Kitabı oku: «Los laberintos de la vida cotidiana», sayfa 3

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11. ALIADAS, ALIADOS Y MONSTRUOS

En todo este recorrido solemos encontarnos con aliados/as y monstruos. Podríamos decir que un aliado o aliada sería una persona, animal o cosa que nos sirve de ayuda; mientras que el monstruo podríamos entenderlo como aquello que nos bloquea, perturba, engaña u obstaculiza el camino.

Virgilio guiará a Dante a través de los Infiernos. El guía aparece como alguien que ayuda en el camino difícil, a no perderse. Es un aliado, diríamos, preferente.

También Ariadna es una aliada. Representa la guía para Teseo, pues con su ovillo le ayudará a encontrar la salida del laberinto.

En los mitos griegos, por ejemplo, los distintos dioses y diosas aparecen como aliados/as o enemigos/as (los monstruos).

Cuando hablo de los monstruos que aparecen en el camino me refiero a los enemigos, a personajes malvados a veces sobrenaturales, o a las dificultades u obstáculos que aparecen; puede ser aquello que nos da miedo o conecta con nuestras negatividades como la cólera, y que es necesario transformar para poder avanzar. En cuanto al monstruo, el gran monstruo, es aquel que está en el centro del laberinto, aquel que guarda celosamente el objeto deseado, en el que reside la esencia del conocimiento o de la salud. A veces se le representa en forma de dragón u otro animal o ser –vg. un gigante–, está a la entrada y hay que enfrentarlo.

Desde un punto de vista psicológico, el monstruo podría interpretarse como el recorrido que tenemos que hacer para matar el monstruo que hay en nuestro interior, bucear en las profundidades del inconsciente y ver y afrontar aquello que no desearíamos ver de nosotras/os mismas/os. Iniciar un proceso psicoterapéutico es recorrer un laberinto, buscar aquello que no nos va bien, hacer el recorrido y salir de ahí con otra perspectiva.

El desarrollo del laberinto representa también el paso de lo profano a lo sagrado, el recorrido de las pruebas de la vida hasta llegar al centro de la iluminación.

Es posible que el héroe tenga que superar el lado oscuro de su naturaleza representado por el monstruo,29 que, por otra parte, también podría interpretarse como el tesoro, el conocimiento o la respuesta, dado que es su guardián. Sólo enfrentándonos al monstruo podremos conseguir rescatar aquello que guarda y sólo aniquilándolo tendremos acceso a ello.

12. LA PEREGRINACIÓN

El camino laberíntico tiene también un sentido de peregrinación en donde el viaje físico y espiritual son simultáneos. El peregrino sale buscando un lugar distinto y superior, quizás con la convicción de que el proceso le concederá la curación física o espiritual o la ayuda divina para resolver problemas personales o situaciones difíciles.30

Hacia el siglo XIII cristiano se entendía como la senda del peregrino con dificultades, que finalmente permitía el encuentro con lo divino.31

El viaje de peregrinación más importante del mundo cristiano es sin duda el camino de Santiago, donde gentes de todos los lugares del mundo recorren a pie la ruta que, partiendo de Francia o España, confluye en la catedral de Santiago de Compostela.

Voy a describir una peregrinación de un pequeño pueblo de Castellón apenas conocido, pero que recoge muchos de los elementos simbólicos de los que hemos hablado: la de «els pelegrins de Les Useres» (los peregrinos de Les Useres).

Nos comenta Atienza32 que la peregrinación discurre desde el pueblo hasta el Peñagolosa –antiguo monte sagrado– en donde está situada la ermita de San Juan.

Los peregrinos son doce, como los doce apóstoles. La peregrinación se inicia con una misa a la que asisten los peregrinos, tras haber hecho lo mismo sus acompañantes. Éstos son tres clavarios, además del alcalde, el guía, los cocineros y los muleros, que transportan sobre las mulas lo necesario para el camino. Los ritos son estrictos. El silencio es fundamental durante el viaje, en el que se intercala algún cántico o rezo como por ejemplo, en recuerdo de un peregrino que murió de cansancio en el camino de vuelta.

Al llegar al santuario cenan y duermen en una especie de cueva. Después de oír misa, al día siguiente cada uno de los peregrinos tiene una reunión con su guía.33 «Una reunión a la que nadie sino los doce peregrinos puede asistir. Qué se dice en ella, qué les cuenta el guía y qué hacen los peregrinos tras ese acto iniciático es algo que nadie sabe ni, seguramente, sabrá jamás, como no sea que haya sido peregrino en aquella romería». Más tarde se hace una procesión con la imagen del santo y se vuelve al pueblo. [FIGURA 10.]

SEGUNDA PARTE

2. LOS LABERINTOS DE LA VIDA COTIDIANA EL LABERINTO INTERIOR

Al igual que existen laberintos externos que podemos ver y tocar, existen también laberintos internos.

A lo largo de nuestra vida, conscientes o no de ello, vivimos experiencias laberínticas que afectan a nuestro cuerpo y espíritu y que no sabemos cómo resolver.

En la Terapia de Reencuentro (TR) tratamos de entender los símbolos del afuera y el adentro.

Desde el afuera nos preguntamos qué enseñanza nos tratan de transmitir las diferentes tradiciones culturales con ese símbolo –el laberinto– que nos han dejado y que, aunque tengamos esa representación delante de los ojos, no vemos ni entendemos.

Evocan también cosas que ocurren en el adentro; los propios procesos internos por los que pasamos, atravesamos o nos sentimos atrapadas/os. Puede considerarse asimismo una expresión de los procesos de muerte y renacimiento que aparecen en las mitologías de las tradiciones culturales, procesos de muerte de una etapa y nacimiento de otra, y también se podría entender como la muerte del ego y la transformación/nacimiento de un conocimiento más espiritual.

Nos ayudamos del concepto de laberinto para entender procesos internos, en especial aquellos que se refieren a despedidas, duelos, cierres de etapas, para abrir otras nuevas que incorporan la comprensión y cierre de las anteriores.

El laberinto ha sido, a través de los tiempos, un símbolo prácticamente universal. Aunque se ha especulado sobre el sentido que podría tener para los diferentes pueblos, quizás algo que podría unificarlos es entenderlo como vía de transformación, de cambio interior o transformación de la conciencia.

Todos/todas, a lo largo de nuestra vida, pasamos por situaciones difíciles que podríamos llamar laberínticas: nos sentimos sin saber por qué camino tirar, o atrapadas/os, o como si estuviéramos en un túnel oscuro o en una fosa sin poder ni saber salir. Estas situaciones laberínticas parecen no acabar nunca y generan infinidad de emociones, de sensaciones y de pensamientos e imágenes.

Me interesé por este tema cuando fui relacionando este símbolo con mis propios laberintos y con los laberintos que está viviendo la gente que acude a la consulta y que expresa –inconscientemente– con un lenguaje metafórico.

Todo este tipo de expresiones y de vivencias, lo sepan o no, constituye una experiencia laberíntica. A veces se reconoce y en otras no se es consciente de lo que supone la situación en la que se está inmerso/a o se está atravesando. Por lo tanto, me ha parecido interesante que las personas pudieran entender los procesos internos también, utilizando algún tipo de herramienta o metodología que podemos ir rescatando de las tradiciones culturales. Mucha gente dice cosas como éstas: «estoy en un caos», «me siento como en un laberinto», «no sé por dónde tirar», «no encuentro la solución a mis problemas», «no encuentro salida», «siento que estoy atrapada», «me ahogo como si me fuera a morir»...

Como decía en el capítulo anterior, hay muchos tipos de laberintos; también en la vida cotidiana. Los hay más o menos complicados o difíciles; de algunos se sale fácilmente, otros cuestan más. Tampoco nuestras circunstancias personales son iguales: la energía, el valor, la inseguridad, las “ayudas” con que contamos son contínuamente diferentes. Todo esto hace que vivamos esas situaciones de una u otra manera y/o que salgamos más pronto o más tarde de ahí.

Podemos hablar de laberintos o situaciones laberínticas para describir esas experiencias confusas, esas situaciones críticas, de las cuales no sabemos cómo salir. Son recorridos que hemos de hacer, caminos por los que hemos de entrar, confusiones que tenemos que vivir que nos enfrentan a nuestra manera lógica de reaccionar para tener que descubrir un nuevo abordaje y comprensión.

1. LAS SITUACIONES LABERÍNTICAS

Determinadas situaciones conflictivas en nuestra vida se viven como laberínticas, sin saber por dónde ir, qué camino tomar y cuál es el centro, el sentido para nuestra comprensión y evolución. Son períodos y procesos donde las personas podemos sentirnos aterrorizadas, desorientadas, perdidas, viviendo el miedo a la locura, o a la muerte, en determinadas situaciones; o en otras como si, después de haber hecho un recorrido que creíamos positivo, volviéramos al mismo punto en el que estábamos hace años y hubiéramos retrocedido.

Hay situaciones que favorecen en sí mismas la vivencia de estar en un laberinto, y son universales. Son, por ejemplo, las experiencias de guerras o catástrofes naturales en donde hay pérdida de familia, de la casa, de recursos que cubren las necesidades básicas e incluso temor por la propia vida tanto si se deambula a un lugar u otro porque no sabemos qué peligros pueden acecharnos. De ahí que haya personas que quedan atrapadas en ese laberinto y no encuentran la salida, no pueden volver. Hablo, por ejemplo, de algunos estados psicóticos producidos por trauma de guerra.

Hay otras experiencias que son más socioculturales, es decir, que la vivencia y el desarrollo de la situación depende de los valores sociales interiorizados. Recuerdo, por ejemplo, la película La balada de Narayama, en donde una anciana, al llegar a determinada edad, desea trasladarse al monte donde acude la gente mayor, a morir. A diferencia de las sociedades occidentales, donde el tema de la muerte es un tabú, en esta película la cercanía o el hecho de su muerte aparece como algo normal en el ciclo de la vida y está ritualizado.

Existen situaciones laberínticas por las que hay que pasar necesariamente porque no pueden ser cambiadas. Otras, por el contrario, que podrían ser evitadas, nos metemos en ellas, inconscientemente, por nuestros guiones de vida o por evadirnos frente a nuestra ansiedad o nuestros problemas no resueltos. No es lo mismo meterte en el laberinto de las drogas –en el que evidentemente participas, entre otras razones como una manera de evadirse de otros conflictos o realidades que no se abordan– que encontrarte con la pérdida de la familia que desaparece en una catástrofe.

Una misma situación puede ser experimentada como laberíntica o no, y tener una duración distinta según variantes individuales, socioculturales e incluso diferencias de género. Algunos de los laberintos –internos, relacionales o sociales– que dirigen a las personas, a las parejas y a las familias a una consulta psicoterapéutica o sexológica son: las crisis evolutivas, la falta de autoestima, las crisis existenciales, los conflictos o rupturas de pareja, conflictos generacionales, las drogodepedencias, desajustes psicológicos importantes y la muerte o desaparición de un ser querido.

Todas estas situaciones y otras muchas requieren un estudio pormenorizado. Hay muy buenos textos monográficos al respecto. Tan sólo quiero apuntarlas para que se entienda a qué me refiero cuando hablo de laberintos internos. Creo que se comprenderá este concepto fácilmente, dado que cada cual ha pasado por alguno o varios de ellos.

Las crisis evolutivas son desajustes en torno a diferentes momentos del desarrollo físico que indican que una etapa ha concluido y se inicia otra. Cada etapa física implica también cambios psicológicos y sociales: cambia el status, los comportamientos, valores, intereses y exigencias sociales.

Los diferentes períodos evolutivos no tendrían por qué suponer un mayor problema que una readaptación vital. Sin embargo pueden constituir un grave problema de inadaptación, de confusión para muchas personas, porque en nuestra sociedad se han perdido los ritos de paso, de iniciación o de tránsito que sirven de soporte para los cambios.

La adolescencia, en nuestra sociedad, no es precisamente un período fácil. Despegarse de la infancia, asumir los cambios corporales, la sexualidad y las nuevas responsabilidades sociales y familiares, con derechos no bien delimitados o incluso contradictorios, genera no pocos problemas psíquicos y psicopatológicos.

Hay sociedades en donde existe una continuidad cultural, con una participación de los jóvenes a los que no se les excluye e interactúan con la misma. Por el contrario, en sociedades como la nuestra aparece una discontinuidad y, sin embargo, no hay rituales de paso para ello.

Un hombre me hizo en cierta ocasión un comentario que me recordó a Dante y a algún otro autor, describiéndome así sus propias vivencias: «si el infierno existe, es la adolescencia».

Otro tanto puede ocurrir en la segunda mitad de la vida –me gusta este concepto que utilizan Sara Olstein y Margarita Ripoll, de la «Fundación para la segunda mitad de la vida» (Argentina y Uruguay)– cuando nos surgen crisis a los cuarenta años (o los cincuenta), la abuelitud o bisabuelitud –estos dos últimos conceptos, también utilizados por ambas–, cuando todavía nos sentimos jóvenes de espíritu, pero el cuerpo y los acontecimientos nos muestran implacables el paso del tiempo y tomamos conciencia de que nuestra juventud física no volverá.

Y en esa línea podríamos hablar de la menopausia. La menopausia es uno de esos laberintos que considero de género. Con la etiqueta de menopausia, ese período no reproductivo se asocia a todo un conjunto de valoraciones negativas y despectivas hacia las mujeres. A través de sus cuerpos que han adquirido –ya mucho antes de la menopausia– los cambios fisiológicos propios de ese período, se ven marginadas y rechazadas de manera sutil –pero muy destructiva psicológicamente– cuando, por ejemplo, van a comprarse ropa y no existen tallas para ellas. Las tallas que aparecen como “normalizadas” corresponden a jóvenes o anoréxicas. Piénsese en las consecuencias que ello tiene de búsqueda de un cuerpo imposible e irreversible y de rechazo al propio cuerpo. Y ese ejemplo es aplicable asimismo a las jóvenes y adolescentes que sobrepasan esas medidas y que, persiguiéndolas, caen en una anorexia.

No es lo mismo vivir en una sociedad que valora y da un sentido a la continuidad evolutiva, que valora la madurez o la vejez por lo que suponen de experiencia y conocimiento, que en otra en la que se rinde un culto desenfrenado e irreal a la eterna juventud o al cuerpo estereotipado. Y constituye un laberinto porque, hagamos lo que hagamos, vamos a parar al mismo sitio: la edad. No podemos escapar de la edad. Y antes o después tendremos que hacer un duelo –veremos este concepto más adelante– para despedirnos de lo que fue, integrar lo que es y salir del laberinto.

En este caso –al igual que hacemos en otras problemáticas–, desde la perspectiva de la terapia de reencuentro se trabaja lo que representa la menopausia en la cultura a la que pertenecemos, el valor que tiene en nuestra cultura el ser mujer y el ser mujer menopáusica, a diferencia de otras culturas. Se reflexiona sobre la sociedad en la que vivimos y sus valores, su estructura patriarcal y el papel que en ella ocupan las mujeres en edad no reproductiva. Asimismo, se tienen en cuenta las consecuencias de pertenecer a la subcultura femenina frente a la masculina y lo que afecta en el modo de sentirse sexualmente, pensar, actuar, amar y amarse como mujeres en ese período de su vida.

Esos mismos períodos evolutivos suelen implicar crisis existenciales, que suponen un cuestionamiento de la propia vida y de la existencia en general.

En torno a la adolescencia se manifiesta como una búsqueda de ideales que no se encuentran. Y sentimos impotencia frente a realidades que no nos gustan –cómo funciona la sociedad o la dinámica familiar–, o ante nuestros miedos e inseguridades –¿qué haremos en un futuro?–, o frente a una realidad desconocida, en la que nuestro cuerpo transformado, dejando día a día la infancia o la adolescencia, nos muestra las formas de una nueva etapa evolutiva en la que ya vislumbramos nuestra mayor autonomía y responsabilidad. Y eso nos excita y nos aterroriza.

Mientras que en la segunda mitad de la vida sentimos que hemos recorrido gran parte de ese viaje y miramos al pasado críticamente preguntándonos si hemos hecho todo lo que deseábamos hacer, cómo hemos vivido nuestra existencia, si hemos utilizado nuestro tiempo y nuestra energía en hacer lo que quisimos o en lo que nos decían que «deberíamos» hacer; o tendíamos a complacer a los demás sin escuchar nuestras propias necesidades, y evadirnos sin querer enterarnos de nada ni afrontar los problemas. Y nos preguntamos qué se ha hecho de las ilusiones que tuvimos en la juventud, si se han realizado y cómo. Es un período en que nos cuestionamos si estamos satisfechos/as con nuestra vida pasada y nuestra realidad presente.

Pero las crisis existenciales no sólo aparecen coincidiendo con períodos evolutivos; pueden aparecer en cualquier momento de la vida, gestándose poco a poco o haciendo una eclosión brusca a partir de algún acontecimiento inesperado. La muerte de alguien querido, un accidente o incidente grave, una ruptura de pareja, una enfermedad física o psíquica propia o en el entorno familiar, una situación de desempleo, o relaciones de malos tratos, generan unas vivencias igualmente confusas, caóticas y subjetivamente sin salida.

Algunos de los casos frecuentes que veo en la consulta y que responden a crisis existenciales, aunque se presenten como demanda sexológica –falta de deseo sexual– o psicoterapéutica –depresión– suelen manifestarse aproximadamente en estos términos:

«No sé lo que me pasa. Podría decirse que no tengo problemas. Tengo un marido (o una mujer) que me quiere, nos llevamos bien, nos conocemos prácticamente toda la vida, estamos casados hace mucho (diez, quince años), mis hijos/as son estupendos/as, estudian mucho; tengo una buena profesión, económicamente estoy bien... pero no sé qué me pasa, la vida no tiene demasiado sentido para mí. He perdido el deseo sexual, el interés por las cosas. Funciono de manera rutinaria. Me siento triste, angustiado/a, sin entender qué me pasa ni saber qué hacer. Temo hacerle daño a mi familia, temo separarme de ellos, pero no puedo seguir así. No quiero romper con mi familia porque les quiero, pero tal y como llevo mi vida, me ahogo. ¿Qué hacer? ¿Qué me pasa? ¿Por dónde tirar?».

La pregunta que subyace y que no se atreven a manifestar abiertamente es: «¿es esto la vida?», «¿me voy a morir o a envejecer sin conocer nada más?», «¿he vivido como he deseado?», «¿qué me gustaría hacer si tuviera una segunda oportunidad?».

¿Y qué decir del autorrechazo o la baja autoestima, la desvalorización o el rechazo al propio cuerpo? ¿Cómo vivir con un cuerpo al que no amamos? ¿Cómo coexistir con nosotras/os mismas/os cuando nos desvalorizamos, no nos soportamos y nos sentimos ridículas, incapaces o estúpidos?

La baja autoestima, aunque aparece en general en muchos momentos de crisis –por ejemplo tras un abandono por la pareja–, es otro de los laberintos típicos de género que afectan especialmente a las mujeres a lo largo de su vida.

En las sociedades patriarcales las mujeres interiorizan la desvalorización social de la mujer. Incluso se da en mujeres con prestigio social y político. No es algo consciente; por el contrario, conscientemente no es fácil reconocerlo; es algo sutil e inconsciente (en todos los grupos de mujeres se trabaja este tema). Pero es ahí a donde se dirigen los mensajes publicitarios a las mujeres: tener un determinado cuerpo, no tener arrugas, perder kilos. Esto se concreta en la obsesión por la balanza, tener un «cuerpo 10», como si la autoestima estuviera en relación inversa a los kilos –a más kilos, menos autoestima. Recuerdo a una mujer a la que conocí en uno de mis grupos que se había operado varias veces de los pechos: porque le parecían demasiado grandes, porque luego consideró que se los habían dejado pequeños, luego porque estaban demasido planos, luego... El mensaje recibido subliminalmente es que para ser deseadas, queridas o reconocidas, deben tener determinadas medidas de caderas, pecho, tener una piel tersa y sin arrugas o en última instancia, ser eternamente jóvenes, capaces de realizarse en esa fantasía sexual idealizada y arbitraria, y detener el tiempo cronológico para no madurar ni envejecer.

Crisis o rupturas de pareja: Cuando hablo de crisis de pareja no estoy teniendo en cuenta los pequeños problemas que hemos de enfrentar en nuestras relaciones y que forman parte de la vida cotidiana con los demás y con nosostras/os mismas/os. Me refiero a esas situaciones de conflicto permanente que no sabemos cómo resolver, que hemos tratado de encarar de diferentes formas sin el resultado deseado. Me refiero también a esos procesos más o menos traumáticos de una ruptura de pareja, incluso de común acuerdo –¡no digamos cuando no hay acuerdo mutuo!

Son procesos difíciles, por lo habitual más largos de lo que quisiéramos, donde se está haciendo un doble duelo –hablaré del duelo en el capítulo siguiente–: con la pareja y con nosotras/os mismas/os.

«¿Por qué no puede ser?», «¿por qué no quiere cambiar esto que es tan fácil?», «¿por qué tiene ese carácter?», ¿por qué he de aceptar esto?», «¿qué podría hacer –o no hacer– para que esta relación funcionara bien?», ¿qué cambios debería hacer él/ella para que nuestra relación estuviera bien?», «¿qué es lo que quiere de mí?», «¿qué es lo que quiero de una relación de pareja?», «¿debería intentarlo más o quiero ya zanjar esta etapa de mi vida?», «¿y si buscáramos un/a profesional que nos ayude?», «¿y si lo resolviéramos poco a poco sin meter a nadie por enmedio?», «¿y si yo cambiara mi perspectiva de ver las cosas?»... «¿y si...?», «pero... ¿por qué?...».

El intento infructuoso de que el otro/la otra sea como deseamos, el tratar de entender comportamientos que aparentemente no tienen sentido para nosotros o para nuestra pareja, el significado diferente que damos a las palabras y a los hechos, los dobles mensajes que se emiten, las heridas no cerradas, lo hablado o lo no hablado que ha generado dolor, el deseo de que «todo vuelva a ser como antes», o de que se olvide el ayer, o el no saber cómo cerrarlo, el que «las cosas no sean iguales y a partir de ahora todo sea diferente», los malos tratos físicos y psicológicos visibles o sutiles... nos envuelven en un laberinto del que no sabemos encontrar las claves para salir.

Ese mismo laberinto podría aplicarse a otros tipos de relaciones o de vínculos, como por ejemplo la que se da en ciertos conflictos materno/paterno-filiales.

Estas y otras experiencias como los trastornos psíquicos graves –las llamadas enfermedades o trastornos mentales– o las drogodependencias se viven también como laberínticas. Nos sumen en la angustia, nos bloquean, podemos experimentar una sensación de vacío absoluto, de falta de sentido de nuestra vida o como si la propia situación nos aplastara quitándonos la energía que tenemos. Son situaciones de mucha frustración, de incertidumbre y caos. Muchas de nuestras fantasías en esos momentos se centran en la huida de la situación frustrante. Huir, huir, desaparecer de esa escena como si fuera un sueño, una pesadilla de la que luego felizmente despertaremos.

La realidad que vivimos no nos gusta y por lo tanto tratamos de huir, consciente o inconscientemente, para evadirnos de ella. Se presentan dos alternativas: o tratamos de escapar de la realidad, una realidad que se vive como traumática para crearse otra “película” distinta, aquella que nos gusta, que nos hace sufrir menos, que corta los lazos de comunicación con la realidad presente para no ver, no oir, no estar... Muchos comportamientos responden a nuestras vivencias subjetivas, a nuestras emociones, a nuestros conflictos, a mecanismos de defensa para “protegernos” de lo que sentimos que nos da miedo o del exterior. Y llegan a conducirnos a situaciones laberínticas porque, pasado el efecto de la “ensoñación” o el “viaje” que realizamos por miedo a enfrentarnos, a sufrir y también a resolver, quedamos bloqueados/as y atrapados/as.

O bien hacemos el camino del laberinto en el que estamos, enfrentamos nuestros propios monstruos, buscamos las ayudas necesarias y recuperamos el poder y la energía para transformar nuestra vida, es decir «seguimos el hilo de Ariadna».

La muerte o desaparición de un ser querido: La muerte es uno de esos momentos en los que se percibe claramente que el ciclo de la vida no se detiene.

Como occidentales no tenemos la idea de la muerte integrada en nuestra vida. Conocemos de su existencia, pero no solemos hablar de ella, como si ello supusiera un mal presagio. Es un tema tabú. Al contrario, se desarrollan fantasías de vivir eternamente o de inmovilidad.

Durante la infancia nuestra seguridad afectiva está condicionada en buena parte por la presencia de esos seres queridos que, por otra parte, creemos que estarán eternamente con nosotras/os: la madre, el padre, un hermano, una tía o abuela que nos crió...

Cuando alguien querido muere o desaparece, algo de nosotras/os mismas/os desaparece. Esa persona formaba parte de nuestra historia. Recordamos lo que hemos compartido, vivido... Podemos guardar los recuerdos, pero no podemos retener a la persona.

La vida no parece la misma con la pérdida de los seres que amamos. Lloramos su ausencia y nos indignamos contra quien o contra lo que nos lo arrebató. E incluso frente a nosotras/os mismas/os: ¿hemos hecho lo suficiente para que vivan?, ¿fue mejor o peor lo que hicimos tratando de ayudarles en la curación? Incluso nos indignamos frente a la persona que muere: «¿y te vas ahora?», «¿te vas sin haberme dicho...?, ¿sin que haya podido decirte...?».

No hay consuelo, sobre todo cuando es una muerte inesperada. No nos basta con el recuerdo; queremos su presencia física, escuchar su voz, recibir sus caricias, su apoyo moral... Y nos dolemos –de nuevo, el duelo– de su carencia, y lloramos por nuestra fragilidad y la vivencia de abandono y desprotección.

La muerte anunciada nos da más tiempo de prepararnos frente a todo ese laberinto de sentimientos encontrados. Podemos reparar los daños que hicimos-sentimos que nos hicieron– y ponernos en paz.

Una de las experiencias más bonitas que he tenido como psicoterapeuta ha sido poder acompañar a algunos de mis clientes a despedirse de su padre o su madre. Poder permitirse el agradecerles, el expresarles el cariño, el cuidarlos, masajearles los pies o las manos, tocarlos, escucharles, estar a su lado en silencio para que notaran su presencia... Todas las heridas de uno y otro lado se reparan. Y podemos restaurar una relación rota o deteriorada, en ocasiones de muchos años atrás, incluso a veces de toda la vida.

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