Kitabı oku: «El último trabajo de Mark Green», sayfa 3

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Solo un titular

La ventana permanecía abierta aportando algo de vida al interior del despacho. Los sonidos de la calle no distraían a María de su tarea, muy al contrario: la ayudaban a concentrarse en ella. Aquella mañana, sin embargo, el ruido era diferente de los habituales, más intenso. Se levantó con la idea de cerrarla, pero su mirada se concentró en la multitud que se agolpaba frente al adusto edificio de los juzgados de la Audiencia Nacional donde ella estaba. Consultó el reloj, ya era la hora. Había aceptado aquella cita como una mera distracción en su quehacer diario. Ahora se estaba arrepintiendo de haber cedido a las recomendaciones de su jefe y a la insistencia de un reportero.

Tras las vallas custodiadas por los policías se agolpaban personas cada vez más alteradas con pancartas. Dentro de la multitud se distinguía la presencia de unas cuantas cámaras de televisión que intentaban relatar lo que estaba ocurriendo en aquel instante. María sabía lo que sucedía, todos estaban esperando la salida de un conocido político reconvertido en empresario y ahora acusado de estafador. Su cara, unas veces seria, otras impasible, había aparecido demasiadas veces en las portadas de los periódicos. Por eso, cada nueva comparecencia en los juzgados desataba una estampida de medios de comunicación a la espera de unas palabras o de una instantánea que se convirtiera en titular.

La valla cedió unos segundos y permitió el paso de un hombre que fue acompañado hacia el interior del edificio, seguramente era su cita. María desde la ventana de su oficina no pudo ver su aspecto, pero sí pudo observar sus pasos rápidos y cómo iba vestido: chaqueta clara y pantalones vaqueros. Sin duda, prejuzgó, sería un joven ambicioso con ganas de publicar un artículo en la portada.

El fuerte pitido la devolvió al presente. Al regresar a su mesa reorganizó varias carpetas antes de bloquear el ordenador para mantener su trabajo a salvo de miradas indiscretas; luego dio paso a la cita concertada pulsando el interfono. Después se sentó a esperar.

—Buenos días —saludó el periodista tras cruzar la puerta del despacho—. Teníamos una cita.

María respondió con un cabeceo antes de levantarse para estrecharle la mano sin mucho entusiasmo. La voz de su interlocutor le pareció agresiva, y dio por buena la primera valoración realizada en la distancia. Ahora solo deseaba acabar lo antes posible con una entrevista que no debería haber aceptado.

—¿Qué es lo que quiere saber exactamente? —indagó sin ceremonias volviendo a sentarse tras la mesa.

El periodista, sin amilanarse, se sentó obedeciendo el gesto de invitación a hacerlo. Cruzó las piernas, sin prisa, al tiempo que miraba la fila de estanterías, repletas de dosieres, libros y archivadores, que cubrían tres de las cuatro paredes de aquel despacho. Todo en perfecto orden.

—Como ya le comenté, ando buscando datos sobre el tráfico ilegal de personas —respondió una vez acomodado. El periodista carraspeó para romper el silencio que había creado María—: me han dicho que esa investigación la lleva usted y…

—Lo han informado mal —lo cortó ella, seca.

—… pero usted por teléfono me había dicho que…

—Yo le confirmé que sabía de esas pesquisas. —María respiró con profundidad —. Lo cual es cierto. Pero la realidad es que en estos momentos no hay ningún caso abierto sobre ese tema.

—¿Cómo lo sabe? —preguntó él, extrañado por la noticia.

María mantuvo su mirada. No quería dar explicaciones. Todavía no podía darlas.

—El último sumario sobre esa materia lo llevé yo hace unos dos años. Se cerró por falta de pruebas y testigos. —«Al menos eso es verdad», pensó sin apartar la vista del joven.

—¿Por falta de pruebas y testigos? —repitió el periodista, no muy convencido.

María se obligó a dar más explicaciones. Debía convencerlo para que no siguiera indagando en un asunto que podría poner a muchas personas en peligro. Apoyó los codos en la mesa acercándose a su interlocutor.

—La denuncia la presentó una ONG, pero se trataba más de una campaña publicitaria que de una investigación seria. —Tenía el papel perfectamente aprendido. Lástima que no fuera todo verdad.

—¡Qué raro! —murmuró él con el ceño fruncido. Por lo visto, no era tan sencillo de persuadir, pensó María. El periodista decidió cambiar de táctica—. ¿Qué opina usted sobre este asunto?

Tal y como él había previsto que hiciera, ella se atrincheró en su puesto.

—Estoy en el despacho de un juzgado: no puedo dedicarme a emitir juicios de valor sobre cada tema. —Su voz destilaba frialdad.

—¿No le importa este asunto? —insistió él, poco dispuesto a ponérselo fácil.

Ella no respondió. Esperaba que no se diera cuenta de lo tensa que estaba. En ese momento le hubiera gustado zarandear al prepotente periodista, mientras le explicaba lo mucho que le importaba ese asunto. Tanto, que llevaba cuatro años de su vida dedicada completamente a esa tarea.

Cuatro largos años rebuscando entre la basura de lo peor de la sociedad. Dejándose la piel para encontrar algo en aquella maraña de negocios: prostitución, compraventa de órganos, mano de obra esclava…, negocios que se sustentaban sobre el tráfico ilegal de personas. ¡Que no le importaba, decía! Le hubiera gustado soltarle toda la verdad; sin embargo, se limitó a invitarlo a irse con la cortesía y sosiego que pudo. Por desgracia, no podía hacer otra cosa.

Dio por terminada la entrevista y esperó a que la puerta se cerrase, tras la salida del reportero, para dejarse caer sobre el sillón. Derrotada. Cerró los párpados con fuerza, como si de ese modo pudiera borrar el horror que había visto y con el que estaba obligada a convivir.

Así la encontró su jefe cuando entró minutos después.

—¿Qué tal te ha ido esta vez? —preguntó Martín con preocupación. Agarró el borde del respaldo de la silla donde había estado sentado el joven, clavando la mirada en ella.

—Como siempre. —Ella levantó la cabeza y se enderezó dispuesta a recobrar la fuerza. No podía permitirse ser débil—. Otro periodista con ganas de un titular que lo lleve a la fama.

—No los culpes, es su trabajo.

—Lo sé —suspiró María—. Es solo que estoy harta de andar escondiéndome. No se puede vivir en guardia a todas horas.

Su jefe movió la cabeza con pesar.

—Es por nuestra seguridad y por el éxito de la investigación. Ya no nos queda nada —aseguró con firmeza golpeando el borde con el puño—. En menos de un mes habremos pillado a esos tipos.

María se obligó a sonreír. «Otra noticia que apenas llenará unas líneas de alguna portada».

Se levantó, con una mano se frotó la frente. Volvía a dolerle la cabeza. Inquieta, se acercó al ventanal. Abajo, el joven periodista se alejaba a grandes pasos, tras cruzar la valla de seguridad que separaba al nutrido grupo de personas aún presente del acceso al edificio. ¿La habría creído? ¿Se conformaría con esas escuetas respuestas? Ella no lo haría, desde luego.

—¿Crees de verdad que los pillaremos? —pronunció sin dejar de mirar por la ventana.

—Claro.

—¿Y la calle estará tan llena de periodistas esperando su aparición como ahora? —formuló con desánimo.

—¡Por supuesto que sí! —aseveró su jefe, al parecer más confiado en el resultado que ella.

«Pobre iluso», pensó María. Regresó a su sitio junto a la mesa. Debía repasar las notas que había dejado en suspenso ante la aparición del joven. Aún le quedaban unas horas antes de volver a su casa o, más bien, a ese refugio temporal. Tenía mucho trabajo que hacer.

—¡Joder! —exclamó Martín poco dispuesto a abandonar el despacho—. ¿Has visto las fotos en los periódicos de la mañana?

María odiaba más aquellas fotos que a los periodistas en busca de una primicia. Demasiada exactitud en la recreación del dolor ajeno. Demasiados detalles. Demasiada barbarie para ella.

Ya debería estar acostumbrada. Llevaba mucho tiempo lidiando con asuntos de la peor calaña, pero esas fotos, esa brutalidad, era más de lo que podía soportar.

—Por encima. Preferiría no haberlas visto —masculló entre dientes.

—Ten paciencia —declaró su jefe—. Ya queda poco.

María no lo tenía tan claro, pero se obligó a esbozar una mueca a modo de despedida. Una vez sola, las paredes de su despacho parecieron venírsele encima. Le hubiera gustado alejarse de allí por unas horas. Separarse de aquellas carpetas, cada una con una historia de horror documentada con fotos. Porque detrás de cada caso, siempre había imágenes muy precisas y pistas insuficientes.

Con el mismo tesón que le había llevado a ese puesto, abrió la primera carpeta y comenzó a leer el informe. No podía permitirse aflojar. No iba a dejar que ellos ganasen la partida.

Un poco más cerca

El barrio residencial destilaba cierta tranquilidad tras el ajetreo propio de los fines de semana. La mayoría de los bares y restaurantes de la zona aún permanecían cerrados. Mark, después de esperar un rato, consiguió aparcar el coche alquilado cerca del edificio. Antes de abandonarlo abrió una bolsa de patatas fritas y vació media botella de whisky en la cuneta cercana para, posteriormente, dejarlo en el interior del vehículo en un desorden aparente. Con su nuevo aspecto, cabeza rapada y barba de un par de días, deambuló por el barrio con una mochila a su espalda hasta localizar el pequeño gimnasio situado un par de calles más abajo del inmueble.

—Buenos días —saludó Mark a una joven morena de apretado uniforme.

La chica respondió con una amplia sonrisa.

—Buenos días. ¿En qué puedo ayudarle?

Mark dudó un instante.

—He venido un par de meses casa de amigo. Me gustaría hacer deporte —explicó forzando un acento lejano al habitual.

La chica lo bombardeó con todo tipo de explicaciones, luego continuó enseñándole las instalaciones de aquel gimnasio de barrio elegante. Mark respondió con exclamaciones y frases cortas a las preguntas de su particular guía mientras su mirada se concentraba en identificar lo que había visto en la página web. Finalmente la conversación acabó en el apartado económico.

—Tratándose de pocos meses no podemos aplicarle ningún descuento —se disculpó la chica—. La cuota se quedaría en cien euros al mes para tener acceso a todas las salas y actividades del gimnasio.

—OK —respondió Mark.

—Además puede alquilar una taquilla para dejar las cosas por veinte euros al mes, y por diez más podría utilizar las toallas que quiera.

—¡Bien! —murmuró falsamente sorprendido. Pagó el mes completo a cambio de una tarjeta con un nombre falso y una llave.

Nada más apuntarse entró en el gimnasio para malgastar media hora en una cinta de correr, pegarse una ducha y dejar una bolsa abandonada con unas zapatillas viejas, una pistola de 9 mm y un paquete de dinero con restos de tierra.

La noche anterior, antes de alojarse en una pensión de mala muerte en la otra punta de Madrid, había distribuido la peligrosa carga de su coche en tres lotes, uno de los cuales acababa de quedarse en la taquilla del gimnasio.

Después de comer algo en un bar cercano, tres cuartos de hora antes del encuentro con su objetivo, se dejó caer por una cafetería situada frente al edificio. Pidió un descafeinado para degustar con tranquilidad sin perder de vista el portal mientras simulaba dedicarse a trabajar con su ordenador.

Mark era un defensor de la puntualidad, su nuevo encargo también. Cuando las agujas del reloj se juntaron en su parte inferior, la mujer abandonó el coche con paso decidido hacia el inmueble hasta donde la acompañaron sus guardaespaldas.

«Una persona de costumbres, ¡qué suerte!», pensó sin que una sola sílaba se escapara de sus labios. Era aún pronto para saberlo, pero aquello le iba a ahorrar unas cuantas complicaciones pese a los problemas que surgirían después.

La cafetería se fue llenando y vaciando durante las horas siguientes según el ritmo de vida de aquel barrio. Cuando, a media tarde, Mark llegó, todavía había rastros del trasiego familiar: madres y padres acelerados, niños recién salidos del colegio. Ahora, por el contrario, la mayoría de las mesas estaban copadas por caras más relajadas, sobre todo parejas jóvenes o grupos de amigos cuya jornada laboral había terminado. El fin de semana todavía estaba lejos, lo que complicaba su trabajo de observación esa noche, pero facilitaría mucho las labores de reconocimiento posteriores.

Mark continuaba escondido tras su ordenador, a la vez que vigilaba la actividad en el edificio cercano. No era una tarea sencilla, ya que además de permanecer atento a la entrada y salida de personas en el portal situado frente a la cafetería, también debía estar alerta ante cualquier movimiento sospechoso donde se encontraba. Era cierto que en ese momento no llevaba consigo nada comprometedor, pero su presencia durante varias horas en aquel sitio podía convertir su cara en un rastro a seguir días después.

Pasadas las once, el local amenazaba con quedarse vacío, por lo que optó por desaparecer antes de que lo avisaran de que iban a cerrar. Durante ese tiempo, había ido apuntando en el ordenador lo que ocurría en el edificio: desde las diez de la noche nadie había salido o entrado de aquel portal. Horas después pudo comprobar que esa situación se mantenía inalterable hasta las cinco de la mañana.

Vigilar en la calle era una tarea más complicada, pero Mark ya tenía previsto su siguiente punto de observación. El coche alquilado a primeras horas de la mañana estaba bien aparcado a pocos metros de su objetivo, lejos de las farolas y medio escondido tras un grueso tronco de árbol. Tampoco había ningún contenedor ni portal cerca del mismo. Desde esa situación, elegida estratégicamente, podía ver sin dificultad el acceso al edificio y, lo más importante ahora, los movimientos en el coche de los guardaespaldas. Una vez dentro del vehículo, Mark le dio un trago a la botella casi vacía de whisky tirando un poco de su contenido en el interior del coche. El olor fuerte y agrio se extendió con rapidez por el pequeño espacio. En la parte del copiloto se acumulaban otros rastros olvidados de forma consciente: latas vacías, bolsas de patatas fritas a medio consumir… Aquel escenario permitiría responder a preguntas sencillas de cualquier interesado en conocer las razones de su presencia allí. Por si eso fallaba, todavía tenía una navaja abierta al alcance de su mano derecha junto al asiento.

Dos horas después pasó junto a Mark un automóvil muy despacio que no se detuvo hasta llegar a la altura de los guardaespaldas. Pese a estar recostado dentro de su coche, Mark pudo ver con claridad que se trataba de un turismo normal con dos ocupantes. Ambos coches estuvieron juntos durante unos minutos, luego el que llevaba toda la tarde se marchó. Era la una de la mañana, acababa de producirse el relevo.

Mark esperó hasta las siete de la mañana para abandonar el barrio camino de un merecido descanso. Apenas había dormido algo a partir de las cinco de la mañana, cuando decidió que su labor de observación había terminado con el inicio de actividad en el barrio y en el edificio.

La tarea para la noche siguiente era más arriesgada, pero necesitaría menos tiempo. Ahora tenía bastantes horas por delante, que decidió aprovechar para devolver el coche alquilado. Antes de entregar el vehículo lo limpió con cuidado, sin dejar rastro de los restos de alimentos esparcidos previamente. La agencia de alquiler, situada en la estación de Chamartín, estaba abierta, aun así Mark optó por aparcar el coche y dejar las llaves en el buzón previsto para devolver los vehículos en horas intempestivas. Todavía le costó más de una hora llegar hasta la habitación que tenía alquilada. Pese al cansancio de una noche en vela, Mark volvió a repetir su rutina de seguridad cambiando un par de veces de línea de metro para asomar en plena Puerta del Sol, desde donde cogió un taxi hasta las inmediaciones de la pensión.

—¡Uf! —suspiró, dejándose caer sobre la cama. Necesitaba estar descansado para el trabajo de esa noche, por lo que decidió darse una tregua. Antes de cerrar los ojos atrancó la puerta con una silla y escondió la navaja bajo la almohada al alcance de su mano.

Un pitido se fue colando en su sueño hasta despertarlo en el instante en que mataba desde lejos a su primer enemigo en aquella contienda olvidada en un desierto remoto. Esa pesadilla se le repetía últimamente, arrancándolo de su sueño con el corazón acelerado y la boca reseca, como si hubiera vuelto a ese infierno de calor y espera que fue su guerra. La primera guerra del Golfo para el resto de la humanidad.

Le costó ubicarse antes de apagar la alarma del móvil. El resto de soñolencia se la quitó con un poco de agua sobre su cara en el lavabo. También se enjuagó un par de veces la boca, luego volvió a sentarse en la cama sin dejar de preguntarse qué demonios estaba haciendo allí.

—Decididamente, ya no estoy para estos líos —murmuró Mark en la soledad de una habitación amueblada con trastos viejos y paredes llenas de manchas de humedad.

Mark abandonó su escondite para terminar de despejarse. En la calle, sin ser consciente, el olor de la comida marcó el destino de sus pasos hasta un restaurante de barrio donde se pasó un par de horas, sin prisa, recuperando fuerzas. No estaba acostumbrado a trasnochar, sus últimos trabajos los había realizado sin necesidad de tantas horas de vigilancia, pero la presencia de los guardaespaldas había modificado esa posibilidad. Habían pasado tres años desde el último encargo que le había obligado a pasar noches en vela.

El breve descanso y el almuerzo lo animaron a continuar con su plan, tenía que dar el siguiente paso. Al mediodía, tras varios transbordos en el metro, llegó de nuevo al barrio de Salamanca para revisar sin testigos los alrededores del edificio. Con paso despistado se coló en el interior del mismo aprovechando el descuido de un vecino. Ni el tipo de ascensor ni la distribución de la primera planta ponían trabas al tipo de vigilancia que pensaba realizar. Antes de abandonar el portal colocó masilla en la cerradura. Tenía la mitad del trabajo hecho para su próxima visita nocturna.

Con más tiempo del necesario, Mark se dirigió a recuperar su coche, que estaba aparcado desde el día de su llegada a Madrid en la estación de Atocha. No fue directo, esta vez optó por recorrer parte del trayecto en autobús, luego un taxi lo llevó desde la Gran Vía hasta su destino. Se acercó a su coche con cautela, a cierta distancia del mismo comprobó con su móvil que nadie había accedido al vehículo. Una vez en su interior, constató que la otra maleta, el dinero y la pistola estaban tal cual los había dejado. No le costó mucho regresar al lugar donde residía su objetivo, se había aprendido el camino tras sus últimas visitas. Aparcó su coche junto a un parque, a varias manzanas, y esperó un par de horas antes de dirigirse hacia su objetivo.

El barrio estaba vacío, tal como había observado la noche anterior, incluso habían pasado los camiones de la basura. Aún tenía tiempo antes de que aparecieran los primeros repartidores o los vecinos más madrugadores salieran a correr.

El portal, al igual que los otros de la calle, estaba en penumbra con una escasa luz amarillenta procedente de alguna farola demasiado rodeada de árboles como para alumbrar uniformemente. Examinó el entorno. Su mirada se detuvo un instante en el coche de los guardaespaldas, situado a escasa distancia del edificio. Tras comprobar que no se apreciaba ningún movimiento en su interior, se dirigió a la entrada con aparente tranquilidad. Sin duda, este era el momento más arriesgado de su plan.

La entrada cedió sin problemas a su presión gracias al obstáculo colocado horas antes en el pestillo. Cerró despacio. Se paró en seco, esperando una reacción a todos esos ruidos que acababa de hacer. Nada, ni siquiera se encendió la luz. Tampoco notó ninguna actividad procedente de la calle. Recuperó el pulso, concentrándose en su respiración. El sudor humedecía sus manos bajo los guantes. Comenzó a subir las escaleras con ayuda de la linterna, midiendo cada paso y cada ruido, como si estuviera buscando minas en pleno desierto. A medida que avanzaba empezó a sentir un pinchazo en el pecho. Unos metros antes de llegar junto a su nueva víctima sintió que le faltaba el aire. Inspiró hondo, mientras se decía a sí mismo que todo iba bien, que aquel era su último trabajo.

La puerta blindada parecía reciente, además contaba con una cerradura con seguro electrónico último modelo. Mark suspiró, aquel encargo no dejaba de complicarse. Tampoco sabía con seguridad si le esperaban otras sorpresas al otro lado: ¿otro guardaespaldas?, ¿su objetivo iría armado? Intentó olvidarse de sus preocupaciones para centrarse en la labor de reconocimiento prevista para esa noche. Retrocedió contando sus pasos después de haber sacado un par de fotos a la cerradura y a la puerta. Había que estudiar todas las alternativas. También observó las puertas cercanas, otras tres, que pese a ser blindadas no disponían de ninguna seguridad o alarma añadidas.

Mark subió un par de pisos antes de localizar el ascensor. Entró con la cara cubierta y pulsó el botón del último piso. Allí podría completar su tarea con tranquilidad. En la décima planta solo había dos puertas, también blindadas y sin alarmas, y una pequeña escalera que conduciría seguramente a una azotea o a unos trasteros. Consultó el reloj, apenas disponía de otras dos horas, respiró hondo varias veces e intentó concentrarse en lo que tenía que hacer.

La ficha del ascensor indicaba que quedaban tres meses para la próxima revisión. Sacó una foto a la misma con el teléfono antes de comenzar a desmontar la caja de control para dejarlo inutilizado durante unos minutos, luego quitó uno de los paneles del techo.

Localizó la pequeña cámara de televisión. Tal como había previsto estaba desconectada antes de que él la tocara. Eso era una norma no escrita en los equipos con cierta antigüedad, más electrónica suponía más avisos por parte del sistema automático, lo que equivalía a más visitas y menos beneficios. La cámara estaba en buen estado, pese a lo cual decidió sustituirla por una de las que llevaba. Tras montar la nueva procedió a conectarla con un cable al móvil que había preparado para recibir las imágenes. Con un poco de cinta aislante aseguró los equipos antes de volver a colocar el panel del techo.

Miró el reloj, solo disponía de una hora para terminar. Con el ascensor todavía fuera de servicio se dirigió por la escalera hacia la siguiente planta. Tal como Mark había supuesto, en el último piso había varios trasteros y una salida a la terraza del edificio. Al intentar abrirla, esta cedió sin resistencia. Mark se llevó sin pensar la mano al bolsillo buscando algo que no tenía: «Shit!», maldijo mientras empujaba muy despacio la puerta metálica.

Instintivamente se encorvó para hacerse menos visible, sus brazos se contrajeron. Con movimientos lentos se alejó de la entrada, pendiente de cualquier ruido. Intentó controlar su respiración, solo el corazón lo delataba. Su mirada revisó la azotea. No había nadie. Suspiró con fuerza. Con pasos seguros recorrió el lugar tomando fotos y observando los alrededores, luego efectuó una llamada con un voluminoso teléfono. Tenía que comprobar que el sistema instalado funcionaba antes de irse.

Las imágenes aparecieron nítidas ante sus ojos, sin duda el cableado del propio ascensor actuaba como una enorme antena. Conectó y desconectó un par de veces el teléfono. Abandonó la azotea para terminar lo que estaba haciendo en el piso inferior.

Montó la caja de control casi sin ser consciente de lo que hacía. «El último trabajo», se repitió de forma insistente, mientras sus dedos repasaban lo realizado. Trataba de ignorar las manos humedecidas y la garganta seca. Marcó el botón del primer piso con un ojo puesto en el reloj. Faltaba media hora para las cinco de la mañana. Mark se sobresaltó cuando el ascensor se paró en la planta indicada. Abrió la puerta muy despacio. Todavía con el pasamontañas puesto comenzó a bajar las escaleras.

Un sonoro portazo quebró la tranquilidad del inmueble, luego el edificio se llenó de luz. A mitad de escalera el cuerpo de Mark se paralizó. No podía respirar. Se quitó el pasamontañas sin ninguna precaución. Inhaló pesadamente. Sus músculos se volvieron a tensar. Esta vez una de sus manos estrangulaba un destornillador. Mark, apretujado contra la pared, esperó.

Después del primer golpe solo se oyeron sonidos mecánicos de puertas abriéndose y cerrándose hasta que el ascensor se puso en marcha. La luz se extinguió de golpe. Aliviado, se dejó caer sobre el suelo. Comprobó el reloj, aún debía esperar media hora antes de poder salir del portal con su disfraz de corredor. Su corazón fue recuperando el ritmo normal pese a la sucesión de ruidos que ya parecían menos amenazadores.

Los minutos pasaron despacio mientras organizaba el atuendo que le debería hacer pasar inadvertido ante las miradas soñolientas de los guardaespaldas. Con una gorra calada y su ropa deportiva salió trotando del portal simulando un precalentamiento a la vez que se alejaba del lugar. A dos calles del inmueble, aún envuelto en la oscuridad del final de la noche, se desprendió de los guantes y la sudadera oscura repartiéndolos en diferentes contenedores de basura. Del resto de la ropa, también de color oscuro, se libraría más adelante con calma en su coche.

Durante el trayecto camino de su refugio de cuatro ruedas, la respiración se fue haciendo más pausada. Ahora su mente deambulaba concentrándose en los detalles de lo que había hecho en las dos últimas horas. Tuvo que descartar un par de pensamientos turbadores sobre los posibles rastros que había dejado.

—Todo está bien —repitió con un murmullo como si fuera un nuevo mantra capaz de alterar la realidad o, más bien, su percepción de la misma.

Tras cambiarse de ropa en la seguridad de su coche, se recostó sobre el asiento a comprobar cómo funcionaba el nuevo sistema de vigilancia. Pese al instante de retardo, la cámara le trasmitía las imágenes con claridad. Desde el ángulo que estaba ubicada podía observar a la perfección toda la zona de la puerta del ascensor y la pared donde estaba el panel de botones.

Observó con detalle a la mujer que se encontraba dentro del ascensor. Era delgada y morena, no muy alta, llevaba el pelo recogido y debía de tener unos sesenta años. Arrastraba un pesado cubo lleno de agua y una fregona.

Mark sonrió: «¡Has venido más pronto esta mañana! ¡Menudo susto me has dado!», luego arrancó el coche. La calle se estaba llenando de testigos indiscretos, además él tenía que volver a su refugio para adecentarse y dedicar algo de tiempo a la observación de su objetivo. La pensión estaba medio escondida en las calles del barrio de las Ventas de Madrid. No tenía ningún cartel ni propaganda en el exterior del edificio, solo unas letras manuscritas delataban su existencia en el timbre exterior de la puerta. Seguramente se trataba de una pensión medio ilegal, lo que favorecía que ni se fijaran en él ni en su documentación falsa y manoseada.

Mark se dejó caer sobre la desgastada cama después de quitarse la ropa. El sueño atrasado lo venció mientras la pantalla del teléfono permanecía encendida registrando todo el trasiego de gente por el ascensor del inmueble. De nuevo esa pesadilla repetida, esta vez sin interrupciones, venía a perturbar su descanso. Tendido en la arena, con su cuerpo engullido y su boca reseca —al igual que en su modesta cama—, se ajustó el casco. Por la mirilla de su M4 vio desfilar y caer a sus adversarios. El golpeteo mecánico levantaba una molesta humareda que no le dejaba ver, pero su dedo continuó presionando hasta que se paró. Su arma se había encasquillado. Por la mirilla vio a una mujer. ¡Ese rostro!

Se despertó sobresaltado. Sus manos buscaron aquel fusil que no estaba a su lado.

Shit! —gritó en la intimidad de su habitación para liberar la tensión.

Decididamente no se encontraba bien. La tensión acumulada por ese encargo o por una vida de trabajos como ese le estaba pasando factura. Se movió estirando su cuerpo en la habitación. Todavía eran las doce de la mañana, le quedaba bastante faena que hacer antes de poder dejar todo eso atrás.

Durante un minuto estuvo tentado de recoger sus cosas y abandonar esa operación. Primero esos dolores en el pecho. Ahora ese sueño repetido casi premonitorio. La parte lógica que aún gobernaba su cabeza le recordó que abandonar suponía convertirse en objetivo. Quizá, si en ese momento hubiera tenido una bola de cristal, habría podido saber lo que iba a ocurrir unos días después. La vida cambia por las decisiones que se toman, también por las que no se toman.

Borró aquellas ideas de su cabeza con un poco de agua sobre su cara para terminar de reconciliarse con la vida con una cerveza muy fría y un pincho de tortilla en una terraza cercana, luego volvió a su habitación para ponerse manos a la obra. En el pequeño ordenador ya había grabadas más de seis horas de vida alrededor de aquel receptáculo de cuatro paredes que se desplazaba arriba y abajo sin parar. Empezó desde el principio poniéndolo en modo de reproducción rápido para poder apreciar lo que ocurría sin gastar demasiado tiempo.

En un papel aparte apuntaba lo que iba ocurriendo cada hora. Pasadas las cinco de la mañana el ascensor era casi propiedad de la mujer encargada de la limpieza del inmueble. Antes de las seis ese tráfico se veía reforzado por la presencia de cuatro hombres de pisos diferentes ataviados con ropa deportiva. A las siete la mujer desaparecía para ser sustituida por hombres y mujeres trajeados, con pequeños maletines o bolsos modernos, que permanecían absortos en sus móviles. Después el público se volvía más heterogéneo: los deportistas sudorosos se mezclaban con los primeros niños arrastrados por padres, madres o hermanos mayores. A las siete y media un hombre corpulento abrió la puerta del ascensor sin prisa, observó el interior y antes de entrar conversó con alguien al que no pudo ver, luego subió hasta el tercer piso y bloqueó el elevador dejando la puerta entreabierta. Cinco minutos más tarde regresó acompañado de su objetivo. «Profesionales», pensó Mark. El ascensor se paró en el primero, donde el hombre corpulento impidió la entrada a un inofensivo padre acompañado de su hijo. Al llegar a la planta baja, el hombre salió, mientras la mujer se quedó dentro. Un minuto después ella abandonaba el ascensor. Mark revisó, cual director de cine, la escena de apenas diez minutos unas cuantas veces para ir captando hasta el más mínimo detalle y memorizar los rostros. El guardaespaldas no llevaba chaleco, pero tenía un voluminoso bulto en su costado izquierdo. «Diestro», apuntó Mark en su cabeza además de hacerlo en el cuaderno de notas.

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202 s. 4 illüstrasyon
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9788417307745
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