Kitabı oku: «Feminismos desde Abya Yala», sayfa 2

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Agradecimientos

Con el permiso de las guardianas y guardianes de los cuatro rumbos, agradeciendo la ayuda de la tierra, el agua, el fuego y el aire, dedico esta investigación a todas las mujeres que a lo largo de Abya Yala cruzaron sus palabras con las mías para pensar juntas. A mi hija Helena por acompañarme y a mis amigas Melissa Cardoza y Gladys Tzul por no dejarme sola con mis dudas, indecisiones y crisis. Agradezco a mis amigas María del Rayo Ramírez Fierro, Gabriela Huerta Tamayo y Cristina Renaud y a mis amigos Coquena y Eduardo Mosches por respaldarme siempre desde la ciudad de México. A Yuderkis Espinosa, Julieta Paredes, Rita Laura Segato, Silvia Rivera Cusicanqui, Amalia Fischer, Marian Pessah y Madeleine Pérusse por interlocutar conmigo desde diversos escenarios del antirracismo feminista latinoamericano. Y a mi maestro Horacio Cerutti por nunca interrumpir el diálogo sobre epistemología, liberación e identidad en Nuestra América.

Y a Guillermo Scully Fuentes por habernos atrevido a hacer de Helena una joven mujer libre, in memoriam.

Introducción

Es difícil explicar esto a una mujer blanca cuando no se tienen las condiciones para dialogar; mira, nosotras no estamos de acuerdo con la imposición de criterios feministas hegemónicos, pero yo reconozco y valoro todo el aprendizaje que tengo de las diferentes corrientes feministas porque han provocado que me reconozca como sujeta epistémica, y por lo tanto pensarme desde el cuerpo y en el espacio donde convivo para tejer ideas feministas, con ello se fortalece la construcción consciente de mi identidad feminista comunitaria y a su vez aportamos al movimiento feminista en el mundo. Entre otras cosas, el paso que necesitamos dar es nombrar desde nuestros propios idiomas liberados y cosmovisiones, las categorías y conceptos que estamos construyendo para el análisis de nuestras realidades históricas de opresión, pero también de liberación, como mujeres indígenas, originarias, campesinas, rurales o de pueblos.

LORENA CABNAL

Feminista comunitaria maya-xinka

La pregunta por los feminismos no occidentales de América Latina

La pregunta sobre la existencia de pensamientos feministas de cuño no occidental, es decir que no estén concebidos des de «fundamentos» o «bases» de la modernidad, es una pregunta que me ha perseguido en diversos escenarios: los del activismo en el feminismo autónomo, los de mis dudas acerca de la universalidad de un sujeto mujer concebido desde la individualidad de las mujeres y los de la interlocución con mujeres de diversos pueblos indígenas de Nuestra América que no se definen feministas. Hoy considero que es una pregunta filosófica.

Las «bases» de la modernidad configuran una metáfora tan profundamente enraizada en nosotras, en nuestro comportamiento y en nuestro acercamiento a lo que consideramos educación, razonamiento y política, que desde las universidades y desde el feminismo pocas veces es cuestionada.

Aún sin percatarnos de ello, la mayoría de las mujeres que nos hemos educado en las ciudades y desde una organización social que hace descender su laicidad de un ordenamiento cristiano del mundo (un acta de nacimiento que se parece a una fe de bautizo, un certificado de matrimonio que garantiza la monogamia heterosexual obligatoria, etcétera), pensamos como fundamentales o básicas la centralidad y supremacía sobre la naturaleza de un ser humano escindido entre un cuerpo máquina y un alma racional (Descartes), la primacía de lo útil (Locke), la auto-nomía ética individual (Kant), la igualdad intelectual con el hombre (Madame Roland) y la trascendencia existencial mediante la economía, el trabajo y las decisiones individuales (de Beauvoir).

Por lo tanto, pensar la buena vida, la autonomía, el reconocimiento y la justicia por y para las mujeres desde otros cimientos, implica estar dispuestas a criticar la idea de liberación como acceso a la economía capitalista (aunque sea de soporte del individuo femenino) y el cuestionamiento del cómo nos acercamos, hablamos y escuchamos a las mujeres que provienen de las culturas ajenas a los compromisos metafísicos de occidente.

Es una posición que a las mujeres occidentales y/u occidentalizadas puede abrirnos a considerar diferentes filosofías de lo femenino y no aceptar un solo tipo de universalidad1. A la vez que es el camino que recorren a diario, pensándose desde su historia, las mujeres de los 607 pueblos y nacionalidades originarias de Nuestra América.

Cuando algunas intelectuales indígenas se me acercaron en 2006 para señalar que en mi libro Ideas feministas latinoamericanas su pensamiento no estaba reflejado, me aboqué a leer los escasos textos que las editoriales universitarias les publican y los folletos que editan con esfuerzos comunitarios o mediante la ayuda de financiamientos. Pero no fue suficiente; urgía que cambiara mi forma de relacionarme con las productoras de conocimiento.

En efecto, estudiar las teorías y posicionamientos políticos y vitales de las propuestas feministas de las intelectuales, activistas, dirigentes y mujeres en general que se suscitan al interior y, a la vez, confrontando las renovadas políticas de identidad, de defensa del territorio y del derecho propio de los pueblos indígenas de Nuestra América, más allá de la animadversión que despierta en una academia que se niega a reconocer los conocimientos que no se generan en y desde su seno, implicaba un cambio de actitud.

Es muy difícil cuestionar la centralidad de la epistemología de lo occidental en el feminismo desde la academia y las ciudades, pero es evidente que muchas mujeres se encuentran descentradas —¿libres del cerco?— de ella. Conocer las ideas que las mueven a la acción, para mí también ha implicado una acción, un ponerme en movimiento hacia ellas y buscar las vías de entablar un diálogo.

Conocer la poesía de Maya Cú Choc y conocerla personalmente ha posibilitado que me pusiera en movimiento. En 2006, le pedí a Maya que dialogáramos sobre algo que nos concernía a las dos y empezamos a cartearnos sobre el racismo, que es una relación dual, implica quién se beneficia del racismo y quién es explotada sistemáticamente por la existencia del fenómeno.

Como mujer blanca yo vivo sin conciencia los privilegios que el sistema racista me ha reservado desde la infancia. Están tan interiorizados y normalizados que no me percato de ellos y, por ende, me abrogo el derecho de no reconocerlos, a menos que alguien me los señale.

Desde el momento en que ese señalamiento existe, sin embargo, yo me vuelvo responsable de los privilegios que las blancas gozamos en un mundo de racializaciones jerárquicas de las personas, según sus rasgos, sus pasaportes, su color de piel, su tipo de pelo, su estructura corporal. Ahí donde existe un privilegio, un derecho es negado, precisamente porque los privilegios no son universales, como son pensados los derechos (igualmente, ahí donde un derecho es negado, se construye un privilegio). El sistema de privilegios racistas que favorece a las blancas me otorga muchos argumentos para que no los reconozca como tales y pueda seguir gozándolos. Gracias a ellos, puedo esgrimir un discurso, que la academia me ofrece, con qué justificar mis éxitos como buena estudiante y esforzada docente, obviando las facilidades que tuve para alcanzarlos.

Para Maya Cú Choc, mujer queqchí, el racismo es también una condición diaria que la confronta con toda la historia de Guatemala y sus genocidios recientes, último el de 1982. Las familias de su madre y de su padre, en efecto, tuvieron que desplazarse a la ciudad después del golpe de 1954 contra Jacobo Árbenz, porque eran campesinos indígenas organizados. Ella nació, por lo tanto, en 1968 en la ciudad capital donde no pudo asirse de los referentes culturales con los que la sociedad occidentalizada identifica a los pueblos indígenas: territorio, lengua e indumentaria tradicional. No obstante, siempre estuvo expuesta al racismo que se manifestó como guetos laborales de salarios bajos (trabajo doméstico para su madre, en la construcción para su padre), escuelas marginadas, discriminación en el acceso a los servicios públicos, exposición a las manifestaciones de la violencia institucional, descreimiento a su calidad artística.

Podernos cartear privadamente sobre el racismo desnudando el lugar desde donde hablábamos, nos permitió conocernos. A mí, en lo particular, me permitió conocerla y conocerme. A raíz de ello, como narraré2 más adelante, me hice a la idea de que para entender el pensamiento de las mujeres indígenas acerca de su ser mujeres y cómo construirse una mejor vida sin traicionar sus comunidades, debía comprender desde dónde este pensamiento se genera: desde cosmovisiones3 que no son las de tradición europea; desde sujetos que no son necesariamente individuales aunque estén personificados y encarnados en mujeres de carne y hueso; desde sistemas matemáticos no decimales y no centrados en la supremacía de los números impares; desde la resistencia a las definiciones externas; desde relaciones patriarcales donde se trenzan tradiciones ancestrales de supremacía masculina con la misoginia del catolicismo y la violencia de la conquista y la colonización; y con estrategias de resistencia grupal que confrontan la explotación colonial mediante la concentración de la propiedad territorial en manos de linajes masculinos o mediante el mestizaje no admitido4.

El reconocimiento de estos diversos desde dónde se generan las reflexiones, ubican y esclarecen las elaboraciones políticas y filosóficas que no son explícitas, pero subyacen a toda búsqueda de una coherencia. Identificarse como mujeres en proceso de liberación de las opresiones patriarcales no es lo mismo en un mundo visualizado como dual, complementario aunque desigual, necesariamente dialógico y complejo, que desde un mundo binario y contrapuesto. Tampoco es igual desde un sistema político, filosófico o religioso que provee un marco de resistencia a la dominación que desde un sistema intransigente; desde la riqueza fruto de la explotación que desde la pobreza generada por la misma; desde la integración en un sistema de naturaleza que considera al ser humano como una parte del todo que desde la consideración de una naturaleza cosificada a dominar.

Gracias al diálogo que entablé con Maya Cú desde el afecto y el respeto mutuo, entendí que debía desubicarme del lugar de poder que me confiere la universidad, el saber institucionalizado y las normas políticas de la nación que se construye sobre la exclusión de los miembros que no quiere reconocer. A esta desubicación ya tendía la reflexión que inicié en el último capítulo de Ideas feministas latinoamericanas, «¿Hacia un feminismo no occidental?», donde afirmaba que

los golpes sistemáticos de la prepotencia blanca y mestiza, la discriminación económica, la marginación social, la exclusión de la educación formal y de los sistemas de salud no son ajenos a la reflexión y la lucha feminista, porque por motivos sexistas todas las mujeres los sufrieron y sufren de algún modo, sólo que las feministas blancas no los han enfrentado en su descarnada versión racista y colonialista5.

No obstante, por ese diálogo caí en la cuenta de que tenía que desubicarme más, ir física y teóricamente al encuentro de las mujeres que desde otras condiciones de vida piensan y actúan para construir una vida mejor para las mujeres. Y que debía exponerme a ser aceptada o rechazada, desconocida o considerada una interlocutora válida, a partir de una reflexión sobre mi lugar como mujer blanca en la historia del racismo occidental y la hegemonía que reviste en la construcción y transmisión de saberes.

Por supuesto, había leído a la feminista comunitaria aymara Julieta Paredes, quien afirma que «toda acción organizada por las mujeres indígenas en beneficio de una buena vida para todas las mujeres, se traduce al castellano como feminismo». Esta traducción de la idea de feminismo le dio rumbo a la investigación, cuyos resultados intento exponer6. Desde ella busco reconocer en la historia de las ideas continentales el pensamiento feminista de las mujeres indígenas, americanas no occidentales, en la construcción de los idearios feministas.

Y como una idea lleva a la otra, y una referencia a otra reflexión, por recomendación de Julieta Paredes fui a buscar a la feminista comunitaria xinka Lorena Cabnal en Guatemala. Un encuentro que se reveló para mí luminoso. Cabnal me adentró aún más en lo complejo que es el análisis feminista en una situación donde lo comunitario y lo colonial se mezclan, intersectan, sobreponen, construyendo falsas complicidades e inevitables incomprensiones, tanto con los hombres de las propias comunidades (con los que comparten una historia de despojo y opresión) como con algunas feministas mestizas, blancas y blanquizadas (con las que comparten una historia de vejación patriarcal). Para Cabnal:

No sólo existe un patriarcado occidental en Abya Yala (América), sino también afirmamos la existencia milenaria del patriarcado ancestral originario, el cual ha sido gestado y construido justificándose en principios y valores cosmogónicos que se mezclan con fundamentalismos étnicos y esencialismos. Este patriarcado tiene su propia forma de expresión, manifestación y temporalidad diferenciada del patriarcado occidental. A su vez, fue una condición previa que existía en el momento de la penetración del patriarcado occidental durante la colonización, con lo cual se refuncionalizaron, fundiéndose y renovándose, y esto es a lo que desde el feminismo comunitario en Guatemala nombrábamos como refuncionalización patriarcal, mientras que nuestras hermanas aymaras en Bolivia y en su caso especifico lo oímos directamente de Julieta Paredes, que lo nombraban ya para entonces como entronque patriarcal. A partir de debates y reflexiones propias lo nombramos en el movimiento feminista comunitario como entronque patriarcal7.

Que Paredes y Cabnal pensaran la historia de las mujeres originarias desde Abya Yala, es decir desde su ser respectivamente mujer aymara y mujer xinka (con abuela maya q’eqchi’), en un contexto continental —enorme y muy diferenciado, pero acomunado por una experiencia colonial todavía no resuelta—, haciendo referencia una a las ideas de otra, fue para mí una enseñanza importantísima de cómo construir el reconocimiento feminista.

Escuchándolas y analizando sus dos ideas fuertes (el feminismo como construcción de una buena vida de las mujeres y el entronque patriarcal), me he abocado al intento de reconocer en la historia de las ideas de Nuestra América el pensamiento feminista de las mujeres indígenas que buscan formas de organización propias contra la miseria y la exclusión. Ellas pelean la autonomía en la gestión de su vida cotidiana, enfrentan las dificultades de participación en las organizaciones indígenas mixtas por la eterna postergación de las demandas de las mujeres en nombre de las urgencias del movimiento, y confrontan una definición de los derechos sexuales que les permita autodefinirse. Y lo hacen, mientras se resisten a la hegemonía occidental en la construcción de los idearios feministas continentales.

En el reconocimiento de otras modernidades

Silvia Rivera Cusicanqui, en Ch’ixinakax utxiwa, sostiene que en América urge el reconocimiento de otras Modernidades que la de la esclavitud para los pueblos indígenas. Modernidades dadas, históricas, que fueron escenarios de estrategias contrainsurgentes, de proyectos de emancipación y de ideas políticas propias8. En otras palabras, en América urge el reconocimiento de la historia moderna de cada uno de los pueblos que la conforman.

La historia americana no puede reducirse a la historia de los grupos colonizadores y los grupos subyugados que la reconocieron como propia por un mecanismo de dominación. Tampoco puede identificarse la modernidad americana con los aportes e imposiciones étnicas, culturales, económicas y filosóficas externas a los sucesos americanos. Todo lo que los pueblos originarios, europeos, africanos y asiáticos hicieron en América pertenece a la historia americana. Únicamente desde el reconocimiento de esta modernidad americana compleja, no dependiente de los aportes externos, sino responsable de su configuración, podremos destejer imágenes occidentales (y su lectura eurocentrada) del desarrollo como imitación, del racismo como rechazo y de la inferiorización de todo lo proveniente de los grupos humanos que no eran el colonizador dominante. Sólo así podrán releerse el mestizaje, la transformación de las naciones originarias en «grupos étnicos», la identificación de los africanos como «negros esclavos» y de los pobres como «víctimas».

En otras palabras, urge el estudio de las modernidades que en América son herederas de civilizaciones campesinas, de naciones nómadas y de desarrollos urbanos y nacionales, que perviven y se recrean en la actualidad, aunque fueron avasalladas, incendiadas y casi destruidas durante la invasión y la colonización europeas del continente. Modernidades que han dado pie a formas de re-organización social como la comunidad y sus políticas de autosuficiencia que incluyen la producción agrícola y el comercio, sistemas de género marcados por la aceptación, el rechazo o la adaptación a la supremacía del hombre, diversas adaptaciones religiosas al propio sentir comunitario y organizaciones familiares vinculadas a sistemas de género no prehispánicos pero ya tradicionales, que fluctúan de la familia nuclear (un verdadero instrumento de privatización de las relaciones sociales) a la familia amplia y a la familia reconstruida.

En el marco de esta urgencia, a la pregunta que estoy formulando sobre los supuestos epistemológicos y éticos de los feminismos de las mujeres de los pueblos de Abya Yala9, atañe la crítica al programa de una «modernidad emancipada», entendida como proyecto de autonomía individual desvinculada del núcleo formativo en un contexto de libre mercado, en el marco de un sistema que deja afuera a una multiplicidad de sujetos no contemplados (y por ende expulsados) de la teoría occidental10.

En particular, atañe la teoría de la historia pensada para resaltar al sujeto único de la universalidad —el hombre heterosexual blanco y con poder—. Esta teoría entra en crisis mediante el proceso de liberación de las mujeres y se resquebraja cuando, durante este proceso, se manifiestan valores no occidentales y fines ajenos a la modernidad emancipada, en la orientación de la convivencia humana.

Para entender por qué entra en crisis el pensamiento generado en Europa (y reproducido y agrandado por Estados Unidos y las clases dirigentes blancas-mestizas de las otrora colonias europeas, a través de esas elites universitarias y políticas al servicio de sus ideas) ante la posibilidad de recibir conocimientos que no provienen de su razón, es necesario recordar que el sujeto de la universalidad responde a las necesidades de los cambios en la percepción de quiénes son los sectores dominantes en la Europa de la crisis feudal, en el siglo XV. Después de seis siglos, este sujeto es el resultado de un largo proceso de disciplinamiento de la fuerza de trabajo, que principió en Europa con una verdadera campaña contra las culturas populares, tanto campesinas como de artesanos urbanos y rurales.

Se trató de una empresa antipopular que estuvo acompañada de la construcción de una misoginia activa, facilitada por leyes que dejaron de perseguir la violación y criminalizaron el conocimiento que las mujeres habían acumulado sobre su capacidad reproductiva. La transición a la modernidad (que podríamos llamar posfeudalismo), en Europa, implicó el hambre de millones de campesinos expulsados del campo, cientos de revueltas por la comida, la separación de la producción de mercancías de la reproducción del trabajo y la introducción del salario como instrumento de coacción para mantener a los pobres arraigados en un lugar. Después de la invasión de América, la modernidad implicó la construcción del racismo como instrumento de control de la población trabajadora.

Según Tzvetan Todorov, en La conquista de América. El problema del otro, el racismo implica la construcción de sujetos plenos —los amos— y no sujetos —los esclavos—, con unos sujetos intermedios, cuales las mujeres y los indios, que se ubican entre ellos y que deben ser controlados para que no se piensen de manera autónoma. Mujeres e indios son «sujetos productores de objetos», trabajadores necesarios para que el colonialismo sea eficaz: «Si en vez de tomar al otro como objeto, se le considerara como un sujeto capaz de producir objetos que uno poseerá, se añadiría un eslabón a la cadena —un sujeto intermedio— y, al mismo tiempo, se multiplicaría al infinito el número de objetos poseídos»11. Por supuesto, «hay que mantener al sujeto intermedio precisamente en ese papel de sujeto-productor-de-objetos e impedir que llegue a ser como nosotros: la gallina de los huevos de oro pierde su interés si ella misma consume sus productos. El ejército, o la policía, se ocuparán de eso»12. Quien sólo tiene la función de producir objetos (o servicios) no tiene por qué pensar a quién les servirán, ni tiene derecho a rebelarse o autodefinirse; es decir no puede ser considerado como un sujeto de la historia, alguien capaz de narrarla y, por ende, «hacerla».

Desde entonces, el sujeto de la historia es un ser antinatural, antipopular, misógino y racista que ha pasado por el disciplinamiento de la razón contra el cuerpo. Es un hombre que contra el colectivo humano asume la separación entre el cuerpo convertido en máquina y el alma racional o conciencia que lo puede gobernar, encadenando así sus instintos y su corporalidad, sus deseos y sus placeres, su modo de andar, de comer, de curarse, de expeler sus excrementos, de trabajar: es un hombre que no es cuerpo, que no es naturaleza, que no es bestia (con el que identifica también al pueblo o, más bien, a los «pobres», y a los «indios»), sino un «yo» o individuo de la sociedad mercantilista, competitiva y masculino-centrada.

Este sujeto de la historia niega a todos los demás seres la posibilidad del registro de una acción consciente inserta en el devenir de un pueblo. Por ello, pacta convenciones acerca de qué es y qué no es histórico. En particular niega que exista algo así como el «sujeto mujeres», que hoy propone la política feminista, y tiende a esencializar a las culturas indígenas para desposeerlas de las transformaciones históricas que protagonizan.

Las ideas de buena vida para las mujeres pensadas en las comunidades indígenas actuales, que son presentes y modernas, incluyen las ideas de economía comunitaria, solidaridad femenina, territorio cuerpo, trabajo de reproducción colectivo y antimilitarismo. Se sostienen en la resistencia a la privatización de la tierra y desembocan en la crítica a la asimilación de la cultura patriarcal de las repúblicas latinoamericanas y sus leyes, centradas en la defensa del individuo y su derecho a la propiedad privada. Así confrontan lo que subyace en el capitalismo monopólico hegemónico, esto es la difusión ideológica de que el capitalismo se impondrá en cada rincón del mundo, apropiándose de todas las tierras comunales e imponiendo una única economía salarial del trabajo.

Las que se originan en muy diversas comunidades indígenas, en el campo y en las recomposiciones del colectivo en los barrios marginales urbanos, son ideas de mujeres para el bienestar de las mujeres. Se sostienen en la defensa de las tierras comunes (bosques, aguas, campos) contra la pauperización de los indígenas y, en particular, de las mujeres indígenas que desarrollan la mayor parte del trabajo agrícola de subsistencia, mientras se sacuden de encima elementos cosmogónicos y prácticas tradicionales que las marginan en el seno de la comunidad.

Como acérrimas defensoras de los legados tradicionales de su cultura, muchas mujeres de los pueblos originarios, aunque cristianizadas desde hace siglos, dudan en ocasiones de que en sus comunidades «desde siempre» las mujeres fueron violadas, golpeadas y sometidas a la autoridad de algún jefe masculino. Por ello, cuando se reúnen por la noche, junto con los problemas que les causan los actuales intentos estatales de consentir la privatización de sus tierras comunales, la industria del turismo y la minería que les arrebatan sus territorios sagrados, la militarización creciente de sus países y la violencia armada que las acompaña, analizan también cuánto de su actual condición de dominación social y explotación doméstica por los hombres indígenas es fruto de una instrucción colonial que llega al presente.

Entre ellas, con su solo apersonarse a través de programas y controles civiles, el estado nacional rasga el tejido comunitario de relaciones de género duales, complementarias y, en ocasiones, bastante horizontales, imponiendo mensajes que desquician las instituciones tradicionales: una ley contraria a la trama comunitaria, una idea de autoridad que se sostiene en preceptos individualistas, una supremacía masculina que se escuda en el más asimétrico reconocimiento de la complementariedad de los sexos, una familia donde los padres tienen derecho al castigo de las hijas e hijos.

Finalmente, el doble mensaje más pernicioso que emite el estado es que la ley se deriva de los usos y costumbres y que éstos, lejos de ser una historia, un acontecer colectivo, en permanente redefinición y acomodo, son algo fijo, repetitivo y disciplinador.

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502 s. 4 illüstrasyon
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9786079465346
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