Kitabı oku: «El exilio español y su vida cotidiana en México», sayfa 2

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Al mismo tiempo, México era un país en pleno crecimiento, dispuesto a regresar a los escenarios internacionales y a construir el futuro por el que habían entregado sus vidas muchas mujeres y hombres de todas las condiciones. Era también un país profundamente dividido por los rencores, las posturas políticas enfrentadas y las divergencias que toda guerra fraticida deja tras de sí.

Esas divisiones fueron evidentes cuando los españoles llegaron a México. Quienes estuvieron a favor de la acogida, más que expresar su aprobación, participaron de una auténtica entrega, solidaria y plena. En medio de un periodo sumamente nacionalista, un sector importante de la población mexicana vio en el arribo de los migrantes una oportunidad de reencuentro con el componente hispánico de su identidad; la revitalización de una herencia idiomática, intelectual y filosófica.

A convocatoria del presidente ‒y en un momento en el que el corporativismo obrero tenía más poder que nunca‒, casi todos los sindicatos mexicanos se pusieron del lado de Cárdenas y ofrecieron su abrigo a los recién llegados. Fueron los primeros. El sector de los movimientos obreros organizados fue el que menos importancia dio al temor de que los trabajadores mexicanos se vieran desplazados por los españoles y, desde un principio, decidió cooperar con Cárdenas, al menos en el discurso, para hacer realidad el asilo republicano. Como es natural, los sindicatos del Estado fueron los más decididos defensores de las políticas públicas en este tema.

Los grupos que respaldaron al Gobierno en relación al asilo eran de naturalezas distintas; empresarios que querían emplear los cerebros y brazos que habían llegado; agricultores que distinguieron la oportunidad de tratar con colegas avezados en las técnicas de cultivo europeas y que en México eran apenas conocidas; intelectuales y políticos cuyas convicciones ideológicas coincidían con el discurso republicano; grupos de la clase media que veían en el asilo una manifestación del grado de civilización y cultura que México podía alcanzar una vez superado el trauma de la violencia revolucionaria.

Las muestras prácticas de apoyo ‒más allá de la simple felicitación o adhesión moral, cuyos ejemplos se cuentan por centenares‒ comenzaron tan pronto como llegó la vanguardia de los refugiados. Los primeros en manifestar una militancia activa a favor del asilo fueron los trabajadores agrícolas. El Gobierno federal comprendió los beneficios que traería la ocupación de campesinos españoles en las tierras de cultivo mexicanas y destino a tantos como pudo para esa actividad.

Entre los opositores al exilio, en cambio, había personas y grupos vencidos durante la Revolución, sectores contestatarios que provenían de la rancia dictadura porfirista, algunos miembros de la vieja colonia española y la jerarquía católica. Realizaron distintos actos hostiles, aunque no violentos, contra los recién llegados. Buscaban presentarlos de distintas maneras. Como emigrantes económicos más que como refugiados políticos, es decir, como competencia desleal para los trabajadores; como gente perseguida por la justicia de España, delincuentes comunes que no podían ganarse la vida de forma honesta en su tierra de origen; bandoleros que huían de la ley, según lo muestra el texto “Cortes de caja y cortes de paja”, de Alfonso Junco. O bien como elementos peligrosos para la convivencia social dado su ascendiente rojo; individuos mimados y protegidos por un Gobierno que los prefería a otros grupos en desgracia, como los judíos ‒véase, por ejemplo, “El Sinaia y el Sinaí”, artículo de Salvador Novo. La Iglesia, por su parte, los llamaba comunistas y herejes enemigos de la religión.

Si en lo interior la expropiación de la industria petrolera constituyó el punto más alto de la política cardenista, en lo exterior el asilo concedido a las víctimas de la guerra civil española fue el momento de mayor importancia.

En general y en el caso español, Lázaro Cárdenas procuró ceñir su política de asilo y su discurso a la materia a la legalidad constitucional y el marco jurídico internacional. Se valió de un discurso ideológicamente revolucionario y progresista en lo social, y aplicó por primera vez políticas duras para mantener el control de legaciones y embajadas en medio de situaciones críticas.

En torno a Cárdenas se reunió un equipo cuyo valor no iba a la zaga de sus talentos e inteligencia. Hombres dignos de homenaje por su calidad humana y que es justo mencionar: Isidro Fabela, Luis I. Rodríguez, Gilberto Bosques, Narciso Bassols, Alfonso Reyes y Daniel Cosío Villegas.

En las décadas de 1930 a 1950, la política exterior de México brilla en el contexto internacional por su respaldo a la legalidad internacional y la defensa que hizo de ella; por una diplomacia dotada de gran sentido humano y valor, cualidades que subrayan el oficio político de los representantes mexicanos; una diplomacia disciplinada, ordenada.

La España peregrina en México estuvo constituida por entre 18 000 y 20 000 jefes de familia que hicieron de ésta su nueva patria. Un pueblo que nunca dejó del todo la tierra que había sido obligado a abandonar pero que logró integrarse al país de asilo. Poco a poco, lo fue considerando suyo.

Para los propios exiliados, su destino fue motivo de constante reflexión. Ya en 1959, año en que la dictadura celebraba 20 años de paz en la Península, el debate se planteaba con claridad. Desde Ginebra, donde se refugió, Luis Araquistáin proclamó el fracaso del exilio. Para él, el exilio había sido olvidado en España; los hijos nacidos fuera de la patria de sus padres se habían desentendido de ella, de sus ideales y aun de su historia, mientras los antiguos republicanos vagaban por el mundo como doña Juana la Loca, llevando consigo el cuerpo insepulto de la República, y se iban consumiendo sin otra trascendencia que el vago recuerdo que podía quedar de ellos en su patria.

En respuesta, Fernando Valera ofreció desde París un compendio de la moral colectiva del exilio republicano. Para él, la República albergada fuera de España no era Juana la Loca, sino una Numancia peregrina dispuesta a sacrificarse por sus valores; porque, sin importar cuántos quedaran, dónde estuvieran o qué tiempo pasara, los españoles del futuro comprenderían algún día que el exilio había sido la fuerza que mantuvo vivas las instituciones y la dignidad de la República, y que los exiliados habían honrado el compromiso adquirido en las últimas elecciones libres de España, en el ya lejano 1936.

No pudieron contribuir a la historia española desde su propia tierra, pero lo hicieron desde el exilio. Sus años y sus obras en México son una herencia que une a ambas naciones y marca una bifurcación en la historia española. Observar el asilo es ejercitar una doble mirada: sobre la sociedad receptora, que vive una experiencia colectiva y ve enriquecido su patrimonio cultural, y sobre los exiliados mismos, que viven y actúan como entes sociales y culturales, pero siempre dentro de los márgenes de su drama humano.

Hoy debemos reconocer que para España el exilio está muerto; murió a fuerza de traiciones y de olvido. Los republicanos fueron derrotados una y otra vez: la primera, al ver caer su Gobierno luego de una guerra injusta; la segunda, al presenciar los arreglos internacionales entre los triunfadores de la Segunda Guerra Mundial, que permitieron sobrevivir al fascismo en España. Otra más, cuando las conversaciones para la reconstrucción de la democracia española derivaron en la instalación de una monarquía; y, por último, cuando el socialismo triunfante omitió incluir su participación en la historia de España. Olvidados en un país donde ya no podían reconocerse, no tuvieron más patria que la ajena.

Sin embargo, para México, el exilio español vive. Extraña paradoja de la historia: si en la Península el tema, que apenas comienza a abrirse, es tratado con el tacto y delicadeza propios de los asuntos más espinosos, en México el exilio pervive no sólo en la tercera generación de mexicanos de origen español, sino también en su legado de ideales democráticos, honor y colaboración con el pueblo que fue en un primer momento su refugio, posteriormente su casa y hoy su propia patria.

Este drama histórico se desarrolló en cuatro etapas claramente definidas. Todas ellas estuvieron marcadas por el ritmo de la política internacional y el desarrollo del conflicto en España, y todas involucraron al país que lentamente dejó de ser asilo para convertirse en patria. En la primera, de 1937 a 1944, el exilio sale al encuentro de México; en ese entonces se creía que todo sería temporal y la gente esperaba que, al terminar la Segunda Guerra Mundial, los aliados provocarían la caída de Franco, y, así, el paso por México sería sólo una anécdota llena de afecto y agradecimiento.

Esa primera etapa de encuentro se convierte en esperanza entre 1944 y 1953, al compás de una Guerra Fría en la que las democracias recibían el apoyo de los países triunfantes y no parecía creíble que un dictador fascista sobreviviera en Europa occidental. Entre 1953 y 1975, las circunstancias geopolíticas, los intereses económicos y la conveniencia militar normalizaron el Gobierno espurio de la Península y lo admitieron ‒aunque nunca plenamente, siempre con ciertas reservas‒ dentro de la familia de las naciones. A esta derrota se le llamó desilusión. Vencidos una vez más, conscientes de que mientras Franco viviera no habría regreso posible, los exiliados se hicieron cada vez más mexicanos, tuvieron descendencia nacional y España se volvió bandera moral y añoranza de otros tiempos. Entre 1975 y 1978, la reconstrucción de España parecía una fuente nueva de esperanza y, sin embargo, fue la derrota postrera y el inicio del olvido que hoy tratamos de revertir.

Durante décadas, la migración republicana española se apreció exclusivamente como un exilio de intelectuales, como el exilio intelectual por excelencia. En cierta forma lo fue, pero considerarlo sólo de ese modo significa perder de vista un profundo contenido humano y un esfuerzo desinteresado por salvar familias y personas, sin importar sus ocupaciones, preferencias políticas o grado de estudios.

El rostro del exilio fue también el del sufrimiento humano, el del ciudadano de todos los días ‒el que no aparece en los libros de historia, pero que hace la historia y la recuerda‒ que busca la vida y la libertad.

No es desdeñable, por lo demás, el exilio intelectual. Quienes se dedicaban a labores artísticas, educativas y literarias encontraron en México un lugar para continuar su actividad y un terreno fértil para sus reflexiones. La mayor parte de sus miembros se integraron a la Universidad Nacional Autónoma de México, cuyo cuerpo docente creció 10% ‒especialmente en las facultades de Filosofía y Letras y de Derecho, donde los inmigrantes representaron 20% del profesorado‒, al Instituto Politécnico Nacional y, en menor medida, a las instituciones de educación superior de los estados. Fue creada la Casa de España ‒El Colegio de México de hoy‒ institución epónima de esa migración. Se trató de intelectuales identificados por su respeto a la verdad, su imparcialidad y rigor científico, su pluralidad intelectual; mujeres y hombres tan diferentes ideológicamente como Victoria Kent y José María Gallegos Rocafull, como Ramón de Ertze Garamendi y Wenceslao Roces. Fueron ellos también los que encabezaron la ruptura del aislamiento y el inicio de la participación mediante la construcción del México moderno.

Los republicanos aportaron a México una nueva visión de España, la que llevaban consigo. Esta visión encarnaba la libertad, la dignidad humana, el respeto a la vida y los mejores valores de Occidente. En la memoria de los mexicanos dejaron constancia del espíritu republicano que mostraban con orgullo y dignidad, y desalojaron, por lo menos en parte, el sentimiento generalizado de la leyenda negra. Fueron la raíz de un nuevo humanismo laico que se incorporaría a la vida diaria del país y entraría en diálogo con la tradición liberal mexicana. Para los mexicanos, también representaron la conciencia de lo que es la democracia y de lo que significa perderla. Enarbolaron una moral colectiva arraigada en el honor y que se manifestaba en el principio de que un republicano español no podía volver a su patria mientras gobernara en ella el fascismo.

El 14 de abril de 1957, el exilio español rindió un homenaje al general Cárdenas. Fue una ocasión especial, por cuanto estaban frescos en la memoria de los exiliados el dolor y el desprendimiento de España, dolor que no se había convertido todavía en añoranza y melancolía. El presidente aceptó el homenaje como un acto de enaltecimiento a la hospitalidad, muy al margen de todo merecimiento personal. Ahora sabemos y entonces se sabía que este suceso de enormes dimensiones no hubiera sido posible sin la fuerza, la entrega y la voluntad de Lázaro Cárdenas. En la ceremonia, el general afirmó:

Amigos nuestros: la tarea no está aún cumplida. Mas ¿qué importa que transcurra el tiempo, si siendo apenas un instante en el decurso de los siglos, el sacrificio convierte a nuestra causa en una conquista más que está contribuyendo a la marcha ascendente de la Humanidad?

Aunque no quedara ninguno de los veteranos de la República, su ejemplo de lealtad y su fe en la reivindicación de los derechos violados será mandato para la actual juventud y las futuras generaciones y continuará como bandera invicta de los precursores del triunfo de la democracia.

Exilio

México y España: una amistad peculiar

El primero de abril de 1939, el jefe de las fuerzas sublevadas en España difundió el último parte de guerra. Anunciaba el final de la contienda, que significó el triunfo de la rebelión y la derrota de la República y de España, sin concesiones de ningún tipo.

Este hecho tuvo una serie de consecuencias inmediatas de muy distintas clases: en el ámbito personal, las tragedias de todos los exiliados, marginados, encarcelados, perseguidos y muertos; en lo social, el reacomodo político y económico por el que, desde un principio y durante largo tiempo, los grupos mayoritarios perdieron los beneficios alcanzados gracias a los programas de desarrollo; en lo político, la oportunidad de los triunfadores de hacerse con el poder absoluto, sin contrapesos ni oposiciones, y la necesidad moral y vital de los perdedores de conservar vivos y en pie los principios y la estructura del régimen que acababa de caer.

En todas estas circunstancias de la desgracia española, un lejano país y una sociedad solidaria, la mexicana, tuvieron un papel protagónico. Mucho antes del advenimiento de la República española, se habían creado canales de diálogo y lazos que respondían a problemas y aspiraciones comunes, en particular a una honda y seria necesidad de autoconocimiento. Como dijo Arturo Souto Alabarce,

la pregunta “¿qué es España?” puede parecerle extraña a un francés, a un inglés, pero no a un mexicano, no a un hispanoamericano. Paralelos a los pensamientos que esta pregunta removía en Unamuno, en Valle-Inclán, en Azorín, en Ortega, en Azaña, los pensamientos de Sierra, de Vasconcelos, de Antonio Caso, de Reyes, de Henríquez Ureña, de Ramos; y antes, si se cita a Galdós, a Menéndez Pelayo, a Castelar, puede también citarse a Altamirano, a Ignacio Ramírez, a Martí, a Bello o a Sarmiento. El gran tema, pues, que para España propusieron los noventayochistas, forma la sustancia del ensayo español contemporáneo, y hay, de hecho, tantas respuestas como autores. La guerra ‒en esto como en todo‒ vino a hacer tabla rasa de muchas opiniones, de muchas teorías, de muchos prejuicios.

Desde mediados del siglo XIX, México y España habían sostenido una serie de encuentros históricos; hacia las décadas de 1920 y 1930, el número de encuentros se incrementó. En otras palabras, México no era un desconocido para España, ni al revés. Existía una corriente de comunicación, las más de las veces personal e informal, entre miembros destacados de ambos países, aunque no se reflejara en una política oficial de mutuo acercamiento. La proximidad se dio hasta el advenimiento de la República española.

Llama la atención que España y México compartan historias de exilios similares, lo que ha propiciado un diálogo privilegiado. Así fue precisamente con esa cadena de liberales y progresistas que fueron, según sus distintos tiempos y condiciones, Juan Sánchez Azcona, Vicente Riva Palacio, Bernardo Reyes y su hijo, Alfonso Reyes, entre otros. Es en ese tiempo de exilios mexicanos en España que las circunstancias políticas y sociales gestan la revolución intelectual que llevará a España a la promulgación de la República. Mientras Francisco Giner de los Ríos, durante su cautiverio, concebía la Institución de Libre Enseñanza, Riva Palacio buscaba, también en España, allanar diferencias y buscar el entendimiento tras el episodio de Maximiliano en México. Riva Palacio había pisado tierra española antes, para la publicación de El libro rojo, escrito con Manuel Payno, y había dado así un paso inicial en otra línea de diálogo, que luego continuaría Artemio de Valle Arizpe: la de la novela colonialista. Desde luego, los canales del diálogo entre España y México no se debieron sólo a las circunstancias y los tiempos. Fueron también el producto de ideas claras y de la voluntad de mexicanos y españoles.

Los mexicanos en tránsito por España participaron en la política local, la mayoría de las veces de manera sutil ‒el caso de Martín Luis Guzmán es excepcional. Así, tanto Riva Palacio como Reyes observaron la realidad española y, con frecuencia, aunque también con tiento, opinaron. Aquellos años de exilios mexicanos discontinuos en España dejaron huella en ambos países. Héctor Perea señala que Vicente Riva Palacio permaneció en España diez años, salvo por los breves lapsos que pasó en México y Francia. Es el mismo número de años que consigna Servando Teresa de Mier en su libro autobiográfico; el mismo, también, del periodo madrileño de Reyes. Riva Palacio festejó en Madrid y de manera fastuosa el cuarto centenario del descubrimiento de América. Pero, sobre todo, como Juan de Dios Peza, Amado Nervo, Francisco A. de Icaza, Luis G. Urbina, Alfonso Reyes y Martín Luis Guzmán, participó en la vida cultural hispana con tanta o más pasión que los nacidos en esa tierra. Es notable el trabajo de Alfonso Reyes como secretario del Ateneo de Madrid; de Rodolfo Reyes como presidente de la Sección de Ciencias Morales, durante la República; de Riva Palacio como presidente del Círculo de Bellas Artes, en 1894, y vicepresidente de la Asociación de Escritores y Artistas, en 1892, año en que Valle-Inclán realiza su primer viaje a México.

Los promotores del asilo republicano en México pertenecieron fundamentalmente a dos generaciones claramente definidas de la historia cultural mexicana: la del Ateneo de la Juventud y la de Los Siete Sabios. De la primera fueron parte Antonio Caso y Alfonso Reyes; de la segunda, Daniel Cosío Villegas y, de manera señalada, los hermanos Martínez Báez.

La presencia de México en España y el diálogo de los intelectuales mexicanos con sus pares españoles se extendieron a la siguiente generación. En una carta fechada en Madrid el 30 de abril de 1930, Jaime Torres Bodet da esta noticia a Alfonso Reyes: “Mathilde Pomès, nuestra Mathilde, estuvo hace unos días en España. Vino también a Madrid, en donde le ofrecimos una comida Salinas, Marichalar, Bergamín, Fernández Almagro, Rafael Alberti, León Sánchez Cuesta y yo”.

Cuando el periodo armado de la Revolución mexicana había pasado, el Gobierno cardenista añadió a su discurso político un elemento que se percibía ya en los ambientes culturales y educativos de varios países de América Latina y que se acentuó a partir de la Guerra Civil española: el elemento de la unidad natural de los países de habla española. A diferencia de las ideas panamericanas de Estados Unidos ‒que identificaban la unidad de América con la sujeción formal del continente a las políticas de influencia estadounidense y que no hacían distinciones históricas, culturales, sociales o económicas‒ y de los ideales bolivarianos que a mediados del siglo XX proponían formas utópicas y románticas de unidad iberoamericana, el postulado hispanoamericano de Cárdenas se refería, más bien, a elementos culturales y de identidad histórica. La visión cardenista era extensiva por cuanto incluía a la España republicana, a Portugal y a todos los países de la América hispana y portuguesa. Se basaba, además, en un nuevo modelo de relación entre todos los países del continente, agrupados ya no en torno de una metrópoli sino de un país cuya maternidad histórica y lingüística no era cuestionada y había superado ya la era de los reproches, los resentimientos y las distancias. Desde este punto de vista, era una relación más madura que la simple imitación o añoranza del romanticismo decimonónico y, al mismo tiempo, más real que el desdén del liberalismo mexicano que solía rayar en la leyenda negra de la colonia.

La propuesta no se limitaba a la simple idea de un frente político común, sino que concebía la región como una entidad histórica con un futuro compartido. Éste es el hispanismo de intelectuales tan distintos como Alfonso Reyes y Fernando Benítez, al que contribuyeron figuras del exilio como José María Gallegos Rocafull y José Gaos, cuyas tesis, en ocasiones opuestas, seguirían influyendo el pensamiento mexicano hasta el final del siglo, se convertirían en cultura viva y nutrirían la reflexión tan variada en fondo y forma de escritores como Octavio Paz, Carlos Fuentes y Fernando Salmerón.

Ambos Gobiernos, el mexicano y el republicano español, descubrieron que la exportación al mundo de su lenguaje común denotaba que la relación entre ellos iba más allá de la simple cordialidad. Permitía, además, introducir la noción de universalidad en la ideología y los códigos de lucha, y prefiguraba de cierta manera un discurso político cercano al que tendrían los Aliados frente a las potencias del Eje durante la Segunda Guerra Mundial. La mayoría de los especialistas, por no decir que todos, han insistido como Hugh Thomas en la idea de que la Guerra Civil fue el laboratorio de los fascistas en vistas a una gran conflagración. Puede decirse que el contacto diplomático entre la República española y México equivalía también a un laboratorio ideológico para la expresión de los preceptos revolucionarios y la defensa democrática.

El Gobierno de Cárdenas permitió y fomentó que las embajadas de México en el exterior funcionaran como centros de comunicación ideológica y reunión para alcanzar acuerdos. Fueron lugares de encuentro y difusión de las ideas revolucionarias. La acción diplomática, así, daba cuenta del Gobierno mexicano como el impulsor de una corriente mundial a favor de las libertades en general y de la República española en particular.

La diplomacia de México debió enfrentar, en más de una ocasión, oposiciones diversas. No puede decirse que existiera una política deliberada en contra de las posiciones mexicanas. Los conflictos se debieron más bien a la errónea postura de no intervención de la Sociedad de Naciones, que favorecía de facto la rebelión franquista, y a las acciones de las naciones del Eje. La conformación, al menos aparente, de una política multilateral a favor de los ideales revolucionarios y liberales latinoamericanos no tenía lugar en el juego de las naciones de Europa, que comenzaban a batirse en España, pero sí se interpretaba como una extensión de lo que ocurría en España.

Unos meses después de que iniciara la Guerra Civil, llegó a Ginebra Isidro Fabela. Desde la ciudad suiza, defendió con pasión la causa de la República española: “si el destino fuera transitoriamente adverso a la causa del verdadero pueblo español, que con tanto denuedo y fe defendemos, todavía entonces y siempre estaría convencido de que defendimos con el más puro desinterés un ideal que forzosamente triunfará en España”.

México se oponía a que el problema español fuera retirado de la jurisdicción de la Liga de las Naciones y se aislara al Gobierno republicano. Isidro Fabela fincó su posición en un pacto suscrito por México, pero ya casi olvidado: “La convención sobre derechos y deberes de los Estados, para el caso de las guerras civiles”. Este pacto fue producto de VI Conferencia Panamericana, realizada en La Habana en 1928.

España, que se abstuvo de firmar la convención, no podía pedir sus beneficios, pero los demás países americanos, incluido Estados Unidos, debían haber secundado la posición mexicana, como lo indicaba dicho tratado. No fue así y, muy al contrario, aprobaron la creación del Comité de No Intervención. El representante español terminó por aceptar el proyecto del Comité, incurriendo así en una falta técnica y política de buena fe que constituyó un error de alcances irreparables.

La delegación mexicana se vio en el dilema de votar a favor del Comité, lo que equivalía a obviar los principios jurídicos; votar en contra e incumplir así los deseos del Gobierno al que se quería ayudar, o no asistir y de ese modo abstenerse, lo que se podría interpretar como debilidad. Se consultó telegráficamente al general Cárdenas, quien estuvo de acuerdo en la solución propuesta: votar favorablemente, pero con reservas sobre el significado del voto.

Fabela escribió después al presidente: “Es seguro que la presión de Inglaterra y Francia sobre el Gobierno republicano ha de haber sido tremenda para obligarlo a aceptar semejantes resultados; es posible, aunque las maniobras ejercidas contra las autoridades legítimas hayan llegado hasta las amenazas para conseguir su objeto”.

En septiembre de 1937, Fabela pronunció en Ginebra dos discursos. Señaló en ellos la posición de México: defendió a España, condenó la intervención extranjera en la guerra y acusó a los miembros de la Liga de falta de valor para afrontar los problemas y aplicar el pacto. A raíz de esas intervenciones, el general Cárdenas le dirigió una carta abierta que fue publicada por diversas agencias internacionales. “Transmito a usted [...] mi simpatía por su actitud en la Asamblea de Ginebra, que refleja fielmente el pensamiento del Gobierno y pueblo mexicano, manifestado constantemente lo mismo en los congresos interamericanos que en el pacto de la Liga”.

Al caer el frente republicano, a principios de 1939, el éxodo de españoles hacia territorio francés se hace interminable. Fabela telegrafía el 6 de febrero a la Secretaría de Relaciones Exteriores para pedir autorización de “ir con carácter particular a Perpignan, pues deseo recoger personalmente dos niños de cuya educación encargarme y llevar víveres y ropa a los refugiados, que se hallan en situación deplorable”.

México y la Guerra Civil española

En la tercera década del siglo XX se establecieron las pautas que ‒a partir de la Guerra Civil española, el ascenso de los fascismos y el inicio de la Segunda Guerra Mundial‒ dirigirían por más de 50 años la política internacional de México. La nueva política resultaba de la conjugación de tres elementos: una visión moderna del Estado mexicano, el ideario revolucionario y la relectura del orden mundial. El objetivo: colocar a México en el lugar que le correspondía entre las demás naciones, por su historia, su cultura y su proyección futura.

La relación entre política interior y exterior transitó desde la necesidad fundamental de reconciliar y reunificar a la sociedad mexicana tras el largo periodo revolucionario (1910-1921) hasta la mediación frente a grupos extremos y el cumplimiento de objetivos relacionados con esta actividad.

Al estallar la Guerra Civil española y, posteriormente, la Segunda Guerra Mundial, el Gobierno mexicano se propuso fortalecer el modelo de un nuevo Estado, popular e institucionalizado. Con el apoyo de amplios sectores sociales que deseaban ver cumplidas las promesas revolucionarias, el proyecto nacional buscaba ligar a una sociedad cruelmente dividida por décadas de violencia. Para ello, consideró necesaria la incorporación de actores que habían estado marginados desde la Independencia, como los obreros y los campesinos. Buscó, pues, la inclusión de las masas en la política.

Llevar a cabo reformas sociales profundas que hicieran realidad las reivindicaciones agraristas y obreras de la Revolución requería de una infraestructura política y material importante. Estaba en juego la viabilidad de un nuevo Estado nacional cuyo ingreso en el mundo moderno se había postergado más allá de lo tolerable. Justo en este marco se inscribe el asilo concedido a los republicanos españoles, la expropiación petrolera y la educación socialista.

Para alcanzar sus metas, el Gobierno decidió compartir su proyecto con las fuerzas ideológicas y regionales que componían la vida política. No debe olvidarse que en esa época la autoridad federal aún gozaba de un gran ascendiente sobre las autoridades locales y que el presidente era visto como el líder natural de la Revolución. Del catálogo de respuestas que dieron los gobernadores de los estados a la petición del mandatario de acoger a los asilados españo-

les, destaca una: la aceptación del discurso humanitario cardenista, que buscaba identificar el movimiento revolucionario, entonces ya en el poder, con las mejores tradiciones humanas de Occidente. Un discurso que plantea la reconstrucción del Estado, no como corolario de las luchas armadas, sino como consecuencia de la dialéctica política, del proceso revolucionario que aspira al constante mejoramiento del pueblo.

En 1937, la presión norteamericana cobró tal magnitud que México debió suspender el envío oficial de armas al Gobierno de la República española. Sin embargo ‒de manera subrepticia y, presumiblemente, desde la Secretaría de la Defensa Nacional, encabezada por el general Manuel Ávila Camacho‒, se organizó un sistema de contrabando tolerado que permitió que continuara, aunque disminuido, el flujo de armas de México a España. Es imposible pensar que este sistema de apoyo funcionara sin el conocimiento del presidente de la república, sobre todo si se tiene en cuenta que, al paso del tiempo, Ávila Camacho se convertiría en candidato a la presidencia y después en presidente.

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