Kitabı oku: «Fiebre de amor (Dominique)», sayfa 13
Se detuvo, no porque había agotado sus argumentos – que los elegía en un arsenal inagotable – como si se calmara de súbito por una reacción instantánea sobre sí mismo. Nada igualaba en Oliverio al temor de parecer ridículo, al cuidado que poseía en no decir mucho o demasiado poco, al sentido riguroso de la medida. Escuchándose advirtió que hacía un cuarto de hora que estaba divagando.
– Palabra de honor – exclamó, – me vuelves imbécil, me haces perder la cabeza. Estás delante de mí con la sangre fría de un confidente de comedia y yo parece que te estoy dando el espectáculo de un sainete trágico.
Después se acomodó en una butaca, se colocó en la posición de un hombre que se prepara no ya a perorar, sino a discurrir sobre ideas ligeras y cambiando de tono tan pronto y tan completamente como habría cambiado de actitudes y parpadeando un poco, con la sonrisa en los labios, prosiguió:
– Es posible que llegue a casarme. No lo creo, pero hablando con prudencia te diré, si quieres, que en lo porvenir todo puede ser admitido: se han visto conversiones más asombrosas. Corro en pos de algo que no encuentro. Si alguna vez ese algo se me apareciera en forma que me sedujese, ornado de un nombre que constituyera una alianza agradable con el mío, cualquiera que fuera, por otra parte, la fortuna, podría suceder que hiciera una locura, porque lo sería en cualquier caso; pero ésta, a lo menos, sería a mi gusto y no me habría sido inspirada más que por mi capricho. Por el momento me propongo vivir a mi modo. Toda la cuestión está en eso: encontrar lo que conviene a nuestra manera de ser y no copiar la dicha de nadie. Si nos propusiéramos los dos cambiar los papeles tú no querrías nunca representar el mío y yo aun me vería más apurado para interpretar el tuyo. Por más que digas, a ti te gustan las novelas, las complicaciones, las situaciones escabrosas; tienes exactamente la fuerza necesaria para rozar las dificultades sin averías y bastante debilidad para saborear delicadamente las angustias. Tú te procuras todas las emociones extremas, desde el miedo de ser un mal hombre hasta el placer orgulloso de reconocerte casi héroe. Tu existencia está trazada y yo la veo desde aquí: irás hasta el fin, llevarás tu aventura tan lejos como se pueda ir sin cometer una infamia, acariciarás siempre la deliciosa idea de verte a dos dedos de una falta y evitarla. ¿Quieres que te lo diga todo?.. Magdalena un día caerá en tus brazos pidiéndote gracia, tú tendrás la alegría sin igual de ver a una santa criatura desvanecerse de languidez a tus pies; tú la evitarás – seguro estoy – y con la muerte en el alma te alejarás y llorarás su pérdida durante años enteros.
– Oliverio – le dije, – calla por respeto a Magdalena si no lo haces por piedad de mí.
– He concluido – replicó sin la más leve emoción; – lo que te digo no es un reproche, ni una amenaza, ni una profecía, porque de ti depende hacer que me equivoque. Quiero sólo mostrarte en qué diferimos y convencerte de que la razón no está de ningún lado. A mí me gusta ser muy claro en mi vida; he sabido siempre en casos semejantes lo que otros arriesgaban y lo que yo mismo ponía en riesgo. Por fortuna, ni de una ni de otra parte se exponía nada muy preciado. Me gustan las cosas que se deciden prontamente y en igual forma se desenlazan. La felicidad, la verdadera dicha, es en mí una leyenda. El paraíso de este mundo se cerró sobre los pasos de nuestros primeros padres; he ahí cuarenta y cinco mil años que viene el hombre conformándose con semiperfecciones, semifelicidades y semimedios. Conozco la verdad de los apetitos y de las alegrías de mis semejantes. Soy modesto, estoy profundamente humillado por no ser más que un hombre, pero me resigno. ¿Sabes cuál es mi gran preocupación? Matar el aburrimiento. Quien fuera capaz de hacerle ese servicio a la humanidad sería el verdadero destructor de monstruos. Lo vulgar y lo fastidioso, toda la mitología de los paganos groseros no ha imaginado nada más sutil ni más espantoso. Se asemejan mucho en que el uno y el otro son feos, chatos y pálidos aunque multiformes y que ellos dan de la vida ideas capaces de hacerla repugnante desde el primer día que en ella se pone el pie. Además, son inseparables y forman una pareja horrorosa que no todo el mundo ve. ¡Desgraciados aquellos que siendo aún jóvenes se dan cuenta de que existen!.. Yo los he conocido siempre: estaban en el colegio; allí pudiste conocerlos también tú; no dejaron de habitarlo ni un sólo día durante los tres años de vulgaridad y de mezquindades que en él pasé. Perdona que te lo diga: a veces iban a casa de tu tía y a la de mis primas. Había olvidado casi que habitaban en París y continúo huyendo de ellos, lanzándome al bullicio en pos de lo imprevisto, del lujo con la idea de que esos dos pequeños espectros burgueses, parsimoniosos, tímidos, rutinarios, no me seguirán por ese camino. Ellos dos solos han hecho más víctimas que muchas pasiones calificadas de mortales: conozco sus costumbres homicidas y les tengo miedo…
Así continuó hablando en tono semiserio, exponiendo ideas que equivalían a la confesión de errores insanables y haciéndome temer vagamente desanimaciones cuya solidez ya conoce usted.
– ¿Irás a saber noticias de Julia? – le pregunté.
– Sí, en la antesala.
– ¿La volverás a ver?
– Lo menos posible.
– ¿Has previsto lo que te espera?
– He previsto que se casará con otro o se quedará soltera.
– Adiós – le dije, aunque todavía no había salido de mi cuarto.
– Adiós – me replicó.
Y nos separamos después de esta última palabra que no afectó en el fondo a nuestra amistad, pero que quebró todo, sin más ruido, secamente, como se rompe un vaso.
XV
Hacía más de un mes que no había visto a Magdalena cinco minutos seguidos sin testigos y más tiempo todavía que no había obtenido de ella nada que se pareciera a sus amenidades de otra época. Un día la hallé por casualidad en una calle desierta del barrio en que yo habitaba. Estaba sola e iba a pie. Toda la sangre de su corazón refluyó hacia sus mejillas cuando me vio, y tuve necesidad, por cierto, de toda mi resolución, para no correr a su encuentro y estrecharla entre los brazos en plena calle.
– ¿De dónde viene y a dónde va?
Esta fue la primera pregunta que le dirigí viéndola extraviada y como aventurándose en una parte de París, que debía ser el fin del mundo para la condesa De Nièvres.
– Voy a dos pasos de aquí – me respondió con un poco de cortedad, – a hacer una visita.
Y nombró a la persona a cuya casa iba.
– Que sea o no recibida – añadió, – separémonos. Es bueno que no se nos vea juntos. No hay nada de insolente en sus procederes. Ha hecho usted tales locuras que en lo sucesivo me corresponde a mí el ser prudente.
– La dejo a usted – dije saludándola.
– A propósito – continuó Magdalena en el instante que me alejaba. – Esta noche voy al teatro con mi padre y mi hermana. Hay un lugar para usted si lo quiere.
– Permítame usted… – dije fingiendo reflexionar sobre compromisos que no tenía. – Esta noche no estoy libre.
– Había pensado – añadió con la dulzura de niño tomado en falta. – Esperaba…
– Me es absolutamente imposible – respondí con una sangre fría cruel.
Hubiérase dicho que me causaba placer devolviéndole capricho por capricho y torturándola.
Por la noche, a las ocho y media entraba yo en su palco. Empujé la puerta lo más suavemente posible; ella tuvo la sensación de que era yo porque afectó el no volver siquiera la cabeza. Permaneció por entero ocupada de la música, los ojos fijos en el escenario. Sólo cuando llegó el primer descanso de los cantantes pude acercarme a ella y obligarla a recibir mi saludo.
– Vengo a pedirle un lugar en su palco – le dije poniéndola a medias en una mentira, – a menos que ese puesto no esté destinado al señor De Nièvres.
– El señor De Nièvres no vendrá – respondió Magdalena volviéndose del lado de la platea.
Se ponía en escena una obra maestra, inmortal. Cantantes incomparables, que ya han desaparecido, ponían en ella transportes de entusiasmo. El auditorio estallaba en aplausos frenéticos. Aquella maravillosa electricidad de la música apasionada, removía como con la mano, la musa de cerebros pesados o de corazones distraídos y comunicaba al más insensible de los espectadores aires de inspirado. Un tenor, cuyo nombre por sí solo era un prestigio, llegó cerca del proscenio, a dos pasos de nosotros. Se mantuvo un momento en la actitud recogida, un poco torpe del ruiseñor que va a cantar. Era feo, gordo, estaba mal vestido, sin atractivo, otra semejanza con el virtuoso alado. Desde las primeras notas hubo en la sala un ligero estremecimiento, como en un bosque en donde las hojas palpitan. Jamás me pareció tan extraordinario como aquella noche, velada única y última en que quise oírle. Todo era selecto, hasta el idioma fluido, ondulante y rimado que presta a la idea choques sonoros y hace del vocabulario italiano un libro de música. Cantaba el himno eternamente tierno y lamentoso de los amantes que esperan. Una a una en melodías nunca oídas, desarrollaba todas las tristezas, todos los ardores, y todas las esperanzas de los corazones muy enamorados. Hubiérase dicho que se dirigía a Magdalena, tan directamente nos llegaba su voz penetrante, emocionada, discreta como si aquel cantor sin entrañas hubiera sido confidente de mis propios dolores. Cien años habría yo buscado en el fondo de mi pecho torturado y abrasado, antes de encontrar una sola palabra que valiese un suspiro de aquel melodioso instrumento que decía tantas cosas y no sentía ninguna.
Magdalena le escuchaba anhelante. Yo estaba detrás de ella tan cerca como permitía el respaldo de su butaca, en el cual me apoyaba. De cuando en cuando se echaba atrás hasta el punto de que sus cabellos me barrían los labios. No podía hacer un gesto de mi lado, que yo no sintiera en seguida su aliento desigual y lo respiraba como un ardor más. Tenía los dos brazos cruzados sobre el pecho, acaso para contener los latidos de su corazón. Todo su cuerpo inclinado hacia atrás obedecía a palpitaciones irresistibles, y cada inspiración de su pecho comunicándose de su asiento a mi brazo me imprimía un movimiento convulsivo en todo parecido al de mi propia vida. Era para creer que el mismo aliento nos animaba a la vez en una existencia indivisible y que la sangre de Magdalena, no la mía ya, circulaba en mi corazón enteramente desposeído por amor.
En aquel instante sintiose un poco de ruido en un palco situado al otro extremo de la sala y en él entraron dos mujeres solas, vestidas con gran lujo y llegando tarde para causar más efecto. Apenas sentadas, empezaron a manejar los gemelos y sus ojos se detuvieron en Magdalena. Esta, involuntariamente, hizo como ellas. Hubo por un segundo un cambio de observación escudriñadora que me heló de espanto, porque al primer golpe de vista había reconocido un rostro testigo de antiguas debilidades y al encontrarlo de nuevo causa de recuerdos detestados. Al fijarme en aquellos ojos fijos en nosotros, ¿tuvo Magdalena una sospecha? Lo creo, porque se volvió de pronto como para sorprenderme. Yo sostuve el fuego de su mirada, el más inmediato y más clarividente que jamás he afrontado. Si se hubiese tratado de su vida no habría yo estado más resuelto a un acto de temeridad que me exigió el mayor esfuerzo. El resto de la velada se pasó mal. Magdalena parecía menos ocupada de la música, distraída por una idea molesta, como si aquel encuentro y aquella permanencia cara a cara la importunasen. Una o dos veces todavía, trató de aclarar las dudas; después quedó extraña a todo lo que en torno de ella sucedía y comprendí que se retiraba al fondo de su pensamiento.
La conduje hasta su coche y llegados a él, el estribo bajo y Magdalena envuelta en su abrigo de pieles, le dije:
– ¿Me permite usted acompañarla?
No había contestación que darme sobre todo a presencia del señor D'Orsel y de Julia. La pregunta era, por otra parte, de las más sencillas. Subí casi antes que ella me lo permitiera.
No se pronunció ni una palabra durante el trayecto sobre el pavimento ruidoso al paso rápido y sonoro de los caballos. El señor D'Orsel tarareaba recordando la obra. Julia me observaba con disimulo y luego pegaba el rostro a los cristales y miraba a la calle. Magdalena, medio acostada como habría estado sobre una silla larga, ajaba con mano nerviosa un enorme ramillete de violetas que toda la noche me había embriagado. Veía yo el extraño fulgor febril de sus ojos fijos. Sentíame presa de profunda turbación, sentía distintamente que había de ella a mí algo muy grave, como un decisivo debate.
Bajó la última y aun tenía su mano en la mía cuando ya el señor D'Orsel y Julia subían la escalera del hotel. Dio un paso para seguirlos y dejó caer el ramillete. Fingí no advertirlo.
– Mi ramo, ¿hace usted el favor?
Se lo tendí sin decir ni una palabra: hubiera sollozado. Lo tomó, lo llevó rápidamente a sus labios, lo mordió con furor como si quisiera despedazarlo.
– Me martiriza usted y me desgarra – dijo en voz baja con un acento de suprema desesperación; luego, con un movimiento que no puedo describir, arrancó las dos mitades del ramillete, se quedó con una y me arrojó, por decirlo así, la otra mitad a la cara.
Yo eché a correr como un loco, en plena noche, llevando como un jirón del corazón de Magdalena aquel manojillo de flores en que había ella puesto sus labios e impreso mordeduras que yo saboreaba como besos. Caminaba al azar, ebrio de alegría, repitiéndome una frase que me deslumbraba como la luz de un sol naciente. No me preocupaba ni de la hora ni de las calles. Después de haberme extraviado diez veces en el barrio de París que conocía mejor llegué a los muelles. No encontré en ellos a nadie.
París entero dormía como duerme de tres a seis de la mañana. La luna alumbraba los muelles desiertos, huyendo hasta perderse de vista. Apenas hacía frío: estábamos en marzo. El río tenía estremecimientos de luz que lo blanqueaban y corría sin hacer el más leve ruido entre sus altas riberas pobladas de árboles y de palacios. A lo lejos se hundía la ciudad populosa con sus torres, sus medias naranjas, sus flechas, en las cuales parecía que estaban encendidas las estrellas como faros, y el París central dormitaba confusamente extendido bajo las brumas. Aquel silencio y aquella soledad elevaron hasta el colmo el sentimiento súbito que me venía de la vida, de su grandeza, de su plenitud y de su intensidad. Recordé lo que había sufrido, entre las multitudes o en mi casa, siempre aislado y sintiéndome perdido, en la medianía, y continuamente abandonado. Comprendí que aquella larga enfermedad no dependía de mí, que toda pequeñez era el hecho de la falta de felicidad. «Un hombre es todo o no es nada» – me decía. – El más pequeño se torna el más grande, el más mísero puede dar envidia… Y me parecía que mi dicha y mi orgullo llenaba París.
Forjé ensueños insensatos, proyectos monstruosos que no tendrían excusa si no hubieran sido concebidos en un acceso de fiebre. Quería ver a Magdalena aquel día, a todo trance. «Ya no habrá – me decía – subterfugios, ni disfraces, ni habilidad, ni barreras que prevalezcan sobre lo que yo quiero y contra la certidumbre que tengo.» Llevaba en la mano las flores rotas, las miraba y las cubría de besos, las interrogaba como si guardasen el secreto de Magdalena, las preguntaba qué había dicho ella cuando las desgarraba, si eran caricias o insultos… Y no sé qué sensación desenfrenada me replicaba que Magdalena estaba perdida y que ya no tenía más que atreverme.
Al día siguiente corrí a casa de Magdalena. Había salido. Volví los días siguientes: no había medio de encontrarla. Adquirí la convicción de que no respondía de sí misma y recurría a medios de defensa que fuesen a toda prueba.
Tres semanas, sobre poco más o menos, transcurrieron así, en lucha contra puertas cerradas y en un estado de exasperación que me ponía al nivel de una bestia extraviada obstinándose en salvar vallas.
Una tarde me llegó un billete. Lo mantuve un momento cerrado, suspendido delante de mis ojos, como si él contuviera mi destino.
«Si tiene usted la más leve amistad para mí – me decía Magdalena, – no se obstine en perseguirme; me hace usted mal inútilmente. Mientras tuve la esperanza de salvarle de un error y de una locura, nada que pudiera dar resultado economicé. Hoy me debo a otros cuidados que había abandonado con exceso. Proceda como si no habitara usted en París a lo menos por algún tiempo. De usted depende que le diga adiós o hasta la vista.»
Aquella despedida trivial, de una sequedad perfecta, me causó el efecto de un derrumbe. Después, al abatimiento sucedió la cólera. Y acaso la cólera fue lo que me salvó. Ella me prestó energías para reaccionar y adoptar un partido extremo. Aquel mismo día escribí dos o tres cartas diciendo que me ausentaba de París. Me mudé de casa, fui a ocultarme en un barrio alejado, llamé en mi auxilio lo que me quedaba de razón, de inteligencia y de amor al bien, y volví a empezar una nueva prueba cuya duración no sabía, pero que en cualquier caso debía ser la última.
XVI
Este cambio se operó de la noche a la mañana y fue radical. No era ya el momento de vacilar y enfriarse. Tenía horror a las medias tintas. Me gustaba la lucha. La energía superabundaba en mí. Rechazada en una parte, mi voluntad tenía necesidad de revolverse en otro sentido, de buscar un nuevo obstáculo que vencer, en pocas horas, por decir así, y lanzarse sobre él. El tiempo se me hacía eterno. Aparte toda cuestión de tiempo me sentía, si no envejecido, a lo menos muy maduro. No era yo un adolescente a quien el menor pesar clava, todo dolorido, sobre las blandas pendientes de la juventud. Era un hombre orgulloso, impaciente, herido, aguijoneado por los deseos y las pesadumbres, que caía, de repente, en lo mejor de su vida – como un soldado al mediodía de la jornada decisiva, – con el corazón henchido de agravios, el alma amargada por la impotencia, el cerebro en plena explosión de proyectos.
No volví a poner los pies en el mundo, a lo menos en aquella parte de la sociedad en donde arriesgaba hacerme notar y encontrar recuerdos, que me hubieran tentado. No me encerré tampoco demasiado estrecho porque hubiera muerto ahogado; pero me circunscribí en un círculo de hombres activos, estudiosos, especiales, absortos, enemigos de quimeras, que se dedicaban a la ciencia, a la erudición o al arte como aquel ingenuo Florentín que creó la perspectiva y por las noches despertaba a su mujer para decirle: «¡Qué dulce son es la perspectiva!» Desconfiaba de los extravíos de la imaginación y la puse en orden. En cuanto a mis nervios, que yo había cuidado tan voluptuosamente hasta entonces, los castigaba de la manera más ruda por el desprecio a todo lo que es enfermizo y el propósito firme de no estimar más que lo que es robusto y sano.
La claridad de la luna a orillas del Sena, el sol dulce, los ensueños asomado a la ventana, los paseos bajo los árboles, el malestar o el bienestar causados por un rayo de sol o por una gota de lluvia, las asperezas del genio que me ocasionaba el aire un poco vivo y los buenos pensamientos que me inspiraba la ausencia de viento, todas esas blanduras de corazón, esa esclavitud del espíritu, esas sensaciones exorbitantes fueron examinadas y del examen resultó decretar que eran indignas de un hombre, y rompí todos aquellos hielos que me envolvían en un tejido de influencias y de fragilidades.
Hacía una vida muy activa. Leía enormemente. No me malgastaba, me economizaba. El sentimiento repulsivo de un sacrificio se combinaba con el atractivo de un deber que tenía que llenar con respecto a mí mismo. Obtenía de esto cierta satisfacción sombría que no era alegría, menos aún plenitud, pero que mucho se asemejaba a lo que debe ser el altanero placer de un voto monacal bien cumplido. No juzgaba que hubiera nada pueril en una reforma que tenía causa tan grave y que podía tener un resultado muy serio. Hice de mis lecturas lo mismo que había hecho de otras mil cosas: considerándolas como alimento importantísimo de mi espíritu, las expurgaba. Ya no sentía la necesidad de aclaraciones en asuntos del corazón. No merecía la pena de reconocerme en libros conmovedores cuando huía de mí mismo. Tenía que encontrarme mejor o peor; si mejor, la elección era superflua y, si peor, era un ejemplo que no debía ser buscado. Me formaba, por decir así, una especie de colección saludable entre lo que el talento humano ha dejado de más fortificante, más puro, desde el punto de vista moral, más ejemplar en materia de raciocinio. En fin, le había prometido a Magdalena poner a prueba mis fuerzas y quería mantener mi promesa aunque sólo fuera para demostrarle que había en mí potencialidad sin empleo y para que pudiese medir bien la duración y la energía de una ambición que no era en el fondo más que amor convertido.
Al cabo de algunos meses de este régimen inflexible, llegué a un estado de salud artificial y de solidez de espíritu que me parecía apropiada para emprender mucho. Comencé por saldar mis cuentas con el pasado. Ya sabe usted que había tenido la manía de los versos. Sea por complacencia involuntaria de los días amables y añorados, sea por avaricia, no quise que aquella parte viviente de mi juventud fuera enteramente destruida. Me impuse la tarea de revolver aquel viejo repertorio de cosas infantiles y de sensaciones apenas despertadas. Fue una especie de confesión general indulgente, pero firme, sin ningún peligro para una conciencia que se juzga. De aquellos innumerables pecados de otra edad compuse dos tomos. Les puse un título que determinaba el carácter un poco primaveral de la obra. Los encabecé con un prefacio ingenioso que debía, por lo menos, ponerlos a cubierto del ridículo y los publiqué sin firma. Aparecieron y desaparecieron. No esperaba más de ellos. Nada hice para salvarlos del total olvido, convencido de que toda cosa que es abandonada merece serlo y que no hay un solo rayo de verdadero sol perdido en todo el universo.
Hecho este barrido de conciencia, me ocupé de tareas menos frívolas. Se hacía entonces mucha política por doquier y particularmente en el medio observador en que yo actuaba. Había en el ambiente de aquella época una multitud de ideas en estado de nebulosa, problemas en estado de esperanzas, generosidades en movimiento que debían condensarse más tarde y formar lo que ahora se llama el cielo tempestuoso de la política moderna.
Mi imaginación casi desarbolada, pero no del todo apagada, encontraba en aquel objetivo algo que la seducía. La posición de hombre de Estado era – en la época de que le hablo a usted, – el coronamiento necesario, hasta cierto punto, el advenimiento al título de hombre útil para todo aquel que tenía gran capacidad intelectual, talento o sencillamente ingenio. Me enamoré de la idea de llegar a ser útil después de haber sido dañino tanto tiempo. Y la ambición de ser ilustre también me invadió poco a poco – pero, ¡sabe Dios por qué! – Comencé por hacer una especie de estadía en la antecámara misma de los asuntos públicos, es decir en medio de un pequeño parlamento compuesto de jóvenes voluntades ambiciosas, de muy jóvenes abnegaciones dispuestas a ofrecerse, en el cual se reproducían en diminutivo una parte de las polémicas que agotaban entonces a toda Europa. Alcancé éxitos, puedo decirlo sin orgullo hoy que nuestro parlamento mismo está olvidado. Me parecía que mi camino estaba trazado. En él hallaba medio de desplegar la actividad devoradora que me consumía. No sé qué insuperable esperanza me quedaba de volver a encontrar a Magdalena. No me había dicho ¿adiós o hasta la vista? Entendía que me vería mejor transformado, con un brillo más vivo para ennoblecer mi posición. Todo se mezclaba así entre los estímulos que me aguijoneaban. El encarnizado recuerdo de Magdalena zumbaba en el fondo de mis ambiciones y momentos había en que no me era dado distinguir en mis prematuros ensueños de poderío, lo que emanaba del filántropo y lo que procedía del enamorado.
Todas aquellas ideas y sentimientos las resumí en un libro que apareció bajo un nombre supuesto. Pocos meses después publiqué otro. Los dos tuvieron más resonancia que la que yo esperaba. En poco tiempo estuve a punto de ver trocada en celebridad la oscuridad en que estaba. Saboreaba con delicia el placer vanidoso, furtivo y absolutamente íntimo, de oírme alabado en la personalidad de mi pseudónimo. El día que el éxito fue indiscutible le llevé mis dos libros a Agustín. Me abrazó de todo corazón, me declaró que tenía un gran talento, se asombró de que se hubiera revelado de golpe y tan pronto y me predijo como cosa infalible, una posición moral, capaz de enloquecerme. Me propuse que Magdalena gozase los primeros augurios de mi celebridad y le mandé mis libros al señor De Nièvres. Le rogaba que no me hiciera traición; le daba explicaciones plausibles de mi retirada: era excusable desde el momento que estaba demostrado que había tenido un objeto.
La contestación del señor De Nièvres no contenía más que frases de agradecimiento y elogios calcados sobre los que corrían en el público. Magdalena no añadía ni una palabra a las de su marido.
La leve turbación de mi espíritu que siguió al dichoso comienzo de mi vida literaria se desvaneció muy de prisa. A la efervescencia excitada por una producción pronta, arrastradora, casi irreflexiva, sucedió una gran calma, es decir, un momento de serenidad y de examen singularmente lúcido. Había en mí un antiguo yo mismo de quien ya hace largo tiempo que no le hablo a usted, que callaba pero que sobrevivía. Aprovechó aquel momento de reposo para reaparecer usando un severo lenguaje. Con los avasallamientos de mi corazón me había emancipado por completo. Él volvió a ocupar su alta posición en cuanto se trató de asuntos más discutibles y se dio a deliberar fríamente los intereses más positivos de mi espíritu. En otros términos: analicé con calma lo que de legítimo había en el fondo de mi éxito, y preciso era que en conclusión estimara si en ello existía razón para animarme. Hice el balance – muy definitivo – de mi saber, es decir, de los recursos adquiridos y de mis dones, o lo que es igual, de mis fuerzas vivas, comparé lo ficticio con lo nativo, pesé lo que pertenecía a todo el mundo y lo poco que había mío propio. El resultado de esta crítica imparcial, hecha tan metódicamente como una liquidación de negocios, fue que yo era un hombre distinguido y mediocre.
Había sufrido decepciones más crueles: aquella otra no me causó la más leve amargura. Por otra parte, apenas si era tal decepción. Para muchos habría sido más que satisfactoria aquella situación. Yo la consideraba de muy diferente modo. Ese pequeño monstruo moderno que Oliverio llamaba «lo vulgar», que le causaba tanto horror y que le condujo ya sabe usted a dónde, lo conocía yo tan bien como él bajo otro nombre. Habitaba tan bien en la región de las ideas como en el mundo inferior de los hechos. Había sido el genio malhechor de todos los tiempos y era una llaga del nuestro. Había en derredor mío una perversión de ideas con respecto a la cual nunca me había dejado engañar. No me revolvía contra las adulaciones que, después de todo, no podían ya hacerme cambiar de opinión en ningún caso: las acogía como inocente expresión del juicio público en una época en que la abundancia de lo mediocre había tornado indulgente al gusto embotando el sentido acerado de las cosas superiores. La opinión me parecía perfectamente equitativa en cuanto a mí, aunque hiciera yo a la vez que mi proceso también el suyo.
Recuerdo que un día ensayé una prueba más convincente que todas las demás. Tomé de mi biblioteca cierto número de libros contemporáneos y procediendo poco más o menos como la posteridad procederá antes de acabarse el siglo, pedí a cada uno cuenta de sus títulos a la duración y sobre todo del derecho que tenían para llamarse útiles. Advertí que llenaban muy poco la primera condición que hace vivir una obra, eran muy poco necesarios. Muchos habían servido de pasajera diversión a sus contemporáneos sin más resultado que agradar y caer en el olvido. Algunos tenían un falso aspecto de necesidad que engañaba, vistos de cerca, pero que lo futuro se encargará de definir. Un número muy pequeño – me quedé asustado – poseían ese raro, absoluto e indudable carácter, en el cual se reconoce toda una creación divina y humana, de poder ser imitada pero no suplida y de hacer falta a las necesidades de las gentes si se la supone ausente. Aquella especie de juicio póstumo, ejercido por el más indigno sobre tantos espíritus elegidos, me demostró que no sería yo nunca del número de los absueltos de culpa y pena. Aquel que tomaba en su barca los hombres meritorios me habría dejado ciertamente en la otra orilla del río: y en ella me quedé.
Otra vez más atrajo la atención del público mi nombre o por lo menos el de mi imaginario personaje, y fue la última. Me pregunté entonces qué era lo que me quedaba que hacer y me costó algún tiempo resolverlo. Había para eso una dificultad de primer orden. Mi existencia desligada de muchas vinculaciones – como usted ha visto – y desengañada de muchos errores ya no pendía más que de un hilo, el cual aunque horriblemente estirado y más resistente que nunca, seguía sujetándome y no imaginaba que nada pudiera quebrarlo.
Ya apenas oía a nadie hablar de Magdalena aparte Oliverio a quien veía muy poco, y Agustín a quien ella había atraído a su casa, sobre todo después que yo desaparecí. Sabía vagamente cuál era el empleo de su vida exterior: que había viajado y después vivido algún tiempo en Nièvres; que luego había recobrado dos o tres veces sus costumbres en París, para abandonarlas otra vez casi sin motivo y como bajo el imperio de un malestar que se traducía en una perpetua inestabilidad de carácter y como una necesidad de cambiar de lugares. Algunas veces la había visto, pero tan furtivamente y a través de tan gran turbación, que en cada una de aquellas ocasiones me había parecido que era víctima de un ensueño penoso. De aquellas fugaces apariciones me quedaba la impresión de una imagen extraña, de un rostro ajado como si los negros colores de mi alma se hubieran desteñido sobre aquella radiante fisonomía.