Kitabı oku: «Fiebre de amor (Dominique)», sayfa 7
VII
Magdalena era cosa perdida para mí y yo la amaba. Una sacudida algo menos violenta quizás no me hubiese revelado más que a medias la extensión de aquella doble desventura, pero la presencia del señor De Nièvres hasta tal punto me impresionó, que de todo me di cuenta. Me quedé anonadado; sin más consuelo que aceptar la fatalidad de un hecho que había de producirse, comprendiendo demasiado que no tenía el derecho de modificarlo en lo más mínimo ni el poder de retrasarlo una hora siquiera.
Ya le he dicho a usted de qué modo amaba a Magdalena: con aturdimiento, con absoluta inconsciencia, sin fundamento de ninguna esperanza concreta. La idea del matrimonio, aparte ser cien veces absurda, ni siquiera había prestado alientos al inocente impulso de un afecto que se bastaba a sí mismo para ser, se daba para difundirse y constituía un culto sin otro móvil que adorar. ¿Cuáles eran los sentimientos de Magdalena? Nunca me había preocupado de ellos. Con razón o sin ella, le atribuía indiferencias e imposibilidades de ídolo; la suponía extraña a cualquiera de las adhesiones que inspiraba; la colocaba en un aislamiento quimérico; y esto bastaba para satisfacer al secreto instinto que, a pesar de todo, existe en el fondo de los corazones menos ocupados de ellos mismos, a la necesidad de imaginar que Magdalena era invencible y no amaba a nadie.
Estaba yo seguro de que Magdalena no podía sentir ningún interés por un extraño que el acaso había arrojado en su camino como mero accidente. Era posible que añorando la vida de soltera no viese sin temores que se acercaba el instante de adoptar un partido tan serio. Pero indudablemente – aún admitiendo que estuviera libre de todo afecto serio, – la voluntad de su padre, consideraciones de rango, de posición social y de fortuna, la decidirían a aceptar una alianza a la cual el señor De Nièvres aportaba, además de mucha conveniencia, altas calidades de otra índole.
No sentía resentimiento, ni cólera ni celos por el hombre que me hacía tan desventurado. Antes de personificar el imperio del derecho representaba ya el de la razón. Por eso el día que el padre de Magdalena nos presentó recíprocamente en casa de mi tía diciéndole que era yo el mejor amigo de su hija, recuerdo que al estrechar la mano del señor De Nièvres pensé lealmente: «¡Pues bien, si ella le ama, que le ame él también!» Y en seguida fui a sentarme al fondo del salón y los contemplé bien convencido de mi impotencia, más que nunca obligado a callar, sin irritación contra el hombre que nada me quitaba puesto que nada me habían dado, reivindicando el derecho de amar como inherente al derecho de vivir y diciéndome con desesperación: «¿Y yo?»
En lo sucesivo me aislé mucho. Menos que a nadie me correspondía a mí interrumpir coloquios de los cuales debía resultar la inteligencia de dos corazones muy lejos sin duda de conocerse. Iba lo menos posible al hotel D'Orsel; era tan insignificante ya el papel que yo representaba en medio de los altos intereses que allí se cruzaban que no ofrecía ningún inconveniente el hacerme olvidadizo.
Ninguno de aquellos cambios de conducta se ocultó seguramente a la perspicacia de Oliverio; pero fingió hallarlos muy naturales y nada me dijo, de nada se mostró extrañado y ninguna explicación me dio de las cosas que pasaban en su familia. Una sola vez, por todas, con una habilidad que me dispensaba casi de una declaración, me dio a entender que estábamos de acuerdo respecto al señor De Nièvres.
– No te preguntaré qué te parece mi futuro primo. Todo hombre que de un grupo tan pequeño y tan unido como el que nosotros formamos, viene a tomar una mujer, es decir, a quitarnos una hermana, una prima, una amiga, acarrea una perturbación, hace una brecha en nuestras amistades y nunca puede ser bien venido. Por mi parte, te declaro que no es ése precisamente el marido que habría querido para Magdalena. Ella es de su provincia. El señor De Nièvres se me figura que no es de ninguna parte, como les sucede a muchos parisienses: la transportará, pero no la fijará. Aparte eso, me parece bien.
– Muy bien – le dije. – Estoy convencido de que hará feliz a Magdalena… y después de todo…
– Sin duda – interrumpió Oliverio en tono de afectada indiferencia. – Sin duda y con desinterés. Es todo lo que podemos desear.
La boda se había concertado para fines del próximo invierno y esa época estaba ya muy cerca. Magdalena estaba seria; pero aquella actitud por mera conveniencia social, no era para dar margen a dudas en punto a su resolución; la mantenía tan sólo para limitar con la delicadeza que le era peculiar la expresión de los sentimientos más íntimos. Esperaba con plena independencia, en medio de leales deliberaciones, el acontecimiento que debía ligarla para siempre y por su propia declaración. Por su parte el señor De Nièvres, durante aquel período de prueba tan difícil de dirigir como de soportar, había ayudado mucho desplegando recursos que le acreditaron de ser hombre de trato tan correcto como corresponde a la calidad de los que son cumplidos caballeros.
Una noche, mientras sostenía con Magdalena animada conversación a media voz, viósele ofrecerle ambas manos en actitud de cordial amistad. Ella miró en torno suyo como si quisiera tomarnos a todos por testigos de lo que iba a hacer, se puso de pie y sin pronunciar palabra, pero acompañando su ademán de la más cándida y graciosa de las sonrisas, posó a su vez ambas manos desnudas en las del Conde.
Aquella noche me llamó junto a ella y como si estando ya definida tan concretamente su situación, le fuera dado en adelante manifestar con toda franqueza los afectos secundarios, me dijo:
– Tenemos que hablar, siéntese usted a mi lado. Hace ya mucho tiempo que apenas le veo. Ha creído usted, sin duda, que debía apartarse un poco de nosotros y lo siento, porque resulta ahora que no conoce usted al señor De Nièvres. Dentro de ocho días me caso y es éste el momento oportuno de que nos entendamos. El señor De Nièvres le estima a usted, sabe muy bien el valor de todas sus afecciones, es su amigo de usted y usted lo será suyo; se trata de un compromiso que he adquirido en nombre de usted y que estoy segura mantendrá…
Sencillamente, con toda libertad, sin ambigüedades, habló del pasado, concretando los intereses de nuestra futura amistad, no para imponer condiciones, sino para convencerse de que los vínculos de ella serían más estrechos – y mezclando el nombre de su prometido, que, aseguraba, no sólo no desunía nada sino que consolidaba relaciones que otro enlace acaso hubiese podido romper. – Evidentemente se proponía obtener de mí algo parecido a una protesta de conformidad con la elección que había hecho y convencerse de que su determinación, adoptada fuera del alcance de todo consejo de amigo, no me desagradaba.
De mi parte hice lo mejor que pude todo lo que me pareció que podía conducir a satisfacer su deseo; le prometí que nada sería cambiado entre nosotros y le juré conservarme fiel a sentimientos mal expresados, era posible, pero demasiado evidentes para que acerca de ellos pudiera abrigar la menor duda. Por primera vez tuve serenidad, audacia, y logré mentir y ser creído. Verdad es que mis palabras se prestaban a tantas interpretaciones y las ideas a tales equívocos, que en otras circunstancias aquellas mismas protestas habrían podido significar mucho más. Ella las tomó en el sentido más sencillo y tan calurosamente me expresó su agradecimiento que en poco estuvo no diera en tierra con todo mi valor.
– ¡En buen hora! – dijo. – Me gusta oírle hablar así. Repítamelo usted para que yo escuche todavía las buenas palabras que me consuelan de los ingratos silencios y reparan no pocos olvidos que herían sin que usted lo supiera.
Hablaba de prisa, con efusión en los gestos y en las frases, con un ardor en el semblante que hacía nuestra conversación muy peligrosa.
– De modo – continuó, – que es cosa convenida el que nuestra antigua amistad nada tiene que temer. Usted responde de ello en lo que le corresponde. Es menester que ella nos siga y no se pierda en ese gran París que, según dicen, dispersa los más tiernos afectos y pone olvido en los corazones más firmes. Ya sabe usted que el señor De Nièvres tiene el propósito de que pasemos a lo menos los meses del invierno. Oliverio y usted vendrán a fin de año. Mi padre y Julia vienen conmigo. Allí casaré a mi hermana. ¡Oh! tengo para ella toda suerte de ambiciones, las mismas poco más o menos, que para usted – y al expresar esa idea se ruborizó ligeramente. – Nadie conoce a Julia: es todavía un carácter cerrado; yo sí que la conozco. Ahora que ya sabe todo lo que tenía que decirle, sólo me resta recomendarle una cosa: vigile a Oliverio; tiene el mejor corazón del mundo; que lo economice y lo reserve para las grandes ocasiones. He ahí mi testamento de soltera – concluyó en voz más alta, para que el señor De Nièvres la oyera, y le invitó a acercarse.
Pocos días después se celebró la boda. El invierno se despedía con una rigurosa helada. El recuerdo de un dolor físico se mezcla aún hoy como sufrimiento ridículo, al sentimiento de mi pena. Apoyada Julia en mi brazo, la conduje todo lo largo de la iglesia, atestada de gente, según costumbre provinciana. Estaba pálida como un cadáver, temblorosa de frío y de emoción. En el momento de ser pronunciado el «sí» irrevocable que decidía la suerte de Magdalena y la mía, el rumor de un suspiro ahogado me arrancó del estupor en que estaba sumido. Era que Julia sollozaba, oculto el rostro con el pañuelo. Por la noche estaba más triste aún, si cabe, pero hacía esfuerzos sobrehumanos para disimular delante de su hermana.
¡Qué niña tan extraña era entonces! Morena, menuda, nerviosa, con su aire impenetrable de joven esfinge, su mirada que alguna vez interrogaba pero no respondía nunca, sus ojos absorbentes. Eran los ojos más admirables y menos seductores que jamás vi, el rasgo más impresionante de la fisonomía de aquel joven ser sombrío, doliente y altivo. Grandes, anchos, con largas cejas que no dejaban nunca aparecer un punto brillante, velados de un azul sombrío que les prestaba el indefinible color de las noches del estío, aquellos ojos enigmáticos se delataban sin luz y todos los resplandores de la vida se concentraban en ellos para no brillar más.
– Mucho cuidado con Magdalena – me decía en medio de una angustia en la cual se destacaban perspicacias que me atormentaban.
Después, enjugaba sus mejillas con rabia, y me culpaba de aquel exceso de invencible debilidad contra la cual se rebelaban los vigorosos instintos de su naturaleza.
– También tiene usted la culpa de que yo llore. Vea qué sereno está Oliverio.
Comparaba aquel inocente dolor con el mío, le envidiaba amargamente el derecho que tenía de manifestarlo y no hallaba ni una palabra para consolarla.
El dolor de Julia, el mío, lo largo de la ceremonia, la vieja iglesia en la cual tanta gente cuchicheaba alegremente en torno de mi pena, la transformación de la casa D'Orsel adornada de flores para aquella fiesta extraordinaria, los trajes femeniles de inusitado lujo, un exceso de luz y de olores que me causaban vértigo, ciertas sensaciones dolorosas cuyo sentimiento perduró por mucho tiempo como huella de incurables pinchazos, en una palabra, los recuerdos incoherentes de un mal sueño, es lo único que me queda hoy de aquella jornada, una de las más ciertas desventuras de mi vida. En el fondo de este cuadro casi imaginario ya, se destaca una figura: es la imagen de Magdalena, con su traje y su velo blanco y su corona de desposada. Algunas veces – tanto contrasta la tenuidad de esta visión con las realidades más crudas que la preceden y la siguen – la confundo, por decir así, con el fantasma de mi propia juventud, virgen, velada desaparecida.
Fui el único que no se atrevió a besar a la señora De Nièvres al volver de la iglesia. ¿Lo notó ella? ¿Hubo en su ánimo un movimiento de despecho o cedió simplemente al impulso de una amistad acerca de la cual, pocos días antes, quiso establecer por sí misma compromisos muy sinceros? Lo ignoro; pero ello fue, que durante la velada el señor D'Orsel vino, me tomó por el brazo, y, más muerto que vivo, me arrastró hasta ponerme cara a cara con Magdalena. Estaba en medio del salón, en pie cerca de su marido, con aquel traje deslumbrador que la transfiguraba.
– Señora… – le dije.
Sonrió al oírse llamar de aquel modo tan nuevo y – perdóneme la memoria de un corazón irreprochable, incapaz de doblez ni de traición – su sonrisa, sin que ella lo advirtiera, tenía significado tan cruel que acabó de desconcertarme. Se inclinó hacia mí… y no sé ni lo que le dije ni lo que dijo ella: vi sus ojos rebosantes de dulzura cerca de los míos… Luego todo dejó de ser inteligible para mí.
Cuando volví en mí y me repuse halléme en medio de un grupo de hombres y de mujeres que me contemplaban con indulgente interés capaz de matarme; sentí que alguien me agarraba rudamente, volví la cabeza y vi que era Oliverio.
– ¿No ves que estás dando un espectáculo? ¿Estás loco? – murmuró en voz bastante baja para que sólo de mí fuera oída, pero con una vivacidad en la expresión que me llenó de espanto.
Aun estuve algunos momentos retenido por sus brazos; luego gané la puerta con él y al llegar a ella me desprendí de su violento abrazo.
– No me retengas – exclamé, – y en nombre del Cielo, por lo más sagrado, no me hables nunca de lo que has visto.
Siguiome hasta el patio empeñado en hablarme.
– ¡Calla! – le dije, y escapé.
Luego que estuve en mi habitación y pude reflexionar tuve un acceso de vergüenza, de desesperación y de locura amorosa que no fue parte a consolarme pero me alivió. Difícil me sería contarle a usted lo que pasó por mí durante aquellas pocas horas de horrible tumulto en mi alma, las primeras que me hicieron conocer, con un mundo de presunciones, de delicias, una inmensidad de horribles sufrimientos: desde los más confesables hasta los más vulgares. Sensación de lo más dulce que podía soñar, espantoso temor de haberme inutilizado para siempre, angustiosos presagios para lo futuro, sentimiento de humillación por mi vida presente; todo, absolutamente todo, lo conocí, inclusive un inesperado dolor, muy irritante, que se parecía mucho al rudo escalofrío del amor propio herido.
Era muy avanzada la noche. Ya le he hablado a usted de mi habitación situada en el último piso, especie de observatorio en el que me había creado, como en Trembles, continuas inteligencias con todo lo que me rodeaba, por medio de la vista o por la costumbre constante de escuchar. Largo tiempo estuve paseando de arriba abajo – en este punto mi recuerdo es preciso – presa de un abatimiento que no sabría pintarle a usted. «¡Amo a una mujer casada!», me decía, aferrado a esta idea, vagamente aguijoneado por lo que ella tenía de irritante, lleno de terror, sobre todo, como fascinado por lo que ella implicaba lo imposible; me asombraba el ver que, sin quererlo, repetía la frase que tanta sorpresa me causó en boca de Oliverio: «esperaré», y en seguida me preguntaba: «¿pero qué?» A esto no era dable responder más que con suposiciones abominables que me resultaban profanadoras de la imagen de Magdalena. Luego se me aparecía París en lo futuro, y en la lejanía, fuera de toda certidumbre, la oculta mano del destino que podía simplificar de tantas maneras aquella terrible trama de problemas y como la espada del griego, cortarlos ya que no resolverlos. Aceptaba hasta una catástrofe con la condición de que ella representara una salida y, puede ser, si hubiera tenido algunos años más, hubiera buscado cobardemente el medio de poner fin a una vida que podía perjudicar a tantas otras.
A eso de media noche oí a través del lecho, a larga distancia, un chillido breve y agudo que en medio de tantas convulsiones resonó en mi alma como el grito de un amigo. Abrí la ventana y escuché. Era una bandada de patos que había levantado el vuelo al venir la marea alta y se dirigía a toda prisa hacia el río.
El mismo chillido resonó una o dos veces más, me fue necesario sorprenderlo al paso, y ya no lo percibí más. Todo estaba inmóvil y somnoliento. Un pequeño número de estrellas, muy brillantes, vibraban en el firmamento. Apenas se notaba la sensación del frío aunque era más intenso por la limpidez del cielo y la ausencia de viento.
Me acordé de Trembles. ¡Hacía tanto tiempo que no pensaba en aquellos lugares! Fue como el destello de un saludo, y cosa rara, por un súbito retroceso a impresiones tan lejanas recordé los aspectos más austeros y calmantes de mi vida campestre. Volví a ver Villanueva con su larga línea de casas blancas, apenas más altas que los ribazos. Los techos humeantes, su campiña ensombrecida por el invierno, sus bosquecillos de ciruelos enrojecidos por las escarchas, bordeando los caminos helados. Con la lucidez de una imaginación sobreexcitada hasta lo extraordinario, en algunos minutos tuve la rápida percepción de todo lo que había rodeado de encantos mi primera infancia. Por doquiera que había yo agotado agitaciones sólo hallaba invariable paz. Todo era dulzura y quietud en aquello que otrora causara las primeras perturbaciones de mi espíritu. «¡Qué cambio!», pensaba y bajo la incandescencia de la cual estaba abrasado, hallaba más fresca que nunca la fuente de mis primeras afecciones.
El corazón es tan cobarde, tiene tanta necesidad de reposo que por un momento me abandoné a la esperanza, tan quimérica como todas las demás, de absoluto retiro en mi casa de Trembles. Nadie a mi alrededor, años enteros de soledad, con un consuelo seguro, mis libros, un paisaje adorado y el trabajo, cosas todas irrealizables; y, sin embargo, esta hipótesis era la más dulce y hallaba un poco de calma acariciándola.
Por fin sonaron las primeras horas de la mañana. Dos relojes las repitieron juntos, casi al unísono, como si las campanadas del segundo fueran eco inmediato de las del primero: eran el del seminario y el del colegio. Aquella brusca llamada a las realidades irrisorias del día siguiente aplastó mi dolor bajo una sensación de pequeñez, y me alcanzó en plena desesperación como un golpe de férula.
VIII
«Seguramente es menester que haya usted sufrido mucho – me escribía Agustín, contestando a las declamaciones muy exaltadas que le dirigí pocos días después de la partida de Magdalena y su marido; – pero, ¿por qué? ¿por quién? Continúo proponiéndome cuestiones que nunca quiere usted resolver. Oigo en usted la vibración de algo muy parecido a emociones muy conocidas, bien definidas, únicas y sin semejanza con otras para quien las experimenta; pero es ello cosa que no tiene nombre en sus cartas de usted y me obliga a compadecerle más que tan vagamente como usted se lamenta. Y no es eso lo que me gustaría hacer. Nada me es penoso – ya lo sabe – cuando de usted se trata; y está usted en una situación de corazón o de espíritu, que reclama algo más activo y más eficaz, que simples palabras, por muy compasivas que ellas sean. Debe usted necesitar consejos. Soy yo médico de poco fuste, tratándose de males coma los que entiendo que padece usted. No obstante, le aconsejaré un tratamiento que se aplica a todo, incluso las enfermedades de la imaginación, que conozco muy mal: higiene. Paréceme que le iría bien el uso de ideas justas, sentimientos lógicos, afecciones posibles; en una palabra, empleo juicioso de las fuerzas y de las actividades de la vida. La vida, créame; ése es el remedio heroico de todos los sufrimientos cuya base es un error. El día que usted ponga el pie en la senda de la vida, pero la vida real, entendámonos, el día que usted la conozca bien, con sus leyes, sus necesidades, sus rigores, sus deberes y sus cadenas, sus dificultades y sus penas, sus verdaderos dolores y sus encantos, verá usted cómo ella es sana, bella, fuerte y fecunda en virtud de sus mismas exactitudes. En cuanto a su recomendación la atenderé. Visitaré a los señores De Nièvres con mucho gusto ya que me procura la oportunidad de ocuparme de usted con amigos que supongo no son extraños a las agitaciones que deploro. Esté tranquilo: además tengo la más grande de las razones para ser discreto: lo ignoro todo.»
Un poco más adelante me escribió de nuevo:
«He visto a la señora De Nièvres – me decía, – y ha tenido la complacencia de considerarme como de los mejores amigos de usted. Con ese motivo me ha dicho cosas afectuosas que me demuestran que le quiere a usted mucho, pero que no le conoce muy bien. Ahora bien, si la recíproca amistad no ha sido parte a darle a cada uno perfecto conocimiento del otro, debe haber sido por culpa de usted y no de ella, bien entendido que eso no prueba que haya usted errado manifestándose sólo a medias: lo más que puedo creer es que si tal ha hecho ha sido porque ha querido. Este razonamiento me conduce a conclusiones que me inquietan. Todavía una vez más, mi querido Domingo, la vida, lo posible, lo razonable… Yo se lo ruego, no crea usted a los que le señalen lo razonable como enemigo de lo bueno, porque es inseparable amigo de la justicia y de la verdad.»
Le doy cuenta de una parte de los consejos que Agustín me daba, sin saber exactamente a qué aplicarlos, pero adivinándolo.
En cuanto a Oliverio, el día que siguió a la noche en que debía hacer innecesarias muchas declaraciones, a la misma hora que Magdalena y su marido partían con dirección a París, entró en mi cuarto.
– ¿Partió ya? – le pregunté apenas le vi.
– Sí – me contestó; – pero volverá; es casi mi hermana, tú eres más que mi amigo; hay que preverlo todo.
Iba a continuar, pero el lamentable estado de abatimiento en que me vio le desarmó, sin duda, y le impulsó a diferir sus explicaciones.
– Pero, en fin, de eso ya hablaremos – dijo tan sólo.
Luego sacó el reloj y como viese que eran ya cerca de las ocho, añadió:
– ¡Eh, Domingo, vamos al colegio! Es lo más prudente que podemos hacer.
Había de suceder que ni los consejos de Agustín ni las advertencias de Oliverio prevalecieran contra una tendencia irresistible, arrastradora, demasiado poderosa para ser cohibida por razonamientos ni amonestaciones. Comprendiéndolo me imitaron: esperaban mi rescate o mi pérdida definitiva, último recurso que les queda a los hombres sin voluntad cuando agotan todas las combinaciones imaginables: lo desconocido.
Agustín me escribió una o dos veces más dándome noticias de Magdalena: había ido a visitar la propiedad, cerca de París, en donde el señor De Nièvres tenía intención de que pasaran el verano. Era un hermoso castillo en un bosque, «la más romántica residencia, para una mujer, que acaso comparte con usted, a su manera, las añoranzas del campo y sus aficiones de solitario.»
Por su parte Magdalena le escribía a Julia, sin duda con fraternales expansiones que no llegaban hasta mí. Una sola vez, durante aquellos meses de ausencia, recibí una breve carta suya hablándome de Agustín. Me agradecía el habérselo hecho conocer y me decía la buena opinión que de él había formado: que era todo voluntad, todo rectitud, todo noble energía, y me daba a entender que, aparte necesidades del corazón, jamás encontraría en nadie más firme ni mejor apoyo. En aquella misma carta, firmada con su nombre nada más, me enviaba afectuosos recuerdos de su marido.
No volvieron hasta la época de vacaciones, pocos días antes del día de la distribución de premios, último acto de mi vida dependiente que me emancipaba.
Mucho más me hubiera gustado, como usted comprenderá, que Magdalena no hubiese asistido a aquella ceremonia. Había en mí muchas disparidades, mi condición de estudiante estaba en ridículo desacuerdo con mis disposiciones morales, evitaba como una nueva humillación todo hecho que pudiera recordarnos a los dos aquellos contrastes. Desde hacía algún tiempo mi susceptibilidad, en punto a ellos, se había hecho vivísima. Era – ya lo he dicho – el punto de vista menos noble y menos confesable de mis dolores, y si vuelvo sobre él es por razón de un incidente que de nuevo puso en tensión mi vanidad y que le pondrá de manifiesto con un detalle más la singular ironía de aquella situación.
La ceremonia se verificaba en una antigua capilla abandonada desde largo tiempo que sólo era abierta y decorada una vez cada año para aquel objeto. La referida capilla estaba situada en el fondo del patio principal del colegio, se llegaba a ella recorriendo, la doble hilera de tilos cuyo abundante verdor alegraba un poco aquel triste paseo. Desde lejos vi entrar a Magdalena en compañía de varias señoras jóvenes amigas, todas con trajes de verano de colores claros y las sombrillas abiertas sobre las cuales jugueteaban la luz del sol y la sombra de las hojas de los árboles. Fino polvo, levantado por el movimiento de las faldas las acompañaba semejante a una ligera nube y por causa del calor, de las extremidades de las ramas que ya amarilleaban, caía en torno de ellas hojas y flores maduras y se prendían a la larga manteleta de muselina en que Magdalena estaba envuelta. Pero sonriente, dichosa, el rostro animado por la marcha y lo volvía para examinar curiosamente nuestro batallón de escolares formados en dos filas y conservando la línea como jóvenes reclutas. Todas las curiosidades mujeriles, y aquélla sobre todo, se proyectaban hacia mí y las sentía como otras tantas quemaduras. Estábamos a mediados de agosto y el tiempo era magnífico. Los pájaros familiares habían huido de los árboles y piaban sobre los tejados en donde vibraba el sol. Murmullos de multitud quebrantaban el largo silencio de doce meses, alegrías extraordinarias dilataban la fisonomía del viejo colegio, los tilos lo perfumaban con agrestes aromas. ¡Cuánto habría dado por ser libre y dichoso!
Los preliminares fueron muy largos y yo contaba los minutos que aún me separaban de mi libertad. Por fin se oyó la señal. A título de laureado de filosofía fui llamado el primero. Subí al estrado y cuando tuve mi corona en una mano, en la otra un grueso volumen, de pie junto a la escalinata, cara a cara del público que aplaudía, buscaba los ojos de la señora de Ceyssac; la primera mirada que encontré con la de mi tía, el primer rostro amigo que reconocí, precisamente debajo de mí, en la primera fila, fue el de Magdalena. ¿Experimentó ella también un poco de confusión viéndome en aquella actitud espantosamente desairada que trato de pintarle a usted? ¿Repercutió en ella el encogimiento que me dominaba? ¿Sufrió su amistad al verme risible o sólo adivinando que sufría? ¿Cuáles fueron, exactamente, sus sentimientos durante aquella rápida pero cáustica prueba que pareció alcanzarnos a los dos al mismo tiempo y en igual sentido? Lo ignoro. Pero ella se puso muy encarnada y creció su rubor cuando vio que yo bajaba y me acercaba a ellas. Y cuando mi tía, después de darme un beso, le pasó mi corona invitándola a felicitarme, se desconcertó por completo. No estoy bien seguro de lo que me dijo para atestiguar que experimentaba una gran satisfacción y me felicitó en los términos que son de uso. Su mano temblaba levemente. Me parece que trató de decirme: «Estoy orgullosa, mi querido Domingo» o «está bien».
Velaba sus ojos una lágrima; ¿era de interés, de compasión o solamente efecto de involuntaria conmoción de joven tímida? ¡Quién lo sabe! Muchas veces me lo he preguntado sin lograr concretarlo.
Salimos. Yo arrojé mis coronas en el patio de las aulas antes de franquear la puerta por última vez. Ni siquiera volvía atrás los ojos para romper más pronto con un pasado que me exasperaba. Y si hubiera podido deshacerme de mis recuerdos del colegio tan de prisa como me despojaba del uniforme, hubiera tenido seguramente en aquel momento, una incomparable sensación de independencia y de virilidad.
– Y ahora – me preguntó mi tía algunas horas después, – ¿qué piensas hacer?
– ¿Ahora? – le repliqué. – Pues no lo sé.
Y decía verdad, porque la incertidumbre que me dominaba lo abarcaba todo, desde la elección de una carrera, que ella, deseaba que fuese brillantísima, hasta el empleo de una gran parte de mis afanes ardorosos, en algo que ignoraba.
Estaba convencido que Magdalena iría primero a establecerse en Nièvres y luego volvería a París para acabar allí el invierno. Nosotros debíamos trasladarnos directamente a aquella capital, de modo que ella nos encontraría instalados y trabajando en la forma y modo que eligiéramos, pero bajo la dirección especial de Agustín. Los preparativos de viaje y aquellos prudentes proyectos nos ocuparon una parte de las vacaciones; pero la calidad del trabajo, el fin que debíamos perseguir, aquel vago programa cuyo primer artículo aún no estaba formulado, eran puntos por completo indefinidos lo mismo para Oliverio que para mí.
Desde el día siguiente al de mi libertad había olvidado completamente mis años de colegio; es la única época de mi vida que me dejó el alma fría, el solo recuerdo de mí mismo que no me ha hecho feliz. En cuanto a lo futuro, pensaba en París con el confuso recelo que va inherente a las necesidades previstas, inevitables, pero poco sonrientes que siempre serán bien conocidas demasiado pronto. Oliverio, con gran sorpresa de mi parte, no manifestaba la más leve contrariedad ante la idea de alejarse de Ormessón.
– Ahora – me dijo con mucha calma pocos días antes de nuestra partida, – ya no tengo nada que me retenga aquí.
¿Tan pronto había agotado todas las alegrías?