Kitabı oku: «Feminismos desde Abya Yala», sayfa 6

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La crítica al universalismo como tabú epistémico

Muchas reflexiones escuchadas y leídas en trabajos publicados e inéditos de las pensadoras de diversos pueblos nuestroamericanos, me han llevado a una reflexión crítica de qué se considera importante conocer de manera sistemática y por qué el feminismo académico considera universal, apto y necesario para todas las mujeres, sólo lo experimentado, vivido y pensado desde una región ideológica del mundo, la que se identifica con el occidente en expansión histórica27.

Los estudios de la boliviana Silvia Rivera Cusicanqui revelan que la idea que sólo lo occidental es universal es una percepción dominante, que confina hábitos, inteligencias, cosmovisiones, formas diversas de comunicación a un ámbito específico, local, folclórico, destinado a no reproducirse en las próximas generaciones28. Se trata de una lógica informativa que orienta a la opinión pública hacia las formas culturales y los paradigmas científicos hegemónicos, construyendo una especie de «tabú epistémico» a través del cual se trata de impedir de todas las formas posibles que los pueblos originarios de América transmitan cualquier tipo de conocimiento que pueda ser reconocido como válido para todas y todos.

Como cualquier tabú, el epistémico protege una norma establecida por una autoridad que no se debe cuestionar, una norma cuya intencionalidad es moldear la conducta de las mujeres y los hombres de pueblos sometidos por la colonización y, al mismo tiempo, ocultar los mecanismos que la sociedad occidental establece para disminuir y controlar sus historias, sus derechos y sus concepciones del mundo.

Así lo explica también la antropóloga e historiadora de las religiones mexicana Sylvia Marcos, para quien la marginalización y las prácticas para que la presencia indígena en las escuelas, en el conjunto de la sociedad y aun dentro del movimiento de las mujeres, sea invisible (proceso de invisibilización) responden a una necesidad de obviar toda verdadera alternativa al saber que avala el status quo heredado de la colonia. Para Marcos, esta situación debe cambiar y para hacerlo es necesario cuestionar la centralidad de occidente para el feminismo:

El capitalismo, especialmente en su vertiente neoliberal que absolutiza el libre mercado y requiere la explotación voraz de la naturaleza sin controles ni regulaciones constituye otro frente en que las demandas feministas deben de enmarcarse. Hasta el levantamiento zapatista en enero de 1994, las demandas referentes a derechos de los pueblos indios o «grupos étnicos» y las críticas a su situación de explotación y marginación estuvieron virtualmente ausentes de los movimientos sociales mexicanos, por lo que la discriminación y el racismo han sido integrados al contexto socio-cultural y económico del país. Esta actitud prevaleció demasiado tiempo inclusive en las agrupaciones que reivindicaban la justicia social. Según esa actitud, la pobreza y el atraso se relacionarían con los rasgos fenotípicos y culturales de los sesenta y dos grupos indígenas. […] Rescatar la tradición intelectual feminista, desde «abajo y a la izquierda», implica mucho más que elaborar un análisis feminista utilizando las referencias y criterios epistemológicos establecidos. Se requiere de una epistemología feminista descolonizada29.

Estética, filosofía, saberes y racismo

Con anterioridad, Eli Bartra, filósofa mexicana que se ocupa de estética feminista, había dedicado una parte importante de sus reflexiones en denunciar los motivos extra-estéticos de la división entre arte y artesanía, supuesta diferencia reivindicada desde la exaltación del arte plástico reconocido por galeristas, academias y crítica. Según ella, en un resumen muy sucinto, artesanas son las mujeres y los indios, es decir aquellas personas de las que no se quiere hablar y sobre las que no se quiere hacer teoría porque no se les quiere reconocer una capacidad creativa propia, innovadora, transformadora, haciendo un esfuerzo teórico constante para definirlas por su repetitividad o por el escaso valor que revisten sus obras30.

Considerando que la estética es una categoría cultural, Bartra coincide con el filósofo ecuatoriano Claudio Malo González, cuando afirma que «los criterios para juzgar los méritos o deméritos de las obras de arte nacen de academias que, pese a la diversidad de puntos de vista, parten de normas básicas para establecer juicios de valor, normas que ni siquiera toman en cuenta los procesos de expresión estético-populares»31.

Eli Bartra y Claudio Malo apuntan hacia una tarea del filosofar latinoamericano que no ha sido prioridad para los filó sofos hombres, aunque ha sido subrayada por filósofo peruano David Sobrevilla, quien afirma que: «la distinción entre obra de arte y la artesanal y, en forma correspondiente, entre el artista y el artesano […] en ningún caso puede servir para eliminar a la artesanía del campo de consideración de la estética o para relegar al artesano en nombre del artista».32

Una tarea de descolonización que el filósofo argentino Gustavo Cruz resume en pocas palabras: es la tarea de dar cuenta de una relación entre los procesos de producción y los sujetos creadores, para explicarnos nuestras estéticas impuras desde su propia historia.33 Estas estéticas remiten a la realidad, a la real politicidad de los sujetos individuales y colectivos, y no pueden ser vistas desde el adentro o el afuera de una cultura, porque todo límite entre las culturas indígenas y las no indígenas de América es siempre una barrera epistémica.

Horacio Cerutti-Guldberg, otro preciso analista del porqué actuar reflexivamente sobre las realidades sobrepuestas o «impuras» desde un filosofar para la transformación de la realidad (un filosofar de tradición propiamente nuestroamericana), sostenía a finales de la década de 1990, en Filosofía desde Nuestra América, que sólo comprendemos nuestra realidad cuando somos capaces de construir los medios para acceder a ella, a condición de no perder de vista que esos medios son dados parcialmente y parcialmente construidos. Al punto que podríamos decir que el medio para aprehender la realidad es el lenguaje y que éste es donado, pero nos exige mucha habilidad en el uso que hacemos de él34.

Como su maestro e interlocutor Arturo Andrés Roig35, también Cerutti recurre al análisis estético, en este caso del arte literario, para comprender las metáforas como mediaciones culturales necesarias para caer en cuenta de la no disciplinariedad del ámbito de lo real, un ámbito que es forzoso aprehender aun desubicándose de lo que las disciplinas han construido para «entenderlo»: los espacios de lo utópico, del mito, de la poesía y de la narración36.

Si se cruza esta idea del rescate de la importancia de la expresión metafórica en la construcción de la propia identidad con los análisis del filósofo-cronista mexicano Gustavo Ogarrio acerca de la oralidad estética, o sea de el bien decir para bien significar en un contexto donde el «objeto libro» no tiene ninguna valoración simbólica de contenedor de la verdad revelada37, podríamos llegar a entender que es en la narración como palabra que devela conocimientos sea de forma oral que escrita, y no sólo en la literatura, donde se cifra la comprensión de una realidad compleja38. El espacio mítico podría entonces, él también, develar los elementos coloniales asumidos por la cristianización forzada (en particular los elementos patriarcales y coercitivos relacionados con la sexualidad y el control de las mujeres), y recuperar su valor de narración explicativa propia de la realidad.

Discípula de Cerutti, María del Rayo Ramírez Fierro ha estudiado las utopías filosóficas educativas y políticas de Simón Rodríguez, Severo Maldonado y Francisco Bilbao, como esos pensamientos de la modernidad americana que fundaron (en el sentido metafórico de poner las bases, de construir las fundamentas) el pensamiento utópico de los descendientes de los criollos en la América independiente, y por ende el proceso de liberación de las estructuras escolásticas, cristianas, autoritarias y jusnaturalistas de los pensamientos europeos que habían llegado desde España con las personas, las órdenes religiosas y los mandatos reales para la educación. Desde el análisis de lo utópico (lo utópico y no simplemente la enunciación de una utopía, entendiendo con ello lo que se pretende alcanzar con el esfuerzo transformativo que nace del propio teorizar), María del Rayo Ramírez se aboca al estudio de los elementos míticos (narrativos e icónicos) del pensamiento andino como «otras» posibles fundamentaciones de un filosofar moderno propiamente nuestroamericano39.

Estos basamentos, bases o fundamentas teóricas no han sido reconocidas por la filosofía académica en América, de no ser en las universidades interculturales indígenas que se han venido fundando en la última década ahí donde existe un movimiento indígena con cierto poder político. Se trata de casas de estudio y de espacios de diálogo de los pueblos indígenas para autorreconocerse en el derecho a una educación propia, en la lengua y desde la cosmovisión, cuyo ejemplo más representativo es la universidad Amawtaywasi, que en kichwa significa «casa o templo de la sabiduría», un proyecto educativo impulsado desde 1996 y concretado en 2004 por la Confederación Nacional Indígena Ecuatoriana, y las universidades interculturales indígenas de los pueblos del Cauca, en Colombia, y de los pueblos del sur de Guerrero, en México (nahuas, tlapanecas, mixtecos, amusgos y afromexicanos).

Matrices y formas de ser mujeres

Con el bagaje teórico de estas pensadoras y pensadores, y con diez años de diálogo con algunas activistas, sociólogas, antropólogas, historiadoras, artistas plásticas y escritoras feministas de América Latina, me acerqué a la escucha y a la lectura de lo expresado por aquellas mujeres de los pueblos originarios que han salido a estudiar en las universidades de Nuestra América y las que son reconocidas por sus comunidades como pensadoras, creadoras, dirigentes de alguna colectividad, guías espirituales, artistas y organizadoras de las prácticas cognoscitivas y discursivas, es decir, las que en un ámbito occidental serían definidas como intelectuales. Algunas son integrantes de los Consejos de Ancianas y Ancianos de sus pueblos, otras son jóvenes urbanas hijas de migraciones forzadas por la pauperización del agro o por la violencia militar y paramilitar o por la devastación ecológica de su hábitat, otras más investigadoras que aprovecharon las escuelas locales y que hoy desafían el racismo académico de las instituciones donde han logrado con muchos esfuerzos ingresar para cursar maestrías y doctorados y, finalmente, son campesinas en diálogo con ambientalistas y ecologistas, madres que cuestionan pedagogías tradicionales e impuestas, artesanas, mujeres con cargos comunitarios, maestras bilingües y críticas sobrevivientes de la represión contra sus pueblos.

No pretendo interpretar las creencias, actitudes, sistemas interpretativos y sexualidades de las mujeres de los pueblos y naciones indígenas, esa es su tarea. Deseo ubicar en una historia plural de las ideas feministas nuestroamericanas los aportes de mujeres que interpretan la realidad a partir de los conocimientos producidos por su cultura y en diálogo intercultural con otras, en un esfuerzo por cumplir con la función liberadora, emancipadora y crítica del quehacer filosófico y de los modos propios de la rebelión de las mujeres.

Cuando, por 2006, inicié a investigar las perspectivas, los aportes y las huellas del pensamiento de las intelectuales de los pueblos originarios en las reflexiones-acciones feministas, pude percatarme que sus pensamientos no ocupaban un lugar en la reflexión teórica latinoamericana.

Por supuesto, aprendí de las pocas académicas que en México y Guatemala habían optado por convivir y participar políticamente al lado de las mujeres maya. En México, Márgara Millán, al desplazarse a Chiapas y convivir en múltiples ocasiones con mujeres en comunidades tojolabales y en la ciudad de San Cristóbal de Las Casas, había llegado a cuestionar fuertemente los «derechos de las mujeres» dentro del discurso global del desarrollo, ubicándolos en la cultura que los reclama40. En Guatemala, Ana Silvia Monzón, por su constante «conversa» con las intelectuales y artistas mam, q’eqchi’es y kaqchikeles, empezaba a reescribir la historia desde las acciones de todas las mujeres. Sin embargo, la mayoría de las universitarias blancas y blanquizadas, si se percataban de la existencia de un universo reflexivo feminista indígena, no lo consideraban un pensamiento en sí, sino un «testimonio» de cambios en estructuras definidas —creadas— desde esas mismas universidades.

En pocas investigaciones participativas, las feministas debatían ideas y representaciones de los roles sexuales expresadas desde un universo ideológico ajeno a las definiciones de pareja, amor, cuerpo, libertad sexual, individualidad e igualdad occidentales41.

Al revisar la bibliografía existente, parecía que la representación de las mujeres de los pueblos originarios estaba en manos de antropólogas y feministas no nativas, provenientes de la ciudad de México, de Guatemala, de Bogotá o de Sao Paulo, cuando no de ciudades de Estados Unidos y Europa. Sus estudios las describían, arguyendo prejuicios de descalificación académica: las mujeres indígenas como un grupo social carente de todo, atravesado por la penuria eterna: víctimas de violencia, de atraso, de pobreza, de falta de acceso al bienestar, cuerpos para otros incapaces de liberación sexual, inconscientes de su explotación, etcétera. En ocasiones esgrimían una exaltación política fuera de lugar; por ejemplo, cuando asumían la existencia del supuesto matriarcado de las zapotecas del Istmo de Tehuantepec, matriarcado siempre negado por las propias zapotecas42.

Ahora bien, las experiencias de los mayas reunidos en el Ejército Zapatista en México, el estatuto de autonomía que lograron los pueblos indígenas de la Costa Atlántica de Nicaragua, el autogobierno defendido por los kunas de Panamá desde 1925, el Proyecto de Estado Plurinacional de la Conaie en Ecuador, la defensa de los derechos que otorga a los pueblos indígenas la Constitución de 1991 de Colombia, la tenaz resistencia de los aymara en el Chapare boliviano, los planteamientos educativos de los mixes en México, la feroz negativa a ser integrados y la reivindicación de su territorio de las y los mapuches en Chile y las acciones de los 180 pueblos amazónicos brasileños para defender su sistema ecológico, sin ser modelos de una realidad acabada, muestran en su conjunto un persistente accionar político, una voluntad de autonomía, una propuesta de democratización sustentable de las relaciones interculturales y un pensamiento que redundan en un inmenso esfuerzo transformador de la sociedad43.

Las mujeres son partes de los movimientos de constitución de las autonomías indígenas; se asumen como integrantes activas de sus pueblos, su primera identificación y su solidaridad la sienten con su pueblo. Como lo subraya constantemente Julieta Paredes, «todos los pueblos son en un 50% mujeres, todos los pueblos son por mitad mujeres».

Partiendo de este reconocimiento, ¿por qué el feminismo no reconoce las ideas de las mujeres indígenas como parte de la reflexión acerca de la liberación de las mujeres?44

Existen elementos culturales hegemónicos que subyacen a la interpretación que hace el feminismo de las vivencias e ideas de las mujeres que son deudores de las ideas de autonomía y de libertad de la persona de cuño occidental, que sostienen la existencia de un sujeto de la acción histórica.

Apenas en el siglo XIX el feminismo empezó a reconocer como sexuado al sujeto de la historia45, y en la segunda mitad del siglo XX cierta crítica a los proyectos emancipadores de la modernidad intentó desaparecerlo en el confuso horizonte de unas políticas de la identidad insertas en los inevitables valores del capitalismo global de occidente, sin deconstruir a fondo la relación —el nexo moderno, en realidad— entre la idea de sujeto y la de individuo/a.

El/la individua de la modernidad emancipada es un ser socialmente disciplinado, que controla su cuerpo y sus emociones, y que entra en relación con lo/as otro/as individuo/as sólo por motivos prácticos, sean éticos o políticos.

La/el individuo nunca duda de su subjetividad (individual), que es también su identidad (individual), pues concibe a las demás personas como otros, como ajenos de sí. De tal forma, entiende en cuanto individuo/a, duda en cuanto individuo/a, es libre en cuanto individuo/a, actúa en lo político y se relaciona con otro/as individuo/as sólo porque es individua/o. Eso es, si no es individuo/a no es sujeto. Una parte importante del feminismo apela al carácter moderno y emancipado de la construcción del sujeto mujer46.

¿Qué es y cómo ubicar entonces los sujetos colectivos, enlazados orgánicamente, que aparecen en los pensamientos de las intelectuales indígenas desde una base de ideas que pone en el mismo nivel de interacción el/la individua y su colectividad, el/la individua, su colectividad y su entorno, el/la individua, su colectividad, su entorno y el cosmos?

Sujeto individual y sujeto colectivo

La lectura de la experiencia filosófica de Carlos Lenkensdorf en sus años de convivencia con las mujeres y hombres tojolabales de Chiapas ha sido muy aleccionadora, en particular porque revela la existencia de un sujeto de pensamiento no centrado en el/la individua, un sujeto colectivo, vivencial, fluido: un tik que podría traducirse como «nosotros/as», siempre y cuando el nosotros comprenda a los animales, el mundo vegetal y el mundo mineral en su devenir. Eso es, en el tik está incluida esa naturaleza que la cultura occidental (en sus lenguas y a través de sus acciones económicas) ha objetivado47.

A diferencia del sujeto cartesiano que encarna en el individuo moderno occidental —idéntico a sí mismo, central, separado de la naturaleza, inamovible, incapaz de transformación, fijo—, el tik tojolabal es un sujeto no esencialista, en devenir, que se postula desde la interdependencia entre personas-sujetos que hacen realidad una comunidad48.

Al integrar una comunidad, la existencia de cada una/o se hace libre en cuanto todos se reconocen entre sí como iguales que necesitan una/o del trabajo de otro/a: escuchar, comprender y respetar la palabra de quien convive en el lugar colectivo implica comprenderlo/a aun cuando no se coincida; pues, implica no confundir, no ocultar, no contradecir su palabra, es decir no intentar controlarla.

En las clases-diálogos que sostenía el añorado maestro Lenkensdorf en la Universidad Nacional Autónoma de México, me estaba dejando seducir por la idea que la comunidad tiene una expresión original, necesariamente solidaria, que actúa como contra-poder ante el sujeto individual hegemónico en las comunidades indígenas que conocemos hoy en día. Es una idea tentadora para una feminista que rechaza la existencia de un único modelo de ser humano y de sociedad. No obstante, había escuchado relatos de mujeres de pueblos muy diversos, entre ellos los pueblos maya de México y Guatemala, que reportaban que la muy exaltada solidaridad y complementariedad entre los miembros de una comunidad resulta asimétrica entre mujeres y hombres.

Cuando entré en diálogo con algunas dirigentes nasa me di cuenta que esta asimetría trasciende la participación política. Las mujeres nasa han adquirido su lugar de dirigencia política, fortaleciendo su presencia en la organización social de su pueblo en una lucha de más de cuarenta años contra el estado colombiano que las invisibilizaba para expropiarlas de territorios y derechos. Dada esta historia reciente, son las más fuertes defensoras de la supuesta complementariedad total entre mujeres y hombres; sin embargo, reconocen que deben remontar la «preferencia» cultural por los hombres que sufren a nivel material y espiritual.

¿Cómo se construye una preferencia? ¿Desde el mismo lugar donde se elabora la asimetría? ¿Cómo no universalizarla desligándola de su raíz cultural, perdiendo con ello la corporalidad de la enunciación de la palabra y la espiritualidad de la cosmovisión de sus específicos pueblos?

El catolicismo ha influido en la represión corporal y en los mandatos sobre la moral sexual, imponiendo o fortaleciendo una ideología patriarcal que influye en todas las relaciones entre los sexos y al interior de los sexos. No obstante, el catolicismo difunde sus rasgos misóginos ahí donde una cultura previa los acepta, asimilándolos a su propia Weltanschauung. En la actualidad, la violencia doméstica existe en casi todas las comunidades y es tan silenciada como la violación, el incesto, el abandono y el acoso sexual, a la vez que las mujeres tienden a competir entre sí para demostrar al colectivo quién entre ellas se acerca más al ideal de mujer para el patriarcado. Lo cual es común a todos los grupos sociales conservadores de occidente, no sólo a los indígenas cristianizados.

Mientras intentaba discernir el carácter colectivo del sujeto comunitario, Gladys Tzul Tzul49 me cuestionó la originalidad o «ancestralidad» de la comunidad. Para la teórica k’ich’é, ésta es tan hija de la violencia colonial como los gobiernos criollos, pues fue —y sigue siendo— una forma de organización social para la vida y la producción alimentaria que resultó de la destrucción de las formas de gobierno originarias, convirtiéndose durante la época colonial en un lugar de pervivencia y de cautiverio a la vez. Hoy, la percepción de las comunidades como «la» forma indígena de gobierno deriva del hecho que en ellas se piensa, se actúa, se crean riquezas y se manifiesta conscientemente el deseo de establecer una conexión y continuidad mítica y ritual entre el pasado ancestral y el presente. No obstante, en las comunidades se vive un encierro defensivo que implica marginación y repetición.

En épocas anteriores a la invasión territorial de América, la comunidad no era el lugar desde donde se expresaban las diversas culturas y sociedades originarias, teniendo éstas diversas formas de organización política. En Abya Yala convivieron desde sociedades sin clases ni necesidad de constru cción de obras monumentales (la mayoría de los pueblos nómades de recolectoras-cazadores, así como algunos pueblos agrícolas semi-asentados, como los guaraníes y los mapuche) hasta gobiernos urbanos, territorios «nacionales», reinos y hasta imperios que exigían impuestos a otros pueblos, aunque no se correspondían exactamente a los europeos y asiáticos.

El desconocimiento de las formas de organización política propia de los pueblos que descienden de otras formas de hacer política y organizarse que las impuestas por las autoridades coloniales, y la interacción que por trescientos años mantuvieron con el poder virreinal y real español y con la dominación ideológica católica, nos ha llevado en muchas ocasiones a no entender el papel de los y las aristócratas, comerciantes y élites indígenas en las luchas por la independencia americana. ¿Quiénes eran y qué reivindicaban para sus pueblos dirigentes como Túpac Amaru y su complementaria esposa Micaela Bastida, Juan Santos Atahualpa y su hijo Josecito, Atanasio Tzul y su esposa Felipa Tzoc, Túpac Catari y Bartolina Cisa? ¿Por qué pudieron disputar el poder de los blancos, desde qué nivel de reconocimiento social empezaron a actuar, de dónde hacían descender su linaje y cómo habían podido mantenerlo o fundarlo en la colonia, cuál era la representación política de la pareja y de las relaciones de parentesco y cómo funcionaba en ella la complementariedad de los sexos?

Frente a la batería de preguntas a la que me sometió mi joven amiga Gladys Tzul Tzul en el bosque de Cantón Paquí, su comunidad en Totonicapán, empecé a recordar algunas noches en que con Melissa Cardoza, poeta feminista negra hondureña, escuchábamos los recuerdos infantiles del pintor zapoteco Óscar Castillo acerca del cacique de Zaachila quien, por las mañanas, se paseaba a caballo para ir a cobrar algunas alcabalas a su pueblo. Poco después la poeta peruana Violeta Barrientos me habló tanto de los matrimonios pactados entre las descendientes de las familias incaicas con los parientes de sangre de Ignacio de Loyola como de las escuelas de la elite colonial que educaron a los hijos de la nobleza incaica hasta el levantamiento de Tupac Amaru, cuando por su rebelión fueron identificados como «indios» y ya no como «nobles». También recordé mis propias reflexiones acerca de por qué el personaje de una de mis novelas, el primer capitán mestizo de la Nueva España, Miguel Caldera, siendo hijo de un soldado raso castellano y una guachichila, a pesar de haber fundado San Luis Potosí y haber «pacificado» el camino de la ciudad de México a su natal Zacatecas, no fue elegido para dirigir la expedición de conquista a Nuevo México, escogiendo por ello el virrey a otro mestizo, hijo de una hija de Moctezuma y del muy rico dueño de las minas de plata de Zacatecas50. Esos recuerdos me hicieron caer en cuenta que había olvidado estudiar las supervivencias acomodaticias de los poderes dominados por el poder colonial y cómo éstas, según lo propone Gladys Tzul Tzul, se sostienen y fortalecen en dos instituciones patriarcales ancestrales, seguramente reinventadas y fortalecidas en las comunidades por las normas impuestas en época colonial por la iglesia católica: la religión y la familia.

¿Son la religión católica (y las neo-protestantes, que para el caso dan lo mismo) y la familia republicana instituciones que permiten la libre expresión de la afectividad, la sexualidad y las ideas de las mujeres en una comunidad así como lo eran los espacios de interacción de culturas que basaban su construcción de la realidad material en la dualidad de la vida? Esta pregunta de Gladys dio al traste con mi idealización de la complementariedad de los sexos en una comunidad, entendida a partir de la lectura de Lenkensdorf como el lugar donde las mujeres conviven en igualdad de condiciones con los hombres (el lugar del tik donde «todas/os somos iguales, toda/os somos sujetos, toda/os tenemos una voz»), siendo su presencia en las asambleas comunitarias indispensable para lograr un coro de consenso válido.

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