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3. La dimensión objetiva

Dios Padre es una persona viva, que dialoga y ama. El creyente responde con su fe, porque se fía y confía en Él. Y si esto es así, también lo es que se acepte todo cuanto Él comunica. Es lo que llamamos la dimensión objetiva de la fe, o los contenidos fundamentales de la revelación cristiana. Estos acontecimientos son los que Dios Padre ha realizado para la salvación del hombre y para recuperar el sentido primero de la creación. La fe de la persona se asienta y funda sobre los hechos salvadores que el Señor ha realizado para con su criatura.

Y los primeros hechos salvadores que narra la revelación cristiana son los que contienen los credos de Israel. Y se comienza con el «Escucha, Israel, el Señor, nuestro Dios, es el único Señor» (Dt 6,4), y se sigue con los acontecimientos salvadores que jalonan la historia del pueblo elegido: «Cuando el día de mañana te pregunte tu hijo: “¿Qué son esas normas, esos mandatos y decretos que os mandó el Señor, vuestro Dios?”, le responderás a tu hijo: “Éramos esclavos del Faraón en Egipto y el Señor nos sacó de Egipto con mano fuerte; el Señor hizo signos y prodigios grandes y funestos contra el Faraón y toda su corte, ante nuestros ojos. A nosotros nos sacó de allí para traernos y darnos la tierra que había prometido a nuestros padres”» (Dt 6,20-23). El don de la libertad que el Señor le concede a Israel cuando logra salir de la esclavitud de Egipto, la Alianza que pactan el Señor e Israel en el monte Sinaí y la posesión de la tierra de Palestina van a ser las constantes de las confesiones de fe de Israel, expresadas en frases cortas: «Yo soy el Señor, tu Dios, que te saqué de Egipto, de la esclavitud» (Éx 20,2; cf Lev 39,36), o en relatos largos y bellos, como: «Mi padre era un arameo errante: bajó a Egipto y residió allí con unos pocos hombres...» (Dt 26,5-9).

Dios se revela como el único Señor (cf Éx 20,3; Dt 5,7) que elige a Israel, pacta con él una Alianza (cf Éx 19-20.24; Dt 26,5-9), lo defiende de sus enemigos, en definitiva, le salva. Esta conciencia es la que permanece en el pueblo de generación en generación: «¡Lejos de nosotros abandonar al Señor para ir a servir a otros dioses! Porque el Señor, nuestro Dios, es quien nos sacó a nosotros y a nuestros padres de la esclavitud de Egipto, quien hizo ante nuestros ojos aquellos grandes prodigios, nos guardó en todo nuestro peregrinar y entre todos los pueblos que atravesamos. El Señor expulsó ante nosotros a los pueblos amorreos que habitaban el país. También nosotros servimos al Señor: ¡es nuestro Dios!» (Jos 24,16-18).

La voluntad divina de salvar a Israel y, en él, a toda la creación, se concentra en la historia de la salvación en Jesucristo: él es la cima de todo un proceso de relación y diálogo entre Dios e Israel. Jesús es el punto de encuentro entre la divinidad y la humanidad, que él mismo lo proclama a la gente humilde y sencilla: «Todo me lo ha encomendado mi Padre. Nadie conoce quién es el Hijo, sino el Padre, y quién es el Padre, sino el Hijo y aquel a quien el Hijo decida revelárselo» (Lc 10,22; cf Mt 11,27). Todavía más. Jesús no sólo es el hijo de María y José, sino la Palabra que, desde siempre, está en la gloria de Dios. Y esa «Palabra se hizo hombre y acampó entre nosotros. Contemplamos su gloria, gloria como de Hijo único del Padre, lleno de lealtad y fidelidad [...]. Pues la ley se promulgó por medio de Moisés, la lealtad y la fidelidad se realizaron por Jesucristo» (Jn 1,14.17). La misión del Hijo para salvar al mundo no es otra cosa sino un acto de amor del Padre: «Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que quien crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3,16), como el amor es la causa que, al principio de los tiempos, hizo crear todo cuanto existe.

La Palabra hecha hombre, Jesús resucitado, el Mesías esperado de Israel, en definitiva, el Hijo de Dios es el contenido central de la fe cristiana. El relato de su vida, palabras y hechos, vida transida por la relación personal con Dios Padre, es el foco central desde donde parten todos los rayos de luz que constituyen las verdades cristianas, o los contenidos de su fe: «El mismo Dios que mandó a la luz brillar en la tiniebla, iluminó vuestras mentes para que brille en el rostro de Cristo la manifestación de la gloria de Dios» (2Cor 4,6). Jesús es la plenitud de la revelación de Dios. Lo que Dios ha querido decir de Él, del hombre y del mundo, ya lo ha comunicado en Jesucristo: «Muchas veces y de muchas formas habló Dios en el pasado a nuestros padres por medio de los profetas. En esta etapa final nos ha hablado por medio de su Hijo, a quien nombró heredero de todo, por quien creó el universo. Él es reflejo de su gloria, impronta de su ser, y sustenta todo con su palabra poderosa» (Heb 1,1-3).

Por consiguiente, a él tenemos que volver nuestros ojos y nuestra mente para saber de la fe (cf Heb 12,2). Él es el que envía el Espíritu (cf Jn 20,19-23) para que permanezca en la historia la salvación iniciada por Dios con su vida, y se potencie la esperanza de que dicha salvación alcanzará a todo lo creado (cf Rom 8,24). Y el Espíritu de Jesús es el que envía a los discípulos a extender la vida del Resucitado por todo el mundo (cf He 2; Mt 28,18-20), no sin antes sentar las bases de la comunidad creyente como una fraternidad en la que se da la vida filial divina como identidad personal y colectiva de todos los bautizados (cf Rom 8,14-17; Gál 2,20): «Él es la cabeza del cuerpo, de la Iglesia. Es el principio, primogénito de los muertos, para ser el primero de todos. En él decidió Dios que residiera la plenitud: que por medio de él todo fuera reconciliado consigo» (Col 1,18-20; cf 1Cor 12,12; 2Cor 5,18-19). Esta es la doctrina fundamental que entraña el credo cristiano y que recomienda Pablo que conservemos y defendamos: «Atente al compendio de la sana doctrina que me escuchaste, con la fe y el amor de Cristo Jesús» (2Tim 1,13; cf 1Tim 4,6). Es el depósito de la fe que la Iglesia debe traducir a cada cultura y a cada generación.

4. La confesión de fe

El contenido de la fe que narra los acontecimientos salvadores del Señor con Israel y la vida y misión de Jesucristo como Hijo de Dios y Salvador, no se encierra en las páginas de un libro. No compone una ideología actual o pasada de moda, o una teoría científica. No se confiesa el principio de Arquímedes o la teoría del big-bang sobre el origen del universo. La confesión afecta al sentido de la vida, a los fundamentos básicos sobre los que se asienta la existencia humana. Es un acto personal y comunitario cuya forma es el contenido de la fe, o su dimensión objetiva plasmada en un texto.

De esta forma, la comunidad cristiana y cada bautizado reconoce la presencia del Señor en la creación y en la historia de Jesús, ante la comunidad eclesial (cf Flp 2,11) y ante todos los pueblos de la tierra (cf Mt 10,26). Y confiesa la historia de la salvación como un sacramento de la experiencia personal creyente que se crea en la relación con Cristo Jesús (cf CCE 185-197). La confesión de la fe es la unión con la comunidad y la expresión social de la fe subjetiva: «Tú eres el Cristo» (Mc 8,29); «Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú dices palabras de vida eterna. Nosotros hemos creído y reconocemos que tú eres el consagrado de Dios» (Jn 6,68; 10,36; 17,19; cf Mt 16,16). Y también las confesiones de fe proclaman la fe objetiva ante la comunidad, ante la sociedad, insertándolas en las culturas para enriquecerlas. Pero hay que pensar que la fe objetiva no se concibe como una suma de verdades desconectadas entre sí; al contrario, los símbolos creyentes presentan un conjunto de verdades relacionadas entre sí, con una coherencia interna que proviene de Aquel que las ha dado para la salvación. Por eso la confesión de fe es una alabanza, es una glorificación de Dios que ha donado la salvación al mundo.

Las confesiones de fe se han dado a lo largo de la historia por motivos diferentes: desde el desbordamiento personal de la experiencia sobre Jesucristo: «Nosotros no podemos dejar de hablar de lo que hemos visto y oído», que comunica Pedro y Juan al Sanedrín; o como prueba de la adhesión personal a Jesús: «Os digo que a quien me confiese ante los hombres, este Hombre lo confesará ante los ángeles del Señor» (Lc 12,8; cf Mt 10,32); hasta dar la vida por él, como es el caso de Esteban: «Estoy viendo los cielos abiertos y al Hijo del Hombre de pie a la derecha de Dios» (He 7,56). Y el contenido suelen ser fórmulas breves: «Puesto que tenemos un Sumo Pontífice excelente, que penetró en el cielo, Jesús, Hijo de Dios, mantengamos nuestra confesión» (Heb 4,14), fórmulas dichas en un contexto bautismal (cf He 8,37) y cultual, que se desarrollan por una reflexión teológica y una experiencia creyente intensa: «Tened los mismos sentimientos de Cristo Jesús, el cual, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de ser igual a Dios; sino que se vació de sí y tomó la condición de esclavo, haciéndose semejante a los hombres. Y mostrándose en figura humana se humilló, se hizo obediente hasta la muerte, una muerte de cruz. Por eso Dios lo exaltó y le concedió un título superior a todo título, para que, ante el título de Jesús, toda rodilla se doble, en el cielo, en la tierra, en el abismo; y toda lengua confiese para gloria de Dios Padre: ¡Jesucristo es Señor!» (Flp 2,5-11; cf 1Tim 3,16; 1Pe 3,18-22).

Pero, además, las confesiones de fe no son un asunto que compete exclusivamente a una persona, o entrañe sólo una acción individual. Las confesiones de fe constituyen una experiencia comunitaria y tienden a construir la comunidad de salvación. Por ello la comunidad es la que recibe al que aspira a vivir el sentido de vida cristiano, le transmite la fe, la cuida y desarrolla, hasta que el cristiano la profesa desde su libertad, pero siempre dentro y en nombre de la comunidad. Y desde la comunidad la comunica al mundo como una propuesta de identidad personal y colectiva humana y de toda la realidad creada: «Si alguien os pide explicaciones de vuestra esperanza, estad dispuestos a darla» (1Pe 3,15).

Las confesiones de fe llegan a ser testimonio de fe cuando se refiere a los Doce. Ellos son los que convivieron con el Señor y fueron testigos de la Resurrección que aseguran el conocimiento perfecto de Jesús por su convivencia en su ministerio en Palestina y la revelación de su identidad filial plena en la Resurrección (cf He 1,21-22). Y junto a los Doce están Pablo (cf 1Cor 15,14), Lucas (1,1-4), Juan (Jn 17). Son testimonios que se dirigen hacia la unidad de la fe, la única verdad, aunque se den exposiciones diferentes, porque es: «uno el Señor, una la fe, uno el bautismo, uno Dios, Padre de todos, que está sobre todos, entre todos, en todos» (Ef 4,5-6). Con todo, también se utiliza más tarde el testimonio de la fe cuando se da la vida por Jesús. Los testigos o mártires de la fe han sido siempre piedras angulares sobre las que se edifica la comunidad cristiana, comenzando por el mismo Jesús: «En presencia de Dios, que da vida a todo, y de Cristo Jesús, que dio testimonio ante Poncio Pilato con su noble confesión» (1Tim 5,13), es porque su presencia en la historia y su seguimiento es un signo de contradicción (cf Lc 2,34). Los mártires, al dar la vida por Cristo, expresan la salvación que transmite su existencia: «Si confiesas con la boca que Jesús es el Señor, si crees de corazón que Dios lo resucitó de la muerte, te salvarás. Con el corazón creemos para ser justos, con la boca confesamos para ser salvos» (Rom 10,9-10).

El concilio Vaticano II resume los aspectos señalados de la fe con estas palabras: «Cuando Dios revela, el hombre tiene que someterse con la fe (Rom 16,26; cf 1,5; 2Cor 10,5-6). Por la fe el hombre se entrega entera y libremente a Dios, le ofrece “el homenaje total de su entendimiento y voluntad” (DH 3008), asintiendo libremente a lo que Dios revela. Para dar esta respuesta de la fe es necesaria la gracia de Dios, que se adelanta y nos ayuda, junto con el auxilio interior del Espíritu Santo, que mueve el corazón, lo dirige a Dios, abre los ojos del Espíritu y concede a “todos gusto de aceptar y creer la verdad” (DH 3010). Para que el hombre pueda comprender cada vez más profundamente la revelación, el Espíritu Santo perfecciona constantemente la fe con sus dones» (Dei Verbum 5).

 Para leer

Catecismo de la Iglesia católica (CCE), Asociación de Editores del Catecismo, nn. 26-184.

2. Creo en Dios Padre

1. Religiones vecinas de Israel

Es difícil objetivar la experiencia que las culturas y los pueblos entienden por «dios». En el Medio Oriente los dioses tienen la función de responder a la pregunta sobre el origen de la creación y del pueblo. Existe un dios primigenio, o una relación dios-diosa, o un caos desde donde brota todo lo que existe: los dioses intermedios, el cielo y la tierra, etc. Se considera el principio del que arranca todo el movimiento de la vida que se expande por doquier, tanto en sus distintos niveles: otros dioses inferiores, los hombres, los animales, etc., como en las instituciones que configuran una determinada cultura o sociedad: el templo, el estado, el rey, la familia, etc. El himno a Amón o Amón-Rê, dios solar, venerado en Tebas, escrito hacia el 1400 a.C. dice: «Forma única que crea todo cuanto existe./ Uno que permanece uno, aun creando los seres./ Los hombres han salido de tus ojos,/ los dioses han venido a la existencia de tu boca./ Hace la hierba para que viva el ganado/ y los árboles frutales para los humanos./ Hace aquello de lo que viven los peces del río/ y las aves que pueblan el cielo./ [...] Los dioses se inclinan ante tu majestad/ y exaltan el poder que los ha creado,/ exultando al acercarse aquel que los ha engendrado./ Te dicen: “¡Bienvenido en paz!, padre de los padres de todos los dioses,/ que levantas el cielo y rechazas el suelo, / haciendo lo que existe, formando los seres”» (Oraciones del Antiguo Oriente, 66-67).

Las culturas del Oriente Medio, las más cercanas a Israel, estructuran la vida divina según el ordenamiento de la sociedad: el dios padre y la diosa madre, con su familia, cuyas funciones remedan la de los jefes y potentados de la sociedad. El principio divino, además de sostener y modelar todo el orden cósmico y social, responde al misterio del mal y garantiza el futuro, pues se presenta al final de la vida solucionando el enigma de la muerte. Por eso, el que aparece como inasible e ininteligible para el hombre, se revela, a la vez, como la última instancia que asegura la paz y el orden dentro de la violencia y la inseguridad que entraña la historia humana.

Esta realidad fontal, que en la mayoría de las culturas se designa como padre y se narra con teogonías o cosmogonías u origen de la comunidad humana en el orden temporal, se propone también como la expresión suprema o más alta de la vida. Por eso, avistada en la perspectiva espacial, reside en el cielo o se coloca en la montaña más alta. Por ejemplo, el dios Baal confía un mensaje a la diosa Anat, dioses de Ugarit: [A la diosa Anat): «Aprisa, corre, apresúrate. Que hacia mí corran tus pasos, que hacia mí tus zancadas se alarguen, porque tengo algo que decirte, una palabra que comunicarte, la palabra del árbol y el cuchicheo de la piedra, el murmullo de los cielos a la tierra, de los abismos a las estrellas. Yo conozco el rayo que los cielos ignoran, una palabra que los hombres no conocen, que las multitudes de la tierra no comprenden. Ven y yo me revelaré en mi montaña, el divino Sapón, en mi santuario, en la montaña de mi patrimonio, en el lugar placentero, en la altura majestuosa» (ib, 62).

En cierta manera se relaciona con la figura paterna, ya que, con posición tan elevada, controla la historia, actúa como soberano, providente, legislador, juez, y ejerce el poder, la fuerza, el dominio y la propiedad de y sobre todas las cosas. La proyección de la paternidad humana en su triple significado biológico, sapiente y director de los destinos de la familia y la sociedad, se completa con la visión de la paternidad interna de la divinidad. El dios supremo o más alto, además de las actuaciones externas sobre la creación, concibe y gobierna a los otros dioses: «Y todos los hombres dicen que por eso los dioses se gobiernan monárquicamente, porque también ellos al principio, y algunos aún ahora, así se gobernaban; de la misma manera que los hombres los representan a su imagen, así también asemejan a la suya la vida de los dioses» (Aristóteles, Política, I 1252b 7).

Por consiguiente, las afirmaciones sobre Dios se formulan en un símbolo que es esencial en las experiencias fundamentales de la vida humana, como es la figura paterna. Pero no agota el símbolo toda la realidad que lleva consigo la relación humana con Dios. En las mismas culturas patriarcales se adivina la insuficiencia de esta simbología, pues los «hijos», tanto divinos como humanos, que surgen de los dioses o dios primigenio, muchas veces no reproducen la actividad del padre dentro de la función biológica y social humana. La figura materna, el nacer de órganos del cuerpo distintos de los órganos reproductores, como Dionisos que brota del muslo de Zeus, etc., demuestran que la conducta del hombre con Dios es incapaz de objetivar o describir la amplitud de la experiencia. Así, más allá de este símbolo proyectivo humano de la paternidad aplicada a la divinidad, la presencia divina desborda al hombre, porque su realidad le supera en cualquier ámbito del ser. Dice el Himno a Amón: «El que inauguró la existencia por primera vez,/ Amón que llegó a la existencia al comienzo/ sin que su nacimiento sea conocido./ No hay dios que llegara a la existencia antes que él./ No hubo otro dios con él para expresar sus formas./ No hubo madre que le diera su nombre;/ no hubo padre que lo engendrara/ y que dijera: “Yo soy”. Él es quien ha modelado su propio huevo,/ el poderoso cuyo nacimiento es misterioso,/ que ha creado su perfección;/ el dios divino que ha venido a la existencia por él mismo./ Todos los dioses vinieron a la existencia/ cuando él se dio un comienzo» (Oraciones, 78).

Así se pasa de la descripción o afirmación de los atributos divinos a la invocación y oración a Dios, bien pública, bien privada y de carácter personal: «¡Gloriosísimo entre los inmortales, multinominado, siempre omnipotente,/ oh Zeus, rector de la naturaleza, que con la ley todo lo gobiernas,/ salve! Pues a todos los mortales les es lícito saludarte. [...] Pero tú, Zeus, dispensador de todos los dones, el de las negras nubes, señor del rayo,/ saca a los hombres de la triste inexperiencia/ y, ahuyentándola del alma, padre, otórgales alcanzar/ la razón en que te fundas para regir todas las cosas con justicia,/ de modo que, así honrados, te tributemos a nuestra vez honores,/ cantando perpetuamente himnos a tus obras, como corresponde/ al mortal, pues no hay mayor ofrenda para los hombres/ o los dioses que celebrar siempre, como es justo, la ley universal» (Los Estoicos antiguos. Cleantes. N. 679).

La oración evidencia ante todo la influencia histórica de Dios, lo que motiva y causa la apertura del hombre, y le dispone para alabarle, darle gracias y bendecirle por los dones que ofrece para el mantenimiento y desarrollo de la vida, o pedirle perdón por las faltas cometidas, o simplemente para unirse a Él y contemplarle de una forma fragmentaria. Por otro lado, divisar a Dios en el horizonte histórico conlleva solicitar su ayuda en las circunstancias en las que la persona y la sociedad están en peligro. La relación establecida por la oración, tan específica del hombre de todas las culturas, revela parte de la identidad divina y manifiesta su existencia y presencia diferente de las propiedades de Dios con que se le describe en todas las religiones. Con la oración el hombre reconoce a Dios en el núcleo fundamental de su ser personal, y alcanza, aunque sea parcialmente, momentos y espacios de la trascendencia e infinitud divinas. Cuando Dios se muestra como el totalmente «Otro», la oración lo descubre como un «Tú» y entonces posibilita el diálogo, diálogo en el que los hombres lo viven como su origen, sostén y término de su existencia; en definitiva, encuentran el sentido global de la historia, de la cultura y de la individualidad. La relación mutua entre Dios y el hombre origina que, al dirigirse este a Dios y escucharle, Él se deje entrever por encima y más allá de los distintos nombres y atributos que se le atribuyan: «Dejando todas las observancias ordenadas, abandonando todos mis deseos, incluido el de la salvación, ¡oh Señor! tomé refugio bajo tus pies que miden el universo. Tú solo eres mi madre, mi padre, mis allegados, mi maestro, mi fortuna ¡oh Dios de los dioses! ¡Tú eres mi todo!» (J. Martín Velasco, 39).

No obstante esta trascendencia que se entrevé por medio de la oración, el principio de los dioses y del cosmos o la divinidad misma son proyecciones de las culturas, donde, en su mayoría, al menos las que rodean a Israel, reflejan la relación padre y madre, las relaciones familiares y el principio del poder personal y grupal que fundamenta las instituciones sociales.

2. El Dios de Israel

2.1. El Dios de la Alianza

Israel no es ajeno a las experiencias religiosas de su entorno. De hecho, la figura paterna de Dios, la más socorrida para designar a la divinidad, se usa en los atributos y acciones aplicadas a Dios y se contiene en las oraciones que formulan los sentimientos de la religiosidad judía. Además existen huellas de un politeísmo preexílico, en el que el Señor es el padre de los dioses (cf Dt 32,8-9), o rey de los dioses (cf Sal 103,9), y el que nombra hijo al rey de Israel, aunque se subraye que esta relación paterna entre Dios y el rey es de adopción, como en Ugarit, y no de naturaleza, como en Egipto (cf Sal 89,27-28). Incluso no se excluye la hipótesis de que el Señor tenga una esposa que figure como consorte en las relaciones con Israel y que la piedad de la época monárquica le diera culto, como se comprueba en las religiones vecinas (cf Jer 7,18).

Sin embargo, las tradiciones que aportan los textos bíblicos muestran un desligamiento paulatino de las bases donde se apoyan las experiencias religiosas de las culturas vecinas. Así se observa que Dios es poder, es todo poder, pero su omnipotencia se orienta hacia la vida histórica de Israel. Existe un alejamiento progresivo de la relación intrínseca entre Dios y los dioses, entre Dios y el cosmos, entre Dios y la justificación de la tipología de la familia y del gobierno de las instituciones sociales. Van desapareciendo las teogonías, las antropogonías y las cosmogonías.

Dios es poder pero, en cuanto tal, usa su poder para liberar a Israel del dominio del Faraón. Se pone de parte del pueblo sencillo y humilde, en definitiva esclavo, para devolverle su capacidad de ser por el disfrute de la libertad. Pero es una libertad que conlleva situarse en el espacio del servicio a Dios. No es una libertad para ser autónomos y elegir, sino una libertad para servir: «Así dice el Señor: Israel es mi hijo primogénito, y yo te ordeno que dejes salir a mi hijo para que me sirva» (Éx 4,22-23). Esta convicción que Moisés transmite al grupo semita que le acompaña en la huida de Egipto, va escoltada por la revelación de la alianza que el Señor pacta con el pueblo: la señal más grande de fidelidad que Él va a mostrar a los hombres en medio de sus vicisitudes históricas. La alianza, a la par, constituye la exigencia más radical para el pueblo: no debe adorar a otros dioses, ni se debe encomendar y sujetar a otras instancias, como países, reyes o instituciones, que le desliguen del compromiso de fidelidad a las normativas prescritas en la alianza (cf Lev 26,12). Mas la libertad y la alianza se insertan en un proceso histórico, siempre cambiante en sus contenidos, por la palabra de Dios que comunica una promesa al pueblo y que le hace caminar y vivir de la esperanza de que un día Dios la cumplirá: «Moisés dijo a su suegro, Jobab, hijo de Regüel, el madianita: Vamos a marchar al sitio que el Señor ha prometido darnos. Ven con nosotros, que te trataremos bien, porque el Señor ha prometido bienes a Israel» (Núm 10,29).

Estos tres rasgos, libertad, alianza, promesa, entre otros posibles, sobresalen en la experiencia que tiene Israel de Dios. Apunta un proceso en el que la creencia judía se aleja de las teogonías y cosmogonías al uso en los pueblos vecinos, y percibe la trascendencia de Dios. La trascendencia requiere no inmiscuirle en los procesos biológicos, humanos y sociales que aparecen con claridad como proyecciones de la vida personal y comunitaria de los hombres. Dios, pues, está más allá del espacio y del tiempo y es distinto de los conceptos acostumbrados para manifestar las vivencias fundamentales de la existencia, como padre, madre, familia, etc., y menos se le puede representar: «Vosotros mismos habéis visto que os he hablado desde el cielo; no me coloquéis a mí entre dioses de plata ni os fabriquéis dioses de oro» (Éx 20,22-23). Cualquier imagen significa en cierta medida dominar el objeto o persona de referencia. Aunque la imagen ayuda y motiva la relación, también contribuye a la apropiación por medio de la vista (cf Éx 3,4-6), del habla (cf Dt 18,9-12), del beso (cf 1Re 19,18), además de ser la proyección y adoración de sí mismo: «Su país está lleno de ídolos, y se postran ante las obras de sus manos, hechas con sus dedos» (Is 2,8).

Dios, pues, es el totalmente Otro y está por encima de las transformaciones cosmológicas e históricas. Nada ni nadie se le puede comparar (cf Is 46,5), porque es Santo (cf Is 40,25). Ante el Indecible, el pecador sufre la muerte si osa relacionarse con Él (cf Os 6,5), y el hombre se siente nada y vacío: «¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él, el hijo de Adán para que te ocupes de él?» (Sal 8,5).

A la trascendencia y santidad de Dios se une la vida. Dios, con ser trascendente, no es lejano. Su diferencia de la creación no se traduce en ausencia e indiferencia ante Israel. Dios está vivo, es vida (cf Jos 3,10), de manera que todo lo que existe distinto a la muerte es un don que procede de Él: «Porque en ti está la fuente viva y tu luz nos hace ver la luz» (Sal 36,10). Dios insufla el aliento y crea (cf Gén 2,7); está vivo en la cotidianidad de la existencia y en la preservación y cuidado del habitáculo del hombre para que coma y beba y lo habite y cuide con esmero (cf Job 34,14-15). Él se distingue de las demás divinidades que no se mueven, ni ven, ni oyen: «Los que modelan ídolos son todos nada, y es inútil lo que ellos aman, sus devotos no ven nada ni conocen» (Is 44,9).

Dios, al ser vida y obrar, se entiende como una persona que conoce y ama: «No ejecutaré mi condena, no volveré a destruir a Efraín; que soy Dios y no hombre, el Santo en medio de ti y no enemigo devastador» (Os 11,9). Y prueba su ser personal en la relación, sobre todo en la relación que mantiene con su pueblo revelándose como «Señor, Dios clemente y compasivo, misericordioso, paciente y leal» (Éx 34,6). Lo ha demostrado en la elección, alianza y promesa por las que elige a Israel de entre las naciones, creando un pueblo singular en la historia humana. El Señor vive para Israel. Aunque sean antropomorfismos manifiestos los usados en la Escritura, o símbolos, o afirmaciones creyentes, detrás de todos ellos se esconde una persona que es capaz de establecer relaciones personales.

En estas relaciones, el Señor se revela como quiere que se le conozca, porque ni es un hombre ni actúa como los hombres (cf Is 40,28-29). Así habla y se comunica a Abrahán, a Moisés, a Jeremías, en definitiva a Israel, para anunciarles un nombre, un proyecto o una tarea a realizar (cf Éx 19,3-6). Dios establece un diálogo en la tierra con el hombre, aunque a veces lo arranca o arrastra de su situación social o lo abandona aparentemente con el silencio (Job). El diálogo introduce a Dios en su creación para cuidarla y preservarla de sus enemigos (cf Is 45,9-12).

Pero, y sobre todo, a la persona se la identifica por un nombre. En este caso es Señor. Él mismo lo revela para que se le dé culto, y en el culto se le alabe, se le dé gracias, y se le solicite ayuda y se le tribute la gloria que le pertenece. Pero decir y proclamar Señor no es para conocerle, y para que conociéndolo se le identifique y domine según la razón, y menos para que se le objetive. Decir su nombre plantea que se haga memoria de un hecho salvador que ha realizado en favor de su pueblo: «Dios dijo a Moisés: Yo soy el Señor. Yo me aparecí a Abrahán, Isaac y Jacob como “Dios todopoderoso”, pero no les di a conocer mi nombre: “el Señor”. Yo hice alianza con ellos prometiéndoles la tierra de Canaán, tierra donde habían residido como emigrantes. Yo también, al escuchar las quejas de los israelitas esclavizados por los egipcios, me acordé de la alianza» (Éx 6,2-5). Incluso el nombre de el Señor, como todo nombre, se relaciona con la dignidad y naturaleza de la persona. Por eso decir su nombre («el que es») indica afirmar su existencia de una manera permanente y alejada de todo condicionamiento histórico, en cuanto pueda significar devenir e inestabilidad. Nombrar a Dios es atestiguar, a la vez, su persona. Por ejemplo, profanar (cf Lev 18,21) o amar (cf Sal 5,12) el nombre del Señor es profanar o amar al Señor (cf Sal 5,12; Is 25,1).

Por último, el Señor, que ha dado origen a todo y se declara persona, es, además, el Señor de la historia, cuyo sentido lo aclarará al final, cuando se revele plenamente. Esto significa que todo y todos mantienen una orientación hacia Él, y Él dilucidará al término del tiempo los antagonismos que los hombres insertan en su creación, venciendo los que originan destrucción y muerte. La actuación del Señor se centra, en un primer momento, en la crítica severa de los abusos sociales y cultuales y orienta a su pueblo a un nuevo estado de justicia y libertad (cf Am 1,3-2,3). Más tarde, después del exilio de Babilonia, el contenido de la promesa abarca una creación nueva y la apertura personal del Señor a todos los pueblos (cf Is 42,9). La actuación escatológica de Dios mostrará la clausura de la situación actual, creando una nueva era del mundo con la armonía de todos sus elementos dependiente totalmente de Él. Son los nuevos cielos y la nueva tierra, que lleva consigo una trascendencia que va aparejada con la misma trascendencia divina. El «día del Señor» se inserta dentro de un marco apocalíptico: Dios crea a su medida un marco diferente para todo lo existente. Dios se revela desvelándose en una nueva situación más allá del tiempo (cf Is 65,17).

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