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¿Una nueva guerra fría?

La segunda tendencia que está transformando el sistema internacional es la disputa estratégica entre los Estados Unidos y China. Como ha ocurrido en otras ocasiones a lo largo de la historia, cuando emerge una nueva potencia mundial se desencadenan una serie de mecanismos por los cuales los grados de incertidumbre y de conflictividad tienden a aumentar. Ante la aparición de un Estado con la capacidad de dominar su propia región, Washington podría perder su condición de potencia hegemónica.

Estados Unidos es el único poder hegemónico, porque ha logrado dominar militarmente su propia región, el hemisferio occidental. Disfruta, entonces, de la seguridad que le brinda su situación geográfica y puede intervenir con cierta facilidad en otras áreas geográficas sin temer demasiadas retaliaciones en su territorio. Sin embargo, si China logra alcanzar la misma condición dominante en el sudeste asiático, Washington perderá esta tranquilidad.

Según el académico estadounidense John Mearsheimer, la necesidad por mantener la condición hegemónica es lo que lo llevó a Washington a intervenir en la Primera Guerra Mundial (para evitar que Alemania se convirtiera en el poder hegemónico de Europa), en la Segunda Guerra Mundial (para lograr que Alemania no lo sea en Europa y Japón en Asia), en la Guerra Fría (para que la Unión Soviética no dominara Europa y Asia) y en la Guerra del Golfo (para que Irak se convirtiera en el poder hegemónico de Medio Oriente).

A esto debemos sumarle la incertidumbre que genera no saber cuáles son las verdaderas intenciones de Beijing. ¿El aumento del gasto militar de China se debe a cuestiones defensivas o, por el contrario, tiene como objetivo ponerle fin a la presencia estadounidense en el mar de la China a través, si es necesario, de acciones militares? Por otro lado, en Beijing se preguntan cuáles son las verdaderas intenciones de una potencia que está estrechando lazos con las naciones que rodean a su país. Ante la duda, ambas potencias optan por incrementar su poder militar y fortalecer sus alianzas. Como consecuencia de esto, aumentan los niveles de incertidumbre y de conflictividad.

Si bien esta segunda tendencia se explica, principalmente, por los cambios estructurales del poder que observamos en el sistema internacional, la primera de las tendencias que mencionamos ayuda a acelerarla. El mayor grado de nacionalismo que se observa, tanto en la dirigencia de China y de los Estados Unidos como en las poblaciones, lleva a que la competencia estratégica se apresure.

Repasemos lo que sucedió con la aparición de la actual pandemia. Trump denominó al Sars-CoV-2 como el “virus chino” y culpó al Gobierno de Beijing por su intervención en la Organización Mundial de la Salud (OMS). Lejos de condenar estas declaraciones, durante la campaña presidencial los demócratas acusaron a Trump de no ser suficientemente duro con Beijing. Por otra parte, voceros del Gobierno chino deslizaron la posibilidad de que este coronavirus haya sido introducido en el territorio nacional por el Ejército de los Estados Unidos. Todo esto ha llevado a que disminuyan los niveles de colaboración (inclusive en áreas tan importantes como la salud) entre los Estados.

Esta rivalidad viene debilitando al orden liberal y a las organizaciones internacionales que lo componen, y existe la posibilidad de que estas últimas se conviertan en meros escenarios de la disputa entre las potencias. Podemos ver las discusiones en torno a la influencia que cada país ejerce sobre la OMS, un organismo que debería tener un perfil más técnico que político. O el hecho de que, por primera vez en la historia, Washington haya presentado su propio candidato para presidir el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), lo cual parece ser parte de su estrategia para moderar la creciente influencia económica que China viene ganando en América Latina.

Una posible objeción a mi argumento es que, en realidad, no vivimos en un mundo bipolar en el que dos Estados dominan el concierto de las naciones sino en un sistema multipolar en donde la participación de la Unión Europea, India, Japón o Rusia lleva a que la distribución de poder a nivel mundial –y, como consecuencia, los incentivos que enfrenta cada Estado– sea diferente a los que menciono. Podría existir, entonces, un sistema más o menos flexible del que impone la bipolaridad. Pero si repasamos la distribución del poder económico y militar en el mundo, veremos que esto no es así.

Según datos del FMI, en términos de paridad de poder adquisitivo, China representa en la actualidad el 20 % de la economía mundial y los Estados Unidos el 15 %. Los sigue India con el 7,5 %. En términos de gasto militar, los Estados Unidos destinan a sus Fuerzas Armadas el equivalente al 35 % del gasto total a nivel mundial, mientras que China destina el 13 %. Recién después aparecen Arabia Saudita, Rusia e India con aproximadamente un 4 % del total. Lo que llama la atención de estos números no es tanto lo cercano o no que se encuentran los dos actores más importantes del sistema internacional sino la distancia que los separa de los otros Estados.

Para entender la naturaleza de un nuevo sistema internacional, que ya no estará definido por la hegemonía estadounidense que prevaleció durante el orden liberal sino por el conflicto entre China y los Estados Unidos, nos resultará útil compararlo con la Guerra Fría. Una de las principales semejanzas entre ambos períodos es la existencia de armas nucleares. La aparición de estas armas cambió la naturaleza misma del conflicto entre naciones ya que transformó un enfrentamiento militar entre potencias nucleares en un acto prácticamente suicida. Esta es una lección que las potencias mundiales parecen haber aprendido desde el conflicto de los misiles en 1963 y, muy probablemente, se mantenga en las próximas décadas.

A falta de esta opción, el escenario más probable es que la competencia entre Washington y Beijing se dé en otros ámbitos (como son el político, cultural y tecnológico) y, cuando se produzca en el militar, ese enfrentamiento tendría lugar en áreas geográficas alejadas de estas naciones. Esto significa que el conflicto entre China y los Estados Unidos podría trasladarse a regiones como América del Sur, Europa, Medio Oriente y África, donde Estados próximos lucharán las batallas de las potencias.

Pero también existen claras diferencias con la Guerra Fría. Una de las mayores es el poderío económico alcanzado por China. La Unión Soviética nunca logró competir realmente con los Estados Unidos en el plano económico, tanto por el menor tamaño de su economía como de su falta de productividad y desarrollo tecnológico. Por el contrario, China ya es o está en camino de convertirse en un par de los Estados Unidos. Asimismo, en esta disputa, la ideología juega un rol menor. Esto ayudará a disminuir los grados de conflictividad, pues se enfrentan los intereses de dos Estados y no dos visiones incompatibles del mundo.

Cambio tecnológico

La tercera tendencia que está transformando el escenario internacional es la aparición de nuevas tecnologías. A lo largo de la historia, los nuevos medios de producción no solo han afectado las relaciones entre los actores económicos sino que ciertas innovaciones también han modificado el balance de poder militar entre los Estados y las capacidades que estos tienen para ejercer el monopolio del uso de la fuerza dentro de sus fronteras. Predecir los efectos que los cambios tecnológicos tendrán sobre las relaciones internacionales es todo un desafío, pero podemos presentar algunas hipótesis.

La aparición de las redes sociales parece haber modificado la manera en que los líderes políticos se comunican con sus sociedades. Como ya he mencionado, una nueva generación de líderes conservadores ha sacado provecho de esta situación dirigiéndose directamente a su electorado mediante redes como Facebook y Twitter. De esta manera, lograron saltearse a los medios tradicionales de comunicación. Han sido habituales los ataques que emitiera Trump, así como los de Bolsonaro o Netanyahu a medios como el New York Times, O´Globo o Haaretz, a los cuales acusan de representar los intereses de las élites.

Uno de los efectos que ha tenido la creciente debilidad de los medios de comunicación tradicionales (que vienen perdiendo audiencia) es la merma en su capacidad para definir qué es lo que se puede o no se puede publicar. Como resultado, se ha vuelto más fácil hacer uso de las redes sociales para comunicar noticias falsas o atacar de manera violenta a rivales políticos y a distintos miembros de las clases dirigentes. Esto, a su vez, ayudó a polarizar a las sociedades, permitiendo el éxito electoral de políticos con ideas que hasta no hace mucho tiempo hubiesen sido catalogadas de extremistas.

Asimismo, innovaciones en el campo de la producción están transformando la naturaleza misma del trabajo. La automatización ha eliminado numerosos empleos industriales y los nuevos trabajos suelen pertenecer a la economía digital. Por tomar un caso, los trabajadores de la economía gig son contratistas independientes que usan portales de internet, igual que Uber, para contactar a sus clientes. A diferencia de los trabajos industriales del pasado, estos suelen carecer de cobertura y sus ingresos son sumamente variables.

Esto tiende a incrementar los niveles de incertidumbre y genera malestar en un sector de los trabajadores que, ante la falta de resultados de los gobiernos socialdemócratas, ha migrado hacia una nueva derecha. En definitiva, tanto las redes sociales como la digitalización de la economía parecen haber ayudado a fortalecer la primera de las tendencias que describo.

Por otra parte, el crecimiento de la IA y de otro tipo de tecnologías estratégicas ha tendido a centrarse en las dos grandes potencias. Como resultado de esto, la distancia que separa a China y los Estados Unidos del resto de las naciones ha aumentado en el campo tecnológico, acelerando de esta manera la segunda de nuestras tendencias.

En el plano militar, la posibilidad de iniciar ataques informáticos ha fortalecido la posición relativa de China. Dado que estos ataques son comparativamente baratos y difíciles de rastrear, facilitan la adopción de doctrinas asimétricas. A las tecnologías asociadas con la ciberseguridad debemos sumarle su inversión en sistema balísticos y de comunicación, lo que le permite poner en riesgo a la flota estadounidense. Este conjunto de tecnologías estaría, por lo tanto, acelerando la transformación de China en el poder hegemónico en el sudeste asiático. Es así que China, a pesar de gastar en defensa considerablemente menos que los Estados Unidos, está logrando achicar la brecha que los separa en términos de poder militar.

Por último, tecnologías como el 5G y la IA les están brindando más y mejor información a los gobiernos sobre el accionar de la población. ¿Incrementará esto el poder a los regímenes autoritarios respecto a las democracias liberales?

¿El fin del orden liberal?

La principal tesis de este capítulo es que las tres tendencias que he mencionado hasta aquí han tenido, en su conjunto, la capacidad de poner un fin al orden liberal. De hecho, resulta difícil encontrar líderes que apoyen abiertamente tanto al orden liberal como a los tres pilares sobre los que este se sostiene. Podemos pensar en casos específicos como los de Angela Merkel de Alemania y Macron de Francia, pero no en muchos más.

Sin embargo, el hecho de que el orden liberal haya llegado a su fin no significa que el mundo vaya a quedar dominado por la falta de reglas. Seguramente surgirán nuevas reglas y un nuevo orden que responderá a la realidad que impone una nueva distribución del poder, y la aparición (o resurgimiento) de ideas y normas que difieren de las liberales.

Quisiera ahora presentar otra tesis: es posible que lo que estemos presenciando sea el surgimiento de un nuevo orden conservador, que tenga más similitudes con el sistema que prevaleció en Europa desde la caída de Napoleón hasta la Primera Guerra Mundial, que con el liberal.

El llamado concierto de Europa es celebrado por muchos realistas, dado que para ellos significó un modelo cercano a sus principios. En este, efectivamente, primaron el balance de poder y la no intervención en asuntos internos de las naciones (al menos en principio). Tendió a darle preeminencia a la diplomacia y a la resolución de conflictos, ello mediante los encuentros regulares entre líderes nacionales que compartían no solo valores sino también lazos sanguíneos. Como señala Henry Kissinger, este fue un orden que respetó el statu quo y consiguió evitar que se produjeran conflictos militares a gran escala. En el plano doméstico, las ideas que primaron fueron aquellas que se opusieron a la Revolución Francesa y buscaron preservar la influencia de la monarquía y la religión. Fue, en definitiva, un orden realista y conservador.

Dada la exitosa aparición de una nueva generación de líderes conservadores que tiende a poseer una visión realista sobre la política exterior, enfrentamos condiciones similares a las de esos tiempos. Por ejemplo, no encontramos entre ellos un deseo de ideologizar sus relaciones con el resto del mundo. Tampoco observamos la intención de exportar un determinado modelo de gobierno a otras naciones. Se diferencian, no solo de los comunistas de la Unión Soviética –especialmente al inicio de la revolución– sino también de los neoconservadores y de los liberales intervencionistas que, luego de la caída del Muro de Berlín, promovieron la exportación de la democracia liberal de los Estados Unidos. Al ser realistas tienden, por el contrario, a defender el interés nacional y respetar la lógica que impone el balance de poder, independientemente del tipo de gobierno que tenga cada Estado. En principio, estas creencias deberían evitar conflictos innecesarios y traer cierta estabilidad al sistema internacional.

Sin embargo, un orden dominado por los conservadores populares también será uno donde la colaboración internacional y el multilateralismo se volverán más difíciles. Esto es peligroso, porque el mundo actual es más complejo que el de la Europa del siglo XIX. Las naciones necesitan organismos con burocracias capaces de controlar el cumplimiento de las reglas internacionales que facilitan trabajos en conjunto, desde la lucha contra el cambio climático hasta la coordinación de políticas comerciales, monetarias y fiscales, para evitar que tenga lugar una nueva depresión global. Desde luego, el mayor nacionalismo de los conservadores populares pone en jaque el rol de muchas de estas instituciones, dejando dudas sobre la capacidad que la comunidad internacional tendrá para enfrentar una nueva generación de desafíos.

Si el orden anterior fue definido por las normas universales que promueve el liberalismo, el orden conservador probablemente vuelva a poner en el centro de la escena el principio de no interferencia en los asuntos internos de otras naciones y la defensa de los equilibrios de poder. Si las instituciones que dominaron el orden liberal fueron aquellas que buscaron tener un alto grado de autonomía, el orden conservador le dará un rol central a foros que, como es el G7 y el G20, carecen de burocracias centrales y no le demandan soberanía a sus Estados miembros.

Pero, además de conservador, el nuevo orden estará definido por la competencia estratégica que tiene lugar entre los Estados Unidos y China. Uno de los mayores riesgos en este sentido, además de que se produzca un conflicto militar a gran escala, es que la economía mundial se termine dividendo en dos grandes esferas de influencia. Esto quiere decir que algunas naciones formen parte de un bloque cercano a Beijing y otras de un bloque ligado a Washington, lo que significaría una marcha atrás en un proceso de globalización que, si bien ha tendido a incrementar las desigualdades dentro de algunas sociedades avanzadas, permitió disminuir la desigualdad a nivel global gracias a los aumentos de productividad y la generación de riqueza que tuvieron lugar en países en desarrollo como China e India.

Si bien un desacople total como el mencionado resulta poco probable debido al costo económico que esto tendría, tanto para China como para los Estados Unidos ya se ha comenzado a observar la subordinación del comercio a consideraciones de tipo estratégico. De esta manera, los Estados Unidos no solo han impuesto tarifas a productos de China sino también restricciones al ingreso de ciudadanos y de inversiones de este país. Japón, por otro lado, ha anunciado beneficios económicos para que vuelvan a instalarse en su territorio aquellas fábricas que producen en China. El propio Macron, uno de los pocos líderes que siguen defendiendo el orden liberal, ahora sostiene que Francia debería volver a implementar políticas industriales que fortalezcan la producción nacional.

En definitiva, el escenario más probable es que el surgimiento de un nuevo orden internacional no implique el fin globalización sino una nueva etapa de la globalización, en la cual la producción de ciertos bienes, considerados estratégicos, vuelva a concentrarse dentro de las fronteras. De hecho, el comercio de bienes ya había dejado de crecer luego de la crisis de 2008.

Por otra parte, también es posible que el comercio de servicios continúe incrementándose en virtud del surgimiento de la economía digital. Entre 2005 y 2017 el intercambio de datos entre países creció 148 veces y no encontramos motivos por los cuales esto debería detenerse. Es probable que, debido a los peligros que implican para las empresas y los Estados tener cadenas de producción demasiado diversificadas en lo geográfico, el comercio se vuelva menos global y más regional.

Quizás el mayor riesgo que enfrenta la comunidad internacional es que, en vez de ser conservador, el nuevo orden internacional puede terminar mutando en algo diferente. Si bien el conservadurismo difiere profundamente de movimientos nacionalistas como el fascismo, es posible que el primero termine convirtiéndose en algo más peligroso.

Es necesario enumerar algunas de las diferencias que existen entre el conservadurismo y el fascismo. Mientras que el primero defiende el rol de la religión y de las tradiciones, el segundo tiende a ser vanguardista e, incluso, revolucionario. Mientras el conservadurismo tiene una visión realista sobre la política exterior, los movimientos nacionalistas han celebrado el conflicto y han promovido políticas de tipo expansionistas. Mientras que para los neofascistas el Estado, el líder y el pueblo son prácticamente sinónimos, los conservadores desconfían de la concentración del poder en una burocracia estatal.

Sin embargo, puede suceder que los temores a ciertos enemigos externos e internos lleven a los conservadores a creer que la solución se encuentra en la concentración del poder en un líder fuerte, algo que ocurrió en la Europa de principios de siglo XX, y hoy, en el conservadurismo popular, ya encontramos algunas tendencias que deben preocuparnos, como son su búsqueda por una democracia más directa y con menos instituciones representativas.

La Argentina después de la tormenta

Dado el panorama que he descripto hasta aquí, podemos asumir que, en los próximos años, la Argentina enfrentará un escenario más incierto que en el pasado cercano. Por lo tanto, su margen para cometer errores será menor de lo que fue durante un orden liberal que la encontró alejada de los grandes conflictos internacionales. En efecto, quizás el mayor desafío que enfrentará, tanto la Argentina como el resto de los Estados sudamericanos, sea evitar que la disputa entre China y los Estados Unidos se traslade, de manera violenta, a nuestra región.

Imaginemos por un momento que Brasil termina aliándose con los Estados Unidos y la Argentina con China (o viceversa). De suceder esto, podríamos transformarnos en algunos de los Estados por medio de los cuales Beijing y Washington podrían resolver sus disputas a una distancia segura de sus fronteras. Este sería un escenario novedoso para nuestra región, dado que durante la Guerra Fría la presencia soviética en Sudamérica fue poco relevante. Sin embargo, este no es el caso de China, que no solo tiene presencia económica considerable en los países del Cono Sur gracias a sus inversiones y compatibilidad económica, sino porque no despierta el rechazo que generó la Unión Soviética. La subsistencia de instituciones como la Iglesia católica o el mismo sector privado no depende de la presencia de China, como sí ocurrió en el caso de los soviéticos.

¿Cuál debería ser, entonces, la estrategia de un país como la Argentina ante este escenario? En principio, debería intentar mantener buenas relaciones con la mayor cantidad de países posible, pero especialmente con las dos grandes potencias. Somos un país en vías de desarrollo que necesita incrementar su comercio y recibir inversiones desde el exterior. Formamos parte del hemisferio occidental, lo cual significa que durante varias décadas más estaremos en la zona de influencia de la mayor potencia militar del planeta: Estados Unidos. Existen, por lo tanto, motivos políticos y económicos por los cuales resulta fundamental mantener una buena relación con Washington y Beijing.

Aunque la estrategia parece clara, su implementación no lo es. Y esto es, en parte, porque mantener un equilibrio entre los Estados Unidos y China dependerá de que estos acepten que la Argentina mantenga lazos cercanos con ambos. Si el nivel de conflictividad entre estos dos Estados se incrementa, llegará el momento en que tomar partido por alguno se volverá inevitable.

Si bien enfrentamos incertidumbres respecto a la evolución del sistema internacional y nuestro lugar en este, creo que deberemos seguir tres ideas rectoras. La primera consiste en la necesidad de formar una alianza con otros países de peso medio para que, de esta manera, podamos defender el multilateralismo. El orden liberal tal vez esté llegando a su fin, pero esto no significa que el mundo deba dejar de estar regido por un orden basado en reglas de juego claras. El multilateralismo nos permitirá incidir en la conformación de un orden internacional que, además de proteger nuestros intereses, debe mantener en la agenda global temas fundamentales, entre los que se encuentran la lucha contra el cambio climático, las metas para el desarrollo sostenible impulsadas por la ONU y la coordinación de las políticas económicas para evitar que se produzca una nueva depresión global.

Para que el multilateralismo sea exitoso, tendrá que adaptarse a la nueva realidad. En un orden conservador tendrán mayor éxito aquellas organizaciones internacionales que no posean grandes estructuras propias y que no le demanden soberanía a sus Estados miembros. Es probable, entonces, que foros como el G7 y el G20 ganen protagonismo, lo cual no significa que debamos volver a un modelo idéntico al del concierto de Europa. La complejidad del mundo actual es tal que requiere de organismos técnicos que puedan hacer respetar las reglas que facilitan, por ejemplo, el buen funcionamiento del comercio internacional.

Otra de las ideas rectoras debe ser el fortalecimiento de la alianza estratégica que mantenemos con Brasil. Recordemos que antes del establecimiento de la alianza, a fines de los años 70, vivíamos en una hipótesis de conflicto permanente que traía inestabilidad a toda Sudamérica. La alianza entre Buenos Aires y Brasilia ayudó a bajar los niveles de conflictividad y permitió la creación del Mercosur que, dado la posible regionalización del comercio global, debería retomar centralidad en los próximos años.

¿Cómo mejorar nuestras relaciones con Brasil? En primer lugar, por medio de la desideologización de la política exterior tanto de Buenos Aires como de Brasilia. Dado el posible traslado del conflicto entre las potencias a nuestra región, esta relación estratégica se ha vuelto aún más importante que en el pasado y su preservación debe ser una política de Estado, más allá de las diferencias ideológicas que puedan existir entre los gobiernos de ambas capitales.

Por último, para que cualquier estrategia tenga éxito, debe contar con los instrumentos adecuados para llevarla a la práctica. Como veremos a lo largo de este trabajo, la Argentina de hoy enfrenta enormes déficits institucionales, tanto dentro del Estado como en la sociedad civil. Necesitamos modernizar nuestras Fuerzas Armadas, darle mayor protagonismo a un cuerpo diplomático que puede brindarle cierta continuidad a nuestra política exterior e invertir más y mejor en la educación pública. Por otra parte, nuestras universidades y think tanks deben ser foros en los que se debata y elabore el pensamiento estratégico de la Argentina. Nada de esto será posible si antes no emerge una clase dirigente capaz de pensar y actuar sobre la base de una “cierta idea de la Argentina”.

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