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III

Una lectura transversal de los trece capítulos del libro me sugieren cuatro categorías que aparecen como recurrentes preocupaciones de los autores y que son ricas en pos del cumplimiento de una de las metas del Programa 5, mencionado al inicio de esta presentación: Crear espacios de reflexión e interiorización permanente para la comunidad universitaria lasallista, vinculados a los retos de la educación lasallista desde la relación pedagógica situada, la creación educativa, el papel del laicado y la espiritualidad de la educación cristiana.

La primera de estas categorías es la de acompañamiento, tal vez por ser el rasgo más propio de la relación pedagógica en el lasallismo y uno de los temas a los que más se les ha dado espacio en las reflexiones universitarias, debido a su vínculo con otras prácticas como la consejería, la tutoría y la mentoría, así como a su relación con asuntos como el seguimiento y la retroalimentación. Pero también, creo yo, porque vivimos tiempos de profundas soledades y desconfianzas. Sociedades que han exacerbado el culto a lo individual y han implantado un régimen de lo efímero, de lo voluble, de lo incierto. Un mundo así necesita de compañeros, no solo los estudiantes, también los maestros. Acompañantes que quieran recorrer un trecho del camino y ayudar a encontrar las mejores opciones, seres capaces de escuchar con el corazón, de dar la mano y establecer parámetros. Construir una pedagogía del acompañamiento para el mundo de la educación superior será una de las tareas que irán de la mano con las pedagogías inclusivas, planteadas como horizonte en el PID 2015-2020 de la Universidad de La Salle. Un sello distintivo que el mundo necesita más que nunca.

La segunda categoría es la de formación docente. A diferencia de los maestros del siglo XVI en los inicios de las escuelas de Juan Bautista de La Salle y sus hermanos, los universitarios de hoy están ampliamente preparados en sus saberes disciplinares. Pero, al igual que aquellos, los de hoy tienen profundas necesidades de naturaleza pedagógica y didáctica. La profesionalización del ejercicio docente universitario es cada vez más una urgente necesidad. Las exigencias de las competencias, la crisis de la evaluación del aprendizaje, el multiperfil que se le exige al profesor y la demanda permanente de innovación educativa, entre otros, provocan que el carisma lasallista retome su iniciativa original de formación de maestros y la lleve con fuerza al ámbito de la educación superior.

La tercera categoría tiene que ver con el ser del docente, con sus competencias intrapersonales, o en términos más clásicos, con la espiritualidad del educador. Sin lugar a dudas, los profesores de hoy tenemos sed de sentido y el lasallismo es una fuente inagotable. Juan Bautista de La Salle construyó una teología de la educación que puede ser actualizada y releída en los contextos universitarios actuales y que, en textos como las Meditaciones y la Guía de las Escuelas, encuentra referentes para la identificación de los propios itinerarios de la vocación como maestro.

Para concluir, la lectura de este libro me abrió la puerta a muchas categorías emergentes que tocan la realidad de la educación universitaria actual y que requieren de elaboraciones lasallistas centradas en la persona, construidas en comunidad, vividas en fe y esperanza, y asumidas con pasión desbordante.

MILTON MOLANO CAMARGO

Docente investigador, Universidad de La Salle

Jefe de la División de Planeamiento Estratégico

LA FORMACIÓN DE LOS MAESTROS NOVELES EN LA GUÍA DE LAS ESCUELAS:

lectura reflexiva de una preocupación de ayer y de hoy

JOSÉ LUIS MEZA RUEDA1

La enseñanza es una profesión ambivalente. En ella te puedes aburrir soberanamente, y vivir cada clase con una profunda ansiedad; pero también puedes estar a gusto, rozar cada día el cielo con las manos, y vivir con pasión el descubrimiento que, en cada clase, hacen tus alumnos. (…) nadie nos enseña a ser profesores y tenemos que aprenderlo nosotros mismos por ensayo y error. Aún me acuerdo de mi primer día de clase: toda mi seguridad superficial se fue abajo al oír una voz femenina a mi espalda: “¡Qué cara de crío. A éste nos lo comemos!”. Aún me acuerdo de mi miedo a que se me acabara la materia que había preparado para cada clase, a que un alumno me hiciera preguntas comprometidas, a perder un folio de mis apuntes y no poder seguir la clase... Aún me acuerdo de la tensión diaria para aparentar un serio academicismo, para aparentar que todo estaba bajo control, para aparentar una sabiduría que estaba lejos de poseer... Luego, con el paso del tiempo, corrigiendo errores y apuntalando lo positivo, pude abandonar las apariencias y me gané la libertad de ser profesor.

J. M. Esteve, “La aventura de ser maestro” (2003)

Introducción

La preocupación por la formación de los maestros principiantes se remonta a los inicios de la historia de la educación. Aunque no ha sido de la misma manera ni con igual propósito, podemos evidenciar una preocupación por parte de los maestros más experimentados hacia aquellos que apenas incursionan en el camino de la enseñanza bajo tres insistencias que parecen comunes: ser-saber-hacer. Ser, porque es importante que el maestro esté convencido de su profesión y de su vocación. Saber, porque si se quiere enseñar algo (una idea o una teoría, un valor o una virtud, una habilidad o una competencia), es necesario haberla aprehendido con la mayor profundidad posible. Y hacer, porque la enseñanza es esencialmente una acción intencionada, es una práctica pensada, es un modo de comunicar algo de forma tal que pueda ser aprendido por otro. Por supuesto, esta triada también se evidencia en el pensamiento pedagógico de San Juan Bautista de La Salle y, de manera específica, en la Guía de las Escuelas Cristianas (1706/2012). De hecho, esta obra contiene un apartado dedicado a la formación de los maestros noveles y, sin embargo, toda ella quiere dar luces a aquellos que quieren ser maestros de escuela.

Dentro de este cometido se inscribe el presente capítulo con sus tres partes. En la primera, daremos unas puntadas sobre la formación de los maestros novatos como una preocupación que ha estado en la mente y el corazón de algunos maestros a lo largo de la historia. En la segunda parte, nos detendremos en la manera como aparece dicha preocupación en el planteamiento pedagógico de J. B. de La Salle. Finalmente, intentaremos una actualización del énfasis lasallista para aquellas instituciones que procuran la formación y el acompañamiento de profesores noveles.

La preocupación por la formación de los maestros noveles

En términos generales, ha existido una sólida creencia a lo largo de la historia que reconoce la importancia de aquel que hace las veces de maestro. Hemos aprendido porque alguien nos ha enseñado. Esta es una de las razones que también permite reconocer una preocupación por la formación del maestro en las tres vertientes que señalábamos anteriormente: ser, saber y hacer. Podemos reconocerlas con mayor o menor intensidad cuando Sócrates le enseña a Platón los caminos dialéctico y mayéutico para discurrir y buscar la verdad. En Jesús, cuando enseña a través de parábolas y de su propia vida el mensaje principal del Evangelio (la buena nueva del reinado de Dios, Mt 10,7) y orienta a sus discípulos sobre la forma como debían comunicarlo a las gentes (Mt 7,29). En Pablo, cuando instruía a los nuevos didáskalos para que asumieran con entereza su función como lo hizo, por ejemplo, con el joven Timoteo: “Si esto enseñas a los hermanos, serás buen ministro de Jesucristo, nutrido con las palabras de la fe y de la buena doctrina que has seguido (…) Que ninguno desprecie tu juventud, sino sé ejemplo de los creyentes en palabra, conducta, amor, espíritu, fe y pureza.

No descuides este don que hay en ti…” (1 Tim 4,6ss). Y, en la Didajé, tal vez el texto más antiguo del cristianismo dedicado a la enseñanza, en el cual se pide: “Así, pues, escojan ustedes ministros dignos del Señor, hombres justos y desinteresados, honestos y probados, para que ellos ejerzan entre ustedes el ministerio de profetas y maestros” (Didajé XV, I).

Si damos un salto largo en el tiempo, también vemos la preocupación en el humanista Erasmo de Rotterdam (1466-1536) y en el pedagogo checo Comenio (1592-1670). El primero señaló en La enseñanza firme pero amable de los niños la importancia de una formación completa y un salario consecuente para el maestro. Para él, todo docente necesitaba de una preparación específica. Además, tenía que aprender más de lo que iba a enseñar. Desde ese entonces, Erasmo consideró la competencia profesional del profesor. De otra parte, también vemos la preocupación en Comenio cuando, en su Didáctica Magna, preguntándose por el modo a través del cual se debe enseñar, respondía con una metáfora inspirada en la naturaleza: sembrar y plantar. En sus palabras:

Sólo toca, por tanto, a los que instruyen a la juventud el sembrar con destreza en las almas las semillas de las doctrinas, regar abundantemente las plantitas de Dios; el éxito e incremento vendrán de arriba. ¿Quién no sabe que hace falta cierto arte y pericia para sembrar y plantar? Ciertamente, con un arboricultor imperito que llene de plantas un huerto la mayor parte de ellas perecerá, y si alguna germina y sale, más será debido a la casualidad que a su arte. El prudente obra con seguridad, conociendo qué, dónde, cuándo y cómo ha de operar o dejar de hacer, y así nada le puede salir mal. (Comenio, 1998, p. 43)

El llamado a la prudencia que hace Comenio a los maestros (principiantes) se complementa con este otro de Rousseau (1712-1778) que podemos leer en el Emilio:

Ruégoos, jóvenes maestros, que reflexionéis en este ejemplo y os acordéis de que, en todo, vuestras lecciones más deben consistir en acción que en discursos, porque con facilidad se olvidan los niños de lo que han dicho y lo que han oído, pero no de lo que han hecho y les ha sucedido (…) Maestros, dejaos de puerilidades, sed virtuosos y buenos y grábense vuestros ejemplos en la memoria de los alumnos, en tanto que pueden penetrar en su corazón. (1762/2000, pp. 104, 110)

O con el que hace un pedagogo mucho más nuestro, mucho más cercano y, tal vez, mucho más querido, en su obra Cartas a quien pretende enseñar:

Es preciso atreverse, en el sentido pleno de esta palabra, para hablar de amor sin temor de ser llamado blandengue, o meloso, (…) es preciso atreverse para jamás dicotomizar lo cognoscitivo y lo emocional. Es preciso atreverse para quedarse o permanecer enseñando por largo tiempo en las condiciones que conocemos, mal pagados, sin ser respetados y resistiendo el riesgo de caer vencidos por el cinismo (…). Por eso es que una de las razones de la necesidad de la osadía de quien quiere hacerse maestra, educadora, es la disposición a la pelea justa, lúcida, por la defensa de sus derechos, así como en el sentido de la creación de las condiciones para la alegría en la escuela. (Freire, 2010, p. 26)

Las palabras del pensador brasileño nos hacen caer en cuenta de que la escuela, la educación y la pedagogía modernas han actualizado la preocupación por la formación de los maestros de una forma mucho más sistematizada y orgánica. Reflejo de ello son los innumerables estudios, investigaciones y propuestas2 de todas las latitudes que giran en torno a la profesión educadora, la formación para el profesorado, el malestar docente, el carácter profesional y vocacional de la docencia, o las competencias didácticas sobre saberes específicos. En este abanico de posibilidades se encuentran propuestas que hacen un mayor énfasis en lo pedagógico-didáctico, otras en lo deontológico, otras en el dominio disciplinar y, sin embargo, algo queda por considerar: lo antropológico. ¿Podríamos encontrar alguna luz en las intuiciones del patrono de los educadores?

La preocupación de J. B. de La Salle por los maestros principiantes

Debemos regresar en la línea del tiempo para incursionar en el pensamiento pedagógico lasallista que encuentra una de sus mejores expresiones en la Guía de las Escuelas Cristianas. Sin duda, resulta interesante que el apartado “Formación de los maestros noveles” no solo responda a dicha preocupación, sino que tenga un planteamiento armónico e integral sobre el ser, saber y hacer del maestro. Desde ya salvamos aquel principio que reza “distinguimos pero no separamos”, precisamente porque se trata de una triada relacional que da cuenta de lo que es [debe ser] el maestro.

En su primer artículo, el hijo de Reims centra la formación de los maestros noveles en lo que no deben tener pero tienen y en lo que deben tener pero no tienen (GE 25,1,1). Resulta interesante esta lógica, aunque no podemos dejar de preguntarnos por qué no solo señala aquello que no debe tener, sino que, además, le dedica más de 66 artículos contra los 41 artículos que versan sobre lo que debe tener un maestro novel. Frente a esto, sería posible plantear una hipótesis de trabajo. J. B. de La Salle quiere provocar una toma de conciencia sobre aquello que ocurre frecuentemente en y con los maestros de su tiempo —que no es deseable en y para sus escuelas— y, por tanto, busca que no haya ni un asomo de ello en sus propios maestros (GE 25,1,2): hablar demasiado, actividad excesiva, ligereza, precipitación, excesivo rigor y dureza, impaciencia, hastío hacia algunos, lentitud, torpeza de movimientos, flojedad, fácil desaliento, preferencias y amistades particulares, espíritu de inconstancia e improvisación y exterior disipado. Pero, igualmente, propone unas cualidades que se encuentran frontalmente con las virtudes del buen maestro3, como son: decisión, autoridad y firmeza, circunspección (exterior grave, digno y modesto), vigilancia, atención sobre sí, compostura, prudencia, aire simpático y atrayente, celo y facilidad para hablar y expresar con claridad y orden lo que se enseña (GE 25,3,0).

En alguna otra ocasión, señalábamos que nada hay en la Guía que hubiera sido producto de una lúcida elucubración; antes bien, es el resultado de lo que la práctica misma había validado a través de aquellos años. En consecuencia, también podríamos decir que lo expuesto anteriormente no es muestra de un “virtuosismo exacerbado”, sino, por el contrario, es la respuesta a una realidad dramática palpable sobre los maestros. Prueba de ello podría ser la reseña de Chartier, Compère y Julia (1976) sobre aquel siglo:

Para todo el que quería promover una escolarización caritativa, el problema de los maestros era uno de los más agudos. A mediados del s. XVII hay una queja unánime contra la incapacidad y las malas costumbres de los maestros de las pequeñas escuelas urbanas. Escuchemos, por ejemplo, a Démia: “La mayoría de los maestros ignoran no sólo el método para leer y escribir bien, sino incluso los principios de la religión: entre éstos los hay que son herejes, impíos y que han ejercido profesiones infames; bajo su guía, la juventud corre riesgo evidente de perderse. Los procesos verbales de las escuelas de Lyon o Saint-Étienne están llenos de amargos atestados contra la ignorancia, la borrachera o la grosería de esos hombres que sólo por necesidad o por azar se han hecho pedagogos”. (pp. 67-68)

Esta descripción se complementa con esta otra de 1688 del mismo Charles Démia, contemporáneo de J. B. de La Salle e inquieto por el problema de la educación:

Por más que uno se esfuerce por establecer escuelas, nunca se consigue de veras a menos que haya buenos maestros para llenarlas; y nunca habrá buenos maestros si no han sido formados y adiestrados para esta función... Sin embargo y para colmo de desgracias, hoy vemos que este empleo tan santo e importante es ofrecido a los primeros que llegan; porque saben leer y escribir y porque son inválidos y desvalidos (aunque también viciosos) se les confía el cuidado de la juventud, sin tener en cuenta que por hacer bien a un particular se perjudica a todo el público. Y puesto que no hay lugares establecidos donde presentar esta idea eminente y donde encontrar buenos Maestros en caso de necesidad, resulta que este empleo está expuesto al desprecio, y a menudo se cubre con miserables, desconocidos y gente insignificante, incapaces de inspirar la piedad, la idoneidad y la honestidad, cosas que, por lo común, ellos no tendrán jamás, a menos que lo aprendan y que se formen en un centro creado para esto. (Poutet, 1994, pp. 154-155)

Lo que resulta loable es que J. B. de La Salle, antes que desanimarse frente a esta realidad, haya tenido la tenacidad y una actitud proactiva para echar a andar lo que sería conocido en su momento como los Seminarios de Maestros, tanto urbanos como rurales, bajo una idea precisa de lo que debería adquirir aquel que se interesara por ser maestro. No obstante, tamaña empresa no era un asunto individual; se trataba de un propósito comunitario o corporativo. Prueba de ello es que el apartado en cuestión de la Guía está dirigido a los formadores de maestros noveles y no a estos últimos. Si nos damos cuenta, La Salle le habla a un tercero sobre el cual pesa la responsabilidad de dicha formación, por eso se entiende que diga: “(…) hacerle notar de inmediato (…) decirle lo que hubiera debido hacer para no hablar (…)” (GE 25,2,1,2); “(…) al comienzo no hay que exigirles que guarden silencio durante un largo espacio de tiempo (…)” (GE 25,2,1,4); “(…) hay que incitarle, en primer lugar, a que se mantenga tranquilo, sentado en su sitial (…)” (GE 25,2,2,4); “(…) no permitirles los castigos demasiado frecuentes (…)” (GE 25,2,4,1); “(…) exigirles que nunca impongan ningún castigo sino después de algún momento de reflexión (…)” (GE 25,2,4,11); “(…) a todos los maestros noveles hay que infundirles caridad perfecta y desinteresada hacia el prójimo (…)” (GE 25,2,5,1), entre otros.

Más todavía, en algunos casos se nombra explícitamente al formador para que no quepa duda de su responsabilidad: “ el formador hará que se den cuenta de que estos tipos de amistades particulares son causa de muchos y grandes inconvenientes (…)” (GE 25,2,9,11); “ el formador hasta podrá disimular el motivo que tengan para ello, y animar a los maestros noveles a que se venzan en tales ocasiones (…)” (GE 25,2,5,6); “ el formador tendrá, pues, cuidado para lograr que los maestros noveles a quienes ha de formar eviten estos dos extremos, a saber: el exterior demasiado disipado, ligero, superficial y poco circunspecto, y el recogimiento excesivo, la aplicación constante al recogimiento, que impide lo que se debe poner para velar por los alumnos” (GE 25,2,10,2).

Con todo, podríamos preguntarnos por aquel que fungía como formador. Podemos intuir que era otro maestro con más años de experiencia que, desde el principio, estaba al lado del maestro novel: “En la medida de lo posible, a un maestro novel lo pondrá cerca de otro que desempeñe bien su deber” (GE 25,3,1,30). Pero también podría ser el director o inspector de las escuelas (GE 21,2). En todo caso, el novel maestro no estaba desamparado a su propio arbitrio. Era el acompañamiento constante lo que podía asegurar una retroalimentación regular sobre aquello que resultaba tanto acertado como desacertado con respecto a la idea lasallista de ser maestro.

Como dijimos anteriormente, tal idea no puede desvincularse de otros escritos de La Salle. Por eso, resultaría clarificador elaborar un estudio comparativo entre las Reglas de cortesía y urbanidad, la Guía de las Escuelas y la Regla del formador de maestros noveles. Por ejemplo, para el futuro maestro, conseguir un comportamiento honesto y digno consistía ante todo en eliminar el nerviosismo, la negligencia y la superficialidad, lo ridículo y extravagante que pudiera verse en su manera de vestir, hablar, andar o en su manera de estar y presentarse delante de sus alumnos. Si sumamos esto a lo propuesto en Las doce virtudes del buen maestro, Las meditaciones para el tiempo de retiro, Las meditaciones para los domingos y fiestas, y las innumerables cartas de J. B. de La Salle, podemos ver su firme propósito por dignificar al maestro, por darle la importancia a su función y por hacer de él el alma de la escuela4.

Esto se constituye en una veta inmensa de trabajo que excede el propósito de este capítulo; sin embargo, a manera de ejemplo, podemos traer a colación la Meditación 33. En ella, el Fundador aprovecha la parábola del Buen Pastor (Jn 10,11-16) para ofrecer una síntesis sobre las cualidades del maestro que aparecen en la relación pedagógica con sus estudiantes:

Punto I. Jesucristo, en el evangelio de este día, compara a quienes tienen cargo de almas con el Buen Pastor, que cuida con esmero de sus ovejas; y una de las cualidades que ha de tener, según el Salvador, es conocerlas a todas, indistintamente. Este ha de ser también uno de los principales cuidados de quienes están empleados en la instrucción de otros: saber conocerlos y discernir el modo de proceder con ellos. Pues con unos se precisa más suavidad, y con otros más firmeza; algunos requieren que se tenga mucha paciencia, y otros que se les aliente y anime; a algunos es necesario reprenderlos y castigarlos para corregirlos de sus defectos; y hay otros que hay que vigilar continuamente, para evitar que se pierdan o extravíen.

Este proceder depende del conocimiento y del discernimiento de los espíritus. Es lo que debéis pedir a Dios a menudo e insistentemente, como una de las cualidades que más necesitáis para guiar a aquellos de quienes estáis encargados. (La Salle, 1730/2001, p. 337)

En este fragmento de la meditación, podemos apreciar un movimiento en “L” que vincula lo inmanente con lo trascendente, lo humano con lo divino y la acción con la reflexión. Por un lado, hay un llamado al conocimiento personalizado del estudiante con los medios que se cuentan. “Conocer a todos sus alumnos distintamente” es una constante del pensamiento pedagógico de La Salle: no hay verdadera acción educativa que no se base en el conocimiento lo más pormenorizado posible del estudiante. Pero, de otro lado, La Salle alienta al maestro en el discernimiento de espíritus. Esta expresión es profunda. El conocimiento personalizado exige un esfuerzo de observación y de diálogo, pero también de comprensión, de empatía, de iluminación interior que se puede conseguir en la oración (Lauraire, 2003, p. 20). Si se quiere, para La Salle, la acción del buen maestro no se reduce a la exterioridad, a hacer las cosas bien; también ocurre en su interioridad.

Sin duda, la propuesta lasallista se caracteriza por el lugar central del maestro. Esta es una de las preocupaciones axiales de La Salle, uno de sus polos de atracción, la idea directriz de su pensamiento pedagógico y de su acción educativa (Hengemüle, 2003, p. 148). Por eso, como consecuencia cierta, él se plantea el problema de su formación. Cree, como también lo creyeron otros, según vimos, que los maestros de escuela debían recibir una preparación especial, ser formados cuidadosamente para su función. El oficio de enseñar debía ser aprendido. La Salle ve en su realidad una escasez palmaria de maestros aptos, preparados y dedicados; más bien, resultaba evidente la mediocridad y la falta de empeño pedagógico. Resulta interesante señalar que diversos historiadores de la educación coinciden en afirmar que La Salle concebía un maestro que no fuera sacerdote, que fuera laico; que estuviese imbuido de un concepto elevado de su misión y que se considerara llamado para ella por una vocación particular; que fuera un profesional solidario, dedicado íntegramente y de manera estable a su tarea; que practicara ciertas virtudes características y que viviera su vocación con un realismo místico (Hengemüle, 2003, p. 151). Si nos detenemos un poco en esto caeremos en cuenta de que estamos frente a algo revolucionario: La Salle transformó la enseñanza en las escuelas elementales de una ocupación improvisada a una vocación digna de ser llamada profesión (Butts, 1955; Edelvives, 1935). En otras palabras, propugnó por el derecho del maestro de dedicar todo su tiempo al trabajo escolar. Por tanto, podríamos suponer un orgullo natural por parte de quien era maestro, un sujeto dedicado a la escuela. Esta no debía ser una entretención o actividad secundaria.

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