Sadece Litres'te okuyun

Kitap dosya olarak indirilemez ancak uygulamamız üzerinden veya online olarak web sitemizden okunabilir.

Kitabı oku: «Fiebre de amor (Dominique)», sayfa 14

Yazı tipi:

Por aquella época tuve una gran emoción. Había una exposición de pintura moderna. Aunque muy ignorante de una bella arte en punto a la cual tenía el instinto sin la más leve cultura, y de la que hablaba tanto menos cuanto más la respetaba, iba algunas veces a perseguir observaciones de otros que me enseñaban a conocer bien mi época y hacer comparaciones que no me alegraban nada. Un día vi un grupito de personas – que debían ser conocedoras – discutiendo delante de un cuadro. Era un retrato de medio cuerpo concebido en un estilo antiguo, con fondo oscuro: el vestido indeciso y sin ningún accesorio, dos manos espléndidas, la cabellera medio perdida, la cabeza presentada de frente, firme de contornos, grabada sobre el lienzo con la precisión de un esmalte y modelada yo no sé de qué manera sobria, amplia y sin embargo velada, que daba a la fisonomía incertidumbres extraordinarias y hacía palpitar un alma emocionada en el vigoroso dibujo de las facciones tan firme y resuelto como el grabado de una medalla. Me quedé anonadado delante de aquella efigie espantosa de realidad y de tristeza. La firma era la de un ilustre pintor. Recorrí el catálogo y encontré las iniciales de la señora De Nièvres. No había yo menester de aquel testimonio. Magdalena estaba allí, delante de mí, fija en mí la mirada; pero, ¡con qué ojos, en qué actitud, con qué palidez y qué misteriosa expresión de espera y de amarga pena!

En poco estuvo que no lanzara un grito y no sé cómo logré contenerme lo bastante para no darle a la gente el espectáculo de una locura. Me coloqué en primera fila apartando a todos aquellos curiosos que nada tenían que hacer entre aquel retrato y yo. Para tener el derecho de examinarlo desde más cerca y más largo tiempo imité el gesto, las actitudes, la manera de mirar y hasta las pequeñas exclamaciones de aprobación de los aficionados prácticos en la materia de arte pictórico. Fingí apasionarme por la obra del pintor cuando en realidad no apreciaba ni adoraba otra cosa que el modelo. Volví al siguiente día y los sucesivos, me deslizaba muy temprano a lo largo de las galerías desiertas, veía el retrato desde lejos como a través de una nube tomando vida a cada paso que yo avanzaba hacia él. Llegaba, todo artificio apreciable desaparecía: era Magdalena más y más triste, más y más fija en no sé qué terrible ansiedad henchida de ensueños. Le hablaba, le refería todas las cosas fuera de razón que me torturaban el alma desde hacía cerca de dos años, le pedía gracia para ella y para mí. Le suplicaba que me recibiera, que me permitiese volver a ella. Le contaba mi vida entera con el más lamentable y el más legítimo de los orgullos. Había momentos en que el fugitivo modelado de las mejillas, el brillo de los ojos, el indefinible dibujo de la boca daban a la muda efigie movilidades que me causaban miedo. Hubiérase dicho que me escuchaba, me comprendía, y que el implacable y sabio buril que la había aprisionado en un rasgo tan rígido, era lo único que la impedía conmoverse y contestarme.

Algunas veces me vino a las mientes la idea de que Magdalena había previsto lo que sucedía, es decir, que la reconocería yo y me volvería loco de dolor y de alegría en aquel fantástico coloquio de un hombre vivo con una pintura. Y según veía yo en ese hecho malicia o compasión, aquella idea me exasperaba la cólera o me hacía verter lágrimas de agradecimiento.

Lo que le refiero a usted duró casi dos meses; pasados que fueron, al otro día el que le di un adiós verdaderamente fúnebre, los salones fueron clausurados y desaparecido el retrato quedé más solo que nunca.

Pasado algún tiempo, recibí una visita de Oliverio. Estaba serio, notaba en él cierto embarazo, algo así como si el peso de un caso de conciencia le pesara en el alma.

Apenas le vi me puse a temblar.

– Yo no sé qué sucede en Nièvres – me dijo; – pero todo parece que va mal.

– ¿Magdalena? – le pregunté espantado.

– Julia está enferma, bastante enferma para causar inquietudes. Magdalena misma no está buena. Me gustaría ir, pero la situación no sería sostenible. Mi tío me escribe cartas muy desoladas.

– ¿Pero Magdalena…? – volví a preguntar temeroso de que aun sucediera otra desgracia que él me ocultaba.

– Te repito que Magdalena está en un muy triste estado de salud. No ha empeorado de algún tiempo a esta parte, pero continúa mal.

– Oliverio – exclamé, – vayas tú o no a Nièvres yo estaré allí mañana. Nadie me ha despedido de la casa de Magdalena, me alejé de ella voluntariamente. Le había dicho a Magdalena que me escribiera el día que tuviera necesidad de mí; si ella tiene motivos para callar, yo los tengo para correr a su lado.

– Harás absolutamente lo que quieras. En semejante caso obraría como tú, dejando a salvo el arrepentimiento si el remedio era peor que la enfermedad.

– Adiós.

– Adiós.

XVII

El día siguiente estaba yo en Nièvres. Llegué por la tarde un poco antes de cerrar la noche. Era el mes de noviembre. Me apeé a cierta distancia de la verja, en pleno bosque. Atravesé el patio de entrada sin ser notado. Al extremo de las habitaciones de servicio a la derecha brillaba luz en las cocinas. Dos ventanas se destacaban luminosas sobre la fachada del castillo. Me fui en derechura al vestíbulo cuya puerta estaba sólo entornada; alguien lo cruzaba cuando yo entré, estaba oscuro. «¿La señora De Nièvres?» dije creyendo que hablaba con alguna doncella de la servidumbre. La persona a quien me había dirigido se volvió bruscamente, vino hacia mí y lanzó un grito: era Magdalena.

Se quedó petrificada por la sorpresa y yo le tomé la mano sin hallar fuerzas para articular una sola palabra. La escasa, claridad que venía de fuera le prestaba la blancura de una estatua: sus dedos completamente inertes y helados se desprendían insensiblemente de mi mano como si fueran las de una muerta. La vi tambalearse, pero al movimiento que hice para sostenerla se desprendió por un impulso de inconcebible terror, abrió desmesuradamente los ojos extraviados y exclamó: «¡Domingo!..» como si despertara de un mal sueño que hubiese durado aquellos dos años; luego dio algunos pasos hacia la escalera arrastrándome en pos de ella sin conciencia de lo que hacía. Subimos juntos, el uno al lado del otro, siempre juntas nuestras manos. Al llegar a la antesala del primer piso tuvo como una llamarada de presencia de espíritu.

– Entre usted aquí – me dijo, – voy a avisar a mi padre.

La vi que llamaba a su padre y encaminarse al cuarto de Julia.

Las primeras palabras del señor D'Orsel fueron éstas:

– Mi querido hijo, tengo mucha pena.

Aquella frase decía más que todas las recriminaciones y me penetró en el corazón como una estocada.

– He sabido que Julia estaba enferma – le dije sin hacer ningún esfuerzo para disfrazar el temblor de mi voz que desfallecía. – Supe también que la señora De Nièvres estaba delicada y vine a verles a ustedes. Hace tanto tiempo…

– Es verdad – repuso el señor D'Orsel, – hace mucho tiempo. La vida se pasa: cada cual tiene sus deberes y sus preocupaciones…

Llamó, mandó encender las luces, me examinó rápidamente como si quisiera comprobar en mí un cambio análogo a las alteraciones que los dos años transcurridos habían producido en sus hijas.

– También usted ha envejecido – continuó con cierta especie de benevolencia y de interés muy afectuoso. – Ha trabajado usted mucho, tenemos la prueba…

Después me habló de Julia, de las vivas inquietudes que habían tenido, pero que, por fortuna, se habían disipado desde algunos días. Julia entraba en la convalecencia; ya todo era cuestión de cuidado, de atenciones y de algunos días de reposo. De nuevo pasó de un asunto a otro.

– He ahí que es usted todo un hombre ya célebre – continuó. – Hemos puesto atención en sus cosas con el más sincero interés.

Se paseaba de arriba abajo, hablándome así, sin hilación. Tenía los cabellos totalmente blancos, su alto cuerpo un poco encorvado ofrecía un aspecto singularmente noble, de vejez prematura o de abatimiento.

Magdalena vino a interrumpirnos al cabo de cinco minutos. Iba vestida de oscuro y se parecía mucho, con la animación de la vida además, al retrato que tanto me había impresionado. Me levanté, le salí al paso, balbuceé dos o tres frases incoherentes que no tenían ningún sentido; ya no sabía ni cómo explicar mi visita, ni cómo llenar de golpe el enorme vacío de dos años que ponía entre nosotros como un abismo de secretos, de reticencias y de oscuridades. Me repuse, sin embargo, al verla más dueña de sí misma y le hablé lo más sosegadamente que pude de la alarma que me había dado Oliverio. Cuando pronuncié ese nombre me interrumpió.

– ¿Vendrá? – dijo.

– No lo creo – repliqué. – Por lo menos en unos cuantos días.

Hizo un gesto de desanimación absoluta y los tres caímos en el más penoso silencio.

Pregunté en dónde estaba el señor De Nièvres, como si fuera posible que Oliverio no me hubiera informado de su viaje y me mostré sorprendido al saber que estaba ausente.

– ¡Oh, estamos en un gran abandono! – dijo Magdalena. – Todos estamos enfermos o poco menos. Hay en el ambiente malas influencias, la estación es malsana y no tiene nada de alegre – añadió dirigiendo la mirada a las altas ventanas de antiguas vidrieras de colores en las cuales se reflejaba todavía un resto de luz del día casi del todo extinguido.

Para huir de una conversación imposible por embarazosa hablé de la deplorable situación de algunas personas, que amenazaba aumentar en el próximo invierno, por enfermedades en unos casos y por miseria en otros; de un niño que se moría en el pueblo y que Julia había asistido y cuidado hasta el día en que, gravemente enferma ella misma, hubo de encomendar a otros su papel, impotente contra la muerte, de hermana de la caridad. Parecía complacerse con aquellos relatos de lamentables desgracias y enumerar, con no sé yo qué sombría avidez, todas las calamidades vecinas que formaban en torno de su existencia un concurso de causas de tristeza. Luego, al igual que había hecho el señor D'Orsel, me habló de mí, tan pronto con cierta reserva como con un abandono admirablemente calculado para facilitar la posición de cada uno.

Mi propósito era hacerle una visita y luego ganar la posada del pueblo en la cual había comprometido una habitación; pero Magdalena dispuso otra cosa: advertí que había dado las órdenes oportunas para que me alojasen en el piso segundo del castillo, en un cuarto que ya había ocupado yo la primera vez que pasé una temporada en Nièvres.

Aquella misma noche, antes de separarnos, estando yo presente, le escribió a su marido.

– Le aviso al señor de Nièvres que está usted aquí – me dijo.

Y me di cuenta de lo que semejante precaución, tomada en mi presencia, implicaba de escrúpulos y resoluciones leales.

No había visto a Julia. Estaba débil y agitada. La noticia de mi llegada, a pesar de la prudencia con que se le comunicó, le había causado una sacudida muy viva. Cuando al otro día me fue permitido entrar en su habitación, encontré a la enferma acostada en un sofá, envuelta en un ancho peinador que disimulaba la exigüidad de sus formas y le prestaba aspecto de mujer. Había cambiado mucho, pero mucho más que podían apreciar quienes estaban cerca de ella a todas las horas del día. Un perrito épagneul dormía a sus pies con la cabeza apoyada sobre la punta de sus pantuflas. Tenía al alcance de la mano, sobre un velador adornado de flores, pájaros enjaulados, que ella cuidaba, y cantaban alegremente en medio de aquel jardín de invierno. Contemplé aquel diminuto rostro minado por la fiebre, enflaquecido y azulado en derredor de las sienes, aquellos ojos hundidos, más abiertos y más negros que nunca, en cuyas pupilas se advertía un brillo sombrío e inextinguible, y aquella pobre niña, enamorada, medio muerta bajo la acción, del desprecio de Oliverio me dio una lástima horrible.

– Cúrela usted, sálvela – le dije a Magdalena cuando nos separamos; – pero no la engañe usted más.

Magdalena hizo un gesto de duda como si le quedara un débil residuo de esperanza, el cual se esforzaba por mantener.

– No piense usted en Oliverio y no le acuse más de lo que es razón – añadí resueltamente.

Le di a conocer los motivos buenos o malos que decidían la suerte de su hermana. Le expliqué el carácter de Oliverio, su repugnancia absoluta por el matrimonio. Insistí sobre su creencia – quizás poco razonable, pero sin réplica, – de que haría infeliz a cualquier mujer, no sólo a una determinada, sino a todas sin excepción. Así trataba yo de atenuar lo que de hiriente podía tener su resistencia.

– Lo hace cuestión de probidad – dije a Magdalena, como último argumento.

Sonrió tristemente al oír la palabra probidad que tan mal concordaba con la irreparable desventura cuya responsabilidad pesaba, a sus ojos, sobre Oliverio.

– Es el más feliz de todos nosotros – dijo.

Y gruesas lágrimas rodaron por sus mejillas.

Dos días después Julia pudo ya dar algunos paseos por su habitación. El indomable vigor de aquel pequeño ser, ejercitado secretamente en tan duras pruebas, se reanimó no lentamente sino en pocas horas. Apenas en convalecencia, viósela enderezarse contra el recuerdo humillante de haber sido sorprendida, por decir así, en debilidad, trabar pelea con el mal físico, el sueño que podía vencer, y dominarlo. Dos días más tarde tuvo fuerzas para bajar sola al salón, rechazando todo apoyo, aunque la debilidad cubriera de sudor la adelgazada piel de su frente y por más que sucesivos accesos de desfallecimiento la hicieran vacilar a cada paso. Aquel mismo día se empeñó en subir en coche. La llevaron por los caminos más suaves del bosque. Hacía buen tiempo. Regresó reanimada, sólo por haber respirado el olor de las encinas calentadas por un sol claro. Entró en el castillo desconocida, casi sonrosada, conmovida por un escalofrío febril, pero de buen augurio que no era más que el efecto del retorno activo de la sangre en sus venas empobrecidas. Estaba consternado viéndola renacer de aquel modo, por tan poco, por un rayo de sol de invierno y un poco de olor resinoso de madera cortada, y comprendí que se empecinaría en vivir con una obstinación que le prometía largos días miserables.

– ¿Habla alguna vez de Oliverio? – le pregunté a Magdalena.

– Jamás.

– ¿Piensa en él constantemente?

– Constantemente.

– ¿Y cree usted que eso durará?

– Siempre – replicó Magdalena.

Libre de la preocupación que desde hacía tres semanas la tenía encadenada a la cabecera del lecho de Julia, no parecía sino que Magdalena hubiera perdido la razón. Se apoderó de ella un aturdimiento que la tornó extraordinaria y positivamente loca de imprevisión, de exaltación y de atrevimiento. Reconocí aquella mirada que en el teatro me advirtió que estábamos en peligro; y llevándolo todo hasta el extremo, pedazo a pedazo me arrojó, por decir así, su corazón a la cabeza, como había hecho aquella noche con su ramillete.

Pasamos tres días dando paseos y haciendo expediciones temerarias; tres días de inaudita felicidad, sí tal puede llamarse a un sentimiento rabioso de destrucción de su reposo, especie de luna de miel descarada y desesperada, sin ejemplo, ni por las emociones ni por los arrepentimientos y que a nada se parece como no sea a esas horas de copiosas y fúnebres satisfacciones durante las cuales todo se permite a los sentenciados a morir al otro día.

El tercer día, a pesar de mi resistencia, me exigió que montara uno de los caballos de su marido.

– Me acompañará usted – me dijo; – tengo necesidad de ir de prisa y de ponerme lejos.

Corrió a vestirse; mandó ensillar un caballo que el señor De Nièvres había amaestrado para ella y como si tratara de hacerse raptar delante de sus criados, en pleno día, «partamos», dijo.

Apenas llegamos al bosque puso su caballo al galope. Yo hice como ella y la seguí. Cuando advirtió que le iba a los alcances aceleró la marcha, fustigó a su caballo y sin motivo lo lanzó a escape. Tomé el mismo aire que ella y cuando ya la alcanzaba, hizo un nuevo esfuerzo que me dejó atrás. Aquella persecución irritante, desenfrenada, me puso fuera de mí. Montaba ella un animal muy ligero y lo manejaba de modo que decuplaba su velocidad. Apenas sentada, levantado todo el cuerpo para disminuir aún más el peso, sin un grito, sin un gesto, corría locamente como llevada por un pájaro. A mi vez hacía yo galopar a mi caballo a todo escape, inmóvil, secos los labios con la fijeza maquinal de un jockey en una carrera a fondo. Seguía ella por en medio de un sendero estrecho un poco cerrado, por los bordes, de suerte que no cabían dos caballos de frente a menos que uno no se ladeara. Viéndola obstinada en cerrarme el paso, trepé sobre el bosque y la acompañé algún tiempo así con riesgo constante de romperme la cabeza contra los árboles, y llegado el momento oportuno de cerrarle el paso, franqueé de un salto el declive y cayendo en lo hondo del camino detuve mi caballo y lo cuarteé. Hubo, pues, de parar en seco a dos pasos de mí y los dos caballos, jadeantes, cubiertos de espuma se encabritaron como si hubieran tenido el sentimiento de que sus jinetes querían pelear. Creo en verdad que Magdalena y yo nos miramos con cólera, a tal punto aquel juego extravagante mezclaba la excitación y el reto respecto de otros sentimientos intraducibles. Se quedó delante de mí, el látigo con mango de concha entre los dientes, lívidas las mejillas, los ojos inyectados, salpicándome de sangrientos resplandores; luego dejó oír una o dos carcajadas convulsivas que me helaron. Su caballo volvió a partir a escape tendido.

Lo menos durante un minuto, como Bernardo de Mauprat atraído por los pasos de Edma, la miré huir bajo las verdes ramas de encinas, el velo al viento, su larga amazona oscura ondulante con la sobrenatural agilidad de un diablillo negro. Cuando hubo alcanzado la extremidad del sendero y ya no la veía más que como un punto sobre el fondo rojizo del bosque volví a lanzar mi caballo a escape exhalando, a mi pesar, un grito de desesperación. Llegado al lugar preciso en donde la había visto desaparecer, la encontré en el cruce de dos caminos, parada, anhelante, esperándome con la sonrisa en los labios.

– Magdalena – le dije, precipitándome hacia ella y agarrándola por un brazo. – Cese usted en este juego cruel, deténgase usted o me hago matar.

Sólo me contestó con una mirada directa que me hizo subir el rubor a la cara y tomó más despacio por el camino del castillo. Regresamos al paso, sin cruzar una sola palabra, nuestros caballos emparejados, restregándose las quijadas y cubriéndose recíprocamente de espuma. Echó pie a tierra en la verja, atravesó a pie el patio fustigando la arena del suelo con el látigo, subió en derechura a su cuarto y no reapareció hasta la noche.

A las ocho nos trajeron la correspondencia. Había una carta del señor De Nièvres. Magdalena al romper el sobre cambió de color.

– El señor De Nièvres está bueno. No volverá hasta el mes próximo – dijo.

Luego se quejó de mucho cansancio y se retiró.

No fue aquella noche como las precedentes. La pasé levantado y sin sueño. La carta del señor De Nièvres, aunque insignificante, intervenía entre nosotros como una reivindicación de mil cosas olvidadas. Aunque sólo hubiera escrito esta frase: «Estoy vivo», la advertencia no hubiera sido más clara. Resolví marcharme de Nièvres al otro día, absolutamente como había resuelto ir, sin más reflexión ni más cálculo. A media noche aun había luz en el cuarto de Magdalena. Un grupo de arces plantados cerca del castillo enfrente de las ventanas de su habitación recibía un reflejo rojizo que todas las noches me indicaba la hora en que ella terminaba la vigilia. Con frecuencia era muy tarde. Una hora después de la media noche aun se percibía aquel resplandor. Me puse un calzado ligero y bajé la escalera a tientas. Así fui hasta la puerta del departamento de Magdalena situado a la parte opuesta del de Julia a la extremidad de un interminable corredor. En ausencia de su marido una sola doncella de servicio dormía cerca de ella. Escuché, dos o tres veces me pareció oír el rumor seco de la tosecilla nerviosa que le era habitual a Magdalena, en momentos de despecho o de viva contrariedad. Apoyé la mano en la cerradura: estaba puesta la llave. Me alejé, volví, torné a alejarme. El corazón me latía hasta romperse, estaba como embrutecido y temblaba de pies a cabeza. Vagué por el corredor en completa oscuridad; luego me quedé como clavado en un sitio sin ninguna idea de lo que iba a hacer. El mismo sobresalto que un buen día, al influjo de vivísima alarma, me había empujado maquinalmente hacia Nièvres y me había hecho caer allí como un accidente, puede ser como una catástrofe, me hacía vagar, en medio de la noche, por aquella casa confiada y dormida, me conducía a la alcoba de Magdalena y a ella llegaba como un sonámbulo. ¿Era yo un desventurado en el colmo del sacrificio, enceguecido por el deseo, ni mejor ni peor que mis semejantes? ¿era un malvado? Esta cuestión capital me trabajaba la mente, pero sin determinar en ella la más leve decisión precisa que se pareciese ni a la honradez, ni al proyecto formal de cometer una infamia. Lo único acerca de lo cual no tenía duda – y sin embargo permanecía indeciso, – era que una caída mataría a Magdalena y que estaba fuera de toda posible discusión, el que yo no le sobreviviría ni una hora.

No sabré decir a usted qué fue lo que me salvó. Me encontré en el parque sin saber ni por qué ni cómo allí había ido. En comparación con la oscuridad de los corredores, al aire libre se veía claro por más que me parece no había luna ni estrellas. La masa compacta de árboles formaba como encrespadas sierras largas y negras al pie de las cuales se distinguían las sinuosidades de los paseos blanquecinos. Caminaba al azar costeando los estanques. Los pájaros se despertaban y revoloteaban en la espesura. Mucho después una sensación de frío interno me volvió un poco en mí. Volví a entrar, cerré las puertas con la destreza de un sonámbulo o de un ladrón y vestido como estaba me dejé caer sobre mi lecho.

Al amanecer estaba levantado acordándome apenas de la pesadilla que me había hecho errar toda la noche diciéndome: «Hoy partiré.» Y de ese propósito informé a Magdalena tan luego como la vi.

– Como usted quiera – me contestó.

Estaba horriblemente quebrantada y era presa de una agitación de cuerpo y de alma que me hacía daño.

– Vamos a ver a nuestros enfermos – me dijo un poco después de mediodía.

La acompañé y fuimos al pueblo. El niño que Julia cuidaba y que había, por decir así, adoptado, había muerto el día antes por la noche. Magdalena se hizo conducir cerca del ataúd que contenía el pequeño cadáver y quiso besarlo; al regresar lloró abundantemente y repitió la frase mi hijo con dolor tan agudo que me dio a conocer hasta muy lejos el alcance de una pena que roía su existencia y de la cual estaba implacablemente celoso.

Muy temprano me despedí de Julia y dirigí al señor D'Orsel palabras de agradecimiento que procuré decir con la mayor serenidad posible. Después, no sabiendo en qué ocupar el día y no teniendo interés, por decir así, en el empleo de una vida que sentía desprenderse de mí minuto a minuto, fui a ponerme de codos en la balaustrada que caía sobre los fosos y allí permanecí no sé cuánto tiempo. No sabía en donde estaba Magdalena. De cuando en cuando me parecía oír su voz en los corredores o verla pasar de un patio a otro, vagando también ella, sin más objeto que moverse. Había en la base de una de las torrecillas a la manera de una covacha medio obstruida que en otros tiempos servía de puerta de escape. El puente que la unía a los paseos del parque estaba destruido. No quedaban de él más que tres pilastras, en parte sumergidas, que el agua cenagosa del foso ensuciaba de residuos espumosos. No sé qué idea me vino de esconderme allí por el resto del día. Pasé del uno al otro pilar y me escondí en aquel recinto ruinoso, los pies tocando la corriente en la semioscuridad lúgubre del vasto y profundo foso por donde corrían las aguas del lavadero. Dos o tres veces vi a Magdalena que salía y marchaba hacia las alamedas como quien busca a alguien. Desapareció y volvió otra vez, vaciló entre tres o cuatro caminos que conducían del parterre a los confines del parque y al fin tomó por uno de ellos, cubierto de olmos, que terminaba en los estanques. De un salto pasé de una a otra orilla y la seguí. Iba de prisa, su sombrero de campo mal asegurado sobre las orejas, envuelta en un amplio cachemira que ceñía al cuerpo como si tuviera mucho frío. Volvió la cabeza al advertir que me acercaba, de pronto se volvió, desanduvo lo andado, pasó junto a mí sin mirarme, ganó la escalinata del parterre y subió. La alcancé cuando llegaba a la puerta del saloncito que le servía de tocador en el cual acostumbraba pasar el día.

– Ayúdeme usted a plegar mi chal – me dijo.

Tenía el alma y los ojos en otra parte. La ancha tela multicolor estaba entre nosotros plegada en el sentido de su longitud y ya no formaba más que una banda estrecha de la cual cada uno sosteníamos un extremo. Sea por torpeza o por desfallecimiento, la prenda se escapó de las manos de Magdalena. Dio un paso, se tambaleó primero hacia atrás, luego hacia adelante y cayó en mis brazos desvanecida. La agarré, la sostuve algunos segundos así, pegada contra mi pecho, la cabeza vuelta, los ojos cerrados, los labios fríos, medio muerta y enajenada al influjo de mis besos.

De pronto una terrible contracción la estremeció, abrió los ojos, se enderezó sobre la punta de los pies para llegar a mi altura y arrojándose a mi cuello con toda su fuerza fue ella a su vez la que me besó.

La agarré de nuevo, la reduje a defenderse como una presa que se debate contra un abrazo desesperado. Tuvo la noción de que estábamos perdidos y lanzó un grito. Vergüenza me da el decirlo: aquel grito de verdadera agonía despertó en mí el sólo instinto que me quedaba de hombre: la piedad. Comprendí que la mataba; no distinguía bien si se trataba de su honor o de su vida. No tengo por qué vanagloriarme de un acto de generosidad que fue casi involuntario, tan poca parte le correspondió en él a la verdadera conciencia humana. Solté la presa como una bestia que ha dejado de morder. La querida víctima hizo un supremo esfuerzo. Era trabajo inútil: yo no la tenía ya. Entonces con un extravío que me ha hecho estimar lo que es el remordimiento de una mujer honrada, con un espanto que me habría probado, si hubiera estado en situación de reflexionar, a qué grado de relajamiento me veía ella reducido, como si instintivamente hubiera comprendido que ya no había para nosotros ni discernimiento del deber, ni consideraciones, ni respeto, que aquella conmiseración de puro instinto era sólo un accidente que podía desmentirse, con un gesto que me espantó, que aun envuelve estos viejos recuerdos en un mundo de terrores y de vergüenza, Magdalena se dirigió rápidamente hacia la puerta andando de espaldas sin apartar de mí los ojos, como se procede con un malhechor, ganó el pasillo y una vez en él se volvió y echó a correr.

Yo tenía perdido el conocimiento aunque me mantenía de pie. Como pude me arrastré hasta mi habitación; sólo tenía un afán, que no me encontraran desmayado en la escalera. Llegado que hube delante de mi puerta, aun antes de poder abrirla, ya no me fue posible sostenerme más. Maquinalmente me aseguré de que nadie había en el corredor. El último sentimiento que aun conservé un instante fue el de que Magdalena estaba en salvo, y me desplomé sobre el suelo.

Allí mismo me recobré una o dos horas después, ya de noche, con el recuerdo incoherente de una escena espantosa. La campana anunciaba que la comida estaba pronta y hube de bajar. Me movía, tenía las piernas libres, pero me parecía como si hubiera recibido un golpe en la cabeza. Gracias a aquella parálisis, muy real, experimentaba una sensación general de gran dolor, pero no pensaba en ello. El primer espejo al cual me miré, me puso de manifiesto la faz extrañamente demudada de un fantasma, algo parecido a mí que apenas podía reconocer. Magdalena no acudió al comedor y me era casi indiferente que estuviera en él o en otra parte. Julia, cansada, apesadumbrada o inquieta por su hermana, y muy probablemente llena de sospechas, porque tratándose de aquella singular niña clarividente y reservada todas las suposiciones eran permitidas. Julia no debía tampoco reunirse con nosotros en el salón. Pasé, pues, solo con el señor D'Orsel, casi la mitad de la velada; estaba inerte, insensible, y como si se me hubiera helado la sangre; tan poco sentido me quedaba para reflexionar y tan exhausto de fuerzas estaba para moverme.

Eran cerca de las diez cuando entró Magdalena, cambiada hasta dar miedo, desconocida, con el aspecto de un convaleciente a quien la muerte ha tocado de cerca.

– Padre mío – dijo con acento de inflexible audacia. – Necesito estar sola un momento con el señor de Bray.

El señor D'Orsel se levantó sin vacilar, besó fraternalmente a su hija y salió.

– ¿Usted partirá mañana? – me dijo, permaneciendo de pie como yo estaba también.

– Sí – le contesté.

– ¡Y no volveremos a vernos más!

Nada repliqué.

– Jamás – continuó, – ¿lo entiende usted? jamás. He puesto entre nosotros el único obstáculo que puede separarnos sin idea de retorno.

Me arrojé a sus pies, la tomé las manos sin que resistiera, sollozando. Tuvo un momento de debilidad que le cortó la palabra, retiró las manos y me las volvió a dar tan pronto como hubo recobrado su firmeza.

– Yo haré todo lo posible por olvidarle. Usted olvídeme. Eso le será más fácil todavía. Cásese, más adelante, cuando usted quiera. No imagine que su esposa pueda tener celos de mí, porque cuando eso pudiera suceder yo estaré muerta o seré feliz – concluyó, con un estremecimiento que en poco estuvo no la hiciera caer. – Adiós.

Yo estaba de rodillas, los brazos extendidos, esperando una frase más dulce que ella no pronunciaba. Una postrera reacción de debilidad o de lástima se la arrancó.

– ¡Mi pobre amigo! Era fatal llegar a esto. ¡Si supiera usted cuánto le amo! No se lo habría dicho a usted ayer: hoy puedo confesarlo puesto que es la palabra prohibida que nos separa.

Türler ve etiketler

Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
28 eylül 2017
Hacim:
270 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain
Metin
Средний рейтинг 0 на основе 0 оценок
Metin
Средний рейтинг 0 на основе 0 оценок
Metin
Средний рейтинг 0 на основе 0 оценок
Metin
Средний рейтинг 0 на основе 0 оценок
Metin
Средний рейтинг 0 на основе 0 оценок
Metin
Средний рейтинг 0 на основе 0 оценок
Metin
Средний рейтинг 0 на основе 0 оценок
Metin
Средний рейтинг 0 на основе 0 оценок
Metin
Средний рейтинг 0 на основе 0 оценок
Metin
Средний рейтинг 0 на основе 0 оценок