Kitabı oku: «El Idiota», sayfa 10

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X

En la antesala se produjo un vivo barullo, como si hubiesen entrado varias personas en tropel y todavía continuara la invasión. Sonaban diversas voces al mismo tiempo y algunas de ellas en la escalera, de lo que podía deducirse que la puerta no estaba cerrada aún. Todos se miraron unos a otros, como preguntándose de qué género podía ser semejante visita. Gania se precipitó al comedor, donde ya se habían introducido varios sujetos.

–¡Aquí está el Judas! —gritó una voz conocida de Michkin—. ¡Buenos días, Gania, grandísimo granuja!

–¡Es él, él en persona! —exclamó otra voz.

Michkin no podía dudar ya. El primero que había hablado era Rogochin; el segundo Lebediev.

Gania, petrificado en el umbral del salón, asistió silenciosamente a la entrada en el comedor de los diez o doce hombres que componían el acompañamiento de Rogochin, sin que se le ocurriera impedirla. El grupo, muy heterogéneo, se distinguía en particular por su desorden e incoherencia, sí que también por su escasa educación. Varios habían penetrado sin quitarse sus abrigos o pellizas. Aunque no ebrios en absoluto, todos parecían bastante animados. Para tener el valor de entrar, cada uno de ellos necesitaba sentir el contacto de los otros, porque ninguno habría osado invadir la casa por sí solo.

En consecuencia irrumpían en columna cerrada. El mismo Rogochin avanzaba con circunspección a la cabeza de su partida. Pero era evidente que albergaba intenciones concretas; ello se leía en su rostro sombrío y preocupado. Los demás eran simples comparsas que había reclutado para auxiliarle en caso de necesidad. Entre los tales figuraba, además de Lebediev, el fatuo Zaliochev, que se había despojado del abrigo en el recibidor y se mostraba muy afectadamente distinguido y muy orgulloso de su cabello rizado. Le acompañaban dos o tres personajes del mismo estilo, sin duda alguna hijos de comerciantes. También integraban la banda un estudiante de medicina, un polaco que se había incorporado al grupo no se sabía dónde, un hombrecillo grueso que reía incesantemente, un individuo que vestía un sobretodo de hechura militar, y, en fin, un hombre gigantesco, como de seis pies de alto, muy robusto, taciturno y sombrío y que fiaba mucho, según se advertía a primera vista, en el valor de sus puños. Dos señoras desconocidas miraban desde el descansillo, sin aventurarse a entrar. Kolia les cerró la puerta en el mismo rostro.

–Buenos días, grandísimo granuja de Gania. No esperabas a Parfen Semenovich Rogochin, ¿eh? —repitió el joven comerciante mirando a la cara a Gania, que aún continuaba inmóvil en el umbral del salón.

En aquel momento distinguió en la estancia, frente a él, a Nastasia Filipovna. Evidentemente, Rogochin no contaba encontrarla allí, porque el verla le produjo un efecto extraordinario. Palideció de tal modo, que hasta sus labios perdieron el color.

–¡Conque era verdad! —dijo en voz baja, como para sí, mientras una expresión absorta se fijaba en su semblante—. ¡Esto es el fin! Ea, ¿me contestas o no? —gritó de pronto dirigiendo a Gania su mirada colérica—. ¡Vamos, habla!

Se ahogaba; las palabras salían de su garganta con dificultad. Dio maquinalmente un paso para entrar en el salón, pero al cruzar el dintel distinguió a las señoras Ivolguin y, a pesar de su nerviosidad se detuvo, algo turbado. Lebediev le seguía. El funcionario, muy cargado ya de bebida, acompañaba a Rogochin como si fuese su sombra. Después iban el estudiante, el atleta, Zaliochev, que saludaba en todas direcciones, y el hombrecillo obeso. Desde el primer momento todos se sintieron confusos por la presencia de Nina Alejandrovna y de Varia, pero no cabía contar demasiado con lo duradero de aquella impresión y era notorio que cuando llegase el momento de «empezar» olvidarían muy pronto el respeto debido a las señoras.

–¡Cómo! ¿También tú aquí, príncipe? —dijo Rogochin, un tanto sorprendido de aquel encuentro—. ¡Y siempre con polainas! —suspiró.

Olvidando en el acto la presencia del príncipe, dirigió la mirada a Nastasia Filipovna, hacia la que avanzaba como atraído por una fuerza magnética.

Nastasia Filipovna contemplaba a los recién llegados con mezcla de curiosidad e inquietud.

Gania recuperó su presencia de ánimo. Miró con severidad a los intrusos y preguntó, con voz fuerte, hablando en especial a Rogochin:

–¿Quieren decirme lo que significa esto? Creo, señores, que no entran ustedes en una cuadra. Mi madre y mi hermana están en el salón.

–Ya lo vemos —murmuró Rogochin, entre dientes.

–Eso está a la vista —agregó Lebediev, por decir algo.

El atleta, creyendo sin duda llegado el momento, emitió un gruñido sordo.

–Sin embargo —continuó Gania, cuya voz alcanzó bruscamente un diapasón aún más elevado—, en primer lugar pasen y luego háganme saber…

Rogochin no se movió de su sitio.

–¿Conque no sabes nada? —inquirió con aviesa sonrisa—. ¿No te acuerdas de Rogochin?

–Me parece haberle visto en algún sitio, pero…

–¡Le parece! ¿No oís? Pues no hace más de tres meses que me ganaste al juego doscientos rublos que pertenecían a mi padre. El viejo ha muerto antes de que se enterara de esa pérdida. Tú distrajiste mi atención y entre tanto Kniv hizo trampa… Ptitzin fue testigo. ¿Y no te acuerdas de mí? Si yo saco tres rublos y te los enseño, eres capaz de andar en cuatro pies por el bulevar Vassilievsky. ¡Ése es tu carácter! ¡Ésa tu alma! He venido para comprarte. No repares en mis botas sucias; tengo mucho dinero. Te voy a comprar entero, amigo mío, te voy a comprar vivo y coleando… Y si quieres os compraré a todos, lo compraré todo —vociferó Rogochin, cuya embriaguez se hacía más patente por momentos—. ¡Nastasia Filipovna! —gritó—. Escúcheme: no le pido más que una palabra: ¿se va a casar con Gania? ¿Sí o no?

Y al hacer aquella pregunta Rogochin estaba tembloroso como si se dirigiese a una divinidad, pero a la vez hablaba con la audacia del condenado que, ya al pie del patíbulo, no tiene por qué preocuparse de nada. Esperó la contestación, presa de mortal inquietud.

Nastasia Filipovna le examinó de pies a cabeza con mirada burlona y provocativa; mas, después de contemplar sucesivamente a Gania, Nina Alejandrovna y Varia, cambió de aspecto.

–¡Nada de eso! ¿Qué le pasa? ¿Cómo se le ha ocurrido la idea de preguntarme tal cosa? —repuso en tono bajo y grave donde parecía vibrar cierta sorpresa.

–¡Ha dicho que no! —gritó Rogochin, arrebatado de alegría—. ¿Conque no? Pues me habían dicho… ¿No pretendían, Nastasia Filipovna, que había prometido usted su mano a Gania? ¿A él? ¿Cómo iba a ser posible? ¡Ya lo decía yo a todos! Por cien rublos podría comprarle entero. Si le pago mil rublos por renunciar a usted (y en caso necesario llegaré hasta tres mil) la víspera de la boda se eclipsaría, abandonándome la posesión plena y completa de su novia. ¿No es cierto, Gania? ¡Contesta, granuja! ¿Verdad que tomarás los tres mil rublos? ¡Tómalos: aquí los tienes! He venido para hacerte firmar una renuncia en regla. ¡He dicho que iba a comprarte, y te compraré!

–¡Salga de aquí! ¡Está usted borracho! —gritó Gania, poniéndose encarnado y pálido alternativamente.

Una explosión de murmullos acogió aquella frase. Hacía rato que la banda de Rogochin no esperaba más que una provocación para intervenir. Lebediev inclinándose al oído de Parfen Semenovich, le habló con animación.

–¡Es verdad, funcionario! —gritó Rogochin—. ¡Es verdad! ¡Tienes razón, aunque estés como una cuba! ¡Hagámoslo así! Nastasia Filipovna —dijo con la expresión de un maníaco, pasando súbitamente de la timidez a la insolencia—, aquí tiene dieciocho mil rublos.

Y mientras hablaba lanzó ante ella, sobre la mesa, un montón de billetes contenidos en un papel blanco atado con un cordón.

–¡Ahí los tiene! Y luego habrá más…

No era aquello exactamente lo que se había propuesto decir, pero no se atrevió a expresar del todo su pensamiento.

Lebediev tornó a hablar en voz baja al oído de Rogochin.

–¡No, no! —se le oyó cuchichear con aire consternado.

Se comprendía que la magnitud de la suma asustaba al empleadillo y que proponía empezar ofreciendo una cifra mucho más baja.

–No, amigo mío, tú no entiendes de esto… Y además, tú y yo somos dos imbéciles —respondió Rogochin, estremeciéndose bajo la airada mirada de Nastasia Filipovna—. ¡He hecho mal en escucharte! ¡Me has obligado a cometer una tontería! —exclamó con tono que delataba un profundo arrepentimiento.

Viendo el aspecto abatido de Rogochin, Nastasia Filipovna prorrumpió en una carcajada.

–¿Dieciocho mil rublos a mí? ¡Cómo se le nota que es un aldeano! —exclamó con descarada insolencia alzándose del sofá cual dispuesta a irse.

Gania contemplaba aquella escena con el corazón abatido.

–¡Cuarenta mil! ¡Cuarenta mil y no dieciocho mil! —replicó Rogochin inmediatamente—. Ptitzin y Biskup me han ofrecido entregarme cuarenta mil esta tarde, a las siete. ¡Cuarenta mil! ¡Todos para usted!

Aquel chalaneo era francamente vergonzoso; pero Nastasia Filipovna parecía complacerse en prolongarlo, porque seguía riendo sin marcharse. Las dos Ivolguin se habían puesto en pie, esperando, silenciosas, el desenlace de la situación. De los ojos de Varia brotaban relámpagos. La escena parecía haber influido muy desagradablemente sobre Nimia Alejandrovna que temblaba y vacilaba, como a punto de desmayarse.

–¡Si hace falta le doy cien mil! Hoy mismo pondré cien mil rublos a su disposición. Ptitzin, procúrame esa cantidad. Tendrás una buena ganancia.

Ptitzin se acercó a Parfen Semenovich y le cogió por un brazo.

–Has perdido la cabeza —le dijo en voz baja—. Hazte cargo de la casa en que te encuentras. Estás borracho. Vas a hacer que llamen a la policía.

–Fantasea bajo los efectos de la bebida —insinuó, Nastasia Filipovna.

–No fantaseo. El dinero estará preparado esta tarde. Ptitzin, usurero, cuento contigo. Necesito cien mil rublos para esta tarde al interés que quieras. Yo probaré que no vacilo ante nada —exclamó Rogochin, más exaltado cada vez.

Ardalion Alejandrovich, profundamente irritado, al parecer, se acercó de pronto a Rogochin, y gritó amenazador:

–¿Quiere decirme qué significa esto?

El silencio observado hasta entonces por el general hacía harto grotesca aquella salida imprevista. Se oyeron risas.

–¡Vaya una ocurrencia! —dijo Rogochin, con una carcajada—. Ea, buen viejo, acompáñanos y te pagaremos unas copas.

–¡Qué cobardía! —exclamó Kolia, con lágrimas de vergüenza y de indignación.

–¿Es posible que no haya entre todos un hombre capaz de echar de casa a esa desvergonzada? —gritó bruscamente Varia, temblando de cólera.

–¡Me ha llamado desvergonzada! —comentó Nastasia Filipovna con jovialidad despectiva—. ¡Y yo que venía, como una tonta, a invitarlas a mi velada! ¡Mire cómo me trata su hermana, Gabriel Ardalionovich!

El arranque de Varia había dejado abrumado a Gania por un momento. Pero ahora, viendo que Nastasia Filipovna iba a marcharse en realidad, se lanzó a su hermana como un energúmeno y le cogió la mano.

–¿Qué has hecho? —aulló, mirándola de tal modo que parecía resuelto a darle de golpes.

Estaba realmente fuera de sí; era incapaz de todo raciocinio.

–¿Qué he hecho? ¿Por qué tiras de mí? ¿Quieres que vaya a pedirle perdón después de haberse presentado aquí para insultar a tu madre y deshonrar tu casa, miserable? —respondió Varia, mirando a su hermano con expresión soberbia y provocativa.

Por unos momentos ambos permanecieron frente a frente. Gania seguía oprimiendo la mano de su hermana entre la suya. Por dos veces, Varia intentó soltarse y al fin, ante la impotencia de sus esfuerzos, enfurecióse y escupió en la cara a su hermano.

–¡Valiente muchacha! —gritó Nastasia Filipovna—. ¡Bravo, Ptitzin! ¡Le felicito!

Una nube oscureció los ojos de Gania. Perdiendo el dominio de sí mismo, alzó la mano sobre el rostro de su hermana. Pero cuando iba a descargar el golpe, un brazo sujetó el suyo. Michkin acababa de interponerse.

–¡Basta, basta! —gritó con firmeza, aunque su extraordinaria agitación le hacía temblar de cabeza a pies.

–¿Es que he de encontrarte eternamente en mi camino? —clamó Gania, en el paroxismo de la ira.

Y soltando a su hermana asestó al príncipe un violento bofetón.

–¡Oh, Dios mío! —exclamó Kolia, golpeándose las manos.

Por todas partes se elevaron exclamaciones. Michkin palideció. Miró a Garúa fijamente con una viva expresión de reproche, sus labios temblorosos hicieron un esfuerzo para hablar y al fin se contrajeron en una extraña sonrisa.

–Es igual. Siendo a mí no me importa… Pero no habría tolerado que maltratase a su hermana —murmuró al fin.

Y luego, como si el ver a Gania le causase dolor, se apartó de él y, cubriéndose el rostro con las manos, se retiró a un rincón, volvió el semblante hacia la pared y murmuró, con voz entrecortada:

–Esta acción ha de avergonzarle mucho, Gabriel Ardalionovich.

Gania parecía aterrorizado. Kolia estrechó a Michkin entre sus brazos y le colmó de consuelos. Tras él fueron a agruparse en torno a Michkin, Rogochin, Vania, Ptitzin, Nina Alejandrovna y todos los demás, sin exceptuar al general Ivolguin.

–¡No es nada, no es nada! —decía el príncipe, siempre con la misma extraña sonrisa en los labios.

–¡Gania se arrepentirá! —gritó Rogochin—. ¡Debía darte vergüenza, Gania, haber pegado a este… corderito! —reprochó, sin encontrar frase más adecuada—. Querido príncipe, escúpele a la cara y vente conmigo. ¡Ya verás cómo sabe querer Rogochin!

Nastasia Filipovna había quedado también muy impresionada por la conducta de Gania y la reacción del príncipe. Su falsa alegría, que tan poco armonizaba con su rostro habitualmente pálido y soñador, pareció dejar el sitio a un sentimiento nuevo. Se advertía, sin embargo, que la joven quería luchar contra tal impulso y conservar su expresión irónica.

–Realmente, creo haber visto su cara en algún sitio —observó de pronto con acento grave, recordando que ya se le había ocurrido antes la misma idea.

–¿No le da vergüenza obrar de ese modo? ¿Es posible que sea usted lo que finge ser, Nastasia Filipovna? —exclamó el príncipe repentinamente.

Aquellas palabras de censura y la emoción sincera con que Michkin las pronunció, sorprendieron a Nastasia Filipovna. Sin duda para disimular, sonrió, aunque algo turbada, lanzó una mirada a Gania y se fue del salón. Pero antes de llegar a la antesala volvió de improviso, cogió la mano de Nina Alejandrovna y se la llevó, a los labios.

–El príncipe me ha comprendido: no soy en efecto así —murmuró con voz conmovida y precipitada, mientras un súbito rubor coloreaba su rostro.

Y girando sobre sus talones, salió tan de prisa que nadie pudo acertar el motivo de que hubiese vuelto a entrar. Solamente se le había visto dirigirse en voz alta a Nina Alejandrovna y se había creído observar que le besaba la mano. Pero ni un solo detalle de esta rápida escena había escapado a Varia, y cuando la visitante se fue, la joven la miró con sorpresa.

Gania, recuperando la conciencia de sí mismo, se precipitó en pos de Nastasia Filipovna y pudo alcanzarla en la escalera.

–No me acompañe —dijo ella—. Hasta la noche. No deje de acudir.

Él tornó al piso, turbado, inquieto, oprimido por un enigma que gravitaba sobre su ánimo más pesadamente que nunca. El recuerdo de la ofensa inferida a Michkin relampagueó en su cerebro. A su lado pasó como una tromba toda la banda de Rogochin, que salía hablando acaloradamente. En la precipitación de su marcha casi derribaron a Gania, quien estaba tan absorto que apenas lo notó. Rogochin iba acompañado por Ptitzin, a quien interpelaba con vehemencia, al parecer sobre algo muy importante.

–¡Has perdido, Gania! —gritó al salir.

Gabriel Ardalionovich siguióle con ojos preocupados hasta que le vio desaparecer.

XI

El príncipe abandonó el salón y se retiró a su cuarto, donde Kolia acudió a consolarle. El pobre muchacho, ahora, parecía incapaz de separarse de Michkin.

–Ha hecho usted bien en irse de la sala —dijo—. Ahora la cosa se va a poner más agria todavía. Esta es nuestra existencia diaria. ¡Y todo por culpa de esa Nastasia Filipovna!

–Veo que aquí tienen ustedes bastantes penas, Kolia —dijo Michkin.

–Sí, muchas. Pero no merece la pena hablar de nosotros. Si sufrimos es por nuestra culpa. En cambio, yo tengo un íntimo amigo… ¡y ése sí que es desgraciado! ¿Quiere usted que se lo presente?

–Con mucho gusto. ¿Es algún camarada suyo?

–Sí, casi un camarada. Ya se lo explicaré todo más adelante. Dígame: ¿qué le parece Nastasia Filipovna? ¿Verdad que es muy hermosa? Yo no la había visto nunca, y no por falta de ganas. Y me ha deslumbrado. Si Gania se casase con ella por amor, se lo perdonaría, pero ¡qué haya de recibir dinero! ¡Eso es deplorable!

–No simpatizo mucho con su hermano.

–¡No me extraña! Después que… Pero yo no miro esas cosas como suelen mirarse. Porque un loco, un imbécil, o un granuja, en un paroxismo de locura, dé una bofetada a alguien, éste ya queda deshonrado para toda la vida, a menos que lave la injuria con sangre o su agresor le pida perdón de rodillas. Esto, para mí, es absurdo y despótico. «La mascarada» de Lermontov se funda en esto, mas, a mi juicio, es una estupidez. O, mejor dicho, quiero indicar que no es natural. Claro que Lermontov era casi un niño cuando escribió ese drama…

–Su hermana me parece una mujer muy agradable.

–Es muy valiente. ¡Hay que ver cómo ha escupido a Gania en la cara! Usted no ha hecho lo mismo, aunque estoy seguro de que no por falta de valor. Pero mírela: ahí viene. En hablando del rey de Roma… Ya sabía yo que vendría: es una mujer muy noble, aunque tiene sus defectos…

Varia comenzó por increpar a su hermano.

–¡Ea, largo de aquí! Éste no es tu sitio. Vete con papá. ¿Le ha molestado Kolia, príncipe?

–No, al contrario.

–¡Ya estás con ganas de gruñir, Varia! Esto es lo que tienes de malo. Por cierto que yo pensaba que papá se había ido con Rogochin. Seguramente lamenta ya no haberle acompañado. Voy a ver qué hace —dijo Kolia, saliendo.

–Gracias a Dios, he convencido a mamá de que se acueste y no ha habido más disputas —manifestó Varia—. Gania está avergonzado y muy deprimido. Y tiene motivos para estarlo. ¡Qué lección! He venido, príncipe, para darle las gracias y para hacerle una pregunta. ¿No conocía usted antes a Nastasia Filipovna?

–No, no la conocía.

–Entonces, ¿cómo le ha dicho que no es lo que finge? Parece que ha adivinado usted. Es muy posible, en efecto, que esa mujer no sea así. ¡Pero no seré yo quien me ocupe en descifrar su carácter! Es evidente desde luego que acudía con intención de molestarnos. He oído antes de ahora contar ciertas cosas extrañas a propósito de ella. Y, si quería invitarnos, ¿por qué empezó mostrándose grosera con mamá? Ptitzin la conoce bien y afirma que no comprende la conducta de que alardeó al principio. Y luego, ese Rogochin… Una mujer que se respete no puede tener una conversación así en casa de su… Mamá está muy inquieta por usted…

–No hay motivo —dijo Michkin, con un expresivo ademán.

–¡Hay que ver lo dócil que esa mujer ha estado con usted, príncipe!

–¿Dócil?

–Usted le ha dicho que era una vergüenza para ella obrar así e inmediatamente ha cambiado por completo. ¡Tiene usted mucha influencia sobre ella! —comentó Varia, con una leve sonrisa.

Se abrió la puerta y con gran sorpresa de los interlocutores, Gabriel Ardalionovich entró en la habitación.

La presencia de su hermana no le desconcertó en lo más mínimo. Permaneció unos instantes en el umbral y después adelantó resueltamente hacia Michkin.

–Príncipe, he cometido una cobardía. Perdóneme, amigo mío —dijo con acento emocionado.

Su semblante expresaba vivo sufrimiento. El príncipe le miró con extrañeza y no contestó.

–¡Perdóneme, perdóneme! —suplicó Gania ¡Si quiere, le besaré la mano!

Michkin, muy enternecido, tendió los brazos a Gania, sin decir palabra. Los dos se abrazaron con un sentimiento sincero.

–Yo distaba mucho de juzgarle mal —manifestó el príncipe, respirando con dificultad—. Pero me parecía usted incapaz de…

–¿Incapaz de reconocer mis errores? Y, por mi parte, ¿de qué había sacado yo antes que era usted un idiota? Usted siempre repara en lo que no reparan los demás. Con usted se podría hablar de… Pero más vale callar.

–Hay otra persona ante la que debe usted reconocerse culpable —dijo Michkin, señalando a Varia.

–La enemistad de mi hermana conmigo es definitiva ya. Esté seguro, príncipe, de que hablo con fundamento. Aquí nunca se perdona nada sinceramente —replicó Gania con viveza, apartándose de Varia.

–Te engañas —dijo Varia—. Sí, te perdono.

–¿E irás esta noche a casa de Nastasia Filipovna?

–Iré si me lo exiges, pero yo soy la que te pregunto: ¿No crees absolutamente imposible que la visite en las circunstancias actuales?

–No. Nastasia Filipovna es muy amiga de plantear enigmas. Pero todo ha sido un juego.

Y Gania sonrió con amargura.

–Ya sé que esa mujer no es así y que todo ello constituye un juego por su parte. Pero ¡qué juego! ¿No ves, además, por quién te toma, Gania? Cierto que ha besado la mano de mamá; admito también que su insolencia fuera ficticia; mas, aparte eso, hermano, se ha burlado de ti. Te aseguro que setenta y cinco mil rublos no compensan semejante cosa. Te hablo así porque sé que eres aún capaz de sentimientos nobles. Tampoco tú debieras ir. Ten cuidado. Esto no puede terminar bien.

Y Varia, muy agitada, salió precipitadamente de la habitación.

–He aquí el modo de ser de los de esta casa —dijo Gania, sonriendo—. ¿Es posible que imaginen que yo ignoro todo lo que me predican? ¡Lo sé tan bien como ellos!

Y se sentó en el diván con evidente deseo de alargar la visita.

–Entonces yo me pregunto —repuso Michkin con timidez— cómo puede ser que esté usted decidido a afrontar un tormento así sabiendo que setenta y cinco mil rublos no lo compensan.

–Yo no hablaba de eso —murmuró Gania—. Pero ya que viene a propósito, dígame: ¿Cree usted que setenta y cinco mil rublos valen la pena de sufrir ese «tormento»?

–A mi juicio, no.

–Ya sabía que usted opinaría así. ¿Y cree vergonzoso casarse en esas condiciones?

–Muy vergonzoso.

–Pues sepa usted que me casaré, y que ahora estoy absolutamente decidido. Hace un rato aún titubeaba, pero ahora, no. No me haga observaciones. Todo lo que usted pueda decirme lo sé de antemano.

–No; lo que voy a decirle no se le ha ocurrido. A mí me extraña mucho su extraordinaria certeza.

–¿De qué?

–De que Nastasia Filipovna no pueda dejar de casarse con usted. Su seguridad de que el asunto es cosa arreglada. Y aun admitiendo que se case con ella, me sorprende verle tan seguro de recibir los setenta y cinco mil rublos. Desde luego hay en este caso muchos detalles que ignoro…

Gania, con un brusco movimiento, se acercó a Michkin.

–Claro: no lo sabe usted todo —dijo—. ¿Por qué había de resignarme yo a esa carga de no mediar dinero?

–Me parece que casos así se producen con mucha frecuencia: uno se casa por interés y el dinero queda en manos de la esposa.

–En este caso, no… Aquí median… median circunstancias especiales —repuso Gania, tomándose pensativo y preocupado—. Y en cuanto a la contestación de ella no hay duda alguna —se apresuró a añadir—: ¿De qué saca usted en limpio que puede negarme su mano?

–No sé sino lo que he visto. También Bárbara Ardalionovna le ha manifestado hace un momento…

–Las palabras de mi hermana no tienen importancia. No sabe lo que dice. Y respecto a Rogochin, estoy seguro de que Nastasia Filipovna se ha burlado de él. Me he dado muy buena cuenta… Era evidente. Antes he tenido cierto temor, pero ahora lo veo todo con claridad. Acaso me objete usted que su modo de comportarse con mis padres y con Varia…

–Y con usted.

–Lo admito. Pero en todo esto hay un antiguo rencor femenino, y nada más. Nastasia Filipovna es una mujer terriblemente irascible, vengativa y orgullosa. ¡Parece un empleado pospuesto en el ascenso! Ella quería alardear de su desprecio por mí y por mí, no lo niego… Y sin embargo, se casará conmigo. Usted no tiene idea de las comedias que el amor propio sugiere al ser humano. Nastasia Filipovna me considera despreciable, porque me caso únicamente por el dinero con una mujer que ha sido de otro hombre, y no sabe que cualquiera en mi caso se portaría mucho más vilmente, porque se aproximaría a ella dirigiéndole discursos liberales y avanzados, explotando hábilmente la cuestión de los derechos femeninos, haciendo creer sin dificultad a esa necia vanidosa que sólo deseaba casarse con ella por su «nobleza de alma» y por su «desgracia», cuando, en fin de cuentas, se casaría con ella por el dinero. Lo que la indigna es que yo no finja cuando convendría fingir. Ella, a su vez, ¿qué hace sino lo mismo que yo? Así, pues, la conclusión es ésta: ¿por qué me desprecia y finge de ese modo? Porque yo, en vez de humillarme, le he dado pruebas de orgullo. ¡Pero ya veremos!

–¿La amó usted antes de esto?

–Al principio, sí. Pero ya, no. Hay mujeres muy buenas como amantes y detestables como esposas. No quiero decir, entiéndame, que yo haya sido amante de Nastasia Filipovna. Si se propone vivir en paz conmigo, yo viviré en paz con ella. Pero si se rebela la abandonaré llevándome el dinero. No quiero hacer el ridículo; sobre todo, no quiero hacer el ridículo.

–Sigo creyendo que Nastasia Filipovna es inteligente —dijo Michkin, no sin temor de ofender a Gania—. ¿Por qué acepta este matrimonio pudiendo prever las tribulaciones que la esperan? Le cabría casarse con otro… Eso es lo que me extraña.

–Hay ciertas razones… Usted no lo sabe todo, príncipe… Es que… Además, está convencida de que la amo con locura, se lo aseguro. Incluso me inclino a creer que ella me quiere a su modo. Ya conoce usted el proverbio: «Quien bien te quiere, te hará llorar». Ella me considerará siempre como un bellaco (y puede que sea lo que le convenga en el fondo), pero a pesar de todo me amará a su manera. Y está preparándose para ello: tal es su carácter. Es una verdadera rusa, se lo juro, príncipe. Pero yo le preparo una sorpresa. Aunque impremeditadamente, la escena de antes con Varia ha resultado oportuna para servir mis intereses. Nastasia Filipovna ha tenido así la prueba de mi devoción por ella, devoción que me llevó, en apariencia, a mostrarme dispuesto a romper todos los vínculos con mi familia. Esté usted seguro de que no soy un necio… Pero sí dirá usted que soy un charlatán, ¿no? Quizá yo no acierte, querido príncipe, al hacerle estas confidencias, mas me he lanzado sobre usted, porque es el primer hombre honrado que he conocido. Al decirle que me he lanzado sobre usted no pretendo hacer un juego de palabras. No está usted disgustado ya conmigo por lo de antes, ¿verdad? Acaso sea ésta la primera vez desde hace dos años que hablo con el corazón en la mano. Créame que aquí padecemos una terrible escasez de personas honorables. Ninguno supera en honradez a Ptitzin… ¡Figúrese! Creo que se ríe usted… Pero ¿no sabe que los granujas estiman a la gente honrada? Y yo… Aunque, por otra parte, ¿por qué he de ser yo un granuja? Dígame con franqueza, ¿me cree usted un granuja? ¿Por qué me califican todos así, empezando por Nastasia Filipovna? Mas, ya que lo hacen, sigo el ejemplo de ellos y de ella y me califico de granuja también. ¡Adelante, pues, con la granujería!

–Desde ahora, yo no lo consideraré nunca de tal modo —dijo Michkin—. No hace mucho le juzgaba un malvado, y sus palabras presentes me producen una gran alegría. Esto es una lección, e indica que no se puede juzgar con ligereza. Ya veo, Gabriel Ardalionovich, que usted, lejos de ser un malvado, no puede ser considerado ni aun como un hombre muy corrompido. Mi opinión es que usted es una de las personas más corrientes que existen. Si por algo se distingue, es por una gran flaqueza de carácter y por una falta absoluta de originalidad.

Gania sonrió para sí, con sarcasmo, pero no habló. Michkin comprendió que su opinión había desagradado a su interlocutor y calló también, confuso.

–¿Le ha pedido dinero mi padre? —interrogó Gania de repente.

–No.

–Se lo pedirá, pero no se lo dé. Antes mi padre era un hombre correctísimo, lo recuerdo bien. Frecuentaba la mejor sociedad. Mas ¡qué pronto empieza la decadencia de estos señores tan correctos, cuando llegan a viejos! Al primer revés de fortuna, se opera en ellos una transformación completa. Antaño, se lo aseguro, mi padre no mentía jamás; apenas si era un poco más entusiasta de lo debido. ¡Y vea en lo que ha venido a parar! La culpa es del vino, sin duda. ¿No sabe usted que tiene una querida? De modo que no es ya un mero charlatán inofensivo. No comprendo la paciencia de mamá, ¿le ha contado ya mi padre el asedio de Kars? ¿No le ha dicho que tenía un caballo gris que hablaba? Se ve que no ha tenido tiempo todavía…

Y Gania rompió en una franca carcajada.

–¿Por qué me mira usted así? —preguntó bruscamente al príncipe.

–Porque me sorprende verle reír tan sinceramente. Tiene usted, en realidad, una alegría casi infantil. Cuando ha venido a reconciliarse conmigo y me ha dicho: «Si quiere, le besaré la mano», he pensado que un niño no habría podido portarse de otro modo… Es usted, pues, capaz de hablar y proceder todavía con la candidez de la infancia. Luego, de improviso, me habla usted de sus tenebrosos proyectos concernientes a los setenta y cinco mil rublos. Verdaderamente, todo ello me parece absurdo e increíble.

–¿Y qué quiere deducir de eso?

–Que se lanza usted atolondradamente a la empresa y que haría bien en pensarlo dos veces. Puede que Bárbara Ardalionovna tenga razón.

–¡Ah, ahora salimos con la moral! —replicó vivamente Gania—. Ya sé que soy un muchacho, y lo acredito por el simple hecho de haber entablado tal conversación con usted. Pero no me lanzo por cálculo a este tenebroso asunto, príncipe —continuó el joven, herido en su amor propio e incapaz ya de dominar sus palabras—. Si hiciese un cálculo, seguramente me engañaría, porque soy muy débil aún de mente y de carácter. Obedezco a una pasión y a un impulso que para mí son antes que todo lo demás. Usted cree que una vez en posesión de los setenta y cinco mil rublos yo me apresuraré a comprar un coche. No: entonces concluiré de usar este abrigo viejo que llevo hace tres años y renunciaré a todas mis amistades del círculo. Seguiré el ejemplo de los que han triunfado. A los diecisiete años, Ptitzin dormía al raso y vendía cortaplumas. Empezó con un kopec y ahora posee sesenta mil rublos. Pero ¡hay que ver lo que le ha costado llegar a ello! Esos principios penosos son los que quiero evitar. Empezando ya con un capital, de aquí a quince años podrá decir la gente: «Ese es Ivolguin, el rey de los judíos». Usted opina que esto carece de originalidad, que es mera flaqueza de carácter, que no poseo talentos particulares, que soy un hombre corriente… Usted me ha hecho el honor de no considerarme un granuja y no sabe que le hubiera golpeado de buena gana en recompensa de su buena opinión. Me ha ofendido usted más cruelmente que Epanchin, que me juzga capaz de venderle mi mujer (y observe que esa conjetura por parte suya es completamente gratuita, ya que nunca se ha tratado de semejante cosa entre nosotros, ni ha procurado siquiera inducirme a ello, de modo que sólo lo cree porque él mismo es un ingenuo en el fondo). Todo esto me trae muy disgustado hace tiempo, amigo. Yo necesito dinero. Una vez rico, entérese, seré un hombre muy original. Lo que el dinero tiene de más vil y despreciable es que incluso proporciona talentos. Y los proporcionará mientras el mundo sea mundo. Usted dirá que todo esto son chiquilladas y acaso novelería. Pues, entonces, resultará doblemente divertido para mí. Haré lo que me propongo. «Rira bien qui rira le dernier». ¿Por qué cree usted que Epanchin me ofende de ese modo? ¿Por maldad? Nada de eso. Sólo porque soy un Don Nadie en la sociedad. Pero luego… En fin, ya hemos hablado bastante: he visto asomar dos veces la nariz de Kolia, lo que quiere decir que la mesa está servida. Me voy a comer. Acudiré a hablarle con frecuencia. No se encontrará usted mal con nosotros. Desde ahora va a ser considerado como un miembro más de la familia. Pero, fíjese en esto, no se le ocurra traicionarme. Creo que usted y yo hemos de ser, o amigos, o enemigos. Dígame, príncipe: si antes le hubiese besado la mano como estaba sinceramente resuelto a hacer, ¿no cree usted que después de eso me habría convertido en su enemigo?

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Yaş sınırı:
0+
Litres'teki yayın tarihi:
18 ekim 2024
Hacim:
870 s. 1 illüstrasyon
ISBN:
9782377937103
Telif hakkı:
Bookwire
İndirme biçimi:
Metin
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