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Kitabı oku: «Fiebre de amor (Dominique)», sayfa 12

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¿Qué sucedió entonces en el espíritu de Magdalena? Juzgue usted. Apenas relevada del papel extraordinario de confidente y de salvadora, se transformó de súbito. Su genio, su continente, la dulzura de su mirada, la perfecta igualdad de su carácter compuesto de oro maleable y de acero, es decir, indulgencia y verdadera virtud, aquel natural resistente sin dureza, paciente, unido, siempre en el equilibrio de un lago abrigado del viento; aquella amiga tan ingeniosa para hallar recursos de consuelo, aquella boca inagotable en frases exquisitas, todo cambió. Vi aparecer un ser nuevo, extravagante, incoherente, inexplicable y fugaz, agriado, entristecido, hiriente y sombrío, como si hubiera estado rodeado de insidias, precisamente cuando yo me sacrificaba sin reservas consagrado a allanar su existencia y a apartar de ella hasta la sombra de una preocupación.

Algunas veces la encontraba anegada en lágrimas. Las devoraba en seguida, se pasaba la mano por los ojos haciendo un gesto de resignación y de fastidio y se las enjugaba como hubiera hecho con una mancha repugnante. Por nada se sonrojaba como si hubiera sido sorprendida en la contemplación de una mala idea. Observé que se acercaba a su hermana más estrechamente que nunca, que salía con mucha frecuencia apoyándose en el brazo de su padre, que la adoraba, pero que no tenía ni las mismas aficiones que ella ni las costumbres de la alta sociedad.

Un día que fui a su casa, y mis visitas eran contadas, me dijo:

– ¿Quiere usted ver al señor De Nièvres? Me parece que está en su gabinete.

Llamó, hizo avisar al señor De Nièvres y lo interpuso entre nosotros.

Estuvo extraordinariamente hábil durante aquella visita, la primera quizás que le había hecho en actitud de ceremonia. El señor De Nièvres se mostró más flexible, sin abandonar cierta reserva, que se advertía más evidente a medida que se iba haciendo más sistemática. Casi ella sola sostuvo el peso de una conversación que a cada momento amenazaba agotarse y dejarnos con la boca abierta. Merced a aquel esfuerzo de habilidad y de voluntad la comedia que representábamos llegó hasta el final sin decaer, y no dio margen a ningún incidente que le hiciera demasiado chocante. Recapituló a mi presencia el empleo de sus noches de toda la semana, pero sin mi presencia, por supuesto.

– ¿ Me acompañarás esta noche? – le preguntó a su marido.

– Me pides una cosa que creo no haberte negado nunca – replicó el señor De Nièvres con bastante frialdad.

Me siguió hasta la puerta de su gabinete, apoyada en el brazo de su marido, erguida, confiada en aquel sólido apoyo. Yo la saludé respondiendo exactamente al tono cordial pero frío de su despedida.

– Pobre y querida mujer – pensaba mientras de ella me iba alejando. – ¡Querida conciencia en que tantos temores he hecho nacer!

Y por una de esas reacciones que deshonran en un instante los mejores impulsos, recordé esas estatuas apoyadas en un soporte que las mantiene en equilibrio y que caerían inevitablemente si les faltara aquel punto de sustentación.

XIV

Por entonces me comunicó Agustín la realización de un proyecto que aquel honrado corazón acariciaba desde largo tiempo; ya recordará usted que lo tenía anunciado.

Continuaba yo viendo a Agustín, no en momentos perdidos; le buscaba por el contrario, y le hallaba a mi disposición cada vez – y eran frecuentes – que experimentaba la necesidad de sumergirme en aguas más sanas. No podía darme consejos mejores, ni era dable que me procurase consuelos más eficaces. Nunca le hablaba de mí – aunque mi pena egoísta transpiraba a través de todas mis palabras; – pero su manera de vivir por sí misma constituía un ejemplo más edificante que muchas lecciones. Cuando estaba yo muy fatigado, muy desanimado, muy humillado por alguna nueva cobardía, iba a él y observaba su vida, como se va a tomar idea de la fuerza física asistiendo a un asalto de luchadores. No era feliz. El éxito no había recompensado aún aquel rígido y laborioso valor, más que con ruines favores; pero a lo menos podía confesar sus desfallecimientos y las dificultades que se le oponían en aquellas luchas tan activas no eran de esas que hacen subir el rubor al semblante.

Supe un día que no estaba solo.

Agustín me participó aquella novedad – que por muchas razones asumía la gravedad de un secreto – en una larga noche de convalecencia que pasó a la cabecera de mi lecho. Recuerdo que era a fines de invierno: las noches eran todavía largas y frías, y el fastidio de volverse a su casa tan tarde le decidió a esperar el día en mi cuarto. A media noche vino a interrumpirnos Oliverio. Venía de un baile; traía en los vestidos como un olor de lujo, de los ramilletes de las mujeres y del placer, y en su semblante, un poco plegado por la vigilia, llevaba resplandores de fiesta y cierta palidez, cierta emoción que le prestaba una elegancia infinitamente seductora. Recuerdo que le observé durante los breves momentos que estuvo, de pie en frente de Agustín, acabando un cigarro y contando los luises que había ganado entre dos valses, y acaso no hago bien confesándole a usted que el contraste del aspecto, del traje y de la rigidez un poco escolásticos de Agustín me entristeció por razones casi vulgares. Me vino a la memoria lo que Oliverio había dicho en cierta ocasión, respecto de las personas que tienen el trabajo y la voluntad como único patrimonio, y detrás del espectáculo indiscutiblemente hermoso del heroísmo desplegado por un hombre que quiere, advertía mediocridades de existencia que me hacían temblar. Felizmente para él, Agustín notaba poco esas diferencias y la ambición que tenía de alcanzar posiciones elevadas, no debía nunca complicarse con la aspiración – nula en él – de vestirse bien, de vivir y respirar elegancia como Oliverio.

Luego que Oliverio se fue, Agustín continuó hablando de su situación. Era la primera vez que me hacía confidencias tan amplias. No me decía quién era la persona que en adelante llamaría su compañera y objeto de su existencia, en espera de otros deberes que en lo porvenir veía y a los cuales sonreía codicioso. Comenzó su relato en términos tan vagos que al principio no comprendí bien cuál era exactamente la calidad de aquellos vínculos que le hacían a la vez tan preciso en cuanto a esperanzas y tan mentalmente dichoso.

– Estoy solo, soy el único miembro que resta de una familia que la miseria, la desventura y muchas muertes prematuras han dispersado o destruido. Sólo me quedan parientes muy lejanos que no habitan en Francia y sabe Dios en dónde están. En situación semejante, Oliverio esperaría que algún día le llegara una herencia: la descontaría por adelantado bajo la garantía de su buena estrella, y la herencia esperada llegaría a hora fija. Yo no espero nada y obro prudentemente. En una palabra, yo no tenía necesidad de acudir a nadie por motivo de un consentimiento que tal vez habría creado algunas dificultades. He reflexionado, he calculado las ventajas, las obligaciones, he medido el alcance de todas las responsabilidades, he previsto los inconvenientes – que los tienen todas las cosas, incluso la felicidad, – me he tomado el pulso para saber si mi buena salud, si mis fuerzas y mis ánimos alcanzarían suficientemente para dos, algún día para tres y puede ser que para varios más; no me ha parecido que era caro pagar con un poco más de esfuerzo, la tranquilidad, la alegría, la plenitud de mi porvenir y me he decidido.

– ¿De modo que se ha casado usted? – le dije comprendiendo que se trataba de una alianza seria y definitiva.

– Sin duda. ¿Creía usted que le hablaba de mi querida? Amigo querido, no tengo bastante tiempo, ni bastante dinero, ni bastante ingenio para atender a los gastos de semejantes vinculaciones. Además, con la manía que ya usted me conoce de tomarlo todo en serio, las considero como un matrimonio tan caro como los legales, que satisfacen menos aunque suelen ser más felices y a veces más difíciles de romper: lo que prueba una vez más hasta qué punto somos los hombres aficionados a los vínculos viciosos. Son muchos los que se van para evitar el matrimonio y que, por lo contrario, deberían casarse para romper cadenas. Temía yo ese peligro – al cual me sentía demasiado expuesto – y he tomado, como usted ve, el buen partido. He establecido a mi mujer en el campo, cerca de París, pobremente – debo decirlo, – añadió con aire de comparar la instalación de su casa con la de la mía, aunque ella era muy modesta – y un poco tristemente, que por ella lo temo. Por eso apenas me atrevo a invitarle para que venga a visitarnos.

– Cuando usted quiera – le repliqué estrechándole tiernamente la mano, – tan pronto como consienta en presentarme a la señora de… – iba a decir su apellido.

– He cambiado de nombre – me dijo interrumpiéndome. – He solicitado y obtenido autorización para usar el apellido de mi madre, una excelente y respetable mujer, cuyo recuerdo – porque la perdí demasiado pronto, – vale más que el de mi padre a quien sólo debo el accidente de mi nacimiento.

Jamás se me había ocurrido averiguar si Agustín tenía familia, hasta, tal punto tenía la manera de ser de los huérfanos, es decir, el aire de independencia y abandono, o en otros términos el carácter de una vida individual, sin orígenes, ni deberes, ni vinculaciones, ni dulzuras. Se ruborizó levemente al pronunciar la frase «accidente de mi nacimiento» y comprendí que era más aún que huérfano.

– Le ruego – continuó, – que hasta nueva orden, no me traiga a su amigo Oliverio. No hallaría en mi casa nada de lo que a él le agrada, sino una mujer muy buena y perfectamente abnegada, que todos los días me agradece el haberme casado con ella, que, gracias a mí, ve lo porvenir de color de rosa, que no tiene más ambición que verme dichoso por ahora y que se complacerá de mis éxitos el día en que se los haga apreciar.

Amanecía ya y Agustín hablaba todavía; apenas la claridad del crepúsculo empalidecía la luz de la lámpara y hacía visibles los objetos se acercó a la ventana para bañar su rostro en el aire helado de la mañana. Veía su rostro anguloso y descolorido dibujarse como una mascarilla de sufrimiento sobre la extensión del cielo mal alumbrado por inciertos reflejos. Su vestido era de color oscuro, toda su persona tenía ese aspecto reducido, comprimido, disminuido, por decir así, de las personas que trabajan mucho sin moverse, y aunque estaba por encima de todo cansancio, estiraba los flacos brazos como un obrero adormecido entre dos tareas que se despierta al oír el canto de los gallos.

– Duerma – me dijo. – He abusado con exceso de su complacencia en escucharme. Pero permítame quedarme aquí una hora más.

Y se sentó a mi mesa para preparar un trabajo que debía quedar terminado aquella mañana misma.

No advertí cuándo salió de mi cuarto. Desapareció con tanto silencio que al despertarme parecíame haber soñado toda una historia austera y conmovedora cuya moraleja se dirigía a mí.

Aquella misma mañana volvió.

– Estoy libre hoy – me dijo radiante de alegría, – y aprovecho el día para ir a mi casa. El tiempo está muy feo, ¿se siente usted con ánimos para acompañarme?

Hacía, muchos días ya que no había visto a Magdalena. Todo motivo para evitar encuentros que sólo daban margen a equivocaciones hirientes o susceptibilidades desolantes, me parecía digno de ser aprovechado.

– Nada tengo que me detenga hoy en París – le dije. – Estoy a la disposición de usted.

Habitaba una casa aislada en el extremo de un pueblo, pero lo más cerca posible del campo. La habitación era muy pequeña, provista de persianas verdes y de espalderas entre las ventanas, todo limpio, sencillo, modesto como el dueño, con esa falta de comodidad que nada habría hecho presumir tratándose de la casa de Agustín soltero, pero que estando casado delataban desde luego la penuria. Su mujer era – como él me había dicho – una mujer joven y agradable: hasta puedo decir que me causó sorpresa encontrarla más bella que lo que me había figurado atendiendo a las opiniones sistemáticas de Agustín sobre los atractivos exteriores de las cosas. Con alegre sorpresa abrazó a su marido a quien no esperaba aquel día y con manera graciosa y la timidez propia de una persona a la cual se toma desprevenida, me hizo los honores de su pequeño jardín en el cual los jacintos comenzaban apenas a florecer.

Hacía frío y yo no estaba alegre. El lugar, la estación, la manifiesta pobreza que trascendía de todo lo que me rodeaba y la dificultad misma de ocupar aquel largo día lluvioso en un medio tan poco apropiado para ofrecer comodidades, me envolvían en un ambiente de hielo. Recuerdo que desde las ventanas se veían dos grandes molinos de viento que sobresalían sobre las tapias del jardín, cuyas aspas grises cruzadas de rayas oscuras giraban sin cesar delante de los ojos con una monotonía adormecedora en aquel movimiento. Agustín mismo se ocupó en una porción de cuidados domésticos y de detalles de casa, de donde colegí que su mujer no tenía sirvienta y que ella y su marido atendían a todas las necesidades del hogar. Él se preocupó de lo que podía hacer falta para los días siguientes. «Ya sabes – le dijo a su esposa, – que no volveré hasta el domingo.» Echó una ojeada a la leñera; la provisión de combustible estaba agotada. «Soy con usted al momento», me dijo. Se quitó la levita, tomó una sierra y puso manos a la obra. Le propuse ayudarle, aceptó diciéndome simplemente: «Con mucho gusto, mi querido amigo; entre los dos terminaremos más pronto.» Puse empeño en aquel trabajo que ejecuté con mucha torpeza. A los cinco minutos estaba rendido; no lo advirtió, y daba yo el último golpe de sierra cuando Agustín a su vez terminaba la faena. Muchas obligaciones he cumplido en mi vida, pero no recuerdo que ninguna me haya causado mayor satisfacción. Aquel pequeño esfuerzo muscular me enseñó lo que puede la conciencia, ejercida en el orden de los actos morales, manteniéndose recta.

Por la tarde hubo un rato de buen tiempo que me permitió salir. Un sendero resbaladizo a través del monte desembocaba en el bosque que cubría una parte del horizonte con sus sombríos colores. A la parte opuesta entre grises brumas percibíase la informe masa de la ciudad, compacta, extendida en semicírculo entre las colinas, amontonada y humeante, manchada aún por una parte de los suburbios. Por todos los caminos que cruzaban el terreno dirigiéndose al gran centro de población como los rayos de una rueda convergen en el cubo, oíanse el campanilleo de los collares de los caballos, el rodar de los carros, el chasquido de los látigos y el eco de voces brutales. Era el feo límite en donde comienza la actividad del torbellino de la vida de París.

– Todo eso que usted ve no es bello – me dijo Agustín. – Pero, ¿qué quiere usted? No hay que considerar esto como una residencia de placer, sino como un lugar de espera.

Regresamos por la noche. Las necesidades de su puesto le reclamaban. Menester fue que ganásemos a pie el lugar en donde se detenía el carruaje público que debía conducirnos a París. Por el camino Agustín me hablaba de sus esperanzas, decía «mi mujer» con un aire de posesión tranquila y segura que me hacía olvidar todas las asperezas de su carrera y me ofrecía la más perfecta expresión de la felicidad.

Le acompañé, no a su alojamiento situado en la parte de París que él llamaba el barrio de los libros, sino al hotel mismo del personaje de quien, como ya le he dicho a usted, era secretario. Llamó como persona acostumbrada a considerarse hasta cierto punto en la propia casa y cuando le vi entrar en el amplio y suntuoso patio, subir lentamente la escalera y desaparecer en la antecámara del palacete, comprendí mejor que nunca por qué aquel joven flaco, de aspecto tan modesto y de actitudes tan resueltas no sería en ningún caso lacayo de nadie y tuve el sentimiento neto de su destino.

Entré en mi casa menos contristado por la impresión de las secretas llagas que había tenido ocasión de ver, que humillado de mí mismo, por mi impotencia para llegar a nada práctico. Hallé a Oliverio esperándome; estaba cansado y aburrido.

– Vengo de casa de Agustín – le dije.

Examinó mi ropa manchada de barro, y comprendiendo que no se daba cuenta de dónde podía salir yo en semejante estado, añadí:

– Se ha casado Agustín.

– ¿Casado…? – exclamó Oliverio.

– ¿Y por qué no?

– Eso debía suceder. Un hombre como él debía empezar por eso. ¿Has observado tú – continuó seriamente, – que hay dos categorías de hombres que tienen furia por casarse pronto aunque su posición los coloque en la imposibilidad de vivir cerca de las mujeres o de mantenerlas? Te hablo de los marinos y de los que no tienen un céntimo. ¿Y la señora de Agustín?

– Su mujer no se llama la señora de Agustín y vive en el campo. Hoy ha tenido la complacencia de presentarme a ella.

Y en pocas palabras le puse al corriente de lo que me convenía hacerle conocer de la vida doméstica de Agustín.

– ¿De modo que has visto cosas que te han edificado?

Aquella resistencia a dejarse impresionar por un tal ejemplo de valerosa probidad me desagradó y nada le contesté.

– Está bueno – continuó Oliverio con la amarga impertinencia que caracterizaba sus momentos de mal humor. – ¿Pero qué es lo que han hecho ustedes encerrados entre aquellas cuatro paredes?

– Pues hemos serrado leña – le dije mostrándole que no bromeaba.

– Debes tener frío – dijo levantándose para dejarme; – has andado bajo la lluvia, tus ropas mojadas transpiran los odiosos rigores de la vida precaria y del invierno, vienes empapado de estoicismo, de miseria y de orgullo. Aguardemos a mañana para hablar más razonablemente.

Le dejé salir sin pronunciar ni una palabra más y advertí que cerró la puerta con impaciencia. Creí comprender que tenía sin duda penas íntimas que le hacían injusto y de aquellas penas, si no sabía yo cuál era el verdadero motivo, podía a lo menos adivinar la naturaleza. Figurábame que se trataba de nuevas aventuras o de accidentes de una alianza muy antigua y cuya duración era ya poco probable. Sabía la facilidad que tenía para desprenderse de las cosas y la impaciencia enfermiza que le llevaba, por el contrario, a precipitarse hacia las novedades. Entre las dos hipótesis de una ruptura o de una inconstancia, me inclinaba a aceptar la segunda. Estaba en racha de indulgencia: la visita a casa de Agustín me había puesto en temple de mansedumbre. Por eso al día siguiente por la mañana entré en casa de Oliverio. Dormía o fingía dormir.

– ¿Qué tienes? – le dije tomándole la mano como a un amigo cuyas reservas se quiere quebrantar.

– Nada – me contestó volviendo a mí el rostro con señales del cansancio de una noche de insomnio o de penosos ensueños.

– ¿Estás aburrido?

– Siempre.

– ¿Y qué es lo que te aburre?

– Todo – replicó con evidente sinceridad. – He llegado a detestar a todo el mundo y a mí mismo más que a nadie.

Estaba dispuesto a callar y comprendí que toda pregunta no lograría más que subterfugios y le irritaría más sin satisfacerme.

– Creí – le dije, – que tenías algún motivo accidental de preocupación o de apuro y venía a poner a tu disposición mis servicios o mis consejos.

Sonrió al oír esta última frase, que le pareció con razón irrisoria, puesto que todos los consejos que nos habíamos dado mutuamente tan poco habían servido hasta entonces.

– Si te prestas a hacerme un servicio lo acepto – dijo. – Puedes realizarlo sin mucho trabajo. Basta con ir a casa de Magdalena y reparar lo mejor que puedas una necedad que cometí ayer presentándome en un lugar público en el que estaban ella y Julia con mi tío. No iba solo yo… Es muy posible que me hayan visto, porque Julia tiene unos ojos que me encontrarían en donde no estuviera. Te agradecería que te aseguraras del hecho interrogando hábilmente a una y a otra. Si lo que temo hubiera sucedido, inventa una explicación verosímil que a nadie comprometa, suponiendo un nombre, relaciones, costumbres, algo en fin que recomiende a la persona que me acompañaba, pero de modo que ni mi caro primo ni Magdalena puedan contratorcer la información, si por casualidad entraran en ganas de verificarla.

Aquella misma noche vi a Magdalena. Era uno de sus viernes, día de visitas. Me propuse cumplir únicamente la misión que Oliverio me había encomendado. Su nombre no fue pronunciado. No averigüé, pues, nada positivo. Julia estaba un poco indispuesta. La noche antes había tenido un ligero acceso de fiebre a consecuencia del cual estaba todavía débil y nerviosa. Debo advertirle a usted que ya hacía tiempo el estado de Julia me inquietaba. Había hecho respecto de ella muchas reflexiones que he pasado en silencio porque el interés por la preocupación de aquella personita, siendo muy verdadera mi afección por ella, desaparecía – lo confieso – envuelto en el movimiento egoísta de mis propios rompederos de cabeza.

Recordará usted quizás que la víspera misma de su boda, hablándome solemnemente de lo que ella designaba con el calificativo de últimas voluntades de soltera, Magdalena había introducido el nombre de Julia y lo había barajado con el mío bajo esperanzas comunes cuyo sentido era claro. Después, en Nièvres y en París había renovado la misma insinuación sin que Julia ni yo mostráramos la menor idea de darle acogida. Un día, delante de su padre que sonreía dulcemente observando aquellas ingeniosas niñerías tomó el brazo de su hermana, lo enlazó al mío y luego nos contempló con expresión de verdadera alegría. Nos mantuvo delante de ella en aquella actitud que resultaba extremadamente embarazosa, y que no me parece que fuera más grata para Julia; luego, sin adivinar que entre su hermana y yo había más de un obstáculo ya formado que anulaba sus proyectos de unión, como habría hecho una madre, la besó tiernamente y muchas veces diciéndole: «No nos separemos, mi hermanita querida; ¡ojalá podamos no separarnos nunca!»

Luego – desde el día que la atención de Magdalena pudo despertarse en punto al verdadero estado de mis sentimientos, – no se había vuelto a decir palabra sobre aquel asunto y jamás tuve ni el indicio más leve de que Magdalena pensara en él todavía. Por lo contrario, si por casualidad surgía la idea de un proyecto que sin duda la había ocupado en otro tiempo, parecía haberlo dado al olvido enteramente o no haberlo tenido nunca. Algunas veces, solamente, contemplaba a Julia con una expresión más tierna que revelaba tristeza. Sacaba yo en consecuencia que se habían desvanecido esperanzas que se habían hecho imposibles, y que el porvenir de su hermana cifrado un momento en combinaciones quiméricas, la preocupaba y constituía una dificultad nueva que resolver.

En cuanto a Julia, no había tenido que ir tan lejos. Sus sentimientos, determinados desde un principio e invariablemente dirigidos al mismo objeto no habían cejado. Solamente las susceptibilidades de que se lamentaba Oliverio se acercaban más y más cada día y coincidían invariablemente con una ausencia considerada larga, una palabra demasiado viva o un aspecto más distraído de su primo. Su salud se alteraba. Tenía la misma digna valentía que su hermana que le impedía quejarse; pero no poseía el don maravilloso de ser caritativa con los que la lastimaban, que daba margen a que los martirios de Magdalena se convirtieran en sacrificios. Hubiérase dicho que la contrariaba el interés que quienquiera que fuese le mostraba, excepto el de Oliverio que de todos los intereses que pudiera esperar era el más escaso. Antes hubiese aceptado el implacable desdén de este último que someterse a una conmiseración que la ofendía. Su carácter sombrío hasta el exceso presentaba de día en día ángulos más vivos; su rostro, gesto más impenetrable; y en toda su persona se definía mejor el aspecto de empecinamiento y de obstinación en una idea fija. Hablaba cada vez menos, sus ojos, que ya no interrogaban casi para evitar más que nunca el responder, parecía que hubiesen replegado la única llama un poco viva que los mezclaba al pensamiento de los deseos.

– No estoy satisfecha de la salud de Julia – me había dicho Magdalena repetidas veces. – Indudablemente está delicada y de un humor que se disgusta con todos, hasta con los que más la quieren. Dios sabe, no obstante, que no es que le falte la facultad de aficionarse a la gente.

En otra época, Magdalena no me habría hablado, ciertamente, de su hermana en semejantes términos. Por lo demás esta atribución de excesiva ternura y aquellas cualidades afectuosas puestas de relieve por Magdalena, no se concordaban muy bien con la frialdad de las apariencias que resultaban de las heladas maneras de Julia.

Estaba cansado de hacer conjeturas cuando diversos incidentes que no le digo a usted me abrieron los ojos por completo. La diligencia que Oliverio me encargara tenía, pues, para mí una significación muy grave, aunque él no me había revelado más que la mitad, como se hace con un agente diplomático a quien no se quiere enterar a fondo de ciertos secretos. Me informé con particular cuidado del origen y de la hora de la indisposición de Julia. Lo que averigüé estaba en completa conformidad con los informes dados por Oliverio. Magdalena era imperturbablemente dueña de sus contestaciones y hablaba de la fiebre de su hermana como un médico hubiera hablado.

Volví a mi casa muy tarde y hallé a Oliverio levantado esperándome.

– ¿Y bien? – me dijo vivamente como si su impaciencia se hubiera acrecentado de pronto durante mi visita.

– Nada he averiguado – le contesté. – Todo lo que sé es que Julia volvió ayer del concierto con fiebre, que la fiebre es muy alta y que está enferma.

– ¿La has visto? – me preguntó Oliverio.

– No – le dije usando de una mentira, porque la necesitaba para interesarle un poco más en la indisposición de Julia, muy leve por cierto.

Hizo un gesto de cólera y exclamó:

– Estaba seguro, me vio.

– Lo temo – dije yo.

Dio dos o tres vueltas alrededor de su cuarto caminando muy de prisa; después se detuvo, golpeó el suelo con el pie jurando.

– ¡Eh, bien! Tanto peor – exclamó. – ¡Tanto peor para ella! Soy libre y hago lo que me place.

Conocía yo todos los matices del espíritu de Oliverio; era raro que el despecho llegara en él hasta la exasperación de la cólera. No creí, pues, engañarme abordando un asunto en el que estaba comprometido el corazón de una joven.

– Oliverio – le dije, – ¿qué pasa entre Julia y tú?

– Sucede que Julia está enamorada de mí y que yo no la amo.

– Lo sabía – continué yo, – y por interés de los dos…

– Te lo agradezco. No tienes que atormentarte en cuanto a mí por una cosa que no he querido, que no he fomentado, ni acogido, que no me interesará jamás, que me es tan indiferente como esto – dijo sacudiendo en el aire la ceniza de su cigarro. – En lo que a Julia se refiere, te permito compadecerla, porque se empeña en una idea loca… Hace su desgracia a su placer…

Estaba exasperado, hablaba muy alto y por la primera vez en su vida, quizás, usaba de hipérboles en donde por lo ordinario solía emplear diminutivos de palabras o de ideas.

– ¿Qué quieres que le haga yo, después de todo? – continuó. – Es una situación absurda: hay otras situaciones que lo son por lo menos tanto como ésta.

– No hablemos de mí – le dije, haciéndole comprender que mis asuntos propios no estaban en juego y que recriminar no era prueba de tener razón.

– Sea; corresponde al que se ve en apuros salir de ellos sin tomar ejemplo de otros ni consultar a nadie. Pues, bien, yo no tengo más que un recurso para salir de este en que estoy y es decir no, no, y siempre no.

– Lo que no remediará nada, porque tú dices no desde que te conozco y desde que conozco a Julia quiere ser tu mujer.

Al oír esta última frase hizo un movimiento y un gesto de verdadero terror; después lanzó una carcajada que hubiera dejado muerta a Julia si hubiese podido escucharla.

– ¡Mi mujer! – exclamó con una expresión de inconcebible desprecio por una idea que le parecía insensata. – ¡Yo el marido de Julia! ¡Ah!.. Pero, entonces, Domingo, ¿es que tú no me conoces mejor que si nos hubiéramos encontrado por vez primera hace una hora nada más? Primero te diré por qué jamás me casaré con Julia y luego te explicaré por qué nunca me casaría con ninguna otra, quienquiera que fuese. Julia es mi prima, razón quizás, para que me guste un poco menos que cualquiera mujer extraña. La conozco de toda mi vida; puede decirse que hemos dormido en la misma cuna. Hay personas a las cuales esta casi fraternidad las seduciría. A mí la sola idea de casarme con una mujer a la cual he visto jugar con las muñecas me parece tan cómica como la de acoplar dos juguetes. Es bonita, no es tonta, tiene tan buenas cualidades como quieras. Adorándome a pesar de todo – ¡y Dios sabe si me hago adorable yo! – sería constante a toda prueba, me rendiría verdadero culto, sería la mejor de las esposas. Estando satisfecha sería todo dulzura; sintiéndose feliz se tornaría encantadora. Pero no la amo, no la amo y no quiero nada de ella… Si esto continúa llegaré a odiarla – dijo exasperándose de nuevo. – Por otra parte, la haría desdichada, horriblemente desdichada; ¡vaya un porvenir! Al día siguiente de la boda estaría celosa y no tendría razón. Pero seis meses después la tendría y le sobraría. Y la plantaría en ese punto: sería implacable. Me conozco y estoy seguro de eso. Si esto continúa, me marcharé: huiré al fin del mundo. Se me vigila, se me siguen los pasos, se averigua que tengo queridas, y mi futura mujer es mi espía.

– No tienes razón, Oliverio – le dije interrumpiéndole vivamente. – Nadie espía tus pasos. Nadie conspira con la pobre Julia para apoderarse de tu voluntad y llevarla atada de pies y manos. Yo no he hecho más que formular un deseo: el de que Julia y tú os entendierais un día; en eso veía para ella una dicha segura y para ti ventajas que no veo en ninguna otra parte.

– ¡Dicha segura para Julia y para mí ventajas nada más! ¡Maravilloso!.. Si eso pudiera ser tus conclusiones representarían mi salvación. Pues, bueno, te declaro una vez más que te conviertes en instrumento de la desventura de Julia ya que para evitarle una decepción definitiva serías capaz de convertirme en un cobarde criminal y la matarías. ¡No la amo! ¿Lo quieres más claro? Ahora bien, sabes tú lo que se entiende por amor o desamor: son dos ideas contrarias que corresponden a iguales energías, a la misma imposibilidad de ser gobernados. Prueba a olvidar a Magdalena, yo intentaré adorar a Julia y veremos quién de los dos llegará antes al fin propuesto. Registra mi corazón por arriba, por abajo, escarba en él con el más curioso afán, ábreme las venas, y si encuentras una sola pulsación que se asemeje a la simpatía, el más leve rudimento del cual se pueda decir que puede ser amor algún día, llévame a Julia sin esperar un momento y me caso con ella; si no, no me hables más de esa niña que me es insoportable y…

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Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
28 eylül 2017
Hacim:
270 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain
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