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Abya Yala en Nuestra América

Intento escribir este libro en diálogo con las mujeres de los pueblos originarios de Nuestra América, que muchas de ellas reconocen como Abya Yala. Por lo tanto, mi reflexión se sostiene desde diversos lugares de enunciación y, por ello, cuestiona siempre la idea que el conocimiento se construye y transmite sólo en ese espacio de formalización del saber que es la academia con su cultura letrada.

Sin embargo, no sólo yo he sido formada por diversas universidades y he trabajado en ellas, sino que algunas de las más críticas pensadoras indígenas contemporáneas con quien he entrado en diálogo y cuyas ideas pretendo exponer han confrontado estudios formales en universidades de América Latina. Y digo «confrontado» en el sentido más común del término, pues durante sus estudios han sufrido violencia racista y diversas descalificaciones por sus saberes, sus expresiones, su dicción, su indumentaria, su aspecto físico y sus críticas al sistema educativo10.

Estas pensadoras han aprendido a verse en la mirada de disciplinas y estudios que las reducen a meros objetos de investigación o las particularizan al punto de convertirlas en excepciones. Son obligadas a cambiar de vestimenta para ser aceptadas y moverse en los espacios anónimos de las ciudades. Se las impulsa a reconsiderar los códigos con que se clasifican los saberes. Y se las critica cuando ordenan sus pensamientos y organizan críticas a los sistemas de parentesco y de explotación de sus comunidades, sin dejar de reivindicar el derecho de sus pueblos a expresarse y a transformarse a partir de ellos mismos.

Estudiar implica escuchar, leer, preguntar, analizar e interactuar en un diálogo. Estudiar qué ideas tienen mujeres muy diferentes entre sí y desde dónde las pensadoras indígenas develan y analizan sus vidas, derechos y lugares materiales y simbólicos como mujeres en diálogo con otras mujeres, ha implicado escuchar respuestas a mis preguntas que cuestionaron mi idea feminista, porque me enseñaron que es diferente escuchar la voz de alguien hablar por sí misma que obligarla a hablar. Según Gladys Tzul «entre escuchar decir y hacer decir» estriba la diferencia entre aprender con respeto del conocimiento de una mujer y explotar su saber; en el primer caso se recibe una información espontánea, de atención hacia la persona que habla, en el segundo se le induce una respuesta11.

Estoy aprendiendo a revisar qué concebimos como feminismo las feministas urbanas, académicas y/o activistas, y qué construimos como tal en una América que se niega desde diversos discursos de la modernidad emancipada a reconocerse múltiple (por ejemplo, los discursos de la globalización y del desarrollo que imponen parámetros de mercado que corresponden al sistema de géneros dominante) a pesar de que está conformada por realidades sobrepuestas, todas absolutamente históricas y coetáneas, unas exaltadas y otras ocultas.

Las historias de Abya Yala no son igualmente reconocidas y estudiadas como la historia criolla o blanco-mestiza oficial heredera de la colonia, el independentismo, el liberalismo y el nacionalismo populista. Sin embargo, actúan sobre el conjunto de elementos vitales de la realidad misma desde niveles distintos: la economía de las relaciones entre los sexos; la ideología patriarcal que sostiene un sistema de dominación de las mujeres para beneficio de los hombres; la división sexual, étnica y clasista del trabajo y el reconocimiento social; las políticas de explotación o de defensa del medio ambiente; la exclusión de la esfera de lo femenino del ámbito político y de la defensa legal; y su relación con las artes, la educación y la representación de sí.

Como lo expresa Gladys Tzul y lo escribe la mizquita nicaragüense Araceli García Gallardo, al analizar la cultura de las zonas indígenas que han alcanzado la autonomía en sus respectivos países, las culturas americanas milenarias, diversas y con complejos mundos de relaciones, fueron no sólo destruidas, avasalladas y colonizadas por la conquista, sino que durante trescientos años de colonia y dos siglos de vida independiente, fueron conformadas como algo que no debe identificarse como un pueblo con derechos nacionales sino como lo que hoy llamamos «grupos étnicos»12.

Grupos étnicos, pueblos, naciones

Los grupos étnicos son entidades de procedencia intermedias entre la nación y la nada, y creo que corresponden a la construcción colonial del «indio feminizado», analizada por Ochoa: los grupos étnicos son naciones demediadas, sin poder, «castradas» de los instrumentos de construcción de ciudadanía plena, el estado con su dominio territorial. Los grupos étnicos son visualizados como «sobrevivencias» de sistemas políticos que los estados deben soportar, pues no los reconocen como constitutivos de su ser. Las mujeres y los hombres de los grupos étnicos, inscritos o no en un padrón electoral13, pueden por lo tanto ser desechados por los estados como interlocutores válidos, ciudadanos y ciudadanas plenas con quienes deben pactar su definición y su política. Por ello, cuando los grupos étnicos, en este último medio siglo, empezaron a cuestionar su etnicidad desde una política propia enraizada en la lucha por la tierra, trastocaron la concepción del estado-nación como manifestación de la modernidad. Demostraron que, en cuanto pueblos y nacionalidades, los grupos étnicos no estaban ubicados en un solo lugar, sino que se proyectaban en las culturas urbanas, en las migraciones y en las rutas comerciales. Así, comenzaron a recuperar y reinventar sus nacionalidades para poderlas actuar, lo cual constituye un hecho de trascendental importancia para la historia contemporánea.

Según Gladys Tzul, por grupos étnicos se entienden pueblos cuyo lugar —tan ocultado como indispensable para la construcción de la economía y la estética del racismo— sostiene la mistificación de las identidades supuestamente nacionales de los grandes discursos del progreso, siglo XIX, y del desarrollo, siglo XX, que conformaron las identidades nacionales de los países latinoamericanos. Los «grupos étnicos» son esas naciones originarias deprimidas y definidas por quinientos años de imposición de modelos agrícolas, religiosos, genéricos y corporales, que se sostienen por la resistencia a implementarlos:

Tanto si se toman en cuenta sociedades tribales, como si se analizan las complejas redes de parentesco de los sobrevivientes de las altas culturas urbanizadas mayas, escarbando un poco siempre nos encontraremos ante una jerarquía étnica de orden colonial, que los estados contemporáneos sostienen. En México como en Guatemala, los ladinos constituyen el grupo étnico que se auto-identifica con lo «universal americano» emparentado por «lazos de sangre» con lo universal a secas (es decir, con la supremacía universal de lo europeo) y los grupos étnicos constituyen las anomalías, las supervivencias, las resistencias que bien pueden identificarse como derrotados u otros. Pero hay un peligro grande en que nosotros también nos autoidentifiquemos como grupos étnicos, aunque sea desde la resistencia y con la heroicidad que se le asocia14.

Diversas pensadoras indígenas

Las intelectuales indígenas más jóvenes que han pasado por estudios formales tienen diferencias con las pensadoras tradicionales, generalmente reconocidas como mujeres de saber por su comunidad después de la menopausia (cuando el control social patriarcal sobre la sexualidad femenina se ablanda porque desaparece el peligro de no conocer la filiación paterna de los hijos de una mujer), que se han formado y han construido sus idearios desde sistemas de pensamientos que incluyen cosmogonías, ecologías, estéticas y políticas producidas tras la fragmentación de la dimensión cósmica de su realidad cotidiana por el impacto de la Colonia y la evangelización cristiana. No obstante, tienen coincidencias muy importantes con ellas.

Las indígenas que han pasado por la academia occidental tienen conciencia de la jerarquía étnica de origen colonial y quieren deshacerse de ella. Pueden agradecer becas y sistemas universitarios15, pero combaten todos sus estamentos, definiciones y mandatos, aun los discursos de los feminismos que les llegan de la academia, de las instancias estatales o de la organización política feminista y de las izquierdas marxistas o no. A la vez, no pueden quedarse con un supuestamente antiguo sistema de organización «étnica» porque redunda en una lectura sexuada del mismo, muchas veces tan limitante como la normatividad del sistema de géneros occidental.

En tono de broma, la socióloga zapoteca Judith Bautista Pérez16 se define, definiendo de paso a sus colegas de otros pueblos, como una mujer perteneciente a un neo-patriciado femenino indígena, al que tuvo acceso por estudios que le permitieron entrar por una puerta lateral a los espacios masculinos de toma de decisión comunitarios. Estos espacios pertenecen al mundo de lo público-político, que se relaciona con las estructuras del estado, mientras las mujeres que no estudian actúan en el espacio de lo público-social que regula las acciones de la vida comunitarias17.

Seguramente las indígenas que han accedido a estudios formales en México, Guatemala, Colombia y Perú han forzado su definición como mujeres en el seno de sus comunidades, se han «igualado» con los hombres en la medida de un reconocimiento burocrático-formal de sus saberes, ingresando en ocasiones a los espacios de lo público-político que ellos se han reservados como interlocutores con el mundo blanquizado (cabildos, presidencias municipales, representaciones en el mundo mestizo). Y lo han hecho —principal, aunque no exclusivamente— desde el español como lengua de creación y transmisión del pensamiento.

No obstante, cuando no resultan completamente fagocitadas por las estructuras de lo público-político18, mantienen una cercanía con las demás pensadoras indígenas: a) porque defienden como ellas su derecho a interpretar el mundo desde su particular lugar en la historia, b) porque ubican la vida y el deber ser de las mujeres desde los mismos referentes culturales que su comunidad, o c) porque cuestionan esos referentes en la construcción de una solidaridad entre mujeres que la realidad les impone (defendiendo a mujeres obligadas a migrar para trabajar, para estudiar o para ponerse a salvo de peligros, a mujeres violadas durante un conflicto, a mujeres que se enfrentan a la autoridad, a mujeres que se atreven a explorar su placer, etcétera). Sobre las ideas de estas pensadoras influye, además, que hayan o no entablado un diálogo horizontal con mujeres de su comunidad, de otras comunidades o con activistas de los derechos humanos de las mujeres, con feministas, con funcionarias de instituciones del estado o de organizaciones no gubernamentales, con abogadas o investigadoras no indígenas que les han comunicado sus ideas acerca de una buena vida para las mujeres.

No todas las relaciones entre mujeres de los pueblos de Abya Yala y feministas blancas o mestizas han sido horizontales. Lejos de ello, en muchas ocasiones las feministas urbanas de grupos voluntarios, ONG e instituciones han reproducido en el trato con las mujeres indígenas una relación dominante-subalterna, tal y como la describe Joy Ezeilo, al hablar de la relación entre las voluntarias afroamericanas y las mujeres rurales Igbo, de Nigeria19. Una relación donde las primeras son las que llegan de afuera a un territorio donde imponen sus saberes y las segundas las que las reciben y son tachadas de desconocer (o de resistirse a aceptar) sus saberes, siendo consideradas desde ahí como un escollo para los avances de la «equidad de género». Ahora bien, son un extraño escollo, pues las primeras (las feministas) pretenden que las segundas (el escollo) deben reconocer y aceptar (¿obedecer?) como propio el saber que ellas les llevan, desechando sus saberes, para ser incorporadas a un ideal igualitario que las primeras no cuestionan y que las segundas tienen motivos para cuestionar, aunque no puedan hacerlo en el espacio que las primeras invaden.

He escuchado quejas de mujeres quechuas de Perú contra las principales ONG feministas de Lima que se expresan en frases como: «nos desprecian», «no duermen en nuestras casas» y «no comen con nosotras». Las mujeres kichwas de la Conaie consideraban que las feministas de Quito intentaban imponerles sus ideas políticas a través de programas de estado que reflejaban juegos de poder entre la hegemonía política blanca y las formas propias de participación; de manera que, si ellas defendían sus derechos como indígenas por encima de la voluntad del gobierno progresista de Correa, las acusaban de ser atrasadas o traidoras20. En México, en la Mixteca Alta, donde las mujeres se han organizado contra la violencia intrafamiliar desde las comunidades eclesiales de base (violencia familiar que, según han aprendido por experiencias comparadas, acompaña el alcoholismo), se reían de mis preguntas y las contestaban con otras: «¿Y quiénes son las feministas? Aquí nunca vienen a hablar con nosotras. ¿Tú eres feminista? Eres la primera que viene y nos dices algo que no es lo que vemos».

Manuela Alvarado López, dirigente k’ich’é que ha sido Representante del Departamento de Quetzaltenango en el Congreso de la República de Guatemala, durante el Foro Internacional sobre Participación Política de Mujeres Indígenas de las Américas que se realizó en la ciudad de México el 30 de mayo de 2012, afirmó que «el feminismo es una alternativa de liberación de las mujeres», pero «existen feminismos que no nos permiten ser congruentes con lo que somos»21. Según ella hay feminismos que «en la práctica» dañan y ofenden: «Hay feministas que llegan a las comunidades diciéndonos cómo comportarnos, pero no se dejan cuestionar, no reciben enseñanzas de nuestras cosmovisiones. Así sus propuestas dejan de ser una alternativa para convertirse en otras prácticas de opresión»22.

Hilar fino los hilos del saber occidental que se dice incluyente

Las mujeres sabemos qué sabemos, la ignorancia no hace parte de nuestras tradiciones.

JUANITA LÓPEZ GARCÍA

Runixa Ngiigua (chocholteca), México

Las pensadoras indígenas, en particular las que han transitado por las academias, han tenido que «hilar fino» sobre las implicaciones de los discursos falsamente incluyentes de los beneficios del mestizaje y rescatar y narrar la historia de su pueblo, su comunidad, sus clanes y su linaje. En cuanto al ideario del mestizaje universal, han confrontado las dificultades que implica de-construir cualquier artículo sobre el pensamiento en «lengua española» (de una producción muy amplia, deudora de una larga tradición que en el siglo XX ha tenido expositores de la talla de José Gaos, Leopoldo Zea y Vera Yamuni).

Por ejemplo, unas estudiantes zapotecas de la UNAM me invitaron a leer críticamente, como ellas lo hacen, «Pensar en español en el mundo iberoamericano multiculturalista», donde el filósofo mexicano Ambrosio Velasco Gómez afirma que aunque no puede ocultarse que el pensamiento en español en América tiene un origen imperial y violento, pues en la Colonia el castellano desplazó a las lenguas autóctonas, «los naturales, los mestizos castellanizados, em pezaron a utilizar la lengua impuesta para conformar junto con los criollos una auténtica cultura nacional». Según ellas, ya en estas pocas palabras del resumen es obvio que para la visión académica que Velasco Gómez incorpora a sus pensamientos, América está conformada sólo por mestizos y criollos, que han utilizado el castellano como «espacio cultural de construcción de identidades» y «recurso para la emancipación de los pueblos y naciones hispanoamericanas». Honestamente, Velasco Gómez siente que en la actualidad es necesario reflexionar sobre los riesgos del castellano de reproducir el papel excluyente de la lengua colonial. Por lo tanto se hace necesario «que la lengua que hablamos se abra en diálogo interlocutor con las lenguas, culturas y saberes indígenas que han sobrevivido quinientos años de dominación»23. Ante lo cual, las estudiantes zapotecas me preguntaron si es posible abrir un diálogo sin considerar la ontología que la lengua zapoteca transmite y cómo estar seguras de que no se trata de otro engaño, cuando el filósofo mestizo sólo habla de sobrevivencia y nunca de construcción y enunciación de un modelo interpretativo de la realidad.

Para la k’iche’ Gladys Tzul Tzul es importante definir qué se entiende por interlocución, pues sólo si se aceptan los puntos de partida de dos o más culturas, la interlocución se vuelve propositiva, dejando de lado el aspecto de indagación en beneficio de la cultura dominante; a la vez que el verbo «sobrevivir» no da cuenta de las transformaciones que las culturas dominantes han construido a la par, en contra o al lado, de la cultura mestiza y criolla.

¿Diálogos posibles?

Para dialogar, es indispensable la voluntad de abrirse al universo gramatical, simbólico y espiritual de una persona diferente de sí, lo cual implica no tenerse miedo recíprocamente. Algunos ejemplos de vida y de investigación me han permitido creer que esto es posible: los 15 años de convivencia y estudio con mujeres de diversas comunidades de Chiapas de Aída Hernández, el respetuoso trabajo de acompañamiento con sobrevivientes de la violencia misógina en la guerra de Guatemala de Amandine Fulchiron, diversas experiencias militantes feministas con mujeres organizadas en diversos lugares, por ejemplo, el que llevó a cabo durante ocho años Sabine Masson con las integrantes de Tzome Ixuk, una cooperativa tojolabal.

No comparto necesariamente sus resultados, pero develan una voluntad de dejar de obedecer a una academia hegemónica, para abrir el conocimiento todo al respeto hacia diversas epistemologías, nacidas de procesos históricos diferentes.

Como es sabido, en todo territorio donde se realizó una colonización se ejerció una brutal represión del modo de vida (y de la vida misma) de la población residente. La represión es una tecnología de dominación que cimenta una disciplina pública, que se arraiga en la conciencia popular y que promueve actitudes subordinadas y de desconfianza.

Los genocidios son medidas extremas de disciplinamiento: «educan» para la sumisión, construyen a las víctimas y a su debilidad intrínseca, promocionan la inutilidad de las revueltas, emasculan a los hombres de un pueblo a la vez que refuerzan la subordinación de las mujeres en el intento de desaparición del colectivo. Con todo, los genocidios evidencian al asesino. Los castigos coloniales, así como las masacres que llevan a cabo militares y paramilitares contra los pueblos indígenas hoy, dan muestra de una violencia extrema, sinónimo de dolor y horror, contra los cuerpos de las mujeres embarazadas, violadas, abiertas para sacarles a los fetos, estranguladas con sus entrañas y con senos cercenados. Luego, el miedo persiste; y el odio y el deseo de venganza.

Toda persona blanca o blanquizada es potencialmente un asesino de la colectividad. Aunque las mujeres pueden tener una menor identificación que los hombres con los genocidas, para establecer un diálogo, las blancas y blanquizadas debemos esforzarnos en demostrar el respeto, la atención y el deseo de conocer que nos granjeará, posiblemente y a la larga, el derecho al intercambio de palabras verdaderas.

En los diálogos intervienen muchas ideas y construcciones ideológicas, pero su condición de posibilidad es:

1) considerar a la persona con quien se dialoga una interlocutora válida, y

2) no temer la intervención posterior de quien ahora está hablándote, ni su juicio.

La primera parte de esta condición es obvia: si no considero que otra persona es alguien con mi propia capacidad de interpretación del mundo, no la tomaré en cuenta como interlocutora, sino tan sólo como informante. No le daré valor de conocimiento a su testimonio, sino valor de información sobre la que mi saber va a actuar para ofrecer una interpretación.

La segunda parte implica un análisis de las relaciones que pueden darse en un contexto de colonialismo interno contemporáneo. Es prácticamente imposible dialogar con quien puede ejercer un poder coercitivo. No se dialoga con una persona que, realmente o porque lo hace suponer, representa un peligro; a ésa se le engaña. Recordemos al respecto que, históricamente, todos los pueblos han mentido y mienten a la hora de los censos. Cuántos temores despierta el sólo hecho de ser contados por el poder instituido, cuántos trabajos o deberes va a implicar, desde los servicios militares hasta las imposiciones tributarias, desde la disposición de tierras comunitarias hasta el cálculo de las fuentes de agua…

Sin quererlo considerar más que un ejemplo de las complejidades históricas que entraña la voluntad de las mujeres de un pueblo de hablar con otras mujeres, reporto una experiencia que me ha cuestionado las interpretaciones del colonialismo interno (o colonialidad, en la terminología de la escuela de Quijano)24 como algo homogéneo.

Entre Costa Rica y Panamá, entré en contacto con mujeres de tres pueblos hablantes de lenguas del grupo lingüístico chibcha, las bri bris de Talamanca, las gnöbe25 del archipiélago de Bocas del Toro y las mujeres del pueblo kuna, en su territorio autónomo de Kuna Yala. Con las bri bris cocinamos juntas, interactuamos en un taller sobre derechos humanos de las mujeres con psicólogas y una cineasta de la Universidad de Costa Rica, comimos, jugamos, remamos, caminamos por sus cultivos y expresamos nuestras ideas acerca del ser mujeres, del estado, del trabajo, y de la violencia familiar, misma que, según algunas de ellas, no es cierto que su ser supremo, Sibú, obliga a tolerar. Las gnöbes, por el contrario, se negaron en todas las ocasiones a entablar una charla conmigo, sobre la base de que era mejor que hablara con sus maridos, que ellas no tenían nada qué decirme, que los hombres saben más que las mujeres. Por su lado, con cierta cariñosa lejanía, las kunas me sentaron a escuchar cuentos, algo que no creían que yo me creyera, pero que era suyo y que, suponían, apaciguaría mi ansiedad por saber: sus creencias sobre el agua salada del mar como la leche de la madre tierra que siempre nos nutre y todo lo cura, el peligro del sol que importa desde otro mundo las enfermedades, la importancia de la resistencia con todos los me dios a las imposiciones coloniales. Con ellas, pasé ricos momentos por la tarde escuchando una música suave, hecha de trinar de pájaros, caer de lluvia, pasos y vientos.

Para las bri bris, las mujeres comparten su ser con Iriria, la Tierra Niña, que también es mujer; para las kunas toda la creación es femenina y masculina y en la actualidad las mujeres participan de las decisiones políticas de la comunidad, habiendo tenido desde la década de 1980 a una intendenta o gobernadora, Hildaura López; mientras las gnöbes pertenecen a una cultura donde las mujeres son bienes de intercambio entre familias de hombres polígamos26.

¿Qué tanto de las culturas originales, de la sobreposición de los idearios evangelizadores de los franciscanos que intentaron la cristianización de bri bris y gnöbe desde los primeros años del siglo XVII, de la resistencia a la aniquilación de los españoles y las alianzas con piratas ingleses de las kunas, de confrontación con estados independientes distintos, como la socialdemócrata Costa Rica y la Panamá recién liberada de la presencia colonial estadunidense en el Canal, intervienen en la decisión de las mujeres de interactuar con una mujer que viene de fuera? ¿Cómo no tomar en cuenta que las mujeres kunas de Panamá me hablaban con tranquilidad y tiempo de reflexión desde una autonomía que empezaron a pelear en 1925 y que tienen asegurada desde 1953, mientras las Kunas de Colombia sólo hacían referencia a las entradas de los paramilitares que matan a los hombres y mujeres de su comunidad, las violan y se retiran dejando sembrados los caminos de minas antihumanas para hacer que su pueblo deje sus tierras ancestrales para beneficio de traficantes mestizos? ¿Por qué no tomar en cuenta que, sin negar el carácter patriarcal de su cultura, las gnöbe podrían haberse negado a hablarme porque nadie nos había introducido y ellas acababan de pasar, en julio de 2010, por la brutal represión del movimiento de resistencia que su pueblo encabezó contra las reformas del gobierno panameño que minaban sus derechos a la sindicalización como trabajadoras en la industria bananera y a la autonomía de sus políticas comunitarias?

No podría contestar(me) preguntas como éstas, sin formu larlas primeramente a las mujeres de los pueblos originarios que dialogan conmigo, a las colegas antropólogas, historiadoras, filósofas y sociólogas capaces de cuestionar y abrir sus disciplinas y a las viajeras y periodistas mestizas y a las comunicadoras indígenas que han tenido la capacidad de detectar estas prácticas discursivas en su interacción con las mujeres de los pueblos originarios.

El mismo silencio que recibí de las gnöbe y, más tarde, la displicencia con que me respondieron las compañeras de la Conaie, me despertó la duda acerca de qué significa o qué sustento político podemos darle al silencio cuando por mucho tiempo a las mujeres que hablaban no se les dio ninguna importancia a sus palabras. ¿Qué celo del conocimiento guardado encierra? El silencio es también una respuesta al afán de aprovechamiento de la palabra del otro por parte de antropólogas y difusoras de políticas públicas.

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