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Kitabı oku: «Fiebre de amor (Dominique)», sayfa 11

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– ¿Culpable? ¿A excusarse? – exclamó, procurando reponerse de la sorpresa.

– Sí, soy un loco, un amigo cruel y desolado que viene a ponerse a sus pies y pedirle perdón…

– Pero, ¿qué tengo que perdonarle? – añadió, un poco asustada por aquella calurosa invasión en la tranquilidad de su retiro.

– Mi conducta pasada, todo lo que he hecho, todo lo que he dicho, con la estúpida intención de herirla a usted.

Ella había recobrado la calma.

– Se imagina usted cosas que no existen o por lo menos se trata de leves errores de los cuales no me acordaré más el día que reconozca que usted también los olvida. ¿Sabe usted cuál ha sido su único error? El de abandonarme desde hace un mes. Porque hoy hace un mes – dijo, no ocultándome que se fijaba en las fechas, – que nos separamos una noche diciendo usted hasta mañana al despedirse.

– Y no he vuelto, es verdad; pero no es de eso de lo que me acuso con pena, no, de lo que me acuso mortalmente…

– ¡De nada! – interrumpió ella imperiosamente. – Y desde entonces – continuó en seguida, – ¿qué ha sido de usted? ¿Qué ha hecho?

– Muchas cosas y muy poco; depende del resultado.

– ¿Y después?

– Eso es todo – dije queriendo hacer lo mismo que ella y cortar la conversación por donde me convenía.

Pasaron algunos momentos de embarazoso silencio y luego Magdalena empezó a hablar en un tono del todo natural y muy dulce.

– Tiene usted un carácter desagradecido y difícil – me dijo. – Cuesta trabajo entenderle a usted y más aún socorrerle. Cuando se desea animarle, sostenerle, a veces compadecerle, se le pregunta y usted se encierra en la más absoluta reserva.

– ¿Qué quiere que diga, como no sea que aquel en quien usted confía, no es capaz de causar asombro a nadie y mucho me temo que defraude las esperanzas de sus buenos amigos?

– ¿Y por qué defraudaría las esperanzas de los buenos amigos que sólo desean para usted una posición que merece? – continuó Magdalena tranquila ya, al ver que nos colocábamos en un terreno que le parecía mucho más seguro.

– Pues, por una razón muy sencilla: porque nada ambiciono.

– ¿Y esa fogosidad por el trabajo que se apodera a lo mejor de usted?..

– Dura muy poco: es fuego que llamea con extraordinaria rapidez y en seguida se extingue. Subsistirá, creo, algunos años todavía, hasta que se desvanezca la ilusión cuando pase la juventud y vea yo claro que es cosa de acabar de una vez con tales engaños. Entonces llevaré la vida única que me cuadra, vida agradable de dilletantismo, en algún rincón de la provincia al cual no me lleguen ni los estimulantes ni los remordimientos de París, consagrándome a admirar el talento ajeno, que debe bastar, después de todo, para, ocupar los ocios de un hombre modesto que no es tonto.

– Lo que acaba usted de decir es insostenible – exclamó con gran vivacidad. – Tiene usted gusto en atormentar a los que le estiman… y miente usted…

– Nada es más cierto, se lo juro. Ya le he dicho en otra ocasión, y no hace mucho tiempo, que me sentía atraído, no por la idea de ser alguien, que me parecía sin sentido práctico, pero sí por el deseo de producir algo, única excusa, a mi juicio, de nuestra mísera existencia. Lo dije y traté de realizarlo. Pero nunca con el fin de que saque de ello provecho ni mi dignidad de hombre, ni mi gusto, ni mi vanidad, ni los otros ni yo mismo. Será sin más propósito que el de expulsar de mi cerebro algo que me molesta.

Sonrió al oír la curiosa y vulgar explicación que daba yo a un fenómeno bastante noble.

– ¡Qué hombre tan singular resulta usted con sus paradojas! Lo sutiliza usted todo hasta el extremo de cambiar el sentido de las palabras y el valor de las ideas. Halagábame la creencia de que era usted un alma mejor organizada que muchas otras y más buena, por diversos conceptos. Le creía también, débil de voluntad, pero dotado de cierta tendencia a la inspiración. Y ahora resulta que deberá usted carecer de voluntad y convierte la inspiración en simple exorcismo.

– Llame usted las cosas por el nombre que quiera – dije, y le supliqué que cambiásemos de conversación.

Cambiar de conversación no era posible; había que volver al punto de partida o continuar. Le pareció más seguro razonar y yo la dejé decir sin replicar más que con una frase: «¿Para qué?»

– Habla en esta ocasión, como Oliverio, y, sin embargo, no hay nadie que se parezca a él menos que usted.

– ¿Le parece a usted? – dije mirándola apasionadamente para dominarla de nuevo, – ¿en verdad cree usted que somos tan diferentes? Pues yo creo, por lo contrario, que nos parecemos mucho. Obedecemos el uno y el otro, exclusivamente, ciegamente, a lo que nos encanta; lo que nos encanta es, tanto para él como para mí, imposible o poco menos, lograrlo; es una quimera o representa lo prohibido. Eso hace que siguiendo caminos muy opuestos, nos encontremos un día en el mismo punto, acobardados y «sin familia» – añadí, usando la frase «sin familia» en vez de otra mucho más clara que se me vino a los labios.

Magdalena tenía los ojos fijos en el bordado, pero clavaba la aguja al azar, sin poner atención. La expresión de su rostro había cambiado, su continente, una vez más, sumiso y desarmado, me enterneció hasta el extremo de hacerme olvidar el objeto de mi visita.

– Comprendería usted bien – dijo con cierta turbación. – Hay para todo el mundo, creo yo… (vacilaba un poco al elegir las palabras) un momento difícil en el cual se duda de uno mismo y hasta de los demás. Lo que importa entonces es aclarar la duda y tomar una resolución. Algunas veces, el corazón tiene necesidad de decir: «Quiero». A lo menos me lo figuro por haberme sucedido ya una vez – continuó, titubeando más todavía en torno de un recuerdo que a los dos nos traía a la mente la historia de su casamiento. – Dicen que una marquesa de principios de siglo pretendía que por fuerza de la voluntad podía evitarse la muerte. Acaso si murió fue porque se distrajo. Hay así muchos accidentes que se presume que son involuntarios; ¡quién sabe si la dicha no depende en gran parte de la voluntad de ser dichoso!..

– Dios la oiga, mi querida Magdalena – dije, usando una expresión que no había vuelto a emplear hacía ya tres años.

Pronunciando estas últimas palabras me levanté embargado de un enternecimiento que no era dueño de ocultar. El movimiento que hice fue tan rápido, tan imprevisto, añadió tanto ardor a mi acento, de por sí muy decisivo ya, que Magdalena sintió que él llegaba a su corazón y lo conmovía y palideció. Oí yo en lo más hondo de su pecho como una dolorosa exclamación angustiosa que expiró en sus labios.

Muchas veces me había yo preguntado qué sucedería si, para desembarazarme de la carga demasiado pesada que me aplastaba, sencillamente y como si mi amiga Magdalena pudiera oír con indulgencia la declaración de un sentimiento que se refería a la condesa De Nièvres, le dijera que la amaba. Me representaba la escena de esta tan grave explicación. La suponía sola, en estado de escucharme y en una situación que excluía todo peligro. Tomaba la palabra y sin preámbulo, sin rebozo, sin subterfugios, sin palabrería, y, con la misma franqueza que si se tratara de un confidente muy íntimo desde mi juventud, le refiriese la historia de mi pasión, nacida de una amistad de niño de súbito trocada en amor. La explicaba cómo una serie de transiciones invencibles me había conducido poco a poco desde la indiferencia a la atracción, del temor al vasallaje, de la añoranza en la ausencia a la necesidad de no separarme nunca de ella, de la visión de que iba a perderla a la certidumbre de que la adoraba, del afán por su tranquilidad a la mentira, en fin, de la voluntad de callar siempre al afán irresistible de confesárselo todo y de pedirle perdón después. Le decía que había resistido, luchado, que había sufrido mucho: mi proceder era el mejor testimonio. No exageraba nada, muy al contrario, no hacía más que mostrarle a medias el cuadro de mis dolores para mejor convencerla de que ponía medida en mis palabras y era sincero. Le decía, en una palabra, que la amaba con desesperación, en otros términos que no esperaba de ella más que la absolución de mis debilidades que en ellas mismas llevaban la penitencia y su piedad para aquellos males irremediables.

Tan grande era mi confianza en la bondad de Magdalena, que la idea de semejante confesión me parecía aún más natural en medio de las ideas locas o culpables que me asediaban.

Veíala entonces – o por lo menos así me gustaba verla, – triste y muy sinceramente afligida, pero no colérica, escuchándome con la compasión de una amiga impotente para consolarme y por elevación de espíritu y por indulgencia, dispuesta a compadecerse de aquellos grandes males efectivamente irremediables. Y, ¡cosa singular! aquel pensamiento de ser comprendido, que siempre me había impuesto verdadero terror antes, no me causaba ni siquiera el más leve embarazo en lo presente. Trabajo me costaría explicarle a usted hasta qué punto era posible que semejante propósito, absurdo por atrevido, cupiera en mi espíritu cuya pusilanimidad natural le he puesto a usted en evidencia; pero tantas pruebas habían acabado por avezarme. Ya no temblaba delante de Magdalena, por lo menos de miedo como en otra época; me parecía que debía desaparecer toda irresolución desde que descaradamente iba en pos de la verdad.

Tuve un momento de suprema angustia durante el cual la idea de acabar de una vez me asaltó de nuevo, como tentación más fuerte e irresistible que nunca. Pensaba que para eso había venido y jamás ocasión más propicia se me presentaría. Estábamos solos, la casualidad nos colocaba exactamente en la situación que tenía elegida. La mitad de la confesión estaba ya hecha. Uno y otra alcanzábamos un grado de emoción que nos colocaba en aptitud de atreverme mucho a mí y de oírlo todo a ella. No tenía que decir yo más que una palabra, romper aquel horrible cerrojo del silencio que me estrangulaba cada vez que pensaba en ella. Buscaba sólo una fórmula, una frase inicial: estaba muy sereno, a lo menos tal me parecía estar; hasta me parecía que mi semblante no reflejaba demasiado la extraordinaria controversia que dentro de mí se mantenía. Iba a hablar cuando, para darme más ánimos, alcé los ojos y miré a Magdalena.

Conservaba la humilde actitud que ya le he descrito a usted, clavada en su asiento, abandonada la labor, con las manos cruzadas por un esfuerzo de voluntad para disminuir el temblor que las agitaba al igual que el resto del cuerpo, pálida hasta dar lástima, las mejillas como la cera, los ojos muy abiertos velados de lágrimas, clavados en mí con la luminosa fijeza de dos estrellas. Aquella mirada brillante y dulce empapada en llanto, tenía una expresión de reproche, de dulzura, de indecible perspicacia. Hubiérase dicho que estaba menos asombrada de una confesión ya hecha, que espantada de la inútil ansiedad que advertía en mí. Y si le hubiera sido posible hablar en un momento en que todas las energías de su ternura y de su orgullo me suplicaban o me ordenaban que callase, me había dicho una sola cosa, que yo sabía demasiado: que la confidencia estaba hecha y mi proceder era el de un cobarde. Pero continuaba inmóvil, sin expresión, sin voz, los labios cerrados, los ojos fijos en los míos, las mejillas bañadas de llanto, sublime de angustia, de pena y de firmeza.

– ¡Magdalena – gemí cayendo a sus pies, – Magdalena, perdóneme usted!..

A su vez levantose ella con un movimiento de mujer indignada que jamás olvidaré; dio algunos pasos hacia su habitación, y como me arrastrara yo en pos de ella, siguiéndola, buscando una palabra que no fuese ofensiva, un postrer adiós, para decirle al menos que era ángel de previsión y de bondad, para agradecerle el haberme ahorrado una locura, con una expresión más abrumadora todavía, de lástima, de indulgencia y de autoridad, alzada la mano como si desde lejos tratara de ponerla sobre mi boca, repitió la seña que me imponía el silencio y desapareció.

XIII

Durante muchos días – y bien podría decir por espacio de muchos meses, – la imagen de Magdalena ofendida y tan llena de angustia me persiguió como un remordimiento y me hizo expiar cruelmente mis faltas. No cesaba de ver el brillo de sus lágrimas que un olvido de toda prudencia había hecho correr y permanecía como prosternado en obediencia incondicional, como embrutecido, bajo el imperio de aquella dulzura tan imperiosa, de aquella actitud que me había impuesto sellar para siempre el labio indiscreto que estuvo a punto de causarle tanto mal. Estaba avergonzado de mí mismo. Me redimía de aquel loco y culpable atrevimiento por la más sincera contrición. El torpe orgullo que me había animado contra Magdalena y me había prestado armas para combatir contra mi propio amor, aquel deseo malevolente de hallar un adversario en el ser inofensivo y generoso a quien adoraba, las acritudes, las protestas de un corazón enfermo, la doblez de un espíritu entristecido, todo lo que aquella crisis morbosa había extravasado, por decir así, en mis sentimientos más puros, se había disipado como por encanto. Ya no temía declararme vencido, verme humillado, sentir que el pie de una mujer hollaba al demonio que me poseía.

La primera vez que volví a ver a Magdalena, y me obligué a ello, desde los primeros días hubo de reconocer en mí una mudanza tan radical que la tranquilizó absolutamente. No me costó trabajo probarle con qué intenciones de sumisión tornaba a ella; las comprendió a la primera mirada que cambiamos. Esperó un poco para asegurarse de la solidez de mis propósitos; y tan luego como vio que persistía y me conservaba firme en mi puesto en ciertos instantes de difícil prueba, abandonó su actitud defensiva y aparentó no acordarse de nada, que era la más caritativa de todas las maneras de otorgarme perdón y la única que le estaba permitida.

Algún tiempo después, un día, recobrada la calma, pasado todo peligro, y no habiendo ya gran inconveniente en hablarle del arrepentimiento que no me abandonaba, le dije:

– Le he hecho a usted mucho daño y lo expío.

– Basta – me replicó, – no hablemos más de eso; procure sólo curarse, yo le ayudaré.

A partir desde aquel momento Magdalena se consagró a mí. Con un valor, con una caridad sin límites, me toleraba cerca de ella, me vigilaba, me socorría por su continua presencia. Inventaba medios para distraerme, para aturdirme, para interesarme en ocupaciones serias que me absorbieran.

No parecía sino que se reconocía culpable a medias de los efectos que en mí había hecho nacer y que una especie de deber heroico le aconsejaba sufrirlos, le recomendaba, sobre todo, procurar la curación de ellos. Siempre serena, discreta, resuelta, me animaba a luchar; y cuando estaba satisfecha de mí, es decir, cuando yo me había destrozado el corazón para forzarle a latir más despacio, me recompensaba con frases calmantes que me hacían verter lágrimas o con expresiones consoladoras que valían una caricia. Vivía así en contacto con la llama que me abrasaba, al abrigo de las sensaciones más abrasadoras, envuelto, por decir así, en un ropaje de inocencia y de lealtad que la hacía invulnerable a los ardores que de mí partían como a las sospechas que de la sociedad podían emanar.

Nada más delicioso y al mismo tiempo aflictivo y temible que aquella singular colaboración en que Magdalena gastaba fuerzas en pro de mi curación sin lograr devolverme la salud. Duró aquel orden de cosas muchos meses, tal vez un año; no podría determinarlo porque corresponde a un período de mi vida, de tal modo confuso y agitado, que de él no me ha quedado más que el sentimiento vago de una gran perturbación que continuaba sin ningún accidente notable que sirviera para establecer una medida.

Abandonó París para ir a los baños de Alemania.

– Supongo que no me seguirá usted – me dijo. – Eso ofrecería mil inconvenientes para usted y para mí.

Era la primera vez que la veía preocuparse de poner a salvo su propia seguridad. Ocho días después de su partida recibí de ella una carta admirablemente seria y buena. No le contesté en atención a que me lo rogaba. «Le haré a usted compañía desde lejos – me escribía, – tanta como me sea posible.» Y durante todo el tiempo que duró su ausencia, con intervalos regulares puso la misma paciencia en escribirme; así me recompensaba por mi obediencia al no seguirla. Sabía muy bien que el aburrimiento y la soledad son malos consejeros: no quería dejarme solo con su recuerdo sin intervenir de tiempo en tiempo con un indicio de su presencia.

Sabía la fecha del regreso, y el día aquel me apresuré a ir a su casa. Fui recibido por el señor De Nièvres, a quien no encontraba ya sin un vivo desagrado. Era quizás perfectamente injusto, quiero creer que ningún fundamento tenían las suposiciones descorteses que había hecho; pero veía en él al marido de la condesa De Nièvres, a través de suspicacias muy poco lúcidas, y con razón o sin ella, aquellas suspicacias me lo presentaban reservado, sospechoso, casi hostil. Habían llegado por la mañana. Julia, indispuesta y cansada, dormía. Magdalena no podía recibirme. Apareció cuando escuchaba yo tales explicaciones y el señor De Nièvres se marchó en seguida.

Una súbita idea cruzó por mi mente, como sano consejo de prudencia al estrechar la mano de aquella mujer tan animosa y a la cual ponía en tantos peligros:

– Tengo intención de viajar durante algún tiempo – le dije tras breves palabras de gratitud por sus bondades. – ¿Qué le parece a usted?

– Si le parece que eso puede serle útil, hágalo – repuso, manifestándose tan sólo un poco sorprendida.

– ¡Util! ¿Quién sabe? En todo caso merece la pena de hacer un ensayo.

– Sí, quizás convenga probar – continuó Magdalena con acento bastante grave. – Pero entonces, ¿cómo tendremos noticias de usted?

– ¿Cómo? Por los mismos medios si usted lo permite.

– ¡Oh, no! Eso no será, no puede ser. Escribirle a usted de Alemania a París era posible, pero de París… al azar, comprenderá usted que no sería razonable.

La dura perspectiva de pasar muchos meses absolutamente privado de todo contacto, siquiera fuese indirecto, con Magdalena, me hizo vacilar un instante. Otra reflexión me decidió a hacer la prueba más radical y le dije:

– Sea. Ya no oiré hablar de usted más que por medio de Oliverio que no es el más exacto de los corresponsales. Me tiene usted dadas muchas pruebas de generosidad y sólo puedo mostrarme digno de ellas resignándome. Puede usted imaginar lo que este esfuerzo debe costarme.

– ¿De modo que se marcha usted seguramente? – interrogó Magdalena que quería dudarlo aún.

– Mañana mismo. Adiós.

– Vaya usted con Dios – exclamó con un fruncimiento de cejas que prestaba a su semblante una expresión singular. – ¡Vaya con Dios y que Él le aconseje!

Al otro día, efectivamente, estaba en camino. Oliverio, que bajo palabra de honor se había comprometido a escribirme, mantuvo su promesa tan lealmente como permitía su habitual inercia. Por él supe el estado de salud de Magdalena, y ella, sin duda, supo también que nada tenía que temer en cuanto a la vida del viajero; pero eso fue todo.

Nada le diré a usted de aquel viaje, el más hermoso y el menos aprovechable que jamás he hecho. Siéntome, como humillado, cuando pienso que hay países en el mundo en los cuales he paseado tristezas tan vulgares y vertido lágrimas tan poco viriles. Me acuerdo de un día en que lloré sinceramente, con amargura, como un niño a quien las lágrimas no hacen que se ruborice, a la orilla de un mar que ha presenciado milagros, no divinos, sino humanos. Estaba solo, los pies en la arena, sentado en una roca entre muchas que tenían argollas de bronce a las cuales en otros tiempos se habían amarrado navíos. Nadie había ni en la playa abandonada por la historia, ni en la mar sobre la cual no se veía pasar ni una vela. Un pájaro blanco volaba entre cielo y agua dibujando su movido plumaje sobre el cielo azul y reproduciéndolo sobre las mansas aguas. Estaba solo para representar en aquella hora, en un lugar único, la pequeñez y las grandezas de un hombre vivo. Lanzaba el nombre de Magdalena, gritando con todas mis fuerzas para que lo repitieran las sonoras rocas de la costa; luego un sollozo ahogó mi voz, y lleno el corazón de confusiones me preguntaba si los hombres de hace dos mil años, tan intrépidos, tan fuertes, habían amado tanto como nosotros.

Aunque había dicho que mi ausencia duraría muchos meses, regresé al cabo de algunas semanas. Nada en el mundo me hubiera hecho prolongar mi viaje un solo día más.

Magdalena me creía aún a cuatrocientas o quinientas leguas de ella cuando una noche entré en un salón en que estaba seguro de que la encontraría. Al verme hizo un movimiento que implicaba una imprudencia.

Muy pocos habían tenido noticia de mi ausencia. Se desaparece tan cómodamente en nuestro gran París, que cualquier hombre tendría tiempo de dar la vuelta al mundo antes de que nadie hubiese notado su partida.

Saludé a Magdalena igual que si la hubiera visto el día antes. A la primera mirada comprendió que volvía a ella totalmente agotado, hambriento de verla y con el corazón intacto.

– Me ha inquietado usted mucho – dijo.

Y exhaló un suspiro. Hubiérase dicho que mi regreso en lugar de causarle espanto la desembarazaba, por el contrario, de una preocupación más amarga que todas las demás.

Volvió a aplicarse en su tarea aplastadora. Los medios empleados para «curarme» (era la única palabra de que se sirvió para definir una empresa en la cual se trataba, en efecto, de su salvación y de la mía) todos eran malos cuando no emanaban directamente de su apoyo. En adelante quería intervenir ella sola en aquella lucha de la cual ella era la causa.

– Lo que he hecho lo desharé – me dijo un día de orgulloso reto llevado hasta la locura.

Toda su sangre fría la había abandonado. Cometió ligerezas sublimes que trascendían a desesperación. Ya no era bastante para ella socorrerme lo más cerca posible, prestarme ánimo cuando desfallecía, calmarme si me exasperaba. Notaba ella que su recurso mismo contenía llamas, y se empeñó en apagarlas vigilando hora tras hora mis pensamientos más secretos. Para eso habría sido menester multiplicar hasta lo infinito visitas que ya se repetían con demasiada frecuencia. Entonces fue cuando imaginó medios para verme fuera de su casa. Puso en esto aquel espantable atrevimiento que sólo es permitido a las mujeres que arriesgan el honor y a las que obran con indiscutible inocencia. Bravamente me dio citas. El lugar elegido era siempre desierto, aunque poco lejano de su casa. Y no vaya usted a figurarse que aprovechaba para esas expediciones peligrosas las frecuentes ocasiones en que el conde De Nièvres se ausentaba. No; estando él en París, a riesgo de encontrarle, de perderse, acudía a la hora señalada y casi siempre tan dueña de sí misma, tan resuelta como si todo lo hubiese sacrificado.

Su primera ojeada era todo un examen. Me envolvía en aquella amplia y deslumbradora mirada que quería sondear mi conciencia y reconocer en el fondo de mi corazón las tempestades formadas o resignadas desde el día anterior. Su primera frase era una interrogación: «¿Cómo le va a usted?» Aquel ¿Cómo le va a usted? significaba: «¿Es usted más razonable?»

A las veces le respondía yo valientemente con una semimentira, que nunca alcanzaba a engañarla, pero que despertaba en su ánimo curiosidades e inquietudes de otro género. Se apoyaba en mi brazo y caminábamos bajo los árboles, callando a intervalos o hablando con la aparente calma de dos amigos que se han encontrado por casualidad. Ella me descubría, durante aquellas horas de abrasadora compenetración, me revelaba – como otras tantas maravillas, – tesoros de desinterés, de abnegación, remedios de previsión casi iguales a las profundidas de su caridad. Ordenaba mi vida mal arreglada, o mejor dicho en completo desarreglo, dedicada sin medida tan pronto a las mayores exageraciones de trabajo asiduo, como a los excesos de la mayor inercia. Censuraba mis cobardías, se indignaba de mis desfallecimientos y me reprochaba las invectivas que me complacía en prodigarme, porque afirmaba que en ellas veía las inquietudes de un espíritu mal equilibrado y más perplejo que equitativo.

Si hubiera yo sido capaz de concebir las más leves ambiciones un poco llevadas con el verdadero valor que ella me infundía, se hubieran desarrollado en mi ánimo con llamaradas de incendio.

– Quiero verle dichoso – me decía. – ¡Si usted supiera con qué fervor lo deseo!

Vacilaba ordinariamente ante la palabra porvenir, que a los dos nos hería con augurios ¡ay! demasiado razonables. ¿Qué perspectiva, qué salida descubría ella más allá del día próximo que limitaba nuestros ensueños? Ninguna sin duda. Las sustituiría por algo vago y quimérico, como esa postrera esperanza que les queda a los que nada esperan ni tienen ya que esperar.

Cuando le ocurría el tener que faltar a aquella misión de casi todos los días, que ella cumplía con el entusiasmo de un médico que se sacrifica, al otro día me pedía excusa como si se tratara de una falta. Había llegado a no saber si debía aceptar la dulzura de tan terrible socorro. Sentía deslizarse en mí tales perfidias que ya no me era dado discernir en qué medida era culpable o desgraciado. A mi pesar tramaba planes abominables, y cada día Magdalena, sin saberlo, hallaba una traición. No estaba yo en condición de ignorar que no hay valor que resista ciertas pruebas, que la virtud más invencible minada a cada instante corre grave riesgo y que de todas las enfermedades la que se pretendía curarme era la más contagiosa.

Habiéndose ausentado súbitamente el conde De Nièvres, Magdalena me hizo saber que nuestros paseos debían ser suspendidos. Los reanudamos luego que su marido volvió con más decisión y mayor entusiasmo. El perpetuo me, me adsum qui feci– yo, yo sólo soy la causa, – volvía bajo todas las formas en paroxismos de generosidad que me colmaban de vergüenza y de felicidad.

Así llegó hasta el punto más escarpado de una tentativa a la cual ninguna mujer heroica ha podido alcanzar sin despeñarse. Se mantuvo todavía algún tiempo intrépidamente y sin desfallecer demasiado, como un ser poseedor de recursos sobrenaturales a quien el vértigo hubiese privado del sentido y el exceso del peligro retuviera al borde del abismo paralizando de pronto su razón. En ese momento me di cuenta de que tenía agotadas las fuerzas. Aquella milagrosa organización se defendió de ella misma. No se lamentó. No confesó nada que pudiera delatar debilidad. Reconocerse impotente y desanimada era ponerlo todo en manos del azar, y el azar le causaba miedo como el más incierto de todos los auxiliares, el más pérfido, acaso el más amenazador. Declararse extenuada, era abrirme su corazón a dos manos y mostrarme el mal que en él había hecho yo. No lanzó ni un gemido de angustia. Se desplomó desfallecida. Un día le dije:

– Me ha curado usted, Magdalena; ya no la amo.

Ella se quedó parada, se puso horriblemente pálida y vaciló como espantada por una maldad que la penetraba hasta el fondo del alma.

– ¡Oh, tranquilícese usted, el día que eso sucediera!.. – añadí.

– El día que eso sucediera… – repitió ella.

Y le faltó la voz y rompió a llorar.

Al día siguiente, no obstante, volvió. La vi apearse de su carruaje tan cambiada, tan abatida que me asusté.

– ¿Qué tiene usted? – le dije corriendo a su encuentro, tanto me pareció próxima a desmayarse.

Se repuso un poco, gracias a un prodigioso esfuerzo, que no pudo ocultar, y me respondió solamente:

– Estoy muy cansada.

Entonces me asaltó un horrible remordimiento.

– Soy un miserable – exclamé, – sin corazón y sin sentimientos honrados. No supe salvarme; viene usted a mí y la pierdo. Magdalena, ya no necesito de usted, no quiero más ayuda ni más nada… No quiero un socorro, comprado tan caro, a costa de una amistad que he hecho demasiado pesada y que acabaría por matarla a usted. Que sufra o no, a mí solo importa. Mi alivio emanará de mí mismo, mis miserias me conciernen a mí solo, y cualquiera que fuera el final de ellas ya no alcanzará a nadie más que a mí.

Me escuchó al principio sin responder, como reducida a ese estado de abatimiento enfermizo o de fragilidad infantil que nos hace incapaces de comprender la dureza de ciertas ideas y de tomar una resolución.

– Separémonos – le dije – por completo. Sí, separémonos, será lo mejor. No nos veamos más, olvidémosnos… París nos desunirá sobradamente sin que pongamos entre nosotros muchas leguas de distancia. A la primera palabra que usted pronuncie advirtiéndome que necesita de mí me volverá usted a encontrar. De lo contrario…

– De lo contrario… – murmuró saliendo lentamente de su embotamiento.

Empleó algunos segundos para analizar en el fondo de su alma aquella frase que para los dos encerraba la amenaza de un adiós definitivo. Al principio parecía como si no alcanzara a darle un sentido comprensible.

– Es verdad – prosiguió, – soy un punto de apoyo bien débil, ¿verdad? un razonador que cansa, un amigo, quizás, inútil…

Luego se veía que buscaba solución menos ruda. Y como advirtiera que yo aguardaba una respuesta ahogándome la ansiedad, hizo ese gesto peculiar de los enfermos aniquilados por el dolor, a quienes se atormenta hablándoles de asuntos graves y me dijo:

– ¿Por qué, pues, ha venido usted a proponerme cosas imposibles? Me acosaba usted a su placer… Váyase amigo… Váyase, se lo ruego. Hoy estoy enferma. No se me ocurre ni una palabra de consejo que darle. Mejor que yo sabe usted qué azar se corre en este partido… El que usted tome será el único razonable: la estima que yo le doy y la amistad que usted me profesa no permiten dudarlo.

Me separé de ella desconcertado y renuncié, desde luego, a ciertos extremos que nos separarían para siempre cuando ninguno de los dos lo deseaba. Solamente arreglé mi conducta mirando a procurar un apartamiento continuo, suave, que podía, acaso, llevarnos a establecer entre nosotros acuerdos más tibios y pacificarlo todo sin demasiado sacrificio. Dejé de amenazarla con aquella frase de olvido, harto desesperado para ser sincero, y que la habría hecho sonreír de piedad, si ella hubiera tenido a su vez un poco de serenidad el día que se lo propuse como un medio. Continué viviendo bastante cerca de ella para demostrarle que el partido que adoptaba era menos extremado y suficientemente lejos para dejarla libre y no imponerle complicidades de las cuales me ruborizaba.

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Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
28 eylül 2017
Hacim:
270 s. 1 illüstrasyon
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Public Domain
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