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Kitabı oku: «Fiebre de amor (Dominique)», sayfa 8

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IX

Entramos en París de noche. Pero, aunque hubiésemos llegado a otra hora, siempre habría resultado tarde. Llovía y hacía mucho frío.

Al principio sólo vi calles fangosas, aceras mojadas que relucían al resplandor de las luces de las tiendas, el rápido y continuo relampagueo de los carruajes cruzándose, salpicándose de lodo, una infinidad de luces chispeantes, como alumbrado sin simetría en largas avenidas formadas de casas negras cuya altura me parecía prodigiosa. Recuerdo que me chocó el olor a gas que denunciaba una ciudad en la cual se vivía de noche lo mismo que de día, y la palidez de los rostros que no parecían sino de enfermos. Reconocí en aquel matiz el de Oliverio, y comprendí mejor que antes que tenía distinto origen que yo.

En un momento que abrí mi ventana para oír mejor el rumor extraño que retumbaba en aquella población tan llena de vida abajo y cuyas alturas estaban ya sumidas en la noche, vi pasar por la estrecha calle dos filas de gentes que llevaban antorchas en las manos, escoltando una hilera de carruajes con relumbrantes linternas, tirados todos por cuatro caballos que marchaban casi al galope.

– Mira pronto – me dijo Oliverio, – es el rey.

Confusamente vi reflejos de la luz sobre cascos y sobre hojas de sables, y aquel desfile de hombres armados y de caballos herrados, resonó brevemente sobre el empedrado con eco metálico, perdiéndose luego cada vez con ruido menos perceptible, en la luminosa niebla de las antorchas.

Oliverio observó la dirección que llevaban los carruajes y luego que el último hubo desaparecido, dijo, revelando la satisfacción de un hombre que conoce su París y que al volver lo encuentra igual que siempre:

– Sí, el rey va esta noche a los Italianos.

Y no obstante la lluvia y el frío de la noche, permaneció todavía algún tiempo inclinado sobre aquel hormigueo de desconocidos que pasaban de prisa, renovándose sin cesar y a quienes parecía que intereses apremiantes dirigían en pos de objetos contrarios.

– ¿Estás contento? – le pregunté.

Lanzó un poderoso suspiro como si el contacto de aquella vida extraordinaria le hubiera llenado súbitamente de aspiraciones desmesuradas y me dijo, sin contestarme:

– ¿Y tú?

Luego, sin esperar mi contestación, continuó:

– ¡Ah, caramba! Tú miras atrás; no estás en París más que estaba yo en Ormessón. Tu suerte es añorar siempre y no desear nunca. Sería cosa de adoptar tu sistema. Aquí se envía, luego que son mayores, a los muchachos cuando se desea hacerlos hombres. Tú perteneces a ese número, y no te compadezco: eres rico, no eres un cualquiera… ¡y amas! – añadió bajando la voz lo más posible.

Y con una efusión que jamás había observado en él me estrechó entre sus brazos y añadió:

– ¡Hasta mañana, querido amigo, hasta siempre!

Una hora después, el silencio era tan profundo como en el campo. Aquella suspensión de la vida, el amodorramiento súbito y absoluto de aquella ciudad encerrando un millón de hombres, me asombró más todavía que su tumulto. Hice a la manera de un resumen de los desfallecimientos, del cansancio que representaba aquel gigantesco sueño y fui acometido de verdadero miedo, no por falta de bravura, sino por una especie de desmayo de la voluntad.

Volví a ver a Agustín con verdadera satisfacción. Al estrechar su mano sentí que tenía un punto de apoyo. Parecía viejo, aunque todavía era joven. Sus pupilas eran más anchas y brillaban más. Su mano muy blanca y de cutis muy fino, se había purificado y aguzado, por decir así, dedicada exclusivamente al trabajo de manejar la pluma. Al ver su porte nadie hubiera podido decir si era rico o pobre. Gastaba ropas muy sencillas y las llevaba modestamente, pero con la confianza y el desahogo que procede de la convicción de que el traje no tiene importancia.

Acogió a Oliverio, más bien que como a un amigo, como a un mozo a quien es necesario vigilar y respecto del cual conviene esperar antes de colocarle de lleno en la más estrecha intimidad.

Por su parte, Oliverio no se dio más que muy a medias, ya sea porque la envoltura del hombre le pareció chocante, ya fuese porque advirtió en él, por dentro, la resistencia de una voluntad tan bien templada como la suya, pero formada de metal más puro.

– Había adivinado a su amigo de usted – me dijo Agustín, – en el orden físico y en el moral. Es seductor. No diré que haga ninguna fullería, porque me parece incapaz de indignidad; pero víctimas, en el más alto sentido de la palabra, las hará. Es peligroso para los seres más débiles que él y que han nacido bajo la misma estrella.

Cuando le pedí a Oliverio su juicio sobre Agustín, se limitó a responder:

– Siempre habrá en él algo de preceptor y algo de advenedizo. Nunca dejará de ser pedante y afanoso, como todos los que no cuentan con más recursos que la voluntad de llegar y llegan a fuerza de trabajo. Prefiero los dones de talento o de cuna, y no siendo eso no quiero nada.

Más tarde esas dos opiniones se modificaron. Agustín llegó a querer a Oliverio, pero sin estimarlo en mucho, y Oliverio tuvo a Agustín en altísima estima sin llegar a tomarle cariño.

Nuestra vida se regularizó muy pronto. Ocupábamos dos departamentos contiguos, pero independientes. Nuestra amistad muy estrecha y la independencia de cada uno debían concordarse perfectamente en aquel orden de cosas. Nuestras costumbres eran las de estudiantes libres a quienes sus aficiones o su posición permiten elegir, instruirse un poco, al azar, y beber en muchas fuentes antes de determinar en cuál de ellas debe el espíritu sentar sus reales en definitiva.

Pocos días después, Oliverio recibió una carta de su prima, en la cual se nos invitaba a los dos a trasladarnos a Nièvres.

Era una vivienda antigua perdida sobre espesos bosques de castaños y de encinas. Pasé allí una semana de hermosos días fríos y severos, en medio del monte, casi despojado de hojas, contemplando horizontes que, si no me hicieron olvidar los de Trembles, no me permitieron echarlos de menos, tan hermosos eran, y que parecían destinados, como grandioso cuadro, a contener una existencia más robusta y luchas mucho más serias.

El castillo – cuyas torrecillas descollaban muy poco sobre las viejas encinas que le rodeaban, y que sólo era visible por cortes hechos a través del bosque, con su vieja fachada gris, sus altas chimeneas coronadas de humo, sus invernaderos cerrados, sus avenidas alfombradas de hojas muertas, – resumía, en algunos detalles de su aspecto, el carácter triste de la estación y la melancolía de los lugares.

Era aquélla una existencia nueva para Magdalena, y también para mí había algo muy nuevo en el hecho de verla tan bruscamente colocada en condiciones más vastas, con la libertad de actitudes, la amplitud de costumbres, ese algo indefinible superior y muy imponente que prestan el uso y las responsabilidades que implica el poseer una gran fortuna.

Una persona parecía añorar todavía en el castillo de Nièvres la calle de los Carmelitas: el señor D'Orsel. Cuanto a mí, los lugares nada me importaban. Un mismo atractivo confundía en aquella época mi presente y mi pasado: entre Magdalena y la condesa De Nièvres no había más diferencia que entre un amor imposible y un amor culpable, y cuando abandoné Nièvres, estaba persuadido de que aquel amor nacido en la calle de los Carmelitas, sucediera lo que quisiera, allí debía ser enterrado.

Retardada la instalación de la vivienda que el señor De Nièvres se había propuesto establecer en París, Magdalena no vino en todo el invierno.

Sentíase dichosa rodeada de todos los suyos: tenía a Julia y a su padre; menester había cierto espacio de tiempo para pasar sin sacudidas de la modestia y la regularidad de la vida de provincia a las sorpresas que le esperaban en el gran mundo, y aquella semisoledad de Nièvres era una especie de noviciado que estaba muy lejos de desagradarle.

La volví a ver una o dos veces aquel verano, con largos intervalos y por breves momentos, cobardemente robados al deber que me imponía huir de ella.

Había abrigado el propósito de aprovechar aquel alejamiento, muy oportuno para intentar francamente ser heroico y para curarme. Ya era mucho el resistir a las invitaciones que constantemente nos llegaban de Nièvres. Aun hice más: procuré no pensar más en ella. Me sumergía en el trabajo. El ejemplo de Agustín me hubiera causado emulación si naturalmente no hubiese tenido gusto en ello. París desarrolla ese ambiente peculiar de los grandes centros de actividad, sobre todo en el orden de las actividades intelectuales; y, a poco que me mezclara en el movimiento de los hechos, era lógico que no rehusara vivir en aquella atmósfera.

En cuanto a la vida de París, tal como Oliverio la entendía, no me hacía ilusiones y no la consideraba como un socorro. Un poco contaba con ella para distraerme, pero de ningún modo para aturdirme y menos aún para consolarme. Por otro lado, el campesino persistía en mí y no podía resolverse a despojarse de sí mismo, porque había cambiado de medio. Mal que pese a los que pretenden negar la influencia del terruño, sentía yo que había en mi ser algo local, resistente, que no abandonaría jamás por completo; y, si el deseo de aclimatarme se hubiera manifestado en mí, seguro estoy de que los mil vínculos de los orígenes – que no es dable desarraigar, – me habrían advertido por medio de continuos sufrimientos, que sería la mía tarea inútil. Vivía en París como en una hospedería: era posible que permaneciera mucho tiempo en ella, y hasta que en ella muriese; pero siempre me consideraría huésped y estaría como de paso.

Sombrío, retirado, sociable sólo con los compañeros de costumbre, en constante desconfianza de contactos nuevos, evitaba en cuanto era dable ese terrible frotamiento de la vida parisiense que pulimenta los caracteres y los aplana, hasta raerlos. No fui demasiado ciego para lo que ella tiene de deslumbrante, no me perturbó lo que ofrece de contradictorio, no me sedujo por lo que ofrece a los apetitos de la juventud y a las ambiciones de los ingenuos. Para ponerme a cubierto de sus asechanzas tenía yo un defecto que equivalía, por sus efectos, a una virtud, y era el miedo a lo desconocido; y aquel incorregible terror por los ensayos me prestaba, por decir así, la perspicacia que poseen los experimentados.

Estaba solo o poco menos, porque Agustín no se pertenecía y desde el primer momento me di cuenta de que lo que es Oliverio no era hombre para pertenecerme mucho tiempo. En seguida adquirió hábitos que en nada contrariaban mis costumbres, pero que en nada se parecían a ellas.

Registraba bibliotecas, tiritaba de frío en los severos anfiteatros y me metía por las noches en los gabinetes de lectura en donde los condenados a morirse de hambre, pintada la fiebre en sus rostros, escribían libros que no habían de darles fama, ni enriquecerlos. Adivinaba en ellos impotencias, miserias físicas y morales cuya vecindad no me confortaba por cierto. Salía de aquellos lugares afligido. Me encerraba en mi casa, abría otros libros y velaba. Así sentí pasar bajo mis ventanas las fiestas nocturnas de Carnaval. Algunas veces, en plena noche, Oliverio llamaba a mi puerta. En seguida reconocía yo el golpe seco del puño de oro de su bastón. Me hallaba sentado a mi mesa de trabajo, me estrechaba la mano y ganaba su cuarto tarareando algún fragmento de ópera. Al otro día volvía a empezar sin ostentación, ingenuamente convencido de que era excelente aquel austero régimen de vida.

Al cabo de algunos meses ya no podía más. Mis esfuerzos estaban agotados y como un edificio levantado por milagro, una mañana, al despertar, sentí que mi valor se derrumbaba. Pretendí recordar una idea perseguida el día antes: ¡imposible! Vanamente me repetía ciertas frases de disciplina que me aguijoneaban alguna vez, como se estimula a los caballos de tiro que se plantan.

Había llegado el verano. En las calles brillaba un hermoso sol. Los vencejos volaban satisfechos alrededor de un agudo campanario que desde mi ventana se distinguía. Sin vacilar un instante y sin reflexionar que iba a perder en un momento el beneficio de tantos meses de prudencia, escribí a Magdalena. Lo que le decía era insignificante. Los breves billetes que de ella recibiera en varias ocasiones, habían determinado, de una vez para siempre, el tono de nuestra correspondencia. No puse en aquél ni más ni menos y sin embargo, expedida la carta, esperé la respuesta como un acontecimiento.

Hay en París un gran jardín hecho para los aburridos: hállanse en él relativa soledad, árboles, verde césped, floridas platabandas, alamedas sombrías y una turba de pajarillos que parecen estar allí tan a su placer como en pleno campo. A ese jardín fui y por él erré todo el resto del día, asombrado de haber sacudido mi yugo y más admirado todavía de la extremada intensidad de un recuerdo que había creído de buena fe que estaba adormecido. Poco a poco, como una hoguera que se reanima, sentí en todo mi ser aquel ardoroso despertar.

Caminaba bajo los árboles, hablando sólo y haciendo involuntariamente ademanes propios de un hombre largo tiempo encadenado que rompe las cadenas:

– ¡Cómo! – pensaba. – ¿Y no ha de saber siquiera que la he amado? ¿ha de ignorar que por causa de ella he gastado mi vida, sacrificado todo, hasta la dicha inocente, de hacerle ver lo que he realizado para su reposo? ¿Creerá que he pasado junto a ella sin verla, que nuestras existencias han corrido paralelas sin confundirse ni tocarse siquiera, ni más ni menos que dos indiferentes arroyos? ¿Y el día que le diga «sabe usted, Magdalena, que la he amado mucho»? Me replicará: ¿Es posible?.. Y ya no estará en la edad en que hubiera podido creerme.

Luego reconocí que, en efecto, nuestros destinos eran paralelos, muy próximos, pero inconfundibles; que era necesario vivir uno al lado del otro y separados, y que todo estaba concluido para mí. Entonces me perdía en hipótesis: emanaba de ellas un repetido «¿Quién sabe?» con todo el alcance de una tentación. Y a esa condicional replicaba mi conciencia: «¡No, eso no será nunca!»

Pero de aquellas insensatas suposiciones me quedaba un sabor horriblemente dulce y de él estaba embriagada la débil voluntad que aun me quedaba; pensaba además que no valía la pena de haber luchado tanto para llegar a semejante extremo.

Notaba en mí tal ausencia de energía y sentía un desprecio tan hondo de mí mismo, que aquel día desesperé de mi vida. No me parecía buena para nada: ni siquiera para aplicarla a los trabajos más vulgares. Nadie la quería y a mí no me importaba ya nada de ella. Unos niños se pusieron a jugar bajo los árboles. Parejas dichosas pasaron estrechamente enlazadas; evitaba su aproximación y me alejaba, buscando, en mi mente, qué lugar había en donde no estuviese solo.

Regresé por las calles más desiertas. Había en ellas grandes talleres industriales amurallados y ruidosos, fábricas cuyas chimeneas humeaban, oíase hervir de calderas, estruendo de engranajes. Pensaba yo en la tensión que me consumía desde muchos meses, en aquel hogar interior siempre encendido, siempre abrasador esperando una aplicación que no estaba prevista. Miraba los negros cristales, veía el reflejo de los hornos, escuchaba el ruido de las máquinas.

– ¿Qué harán ahí dentro? – me decía. – ¿Quién sabe lo que de esos talleres saldrá, madera o metal, lo grande o lo pequeño, lo útil o lo superfluo?

Y la idea de que igual pasaba en mi espíritu nada adicionó a mi desaliento ya completo, no hizo más que confirmarlo.

Sobre mi mesa de trabajo había una montaña de resmas de papel manuscrito. Nunca la miraba con orgullo; por lo común evitaba fijarme en ella muy de cerca, y así pasaba cada día de las ilusiones de la víspera. Desde el siguiente al de mi resolución suprema me hice justicia: leí al azar múltiples fragmentos; un marcado sabor de mediocridad me revolvió el corazón. Agarré todos los papeles y los eché al fuego. Estaba muy tranquilo mientras ejecutaba aquella obra que en cualesquiera otras circunstancias me habría costado algún pesar. En aquel mismo instante llegó la carta de Magdalena. Era como debía ser, cordial, tierna, delicada y sin embargo, me quedé estupefacto viendo desvanecerse una esperanza. El centelleo de muchos papelotes todavía ardiendo, alumbraba mi cuarto; yo estaba de pie con la carta en la mano, como un hombre que se ahoga y aferra a una cuerda rota; por casualidad entró Oliverio.

Al ver aquel montón de cenizas humeantes comprendió y dirigió una rápida mirada a la carta.

– ¿Están buenos en Nièvres? – me preguntó fríamente.

En previsión de la más leve sospecha le entregué la carta; él afectó no leerla y como si hubiera decidido que era aquel momento oportuno para hablarme a la razón y desbridar anchamente una llaga que languidecía sin resultado, comenzó:

– Pero, ¿a qué extremos has llegado? Hace seis meses pasas las noches escribiendo y consumiéndote, llevas una vida de seminarista que ya hizo sus votos o de benedictino que toma baños de ciencia para calmar la carne. Y ¿adonde te ha conducido todo eso?

– A ninguna parte – repliqué.

– Tanto peor; porque toda decepción prueba, a lo menos, una cosa: que se ha errado en cuanto a los medios de triunfar. Has creído que la soledad es el mejor de los consejeros. Y ¿ahora qué opinas? ¿Qué consejo te ha dado, qué opinión que te sirva, qué lección de conducta?

– ¡Callar siempre! – dije con acento de desesperación.

– Si ésa es tu resolución definitiva, te invito a cambiar de sistema. Si todo lo esperas de ti mismo, si tienes bastante orgullo para suponer que llevarás a término una situación que ha desanimado a otros muchos más fuertes y que podrás permanecer sin tambalearte, en pie sobre una dificultad espantosa, ante la cual tantos corazones han desfallecido, tanto peor, repito una vez más, porque te creo en grave peligro, y te juro que ya no dormiré tranquilo.

– No tengo ni orgullo ni confianza, lo sabes tan bien como yo. No soy yo el que quiere: es, como dices tú, la situación la que se me impone. No está en mi mano impedir lo que es, no puedo prever lo que debe ser. Me quedo en donde estoy, sobre un peligro, porque me está prohibido irme a otra parte. No amar a Magdalena, me es imposible; amarla de otro modo tampoco puedo. El día que sobre esta dificultad, de la cual no puedo descender, me venza el vértigo… me llorarás como hombre muerto.

– Muerto no, caído de muy alto. No importa, de todos modos, el hecho es fúnebre. Y no es así como entiendo que debes acabar. Baste con que la vida nos mate todos los días un poco; por Dios, no la ayudemos a concluir más de prisa con nosotros. Prepárate, te ruego, a oír cosas muy duras, y si París te causa miedo como una mentira, acostúmbrate, a lo menos, a conversar mano a mano con la verdad.

– Habla – le dije, – habla. No me dirás nada que yo mismo no me haya repetido un millar de veces.

– Estás en un error. Afirmo que nunca has usado el siguiente lenguaje: «Magdalena es feliz; está casada; una a una tendrá todas las legítimas alegrías de la familia, sin faltarle ni una sola, así lo deseo y así lo espero.» Puede muy bien, pues, pasar sin ti. No es para ti más que una tierna amiga y no puede considerarte más que como un camarada excelente, cuya pérdida lamentaría mucho, pero a quien sería imperdonable tomar por amante. Lo que os junta es, pues, un lazo, encantador como vinculación noble, que sería horrible si se trocara en cadena. Tú le eres necesario en la medida que la amistad cuenta y pesa en la vida: en ningún caso tienes el derecho de convertirte en carga pesada. No hablemos de mi primo, el cual, si fuera consultado, haría valer sus derechos de conformidad con las formas establecidas, usando los argumentos que cumplen a la defensa de los maridos amenazados en su honor – que es cosa grave, – y en su felicidad, que todavía es más serio. Por lo que a ti respecta, la situación no es más complicada. El acaso te acercó a Magdalena y él también te hizo nacer seis o siete años demasiado tarde; esto, que para ti representa una desgracia, quizás es también un accidente lamentable para ella. Si otro ha llegado y casádose con ella, no ha hecho más que tomar lo que a nadie pertenecía; por eso, tú que tienes muy buen sentido, a pesar de poseer un gran corazón, nunca has protestado. Después de haber declinado toda pretensión respecto de Magdalena, como marido, ¿puedes y quieres aspirar a otra cosa? Sin embargo, sigues amándola. No eres digno de censura, porque un afecto como el tuyo no es censurable; pero no estás en buen terreno, porque un callejón sin salida a ninguna parte conduce. Ahora bien, cuando en la vida se cae en la desgracia de extraviarse en una encrucijada, lo razonable es procurar salir de ella por un lado o por otro; y en este caso saldrás de tu atolladero, si no libre de averías, a lo menos sin dejarte en él nada esencial, ni el honor ni la vida. Todavía dos palabras, y no te ofendan: Magdalena no es la única mujer buena, bonita, sensible y capaz de comprenderte y estimarte, que hay en el mundo. Imagina que otra mujer, pues, y no Magdalena, fuese la que tú amases exactamente lo mismo y de la cual dijeras: «Ella o ninguna.» ¿Niegas la posibilidad? Entonces lo necesario, lo absoluto en estos casos es la necesidad de amar y la capacidad de sentir el amor. No te pares a averiguar si lo que afirmo es lógico o no y no digas que mis doctrinas son espantosas. Tú amas y debes amar: lo demás es cuestión de suerte. No creo que pueda existir mujer, digna de ti por supuesto, que no tenga el derecho de decirte: «El verdadero y único objeto de tus sentimientos soy yo.»

– De modo – exclamé, – que será necesario no amar.

– Nada de eso. Se trata sólo de amar a otra.

– Entonces habré de olvidarla.

– No, reemplazarla.

– ¡Nunca!..

– No digas «nunca»; di mejor «no por ahora.»

Y en seguida Oliverio se marchó.

Tenía los ojos secos y un atroz sufrimiento me oprimía el corazón. Volví a leer la carta de Magdalena. De ella se exhalaba una vaga tibieza de las amistades vulgares, que causa desesperación cuando se desea mucho más. «Tiene razón, mucha razón», pensé recordando la abrumadora argumentación de Oliverio, rechazando sus conclusiones con todo el horror natural en un corazón apasionadísimo, pero reconociendo esta verdad irrefutable: «No soy nada para Magdalena, nada más que un obstáculo, una amenaza, un ente inútil o peligroso.»

Contemplé mi mesa vacía. Un montón de cenizas negras llenaba el hogar. Aquella destrucción de una parte de mí mismo, aquella total ruina de mis esfuerzos y de mi dicha me abatió bajo la incomparable sensación de la nada más completa.

– ¿Para qué sirvo, pues? – exclamé.

Y oculto el rostro entre las manos, la mirada en el vacío, teniendo ante mi vista toda mi existencia, dudosa, sin fondo, como un precipicio, quédeme absorto.

Al cabo de una hora volvió Oliverio y me encontró en el mismo estado: inerte, inmóvil, consternado. Cariñosamente me tocó en el hombro y me dijo:

– ¿Quieres acompañarme esta noche al teatro?

– ¿Vas solo? – le pregunté.

– No – replicó sonriendo.

– Entonces no me necesitas para nada.

– ¡Está bien! – exclamó con impaciencia.

Pero cambiando súbitamente de intención, se me puso resueltamente delante y con ruda energía me increpó:

– Eres estúpido, injusto e insolente. ¿Qué te has creído?.. ¿que pretendo sorprenderte? ¡Bonito oficio me atribuyes! ¡No, querido! No soy capaz de prepararte ninguna emboscada en la cual pueda correr riesgo la probidad de tu corazón. Sería calcular mal y proceder torpemente. Lo que yo quiero es que salgas de tu cubil, ¡pobre alma entristecida! ¡infeliz corazón herido!.. Te figuras que la tierra está de luto, que la belleza se ha cubierto de un velo, que todos los rostros están bañados en lágrimas, que ya no existen esperanzas ni alegrías, ni afanes colmados porque la suerte te es adversa. Pero mira en torno de ti, mézclate entre la multitud de hombres y mujeres que son felices o creen serlo. No les envidies la despreocupación, pero aprende de ellos esta doctrina: que la Providencia – en la cual tú crees, – a todo atiende, que todo lo proporciona y que ella ha creado inagotables recursos para satisfacer la necesidad de los corazones hambrientos.

No me causó vacilación aquel flujo de palabras, pero acabé por escucharlas. La afectuosa exasperación de Oliverio actuó como un calmante sobre mis nervios, espantosamente excitados y templó su tensión. Le pedí que me perdonara aquel arranque, efecto de mi estado de aturdimiento, asegurándole que en mis palabras no había ni asomos de desconfianza. Le rogué que dejara pasar aquella crisis de flaqueza, resultado de penas y cansancio y le prometí cambiar de género de vida. Vivíamos en el mismo medio social y reconocí que era un error de mi parte no frecuentarlo. Tenía el deber, sin duda, de no singularizarme con un sistemático alejamiento. Le dije una porción de cosas sensatas, como si de repente hubiera recobrado la razón. Y como también él echaba de menos la expansión en nuestra intimidad, que nos hacía más flexibles, más conciliadores, mejores, estando juntos, le hablé de él, de su vida que pasaba casi enteramente apartado de mí, y lamenté el no saber lo que se hacía y si tenía o no razones para estar satisfecho.

– Satisfecho. He ahí la palabra – me dijo con una expresión casi cómica. – Cada hombre tiene un vocabulario particular para sus ambiciones. Sí, estoy casi satisfecho en este momento, y si me conformo con satisfacciones que no tengan información de quiméricas, mi vida discurrirá en perfecto equilibrio y será dichosa hasta la saciedad.

– ¿Tienes noticias de Ormessón?

– Ninguna. Ya sabes cómo acabó aquella historia.

– ¿Por una ruptura?

– No, por una ausencia, que no es lo mismo, porque de lo pasado guardamos el uno y la otra la única memoria que nunca ensucia los recuerdos.

– ¿Y ahora?

– ¡Ahora!.. ¿Sabes algo?..

– Nada sé; pero imagino que habrás hecho lo que hace poco me recomendabas.

– En efecto – dijo Oliverio sonriendo.

Luego se puso serio y continuó:

– En otro momento te contaré. Ahora no hay oportunidad. El ambiente de este cuarto está impregnado de una emoción muy respetable. No cabe promiscuidad entre la mujer de la cual te hablaré y aquella otra cuyo nombre no debe ser pronunciado siquiera mientras de la otra nos ocupamos.

Ruido de pasos en la antesala interrumpió nuestra conversación. Mi criado anunció a Agustín que raras veces venía a aquella hora. La vista de aquella enérgica e inflexible fisonomía me devolvió hasta cierto punto un poco de energía. Me parecía como si la suerte me enviase un refuerzo en aquel momento que tanto lo necesitaba.

– Llega usted en buen momento – le dije procurando mostrarme animado. – No merecía la pena de tomarme tanto trabajo, ¿verdad? Vea usted, todo lo he destruido.

Hablábale siempre como cumple a un ex discípulo respecto de su maestro, y le reconocía el derecho de interrogarme acerca de mis tareas.

– Es cuestión de volver a empezar – me contestó, sin asombrarse por lo que veía. – ¡Sé lo que es eso!..

Oliverio callaba. Después de algunos minutos de silencio, bostezó suavemente, atusó con la mano su rizada cabellera y nos dijo:

– Me aburro y voy a dar un paseo por el Bosque…

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Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
28 eylül 2017
Hacim:
270 s. 1 illüstrasyon
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Public Domain
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