con paso tranquilo.

—Me estoy haciendo viejo —murmuró—, además del trabajo voy a tener que empezar a hacer actividades propias de mi edad.

A su mente le llegaron las últimas palabras del fisioterapeuta que le trataba la tendinitis del hombro: «Tiene que bajar un poco el pistón. Para curar esto necesita reposo absoluto».

Mark le había hecho caso solo unos días, luego volvió a sus pesas y a sus series de repeticiones, que no había modificado, pese a las modas, en los últimos diez años.

—Bueno, después de este trabajo me dedicaré a los paseos por el monte y a la natación —aseguró en voz alta mientras abandonaba la autovía hacia el aeropuerto de Madrid.

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