Kitabı oku: «Otra historia de la ópera», sayfa 7

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Cio-cio San (Madama Butterfly)

El sepukku, más conocido como harakiri («tajo en el vientre») es el suicidio ritual japonés por desentrañamiento, atroz modo de morir que también aplicaba a sus víctimas Jack el Destripador. Los japoneses lo ejecutaban como reparación voluntaria de una deshonra o como cumplimiento de una condena. Para ello se arrodillaban y, previos lingotazos de sake para darse ánimos, se hundían en el abdomen el tantō, un cuchillo envuelto en papel de arroz, practicándose un corte en forma de “T” invertida que desde el flanco izquierdo llega al derecho, luego retrocede hasta la zona umbilical y finalmente asciende hasta la punta del esternón. Salvo que el corte alcance la aorta u otro gran vaso sanguíneo, el resultado es una desagradable evisceración segida de una terrible agonía que podía durar días. Para humanizar la barbarie, el oficiante podía contar con la colaboración de un asistente (kaishaku) que a una señal suya lo decapitaba en un santiamén.

Si se trataba de un varón, el seppuku era una ceremonia casi religiosa que demostraba sus elevados niveles de valor y dignidad. Lo de las mujeres que se clavaban el cuchillo, en cambio, era simplemente un suicidio (jigai), desprovisto del aura noble que envolvía al sacrificio masculino. Además, no podían clavarse el tantō en el abdomen, como los varones, sino un cuchillo más pequeño y fino (kaiken) con el que se degollaban seccionándose la carótida.

La geisha Cio-cio San, alias Madama Butterfly, sufre la deshonra de ser abandonada embarazada por un oficial americano con el que cree haberse casado, el cual al cabo de unos años regresa con su «verdadera esposa americana» para hacerse cargo del niño.

Resignada a entregarlo, Madama Butterfly pone en las manos de su hijito un muñeco y una banderita yanqui, luego le venda los ojos y tras cantar su conmovedora despedida del pequeño («¡Adiós, amor!, ¡Adiós, pequeño amor!») se rebana el cuello detrás de un biombo, así que no sabemos si utiliza un kaiken o, más probablemente, el tantō que ya había utilizado su padre por orden del Mikado y que, como sabemos desde el primer acto, guardaba con celo, por si acaso. En el estuche lacado que lo contenía figuraba una inscripción: «Con honor muere quien no puede conservar la vida con honor».

Dálibor (Dálibor)

Hubo dos coincidencias en la vida y obra del renano Ludwig van Beethoven y el bohemio Bedrich Smetana. La primera, que ambos sufrieron el peor padecimiento físico que puede cebarse en un compositor, la sordera. La segunda se refiere a sus respectivas óperas Fidelio y Dálibor.

Como hemos visto, Beethoven sólo compuso una ópera, cuyo proceso creativo y cuya puesta en escena le acarrearon más quebraderos de cabeza que ninguna otra de sus obras: «Te aseguro, querido Treitschke, que esta ópera me conseguirá la corona del martirio», escribió el titán a uno de sus libretistas. Fueron necesarias varias revisiones y versiones para las que compuso nada menos que cuatro oberturas conocidas como Leonora 1, 2, 3 y 4. En el capítulo de las óperas sin muerte comentamos que esta valerosa mujer se introduce en el penal donde su esposo, un preso político, languidece en una oscura mazmorra aguardando la muerte, y consigue liberarlo.

De las ocho óperas que compuso Smetana sólo una cómica, La novia vendida, goza de reconocimiento internacional. Cuando estrenó Dálibor, el autor de la colección de poemas sinfónicos Ma vlást (Mi patria) fue acusado de wagnerianismo, a lo que replicó que él era «smetanista».

Praga, finales del siglo XV. El rey Ladislao II condena al guerrero Dálibor a cadena perpetua por haber vengado la cruel muerte de un amigo del alma matando al Burgrave de Ploškovice, cuya hermana Milada, conmovida por la aceptación de su suerte, se apiada de Dálibor y planea su liberación entrando al servicio del carcelero. Ambos acaban enamorándose y cuando Dálibor es condenado a muerte, sus partidarios asaltan la prisión. En la lucha Milada cae herida y muere. Deseoso de reunirse de nuevo con ella y con su amigo del alma en el más allá, Dálibor exclama «¡Qué dulce será mi fin!» y se abalanza desarmado sobre Budivoj, el capitán de la guardia, para que lo atraviese con su espada y así reunirse con Milada. Un suicidio disfrazado de combate cuerpo a cuerpo.

Smetana falleció a los 60 años en un manicomio, posiblemente víctima de neurosífilis. La tarde de su entierro el Teatro Nacional de Praga había programado de antemano una ópera suya que no se suspendió, aunque el escenario se cubrió de negro por completo. La obra representada fue, por supuesto, La novia vendida.

Dido (Los Troyanos)

Los dos amores literarios de Héctor Berlioz fueron Publio Virgilio Marón y William Shakespeare. Frutos de la admiración por el inglés son la sinfonía dramática Romeo y Julieta y la ópera Beatriz y Benedicto, basada en Mucho ruido y pocas nueces. Y a su devoción por el romano debemos su gran ópera Los Troyanos, basada en su epopeya Eneida. Deseoso de atribuir un origen divino a Roma, su primer emperador, Augusto, encargó a Virgilio un poema propagandístico que narrara la posverdad de la fundación de Roma por los supervivientes de Troya, destruida por los griegos al introducir un caballo repleto de guerreros a pesar de las advertencias de la vidente Casandra. Estos, a través de su líder Eneas, reciben de Júpiter la misión de fundar una nueva Troya en la península itálica. En la travesía por el Mediterráneo, una tormenta les obliga a atracar en Cartago, cuya reina viuda Dido les acoge con generosidad. El flechazo entre Dido y Eneas —también viudo— es inevitable y el héroe troyano se convierte en rey consorte de los cartagineses. Pero Júpiter le recuerda a Eneas su misión y éste acaba partiendo hacia la futura Roma. Dido maldice a los romanos y se inmola.

Berlioz nunca pudo ver representada completa su opus magnum operístico. Sus compatriotas la consideraron irrepresentable y demasiado larga y la trocearon en dos partes: La toma de Troya y Los troyanos en Cartago, que tampoco se daban completas. Hubo que esperar al centenario de su muerte (1969) para la primera representación completa de la obra, que no tuvo lugar en Francia sino en el Covent Garden de Londres.

La primera parte (actos I y II) finaliza con un suicidio colectivo del que ya nos hemos ocupado en otro capítulo y la segunda (actos III al V) con la inmolación de Dido. Despechada por la marcha de su amado héroe, ordena preparar una enorme pira coronada por su lecho junto al que colocan un busto y las armas de Eneas. Antes de prenderle fuego, Dido toma la espada y se hiere mortalmente. Sus últimas palabras son para anunciar al futuro enemigo eterno de Roma, el héroe cartaginés Aníbal.

Edgardo (Lucía de Lammermoor)

El 7 de septiembre de 1896 un jardinero alemán de 22 años recibió una cuchillada en el pecho que le produjo una herida en el miocardio. Lo trasladaron a un hospital de Frankfurt, donde tras aplicarle hielo lo desahuciaron. Pero dos días después el moribundo continuaba vivo y cuando el doctor Ludwig Rehn regresó de un viaje y se lo encontró, decidió intentar lo que entonces se consideraba impensable: suturar una herida del corazón. Tras abrir el tórax a través del cuarto espacio intercostal izquierdo y drenar un gran hematoma almacenado en la cavidad pleural, encontró la herida en el ventrículo derecho, que suturó con tres puntos de seda. Había nacido la cirugía cardíaca. El jardinero sobrevivió.

«Un libreto de ópera es bueno si carece de sentido», dicen que dijo el mismo Bellini que le hizo el siguiente encargo a su libretista, Felice Romani: «Dadme buenos versos y os daré buena música». De acuerdo con la primera afirmación, libretos tan absurdos como el de El trovador de Verdi o Lucía de Lammermoor de Donizetti, ambos de Salvatore Cammarano, son buenísimos. El trabajo de estos libretistas consistía en tomar un asunto histórico o literario y convertirlo en una sucesión de lugares comunes estereotipados, en los que personajes tan de cartón piedra como los decorados lucían sus habilidades vocales, sostenidas por bellas melodías, aunque sin relación con el estado psicológico de los protagonistas.

Un buen ejemplo es el celebérrimo sexteto de Lucía de Lammermoor que comienza con las palabras «Chi mi frena in tal momento». Un bellísimo concertante en el que el chico (Edgardo), la chica (Lucía), el hermano de ésta y enemigo de aquél (Enrico), el novio oficial de ella (Arturo), el capellán del castillo (Raimondo) y la dama de compañía de Lucía (Alisa) manifiestan sentimientos tan diferentes como amor, odio, furia o compasión pero entrelazados por la misma sublime armonía.

El embrollo acaba resolviéndose con la muerte de la mitad del sexteto: en un rapto de locura, Lucía mata a Arturo la noche de su boda y a continuación ella también fallece, no se sabe bien de qué, y finalmente Edgardo, siguiendo una acotación insólita en un libreto, se clava un puñal «en el corazón». Sin conocimientos anatómicos no es fácil acertarle al músculo cardíaco. Hay que palparse el hemitórax izquierdo, contar los espacios entre las costillas empezando por arriba y hundir la hoja en el cuarto. En este caso, sí resulta verosímil que, aun atinándole al ventrículo izquierdo, Edgardo sea capaz de cantar su última intervención, ya que incluso con el corazón herido —por arma blanca, además de por la muerte de su amada— se puede permanecer hemodinámicamente estable horas e incluso, como aquel jardinero con suerte, días enteros.

Ernani (Ernani)

Además de uno de los escritores en lengua francesa más notables del siglo XIX, Victor Hugo (1802-1885) fue también el padre literario de un centenar de óperas, aunque en la actualidad apenas tres siguen en cartel: Lucrezia Borgia (de Donizetti), Ernani y Rigoletto (ambas de Verdi).

Ernani es un ejemplo de éxito teatral adaptado como libreto de una ópera. Francesco Maria Piave tomó el drama romántico Hernani, le quitó la H de Hugo —lo que no bastó para contener el enfado del dramaturgo por la adaptación— y lo convirtió en Ernani, un dramón en cuatro actos al que un joven Verdi demostró su extraordinaria calidad dotándolo de una música arrolladora que llevó a la consumación el bel canto de sus ilustres predecesores Rossini, Bellini y Donizetti.

Los reyes españoles Carlos I y su hijo Felipe II han ocupado en sendas óperas verdianas el vértice «B» de nuestro triángulo operístico TBS: Ernani y Don Carlo. En la primera, los otros dos son el rival del poderoso Carlos, un noble proscrito (Ernani) y Elvira, sobrina del noble Rui Gómez de Silva, que también la pretende convirtiendo el triángulo en cuadrado. En la segunda, el triángulo lo completan la esposa del emperador, Isabel, y su hijo Carlos, enamorado de su madrastra.

La trama de esta ópera no puede ser más enrevesada y su absurdo desenlace da sentido al subtítulo de la obra: El honor castellano. Cuando Silva le perdona la vida a Ernani éste la pone en sus manos entregándole un cuerno —de tocar, se entiende— con la promesa de matarse si el conde lo hiciera sonar tres veces. Una vez proclamado emperador, Carlos se muestra magnánimo y no solo perdona también a Ernani sino que bendice su unión con Elvira. En plena ceremonia nupcial, el resentido Silva sale al jardín y hace sonar por tres veces el cuerno. Y Ernani, en lugar de hacer oídos sordos, cumple su palabra literalmente a rajatabla, sacando un puñal y clavándoselo en el pecho. Antes de la boda, Silva había ofrecido a Ernani el puñal y un veneno para que escogiera cómo suicidarse. La duda ofende: un verdadero caballero castellano nunca salvaguardaría su honor sumiéndose a solas en el plácido sueño de la muerte pudiendo hundirse un cuchillo en el pecho delante de todos.

Gioconda (La Gioconda)

Además de la modelo de enigmática sonrisa retratada por Leonardo da Vinci, Gioconda es también la protagonista de una ópera con música de Amilcare Ponchielli y libreto de Tobia Gorrio, seudónimo tras el que Arrigo Boito se escondió después del fracaso inicial de su Mefistófeles.

Estrenada en la Scala de Milán en 1876, recordemos que, más que un triángulo, en La Gioconda encontramos un pentágono amoroso: Enzo es un noble proscrito, amante de la cantante Gioconda, pero en realidad pretende a Laura, esposa del inquisidor Alvise, cuyo espía Barnaba desea a Gioconda. La acción se desarrolla en Venecia durante el siglo XVII.


Iréne Theorin en La Gioconda, de Amilcare Ponchielli.

Gioconda rechaza a Barnaba y éste se venga, primero acusando de brujería a su madre, la Ciega y, cuando Laura intercede por la vieja y la salva, contándole a su jefe que Laura le engaña con Enzo. Alvise obliga a su mujer a beber un veneno que Gioconda sustituye por un somnífero. Para salvar a Enzo, Gioconda le promete a Barnaba que la hará suya pero antes, a diferencia de Tosca, es aquella la que se apuñala en el pecho. Al menos Gioconda ya no puede oír al malvado Barnaba cuando le susurra al oído que ha estrangulado a la Ciega.

Ponchielli es uno de esos «compositores de una ópera», pues aunque creó una docena, sólo es conocido por La Gioconda, aunque la página más popular de esta notable ópera a caballo entre el verdismo y el verismo no es vocal sino instrumental: la celebérrima Danza de las horas, un ballet-miniatura con el que el inquisidor agasaja a los invitados a su fiesta en Ca’ d’Oro mientras en la cámara continua pretende obligar a suicidarse a su infiel esposa.

Sin embargo, la ópera incluye un número vocal rescatado de la compleja trama por divas como la Callas y la Tebaldi, el «aria del suicidio»:

(Gioconda sola. Mira un puñal, lo deja;

después toma un frasco de veneno)

¡Suicidio...!

En este momento de desesperación

sólo tú me quedas,

y tientas mi corazón.

Última voz de mi destino,

última cruz de mi camino.

Finalmente, como Ernani, Gioconda se decide por el puñal. Más teatral.

Julieta (Romeo y Julieta)

William Shakespeare es, de lejos, el escritor cuyas obras han originado más libretos de ópera. The New Grove Dictionary of Opera (1992), editado por Stanley Sadie en cuatro tomos, es como la biblia del género operístico que debería presidir la biblioteca de todo buen aficionado que además sepa el suficiente inglés. Según esta obra enciclopédica, nada menos que 339 óperas han basado su texto en dramas de Shakespeare. Veintitrés de las treinta y seis obras atribuidas a Shakespeare han originado libretos operísticos, con un claro predominio de las comedias (217 óperas) sobre las tragedias (115). Pero en el repertorio actual solo han sobrevivido: Las alegres comadres de Windsor de Otto Nicolai; el Otelo de Verdi; los Macbeth de Verdi y de Bloch; Beatriz y Benedicto de Berlioz; Hamlet de Ambroise Thomas; Falstaff de Verdi; El sueño de una noche de verano de Britten y tres basadas en el drama de Romeo y Julieta: Capuletos y Montescos de Bellini, Romeo y Julieta de Charles Gounod y, en versión libérrima, West Side Story de Leonard Bernstein.

El éxito dramático de las obras de Shakespeare reside en que sus protagonistas son arquetipos poseídos por las pasiones más primitivas y auténticas del ser humano: el ansia de poder, la ambición, los celos, la codicia, el odio, la venganza y, desde luego, el amor. El de Julieta y Romeo es un amor auténtico, absoluto y puro, no contaminado por pasiones negativas, y también milagroso y prohibido, porque surge entre los miembros de dos familias que se odian a muerte. Lo de Romeo y Julieta podría haber sido el triunfo del amor sobre el odio, de Eros sobre Tánatos, pero la amarga conclusión del drama es que la muerte, única salida viable para los amantes, acaba triunfando sobre el amor.

El trágico desenlace de Romeo y Julieta se debe a un fatal equívoco: Romeo cree que Julieta ha muerto y apura un frasco de veneno para reunirse con ella en el más allá. Pero Julieta sólo estaba drogada y, cuando al despertar descubre que su amado sí ha muerto, le arranca la daga del cinto y se la clava. La verdad es que el recurso dramático del dormido que parece muerto es poco verosímil. No es posible que cuando Romeo abraza desesperado el presunto cadáver de su novia no se dé cuenta de que continúa viva. Cuando desciende a la tumba donde Fray Lorenzo —el culpable de todo— lo ha depositado, el cuerpo de Julieta lleva muchas horas aletargado. Al cabo de ese tiempo, un cadáver está rígido, frío y, desee luego, no respira. Pero nada de esto advierte Romeo cuando estrecha el cuerpo de Julieta contra el suyo. Se comprende que no le tomara el pulso radial ni le practicara las pruebas del hilo o del vaso10, casera pero infalible. Pero un simple beso en la frente hubiera bastado para desechar el diagnóstico fatal. No hay en el mundo nada más espantosamente frío que la frente de un ser amado muerto.

Liú (Turandot)

La verdadera heroína de Turandot no es la «princesa de hielo» que da nombre a la obra póstuma de Puccini sino Liú, la esclava secretamente enamorada de Calaf. Liú es el ejemplo perfecto de esas «mujercitas que solo saben amar y sufrir» que protagonizan las óperas del maestro de Lucca.

Calaf es hijo de Timur, rey tártaro que desde su derrota arrastra su miseria y su ceguera guiado y atendido por la fiel Liú. Tal lealtad se debe a que un día, en palacio, Calaf le sonrió. Pero el príncipe ha puesto sus ojos en la andrófoba y cruel hija del emperador de China, Turandot, que venga la ofensa a una antepasada decapitando a los pretendientes que no acierten sus tres enigmas. Para su desesperación, Calaf los acierta, pero le da la oportunidad de cobrarse su cabeza si averigua su nombre antes del amanecer. Los soldados detienen a Timur como sospechoso de saber el nombre del «príncipe desconocido» y Liú se declara única conocedora del secreto. La sanguinaria Turandot ordena que la torturen hasta arrancárselo, pero Liú le arrebata un puñal a un soldado, se lo clava y muere. Es una acción súbita, inesperada, inevitable. La muerte es tan rápida que después de clavarse el puñal Liú ya no pronuncia ni una palabra más mientras el populacho, que un minuto antes llamaba al verdugo, dedica ahora una tierna despedida a la desdichada esclava:

Liú, bondad, Liú, dulzura,

¡duerme! ¡Olvida! ¡Liù! ¡Poesía!

Es difícil encontrar una foto o una filmación del músico sin el eterno cigarrillo en la mano o los labios. Puccini murió de un cáncer de laringe relacionado con el hábito de fumar, dejando inconclusa su última obra maestra. El compositor Franco Alfano la acabó como pudo y Arturo Toscanini dirigió su estreno año y medio después de morir el maestro. Nada más suicidarse Liú, Toscanini detuvo la representación, se volvió al público, dijo «Aquí terminó el maestro» y abandonó el podio dando por finalizada la función. Aquella velada memorable, la muerte verdadera de Giacomo Puccini debió de emocionar a los acongojados espectadores de la Scala mucho más que las ficticias de sus heroínas.


Escena de la muerte de Liú en una representación de Turandot, de Giacomo Puccini.

Lucrecia (La violación de Lucrecia)

El episodio de la violación y suicidio de Lucrecia es un tema recurrente en la literatura de todos los tiempos. La historia surgió en el siglo I de la pluma de Tito Livio, luego pasó a Ovidio y a Virgilio, en el XV la dramatizó en alemán el meistersinger (maestro cantor) Hans Sachs, en el XVI Shakespeare en inglés, en el XVII Pierre du Ryer en francés, y en el XVIII Nicolás Fernández de Moratín en español, hasta que en el XX Ronald Duncan escribió el libreto para The rape of Lucretia de Benjamin Britten.

La historia es atroz. En el siglo V a.C. los etruscos dominan Roma, convertida en «un burdel» bajo el tiránico mando de Tarquino «el Soberbio». Su hijo Sexto Tarquino y otros militares luchan contra los griegos y cierta noche, sobrados de alcohol, deciden abandonar el campamento para sorprender a sus esposas. A todas las encuentran con amantes salvo a Lucrecia, la virtuosa mujer de Colatino. Atraído por su honestidad, Tarquino se cuela otra noche en su alcoba con el fin de seducirla, pero la fiel Lucrecia lo rechaza. Tarquino la amenaza con matarla y abandonar junto a su cadáver el de un esclavo desnudo degollado para que parezca un adulterio y así consigue violarla. Cuando Lucrecia le cuenta lo sucedido a Colatino la exculpa por haber sido forzada, pero Lucrecia no puede soportar la vergüenza. Ajena a la comprensión de su esposo, extrae un puñal de su ropaje, se hiere y antes de expirar exclama:

Ahora ya seré para siempre casta,

sólo la muerte podrá violarme.

¡Mira cómo mi sangre desbocada

lava por completo mi vergüenza!

La violación de Lucrecia es una muestra de la resurrección en el siglo XX de la «ópera de cámara», sobre cuya definición no existe consenso, aunque se acepta que es una ópera de formato breve y exiguo en voces e instrumentos. Con este criterio, la obra que más se ajusta al modelo es sin duda la ópera más breve del repertorio (dura unos diez minutos): Una mano de bridge, de Samuel Barber. Dos matrimonios (barítono-soprano y tenor-contralto) juegan una partida de cartas y, en cuatro apartes, cada uno canta una arietta que expresa sus deseos, temores y fantasías. Por pocos intérpretes, instrumentos o minutos, La voz humana de Francis Poulenc (un personaje, cuarenta minutos), El teléfono de Gian Carlo Menotti (dos personajes, 25 minutos) o Savitri de Gustav Holst (3 personajes, doce instrumentos) son otras óperas de cámara del siglo XX.

Aunque dura casi dos horas, La violación de Lucrecia está considerada de cámara por su orquesta reducida a trece intérpretes. Los «coros» masculino y femenino se limitan a un tenor y una soprano. Todo en esta ópera es reducido salvo la inmensa vergüenza de una mujer violada que se quita la vida para mostrar que después de esa terrible experiencia no puede seguir viviendo.

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