Kitabı oku: «Los hermanos Karamazov», sayfa 5

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CAPÍTULO IV
UNA DAMA DE POCA FE

Durante esta conversación con las mujeres del pueblo, la dama que esperaba en la habitación de la galería derramaba dulces lágrimas que enjugaba con su pañuelo. Era una mujer de mundo, muy sensible y con inclinaciones virtuosas. Cuando el starets le habló al fin, se desbordó el entusiasmo de la dama:

–¡Cómo me ha impresionado esta conmovedora escena!

La emoción le cortó el habla, pero en seguida pudo continuar:

–Comprendo que el pueblo le adore. Yo también amo al pueblo. ¿Cómo no amar a nuestro excelente pueblo ruso, tan ingenuo en su grandeza?

–¿Cómo está su hija? Usted ha enviado a decirme que quería verme.

–Sí, lo he pedido con insistencia lo he implorado. Estaba dis—, puesta a permanecer tres días de rodillas ante sus ventanas para que usted me recibiera. Hemos venido a expresarle nuestro entusiasta agradecimiento. Pues usted curó a Lise el jueves, la curó por completo, orando ante ella y aplicándole las manos. Anhelábamos besarlas y testimoniarle nuestra gratitud y nuestra veneración.

–¿Dice usted que la he curado? ¡Pero si está todavía en su sillón!

–La fiebre nocturna ha desaparecido por completo desde hace dos días, desde el jueves —repuso la dama con nervioso apresuramiento—. Y esto no es todo: sus piernas se han fortalecido, sus ojos brillan, y mire usted el color de su cara. Antes lloraba sin cesar; ahora está contenta y se rie a cada moménto. Hoy ha pedido que la pusiéramos de pie y se ha sostenido un minuto sola, sin ninguna clase de apoyo. Ha apostado conmigo a que dentro de quince días baila un rigodón. He llamado al doctor Herzenstube y se ha quedado perplejo. «Es sorprendente; no te comprendo en absoluto», ha dicho. ¿Cómo no íbamos a venir a molestarlo? ¿Cómo no hablamos de apresurarnos a venir a darle las gracias? Lise, da las gracias.

La carita de Lise se puso sería repentinamente. La enferma se levantó de su sillón tanto como pudo y, mirando al starets, enlazó las manos. De pronto y sin poder contenerse se echó a reir.

–Me río de ese joven —dijo señalando a Aliocha.

Las mejillas de Aliocha, que estaba de pie detrás del starets, se cubrieron de un súbito rubor. El joven bajó los ojos, que habían brillado intensa a instantáneamente.

–Tiene un encargo para usted, Alexei Fiodorovitch —dijo la madre a Aliocha. Y le tendió la mano, elegantemente enguantada—. ¿Cómo está usted?

El starets se volvío y fijó su mirada en Aliocha. El joven se acercó a Lise sonriendo torpemente. Lise volvió a ponerse sería.

–Catalina Ivanovna me ha rogado que le entregue esto —dijo ofreciéndole una carta—. Le ruega que vaya a verla lo antes posible y sin falta.

–¿Me ruega que vaya a verla? ¿Para qué? —preguntó Aliocha, profundamente asombrado y con un gesto de preocupación.

–Se trata de algo relacionado con Dmitri Fiodorovitch y… con todos esos asuntos que ahora llevan ustedes entre manos —dijo apresuradamente la madre—. Catalina Ivanovna ha encontrado una solución, mas, para ponerla en práctica, necesita verle imprescindiblemente. ¿Por qué? Lo ignoro. El caso es que le ruega que vaya a verla lo antes posible. Y espero que usted no dejará de ir: sus convicciones cristianas se lo impiden.

–Sólo he visto a Catalina Ivanovna una vez —dijo Aliocha, todavía perplejo.

–¡Es una criatura tan noble, tan recta!… Lo merece todo, aunque sólo sea por sus sufrimientos… ¿Usted sabe lo que ha pasado…, y lo que está pasando …. y lo que le espera?… ¡Es horrible, horrible!…

–Iré —dijo Aliocha después de haber echado una ojeada a la nota, breve y enigmática, que no explicaba nada y que se limitaba a pedirle encarecidamente que fuera.

–¡Qué bueno es usted! —exclamó Lise, animándose—. Yo le decía a mi mamá: «No irá, porque está entregado enteramente a Dios.» Es usted muy bueno. Siempre he pensado que es muy bueno, y estoy muy satisfecha de podérselo decir ahora.

–¡Lise! —la reprendió su madre, aunque sonriendo—. Nos tiene usted olvidadas, Alexei Fiodorovitch: nunca viene a vernos. Y Lise me ha dicho más de una vez que sólo se siente bien cuando está a su lado.

Aliocha levantó la cabeza, enrojeció de nuevo y sonrió sin sabe¡ por qué.

El starets ya no le miraba. Estaba hablando con el monje que le esperaba, como ya hemos dicho, junto al sillón de Lise. Era un humilde religioso, obtuso y de ideas rígidas, pero con una fe que rayaba en la obstinación. Dijo que vivía lejos, en el norte, cerca de Obdorsk , en un pequeño monasterio que sólo tenía nueve monjes. El starets le bendljo y le invitó a ir a su celda cuando le pareciese.

–¿Cómo puede usted conseguir estas cosas? —preguntó el monje señalando gravemente a Lise. Aludía a su curación.

–Es todavía demasiado pronto para hablar de eso. Que se sienta aliviada no quiere decir que esté curada por completo. El alivio puede obedecer a otras causas. En fin de cuentas, todo lo que haya pasado es obra de la voluntad de Dios. Todo procede de Él… Venga a verme, padre. Algún día me será imposible recibirle. Estoy enfermo y sé que tengo los días contados.

–¡Oh, no! —exclamó la dama—. Dios no nos lo quitará. Usted vivirá aún mucho tiempo, mucho tiempo. ¿Cómo puede estar enfermo, con el buen aspecto que tiene? ¡Parece tan contento, tan feliz!

–Hoy me siento mucho mejor que otros días, pero yo sé que esto no durará mucho. Conozco bien mi enfermedad. Si mi aspecto es alegre, no puede usted figurarse lo que me complace oírselo decir. Pues la felicidad es el objetivo del ser humano. El que ha sido perfectamente feliz tiene derecho a decir: «He cumplido la ley divina en la tierra.» Los justos, los santos, los mártires han sido felices.

–¡Qué palabras tan audaces, tan sublimes! —exclamó la madre—. Penetran a través de nuestro ser. Sin embargo, ¿dónde está la felicidad? Ya que ha tenido usted la bondad de permitirnos verlo hoy, escuche lo que no le dije en mi anterior visita, lo que no me atreví a decirle, lo que me atormenta desde hace mucho tiempo. Pues me siento atormentada, si, atormentada.

Y en un arranque de fervor enlazó las manos.

–¿Cuál es su tormento?

–No creer.

–¿No creer en Dios?

–¡Oh, no! En eso ni siquiera me atrevo a pensar. ¡Pero qué enigma es la vida futura! Nadie sabe de ella una palabra. Escúcheme, padre, usted que conoce el alma humana y el modo de curarla. No le pido que me crea enteramente, pero le doy mi palabra de honor de que le hablo con toda seriedad. La idea de la vida de ultratumba me conmueve hasta atormentarme, hasta aterrarme. No sé a quién preguntar, ni me he atrevido a hacerlo en toda mi vida… Ahora me permito dirigirme a usted… ¡Qué pensará de mi, Dios mío!

Y se quedó mirándole, con las manos enlazadas.

–No se preocupe por mi opinión —repuso el starets—. Creo en la sinceridad de su inquietud.

–¡Cuánto se lo agradezco! Oiga: cierro los ojos y pienso: «Todos creen. ¿Por qué?» Se dice que la religión tiene su origen en el terror que inspiran ciertos fenómenos de la naturaleza, pero que todo es una falsa apariencia. Y me digo que he creido toda la vida, que moriré y no encontraré nada, que entonces «sólo la hierba crecerá sobre mi tumba», como dice un escritor. Esto es horrible. ¿Cómo recobrar la fe? En mi infancia, yo creí mecánicamente, sin pensar en nada. ¿Cómo convencerme? He venido a inclinarme ante usted y a suplicarle que me ilumine. Si pierdo esta ocasión, ya no encontraré a nadie que me responda. ¿Cómo convencerme? ¿Con qué pruebas? ¡Qué desgraciada soy! Las personas que me rodean no se preocupan de esto, y yo sola no puedo soportar mis dudas. Estoy abrumada.

–Lo comprendo. Pero estas cosas no pueden probarse. Uno tiene que convencerse por sí mismo.

–¿Cómo?

–Por medio del amor, que es el que lo hace todo. Procure amar al prójimo con un ardor inextinguible. A medida que vaya usted progresando en el amor al prójimo, se irá convenciendo de la existencia de Dios y de la inmortalidad del alma. Si alcanza la abnégación completa en su amor al prójimo, creerá ciegamente y la duda no podrá siquiera rozar su alma. Esto está demostrado por la experiencia.

–¿El amor que lo hace todo? He aquí otro problema…, ¡y qué problema! Mire: yo amo de tal modo a la humanidad, que, aunque usted no lo crea, he pensado a veces en abandonarlo todo, incluso a Lise, y convertirme en hermana de la Caridad. Cierro los ojos, pienso, sueño, y en esos momentos me asiste una fuerza invencible. Ninguna herida, ninguna llaga purulenta me inquietará: las lavaré con mis propias manos y seré una enfermera presta a besar las úlceras de los pacientes.

–No es poco que haya tenido tales pensamientos. Algún día realizará usted, por obra del azar, una buena acción.

–¿Pero podré soportar durante mucho tiempo semejante vida? —siguió diciendo la dama con vehemencia—. Ésta es la cuestión más importante, la que más me atormenta. Cierro los ojos y me pregunto: «¿Permanecerás mucho tiempo en este camino? Si el enfermo al que lavas las úlceras lo paga con la ingratitud, si te atormenta con sus caprichos, sin apreciar ni advertir siquiera tu devoción; si grita, se muestra exigente a incluso presenta quejas sobre ti, como pueden hacer las personas atormentadas por el sufrimiento, ¿perdurará tu amor?» Y sepa usted que yo me he dicho ya con profunda desazón: «La ingratitud es lo único que puede enfriar, a inmediatamente, mi amor activo por la humanidad.» En una palabra, que, al amar, trabajo por un salario y exijo recibirlo inmediatamente en forma de elogios y de un amor como el mío. De otro modo, no me es posible amar a nadie.

Después de haberse fustigado a si misma con este arrebato de sinceridad, se quedó mirando al starets con una fijeza provocadora.

Y el starets repuso:

–Eso mismo me dijo hace ya mucho tiempo un médico amigo mío, hombre inteligente y de edad madura. Se expresaba tan francamente como usted, aunque bromeando con cierta amargura. Me decía: «Amo a la humanidad, pero, para sorpresa mía, cuanto más quiero a la humanidad en general, menos cariño me inspiran las personas en particular, individualmente. Más de una vez he soñado apasionadamente con servir a la humanidad, y tal vez incluso habría subido el calvario por mis semejantes, si hubiera sido necesario; pero no puedo vivir dos días seguidos con una persona en la misma habitación: lo sé por experiencia. Cuando noto la presencia de alguien cerca de mí, siento limitada mi libertad y herido mi amor propio. En veinticuatro horas puedo tomar ojeriza a las personas más excelentes: a una porque permanece demasiado tiempo en la mesa, a otra porque está acatarrada y no hace más que estornudar. Apenas me pongo en contacto con los hombres, me siento enemigo de ellos. Sin embargo, cuanto más detesto al individuo, más ardiente es mi amor por el conjunto de la humanidad.»

–¿Qué hacer, qué hacer en tal caso? Hay para desesperarse.

–No. Basta con que se sienta usted desolada. Haga todo cuanto pueda, y se le tendrá en cuenta. Usted ya ha hecho mucho por conseguir conocerse a sí misma profundamente, tal como realmente es. Si me ha hablado con tanta franqueza sólo para oír mis alabanzas a su sinceridad, no conseguirá nada, seguramente, en los dominios del amor activo: todo quedará reducido a un sueño, y como un sueño transcurrirá su vida. Entonces, claro es, se olvidará de la vida futura y, en fin de cuentas, se tranquilizará de un modo de otro.

–Me abruma usted. Ahora me doy cuenta de que, al hablarle de mi horror a la ingratitud, daba por descontados los elogios que me valdría mi franqueza. Usted me ha llevado a leer en mí misma.

–¿De veras? Pues bien, tras esta confesión, creo que es usted buena y sincera. Aunque no alcance la felicidad, recuerde siempre que está en el buen camino y procure no salir de él. Sobre todo, no mienta, y menos aún a sí misma. Observe sus propias falsedades, examínelas continuamente. Evite también la aversión hacia los demás y hacia sí misma. Lo que le parezca malo en usted, queda purificado por el hecho de que haya visto que es malo. Rechace también el temor, aunque éste sea únicamente la consecuencia de la mentira. No tema jamás a su propia cobardía en la persecución del amor. Tampoco debe asustarse de sus malas acciones en este terreno. Lamento no poder decirle nada más consolador, pues el amor activo, comparado con el amor contemplativo, es algo cruel y espantoso. El amor contemplativo está sediento de realizaciones inmediatas y de la atención general. Uno está incluso dispuesto a dar su vida con tal que esto no se prolongue demasiado, que termine rápidamente y como en el teatro, bajo las miradas y los elogios del público. El amor activo es trabajo y tiene el dominio de sí mismo; para algunos es una verdadera ciencia. Pues bien, le anuncio que en el momento mismo en que vea, horrorizada, que, a pesar de sus esfuerzos, no solamente no se ha acercado a su objetivo, sino que se ha alejado de él, en ese momento habrá alcanzado su fin y verá sobre usted el poder misterioso del Señor, que la habrá guiado con amor sin que usted se haya dado cuenta. Perdone que no pueda dedicarle más tiempo: me esperan. Adiós.

La señora de Khokhlakov lloraba.

–¿No se acuerda de Lise? —preguntó ansiosamente—. Bendígala.

–No merece que se la quiera —repuso el starets en broma—. Ha estado muy juguetona mientras hablábamos. ¿Por qué te burlas de Alexei?

En efecto, Lise había estado enfrascada en un curioso juego. En la visita anterior había advertido que Aliocha se turbaba en su presencia, y esto la divirtió sobremanera. La encantaba mirarlo fijamente y ver como él, dominado por esa mirada persistente y como impulsado por una fuerza irresistible, la miraba a su vez. Entonces Lise sonreía triunfalmente, y esta sonrisa aumentaba el despecho y’ la confusión de Aliocha. Al fin, el joven eludió francamente las miradas de Lise, ocultándose detrás del starets. Pero minutos después, como hipnotizado, asomó la cabeza para ver si ella lo miraba. Lise, que estaba casi fuera del sillón, le observaba de soslayo y esperaba, impaciente, que los ojos de Aliocha se levantaran y la mirasen, y al ver que él, en efecto, volvió a mirarla, se echó a reír tan ruidosamente, que el starets no pudo contenerse y le dijo:

–¡Qué revoltosa eres! Te gusta ponerlo colorado, ¿eh?

Lise enrojeció hasta las orejas. Sus ojos brillaron intensamente. Su carita se puso sería. Y la enfermita, nerviosa, indignada, se lamentó:

–¿Por qué se olvida de todo? Cuando yo era una niña pequeña, me llevaba en brazos y jugaba conmigo. Él me enseñó a leer. Hace dos años, cuando se marchó, me dijo que no me olvidaría nunca, que éramos amigos para siempre. Y ahora me tiene miedo como si me lo fuera a comer. ¿Por qué no se acerca a mi? ¿Por qué no quiere hablarme? ¿Por qué no viene a vernos? Usted no lo retiene, pues yo sé que puede ir a donde quiera. No estaría bien que yo le invitara. Él debe ser el primero en acordarse de mi. Pero no: ¡el señor hace vida de religioso! ¿Por qué le ha puesto ese hábito de largos faldones? ¿No ve que caerá si tiene que correr?

De pronto, no pudiendo contenerse, se cubrió la cara con la mano y prorrumpió en una risa nerviosa, reprimida, prolongada, que saçudia todo su cuerpo.

El starets, que la había escuchado en silencio, la bendijo. Ella le besó la mano, la apretó contra sus ojos y se echó a llorar.

–No se enfade conmigo. Soy una tonta; no sirvo para nada. Aliocha tiene razón al no querer nada con una chica tan ridícula…

El starets la interrumpió:

–Te lo enviaré, te lo enviaré sin falta.

CAPÍTULO V
¡ASÍ SEA!

El starets había estado ausente unos veinticinco minutos. Eran más de las doce y media, y aún no habfa llegado Dmitri Fiodorovitch, por quien se había convocado la reunión. Ya casi se le habla olvidado.

Cuando el starets reapareció en la celda encontró a sus visitantes enzarzados en una conversación animadísima en la que participaban especialmente Iván Fiodorovitch y los dos religiosos. Miusov intervino con calor, pero con escaso éxito: permanecfa en un segundo plano y apenas se le contestaba, lo que le producía una creciente indignación. Antes habfa librado un combate de erudición con Iván Fiodorovitch y se rebelaba ante cierta falta de consideración que habfa advertido en el joven. «Yo —se decía— estoy al corriente de todo lo que hay de progresista en Europa, pero esta nueva generación nos ignora por completo. »

Fiodor Pávlovitch, que se habfa jurado permanecer de espectador sin decir nada, guardaba silencio, observando con una sonrisita sarcástica a su vecino Piotr Alejandrovitch, cuya irritación le producía gran regocijo. Hacía rato que acechaba el momento de desquitarse, y al fin encontró la ocasión. Se inclinó ante el hombro de su vecino y le dijo a media voz:

–¿Por qué no se ha marchado usted después de la anécdota del santo, en vez de quedarse con esta ingrata compañia? Sin duda, usted, sintiéndose ofendido y humillado, ha permanecido aquí para demostrar su carácter, y no se irá sin demostrarlo.

–No empiece otra vez, o me voy ahora mismo.

–Usted será el último en marcharse —le dijo Fiodor Paviovitch.

Fue en ese momento cuando llegó el starets.

La discusión se interrumpió, pero el starets, después de volver a ocupar su puesto, paseó su mirada por los reunidos como invitándoles a continuar. Aliocha, que leía en su rostro, comprendió que estaba agotado. A causa de su enfermedad, su debilidad habfa llegado al extremo de que últimamente le producía desmayos. La palidez que anunciaba estos desvanecimientos cubría ahora su semblante. En sus labios tampoco había color. Pero era evidente que no quería disolver la asamblea. ¿Qué cazones tendría para ello? Aliocha lo observaba atentamente.

El padre bibliotecario dijo, señalando a Iván Fiodorovitch:

–Estábamos comentando un articulo sumamente interesante de este señor. Tiene puntos de vista nuevos, pero la tesis parece tender a dos fines. Es una réplica a un sacerdote que ha publicado una obra sobre los tribunales eclesiásticos y la extensión de sus derechos.

–Sintiéndolo mucho —maniféstó el starets mirando atentamente a Iván Fiodorovitch—, no he leido su artículo, pero he oído hablar de él.

El padre bibliotecario continuó:

–Este señor enfoca la cuestión desde un punto de vista interesantísimo. Al parecer, rechaza la separación de la Iglesia y el Estado en este terreno.

–Muy interesante, en efecto —dijo el starets a Iván Fiodorovitch—. ¿Pero con qué argumentos defiende usted su opinión?

Iván Fiodorovitch le respondió no con un aire altanero y pedante, como el que Aliocha recordaba haberle oído emplear el mismo día anterior, sino con un tono modesto, discreto, franco.

–Yo parto del principio de que esta confusión de los elementos esenciales de la Iglesia y el Estado, considerados separadamente, subsistirá siempre, aunque afecte a algo irrealizable, ya que descansa sobre una mentira. Un compromiso entre la Iglesia y el Estado en ciertas cuestiones, como la justicia, por ejemplo, es, a mi juicio, completamente imposible. El sacerdote al que respondo en mi articulo sostiene que la Iglesia ocupa en el Estado un puesto determinado, definido. Yo le contesto que la Iglesiay lejos de ocupar simplemente un lugar en el Estado, debe absorber al Estado enteramente y que, si esto hoy es imposible, por lo menos debería ser el objetivo principal del desenvolvimiento de la sociedad cristiana.

–Eso es perfectamente justo —declaró con voz enérgica y nerviosa el padre Paisius, religioso erudito y taciturno.

–Eso es ultramontanismo puro —exclamó Miusov, poniendo una pierna sobre la otra con un movimiento de impaciencia.

–No hay montes en nuestro país —dijo el padre José dirigiéndose al starets—. Este señor refuta los principios fundamentales de su adversario, que, cosa digna de mención, es un eclesiástico. He aquí esos principios. Primero: «Ninguna asociación pública puede ni debe atribuirse el poder ni disponer de los derechos civiles y políticos de sus miembros.» Segundo: «El poder en materia civil y criminal no debe pertenecer a la Iglesia, pues es incompatible con su naturaleza de institución divina y agrupación que persigue un fin religioso.» Y tercero: «La Iglesia no es un reino de este mundo. »

–Todo esto es un juego de palabras indigno de un eclesiástico —dijo el padre Paisius sin poderse contener—. He leído la obra que usted refuta —añadió volviéndose hacia Iván Fiodorovitch—, y quedé sorprendido ante la afirmación de ese sacerdote de que la Iglesia no es un reino de este mundo. Si no fuera de este mundo, no podría existir en la tierra. En el santo Evangelio, la expresión « no de este mundo» está empleada en otro sentido. No se debe jugar con estas palabras. Nuestro Señor Jesucristo vino precisamente a fundar la Iglesia en la tierra. El reino de los cielos no es, desde luego, un reino de este mundo, pero en el cielo sólo se entra por medio de la Iglesia, que está fundada en la tierra. Por lo tanto, los juegos de palabras sobre estas cuestiones son inadmisibles a indignos. La Iglesia es verdaderamente un reino. Su destino es reinar. Y, al fin, este reino se extenderá por todo el universo: así se nos ha prometido.

Se detuvo de pronto, como conteniéndose. Iván Fiodorovitch, después de haberle escuchado atenta y cortésmente y con toda calma, continuó, dirigiéndose al starets, en el mismo tono sencillo de antes:

–La idea esencial de mi artículo es que el cristianismo, en los tres primeros siglos de su existencia, se condujo en el mundo corno una Iglesia y, en realidad, no fue otra cosa. Cuando el Estado romano pagano adoptó el cristianismo, se incorporó a la Iglesia, pero siguió siendo un Estado pagano en multitud de atribuciones. En el fondo, esto era inevitable. El Estado romano había heredado demasiadas cosas de la civilización y la sagacidad paganas, entre ellas las bases y los fines mismos del Estado. Era evidente que la Iglesia de Cristo, al introducirse en el Estado, no podía suprimir nada de sus propias bases, de la piedra sobre la cual descansaba: tenía que ir hacia sus fines, firmemente señalados y establecidos por Jesucristo. Uno de estos fines era convertir en Iglesia, regenerándola, el mundo entero y, en consecuencia, el Estado pagano antiguo. De este modo, y atendiendo a sus planes para el futuro, la Iglesia no debe buscar un puesto determinado en el Estado, como «toda asociación pública» o como «una agrupación que persigue fines religiosos», para emplear los mismos términos del autor cuyas ideas refuto, sino que todo el Estado terrestre debería convertirse en Iglesia o, por lo menos, renunciar a todos sus fines incompatibles con los de la Iglesia. Esto no humilla, no reduce el honor ni la gloria de níngún gran Estado, ni tampoco la gloria de sus gobernantes, sino que los lleva a dejar el falso camino, todavía pagano y erróneo, y seguir el camino justo, el único que conduce a fines eternos. Por eso el autor del libro sobre las Bases de la justicia eclesiástica hubiera procedido certeramente si, al exponer y proponer estas bases, las hubiera considerado únicamente como un compromiso provisional, todavía necesario en nuestra época pecadora a imperfecta. Pero desde el momento en que el autor osa declarar que las bases que propone, alguna de las cuales acaba de enumerar el padre José, son primordiales, inquebrantables, permanentes, se opone al destino santo a inmutable de la Iglesia. Esto es lo que expongo en mi artículo.

–Dicho de otro modo —continuó el padre Paisius, recalcando las palabras—, que ciertas teorías que no se han abierto paso hasta nuestro siglo diecinueve, afirman que la Iglesia debe convertirse, regenerándose, en Estado, pasar de una posición inferior a otra superior, dejándose absorber por él, después de haber cedido a la ciencia, al espíritu de la época, a la civilización. Si se niega a esto, sólo tendrá un papel insignificante y fiscalizado dentro del Estado, que es lo que ocurre en la Europa de nuestros días. Por el contrario, según las concepciones y las esperanzas rusas, no es la Iglesia la que debe transformarse en Estado, pasando de un plano inferior a otro superior, sino que es el Estado el que debe mostrarse digno de ser únicamente una Iglesia y nada más que una Iglesia. ¡Así sea! ¡Así sea!

–Le confieso que me ha reconfortado un poco —dijo Miusov sonriendo y volviendo a cruzar las piernas—. Por lo que he entendido, habla usted de la realización de un ideal que no se cumplirá hasta fecha muy lejana, hasta la vuelta de Cristo. Esto es todo lo que ustedes desean. La utopía de la desaparición de las guerras, de la diplomacia, de las casas de banca, etcétera: algo que se parece al socialismo. Yo creía que hablaban en serio, de cosas inmediatas, que desde hoy mismo la Iglesia iba, por ejemplo, a juzgar a los criminales, a condenarlos al látigo, al presidio a incluso a la pena de muerte.

Iván Fiodorovitch repuso pausadamente:

–Si hubiera sólo tribunales eclesiásticos, la Iglesia no enviaría a nadie a presidio ni a la horca. El crimen y el modo de considerarlo se tendrían seguramente que modificar. Esto se habría de hacer poco a poco, no de golpe, pero lo más rápidamente posible.

–¿Habla usted en serio? —le preguntó Miusov mirándole a la cara.

–Si la Iglesia lo absorbiera todo, excomulgaría al criminal y al desafecto —dijo Iván Fiodorovitch—, pero no cortaría cabezas. ¿Qué sería del excomulgado, me quiere usted decir? Pues no quedaría separado solamente de los hombres, sino también de Cristo. Con su crimen no se habría rebelado únicamente contra la humanidad, sino también contra la Iglesia de Cristo. Bien mirado, así sucede ya. Lo que ocurre es que la conciencia del criminal de hoy se desvía, diciéndose: «He robado, pero no me he rebelado contra la Iglesia. Yo no soy enemigo de Cristo.» Esto es lo que suele decirse el criminal de hoy. Pero cuando la Iglesia haya sustituido al Estado, al criminal le será difícil hablar así, a menos de que vaya contra la Iglesia imperante en todo el mundo. Entonces tendría que decir: «Todos están equivocados, todos se han desviado del buen camino. Su Iglesia es falsa. Sólo yo, ladrón y asesino, soy la verdadera Iglesia cristiana.» Es una posición dificil de mantener, pues requiere condiciones extraordinarias, circunstancias que sólo existen excepcionalmente. Por otra parte, ¿no hay un resto de paganismo en el punto de vista actual de la Iglesia respecto al crimen? En vez de preservar a la sociedad cercenando un miembro gangrénado, ¿no sería mejor que acometiera francamente la regeneración y la salvación del culpable?

–¿Qué quiere decir esto? —intervino Miusov—. De nuevo no le comprendo. Eso es otro sueño disparatado, incomprensible. ¿Qué significa esa excomunión? Francamente, Iván Fiodorovitch: parece que usted no habla en serio.

–Observen ustedes —dijo el starets, hacia el que todos se volvieron— que si la Iglesia de Cristo no existiera, el criminal no tendría freno para sus fechorias ni recibiría un verdadero castigo…, no un castigo mecánico que, como el señor acaba de decir, sólo produce generalmente irritación, sino un castigo real, el único que atemoriza y aplaca, el que consiste en la confesión que descarga la conciencia.

–Permitame que le pregunte cómo es eso posible —dijo Miusov con viva curiosidad.

–Se lo explicaré —respondió el starets—. Las condenas a trabajos forzados, agravadas años atrás con castigos corporales, no enmiendan a nadie y, sobre todo, no atemorizan a casi ningún criminal. Convenga usted en que cuanto más tiempo pasa, más aumenta el número de crímenes. De ello resulta que la sociedad no queda preservada en modo alguno, pues aunque el miembro nocivo sea cercenado mecánicamente y enviado muy lejos, donde queda oculto a la vista de los demás, aparece otro criminal, o tal vez dos, para cubrir el puesto vacío. Lo único que hasta ahora protege a la sociedad, enmienda al criminal y lo convierte en otro hombre es la ley de Cristo, expresada por la voz de la conciencia. Sólo después de haber reconocido su falta como hijo de la sociedad de Cristo, es decir, de la Iglesia, el criminal la reconocerá ante la sociedad misma. Así, sólo ante la Iglesia puede reconocer su falta: no ante el Estado. Si la justicia dependiera de la sociedad como Iglesia, sabría a quién relevar de la excomunión, a quién admitir en su seno. Como hoy la Iglesia sólo puede condenar moralmente, renuncia castigar materialmente al criminal. Y no lo excomulga: lo envuelve en sus paternales métodos de curación. Es más, se esfuerza en mantener con el criminal todas las relaciones que mantiene con el cristiano inocente: lo admite en los oficios, le da la comunión, lo trata con caridad, más como a un extraviado que como a un delincuente. ¿Qué sería de él, Señor, si la sociedad cristiana, es decir, la Iglesia, lo rechazara, como lo rechaza y lo aisla la sociedad civil? ¿Qué sería de él si la Iglesia lo excomulgara a la vez que se aplica la ley del Estado? No existiría en el mundo mayor desesperación, por lo menos para los criminales rusos, que conservan la fe. Por otra parte, podría ocurrir algo horrible: que el corazón lacerado del criminal perdiera la fe. No, la Iglesia, como una tierna madre, renuncia al castigo material, pues considera que el delincuente, castigado con sobrada dureza por los tribunales seculares, necesita que alguien se compadezca de él. Además, y sobre todo, renuncia a ello porque la justicia de la Iglesia, única que conoce la verdad, no puede unirse, ni esencial ni moralmente, a ninguna otra, aunque la unión sea provisional. No es posible transigir sobre este punto.

»Según dicen, es muy raro que el criminal extranjero se arrepienta, ya que las doctrinas contemporáneas confirman su idea de que el crimen no es un crimen, sino un simple acto de rebeldía contra un poder que le oprime injustamente. La sociedad lo excluye con una fuerza que se le impone de un modo puramente mecánico, y a esta exclusión añade el odio. Así, por lo menos, se cuenta que ocurre en Europa. Y además de añadir el.odio, lo acompaña de la mayor indiferencia y de un olvido absoluto del destino ulterior del culpable. Todo ocurre, pues, sin que la Iglesia dé muestra alguna de piedad, pues en muchos casos allí ya ni siquiera hay Iglesia: sólo quedan eclesiásticos y edificios magníficos. Aquellas Iglesias luchan desde hace tiempo por pasar del plano inferior al superior: por convertirse en Estados. Así, por lo menos, parece ocurrir en las zonas luteranas. En Roma, hace ya mil años que la Iglesia se erigió en Estado. Con esto, el criminal no se considera miembro de la Iglesia. Se ve excomulgado y cae en la desesperación. Si vuelve a la sociedad, suele hacerlo con tal odio, que ella misma lo arroja de su seno. Ya pueden ustedes suponer cómo termina esto. En la mayoría de los casos parece que ocurre lo mismo en nuestro país, pero en realidad, en muchos de nuestros tribunales contamos con la Iglesia, y esta Iglesia no pierde el contacto con el criminal, que sigue siendo para ella un hijo querido. Además, existe, subsiste, aunque sólo sea en teoría, la justicia de la Iglesia, que si ahora no es efectiva, lo será en el porvenir, y que el criminal admite por un impulso instintivo de su alma.

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Litres'teki yayın tarihi:
18 ekim 2024
Hacim:
1090 s. 1 illüstrasyon
ISBN:
9788026802860
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