Kitabı oku: «Fiebre de amor (Dominique)», sayfa 9
X
– ¿Trabaja? – me preguntó Agustín cuando Oliverio nos dejó.
– Muy poco; y, sin embargo, aprende como si trabajara.
– Tanto mejor. Ha seducido a la suerte. Si la vida fuese una lotería, ese mozo soñaría los números que iban a salir premiados.
Agustín no era ni de los que inducen a la suerte ni de aquellos a quienes debe enriquecer un número soñado. Lo que de él llevo ya dicho, debe haberle hecho comprender, que no había nacido para los favores del acaso y que en todas las partidas en que había hecho parada de su voluntad, la puesta valía más que la ganancia. Desde el día que le ha visto usted salir de Trembles, con una letra llegada de París en el bolsillo, como un soldado con su itinerario en la mano, sus esperanzas habían recibido más de un jaque, pero ello no había disminuido su fe robusta ni le había hecho dudar, por un minuto tan sólo, que el éxito, si no la gloria, estaban en París al fin del camino que él emprendía. No se quejaba, no acusaba a nadie, no desesperaba por nada. Sin ninguna ilusión tenía la tenacidad de las esperanzas ciegas y lo que en otros habría parecido orgullo, no existía en él más que como sentimiento muy exactamente determinado de su derecho. Apreciaba las cosas con la serenidad de un joyero que ensaya alhajas de calidad dudosa, y rara vez se engañaba al elegir las que merecían la pena de consagrarlas tiempo y trabajo.
Había tenido protectores. No consideraba que fuera deshonor solicitar apoyo, porque él sólo proponía un trueque de valores equivalentes. Y tales contrastes – decía, – no humillan nunca al que aporta a la sociedad el contingente de su inteligencia, su celo y su talento. No afectaba el desprecio del dinero – del cual tenía gran necesidad. – Sabíalo yo sin que él me lo dijese. No desdeñaba los resultados, pero los colocaba muy por debajo de un capital de ideas que, según él, nadie sabría representar ni pagar. «Soy – decía – un obrero que trabaja con herramientas de poco costo, es verdad; pero lo que producen no tiene precio, cuando es bueno.»
No se considera, pues, agradecido a nadie. Los servicios que le habían hecho los había comprado y pagádolos bien. Y en esa especie de ventas – que de su parte excluían si no el convencionalismo del trato social, toda humillación por lo menos, – tenía su modo de ofrecer, que determinaba concretamente el alto precio que a su entender era lo justo.
– Desde el momento en que media el dinero – decía, – ya no hay más que un negocio en el cual el corazón no entra para nada y que no compromete, de ningún modo, al agradecimiento. Doy y das. El talento mismo, en tales casos, no es más que una obligación de probidad.
Había ensayado muchas posiciones e intentado diversas empresas, no por afición, sino por necesidad. No pudiendo elegir los medios, poseía el don de la aplicación más bien que la flexibilidad que permite aplicarlos todos. A fuerza de voluntad, de clarividencia, de ardor suplía casi las facultades naturales de que se reconocía privado. Su voluntad, apoyada sobre extraordinario buen sentido y una rectitud perfecta, hacía milagros. Tomaba todas las formas más elevadas, más nobles, algunas veces brillantes. No lo sentía todo, pero nada había que él no comprendiese. También se aproximaba a las manifestaciones de pura imaginación por un esfuerzo de tensión de su espíritu, en contacto siempre con todo lo que el mundo de las ideas contiene de mejor y más bello y rayaba en lo patético por el perfecto conocimiento de las asperezas de la vida y por la devorante ambición de alcanzar legítimas satisfacciones, aunque ello fuese a trueque de mucho luchar.
Después de haber abordado el teatro – para el cual no se consideraba suficientemente recomendado, ni con preparación bastante, – se lanzó al periodismo.
Cuando digo que se lanzó, no empleo la palabra exacta para exponer la idea; porque ella no corresponde a la acción de un hombre que, siendo incapaz de aturdimiento, se presentó en la palestra con esa valentía informada de prudencia que no arriesga mucho más que para lograr éxito favorable.
Por último, poco hacía que había entrado al servicio de un hombre público eminente, en calidad de secretario.
– Estoy – me decía – en medio de un movimiento que no me seduce, pero que me interesa y me ilustra. La política, en estos tiempos, abarca tantas ideas, elabora tantos problemas, que constituye el medio de estudio más instructivo y la encrucijada más apropósito para una ambición que busca salida.
Su situación material me era desconocida. La suponía difícil; pero era ése un asunto acerca del cual me parecía imprudente hablarle.
Tan sólo algunas veces el continente de aquel incansable luchador delataba a su pesar, no vacilaciones, pero sí sufrimiento. El estoico Agustín no decía palabra. Su actitud era la misma de siempre, su manera de razonar no había perdido ni un ápice de la fuerza habitual. Obraba, pensaba, resolvía como si jamás hubiera sufrido el más leve embate de la suerte; pero había en él un no sé qué indefinible, algo así como las manchas rojas que aparecen en las vestiduras de un soldado herido. Por mucho tiempo me había preguntado qué parte vulnerable de aquella organización de hierro había podido ser lacerada, y al fin advertí que Agustín, al igual que todo el mundo, tenía corazón y comprendí que era aquel noble y animoso corazón lo que sangraba.
Luego que se sentó y así que le vi cruzar las piernas una sobre otra, con la actitud de un hombre que nada tiene que decir y entra en casa de un amigo olvidando el objeto de su visita, me di cuenta de que tampoco él estaba con ánimo y disposiciones alegres.
– ¿Tampoco usted es feliz, mi querido Agustín? – le pregunté.
– ¡Ha adivinado usted! – replicó con un acento que revelaba amargura.
– Menester es adivinar cuando usted tiene el orgullo de no declararlo.
– Hijo mío – continuó, usando siempre aquella forma paternal que prestaba cierto encanto a la rudeza de sus consejos, – el problema no está en saber si uno es feliz, lo que importa es averiguar si se ha hecho todo para llegar a serlo. Un hombre de bien merece, indudablemente, ser dichoso; pero no siempre tiene el derecho de lamentarse porque no lo es todavía. Es cuestión de tiempo, del instante, de oportunidad. Hay muchas maneras de sufrir: unos sufren por error, otros por impaciencia. Perdóneme un desplante de modestia. Yo quizás soy tan sólo un poco impaciente.
– ¿Impaciente? ¿y de qué? ¿Se puede saber?
– De no estar solo – me dijo con singular emoción, – con objeto de que si algún día alcanzo un nombre no me vea reducido al triste resultado de coronar mi egoísmo.
Después añadió:
– No hablemos de estas cosas demasiado pronto. Usted será el primero a quien daré cuenta de ellas cuando llegue el momento.
Guardó silencio un instante y poniéndose de pie me dijo:
– No estemos aquí: esto huele a derrota. Y no es que eso me fastidie, pero da ganas de abandonarse.
Salimos juntos y andando, andando le puse al corriente de los motivos particulares de fastidio y de desaliento que tenía. Mis cartas le habían advertido y el resto lo presumió el día que Magdalena y él se vieron. No hallé, pues, dificultad ninguna para ponerle al corriente de las graves circunstancias de una situación que conocía tan bien como yo, ni para explicarle las perplejidades de mi alma en la cual había él medido todas las resistencias y todas las debilidades.
– Desde hace cuatro años le conozco a usted enamorado – me dijo a la primera palabra que pronuncié.
– ¿Cuatro años? ¡Pero si entonces no conocía yo a Magdalena!
– ¿Recuerda usted, amigo mío, el día que le sorprendí llorando las desventuras de Aníbal? Pues bien, al principio me sorprendí, no pudiendo admitir que una composición de colegio pudiera conmover a nadie de aquel modo. Después razoné que nada tenía que ver con Aníbal su emoción. De modo que leída la primera de sus cartas de usted pensé: «Ya lo sabía», y en cuanto vi a la señora De Nièvres comprendí que se trataba de ella.
En cuanto a mis procederes juzgaba que era difícil, pero no imposible dirigirlos. Considerando el asunto desde puntos de vista diferentes de los que adoptara Oliverio, me aconsejó curarme, pero usando procedimientos que consideraba ser los únicos dignos de mí.
Nos separamos después de dar muchas vueltas en torno a las murallas del Sena. La noche se acercaba. Me encontré solo en medio de París a una hora desusada, sin rumbo, falto de costumbres cotidianas, sin vinculaciones, sin obligaciones, pensando con ansiedad:
– ¿Qué voy a hacer esta noche? ¿Qué haré mañana?..
Olvidaba absolutamente que desde muchos meses, durante todo un largo invierno, no había tenido compañía. Parecíame que habiéndome abandonado aquel que actuaba en mí, ya no me quedaba ningún auxiliar para encargarse de una vida que en lo sucesivo iba a abandonarme en el vacío de la ociosidad. La idea de volverme a mi casa no me pasó siquiera por la mente y el pensamiento de irme a hojear libros me hubiera puesto enfermo de asco.
Recordé que Oliverio debía estar en el teatro: sabía cuál era y quién le acompañaba. No teniendo por qué resistir a una cobardía más, ocupé un coche y me hice conducir. Tomé un palco oscuro desde el cual esperaba ver a Oliverio sin ser notado. No estaba en ninguno de los otros palcos que había enfrente del mío. Calculé que habría cambiado de proyecto o estaría en alguna de las localidades altas encima de la que yo ocupaba y no me era dado verlas. Habiendo fracasado el plan de sorprenderle en aventura galante, me preguntaba qué era lo que allí tenía que hacer. Me quedé, sin embargo, y difícil sería que le explicara a usted el por qué: tal era el desorden de mi espíritu en el cual se barajaban con el aburrimiento, las penas y el desfallecimiento con perversas curiosidades. Hundía la mirada en todos los palcos ocupados por mujeres; vistas desde abajo formaban una irritante exposición de bustos casi sin cuerpos y de brazos desnudos, cubiertos sólo en parte por los guantes. Examinaba las cabelleras, los ojos, las sonrisas y buscaba comparaciones persuasivas capaces de perjudicar el perfecto recuerdo de Magdalena. No tenía más que un afán: el impetuoso deseo de substraerme de cualquier modo a la persecución de aquel único recuerdo. Lo envilecía a mi sabor, y lo desdoraba esperando, por ese medio, tornarlo indigno de ella, librarme de él a fuerza de ensuciarlo. Al salir del teatro, cuando atravesaba el vestíbulo oí entre un grupo de gente la voz de Oliverio. Pasó cerca de mí y no me vio. Apenas pude ver a la persona de aspecto distinguido, muy elegante, que le acompañaba. Entramos en nuestros respectivos departamentos casi al mismo tiempo y todavía estaba yo en traje de calle, cuando apareció a la puerta de mi cuarto.
– ¿De dónde vienes? – me dijo.
– Del teatro.
Y le dije cuál.
– ¿Me buscaste?
– No fui con intención de buscarte, sólo quería verte – le repliqué.
– No te comprendo. En cualquier caso ésas son niñerías o quisquillas que si fueras otro no te las perdonaría. Pero tú estás malo y te compadezco.
No le vi más durante dos o tres días. Tuvo la severidad de tratarme con rigor. Se informó de mí por mi criado y supe que se preocupaba de mi estado y me vigilaba sin aparentarlo. Cada día de inacción me agotaba más y más me desmoralizaba. No tomaba ningún partido decisivo, pero me parecía que mi debilidad iba a abatirse al primer accidente que la conmoviera.
Tres días después, en una avenida del Bosque por la cual me paseaba desesperado, vi venir despacio un carruaje muy bien atalajado. Iban en él tres personas: dos mujeres jóvenes y Oliverio. En cuanto este último me reconoció, saltó rápido a tierra, me agarró por un brazo, y sin pronunciar palabra me hizo subir al carruaje y luego que estuvo sentado junto a mí, como si se tratara de un rapto le dijo al cochero: «Adelante». Me sentí perdido y lo estaba, en efecto, por algún tiempo al menos.
Respecto de los dos meses que duró aquel extravío – que sólo duró ese tiempo a lo más, – le referiré tan sólo el incidente fácil de prever que lo terminó.
Al principio creí olvidar a Magdalena, porque cada vez que su recuerdo venía a mi mente, le decía: «¡Huye!» como se oculta a los ojos respetados la vista de ciertos cuadros hirientes o vergonzosos. Ni una sola vez pronunciaba su nombre. Puse entre los dos un mundo de obstáculos y de indignidades. Un momento Oliverio llegó a creer que aquello había concluido; pero la persona con quien trataba yo de matar aquella importuna memoria no se engañó. Un día, por ligereza de mi amigo, que se reportaba algo menos a medida que creía más firme mi razón, supe que sus negocios reclamaban la presencia del señor D'Orsel en su provincia y que todos los habitantes de Nièvres iban a trasladarse muy pronto a Ormessón. En aquel mismo instante quedó adoptada una resolución y resolví romper.
– Vengo a decir adiós – dije al entrar en una habitación en que nunca más debía poner los pies.
– Eso mismo habría hecho yo algo más adelante, pero muy pronto – me dijo ella sin manifestar sorpresa, ni contrariedad.
– ¿Entonces no me guardará rencor?
– De ningún modo. Usted no se pertenece.
Sentose delante del tocador y añadió: «Adiós», sin volver la cabeza. Pero me miró en el espejo y sonrió.
Me separé de ella sin más explicaciones.
– Otra necedad más – me dijo Oliverio cuando se enteró de lo que había yo hecho.
– Necedad o no heme libre – repuse. – Me voy a Trembles y te llevo conmigo. No será difícil que se resuelvan a venir a pasar las vacaciones.
– ¿A Trembles contigo? ¿Magdalena en Trembles? – repetía Oliverio cuyos planes había desbaratado mi resolución brusca y temeraria.
– Querido amigo – le dije arrojándome enajenado en sus brazos, – no me digas nada, nada objetes. Seré prudente, muy prudente, pero seré también dichoso; concédeme esos dos meses, que no volverán, que no tornaré a encontrar; es corto tiempo y tal vez el único período de dicha que lograré en toda mi vida.
Le hablaba arrastrado por tan ardiente deseo, me vio tan reanimado, tan cambiado ante la perspectiva inesperada de aquel viaje, que se dejó seducir y tuvo la debilidad y la generosidad de asentir a todo.
– Sea – dijo. – En definitiva, eso a vosotros solos os incumbe. No soy ángel de la guarda. Después de todo bastante hago guiando sólo los pasos de dos locos de atar como tú y yo.
XI
Aquellos dos meses de residencia con Magdalena en nuestra solitaria casa, en pleno campo, a orillas de nuestro mar, tan bello en semejante estación, fue una causa de constantes delicias, mezcladas con tormentos que me purificaban. No hubo un solo día que no esté señalado por alguna tentación grande o pequeña, ni un minuto al cual no corresponda un latido de mi corazón, un escalofrío, una esperanza, una decepción.
Podría decirle a usted hoy, la fecha y el lugar preciso de mil emociones muy débiles cuya huella ha quedado en mi memoria, no obstante la pequeñez del hecho: le mostraría a usted tal rincón del parque, tal escalera de la terraza, tal sitio del campo, del pueblo, de la escarpa, en donde el alma de las cosas insensibles ha conservado tan bien el recuerdo de Magdalena y el mío, que si lo buscara – Dios no lo quiera, – lo encontraría tan reconocible como al día siguiente de nuestra partida.
Magdalena nunca había estado en Trembles y aquella residencia, aunque un poco triste y muy mediana le gustaba. Por más que no tenía las mismas razones que yo para haber depositado en ella cariño, me había oído hablar de ella tan frecuentemente, que mis propios recuerdos se la habían dado a conocer perfectamente v ayudaban a que se sintiera bien allí.
– Su tierra tiene semejanza con usted – me decía. – Me había figurado cómo es, con sólo verle a usted. Es un paisaje melancólico, tranquilo, de suave calor. La vida tiene que ser en ese medio apacible y reflexiva. Ahora me explico mucho mejor ciertas particularidades de su carácter, porque corresponde a los rasgos característicos de su país natal.
Hallaba yo gran placer en hacerla penetrarse así de la intimidad de tantas y tantas cosas estrechamente ligadas a mi vida. Era como una serie de sutiles confidencias que la iniciaban en lo que yo había sido y la conducían a comprender lo que era. Aparte el deseo de rodearla de bienestar, de distracciones y de cuidados, estaba también aquel secreto afán de establecer entre nosotros vínculos de educación, de inteligencia, de sensibilidad, casi de nacimiento y parentesco, que debían hacer nuestra amistad más legítima, prestándole quién sabe cuántos años de antigüedad.
Complacíame ensayar en Magdalena el efecto de ciertas influencias, más bien físicas que morales, a las cuales yo estaba sujeto continuamente. Ponía delante de sus ojos ciertos cuadros naturales, elegidos entre los que, invariablemente compuestos de un poco de vegetación, mucho sol y una inmensa extensión de mar, tenía el don infalible de conmoverme. Observaba en qué sentido podían impresionarla, por qué aspectos de indigencia o de grandeza podría agradarle aquel horizonte siempre triste. En cuanto me era dado la interrogaba sobre estos detalles de sensibilidad en todo exterior. Y cuando la encontraba de acuerdo conmigo – que sucedía con mucha más frecuencia que nunca hubiese esperado, – cuando percibía en ella el eco completamente exacto, y como al unísono de la fibra conmovida que vibraba en mí, constataba una conformidad más de la cual me congratulaba como de una nueva alianza.
Así comencé a dejarme ver bajo muchos aspectos que ella habría podido sospechar sin comprenderlos. Juzgando sobre poco más o menos los hábitos normales de mi existencia iba conociendo con bastante exactitud cuál era el fondo oculto de mi natural. Mis predilecciones le revelaban una parte de mis inquietudes, y lo que ella calificaba de singularidades le iba pareciendo más claro a medida que descubría los orígenes. Nada de eso era efecto de cálculo: cedía a ello con bastante ingenuidad para no dejar margen a tener que reprocharme nada si algo había que se asemejara a la más leve apariencia de seducción; pero inocentemente o no ello es que yo cedía. Ella parecía dichosa. Por mi parte, merced a tales continuas comunicaciones que creaban entre nosotros innumerables puntos de relación, tornábame más libre, más firme, más seguro de mí mismo en todos sentidos; y eso representaba un gran progreso porque Magdalena veía en ello un paso dado en la senda de la franqueza. Esta fusión completa, constante y progresiva duró sin ningún accidente dos meses largos. Hago omisión de las heridas secretas, innumerables, infinitas: no eran nada comparadas con los consuelos que en seguida las curaban. En resumen, era feliz o me parecía serlo si la dicha consiste en vivir rápidamente, en amar con todas sus fuerzas sin causa alguna de arrepentimiento y sin esperanza.
El señor De Nièvres era cazador, y a él se debe el que yo haya llegado a serlo. Me dirigió con mucha cordialidad en los primeros ensayos de una clase de ejercicio que después me ha gustado hasta el apasionamiento. Algunas veces Magdalena y Julia nos acompañaban a distancia o nos esperaban sobre la ribera en tanto que nosotros hacíamos largas batidas en dirección al mar. Distinguíaselas desde lejos como florecitas brillantes posadas sobre los cantos rodados al borde mismo de las olas azules. Cuando los incidentes de la cacería nos llevaban demasiado lejos o nos retenían hasta tarde, oíamos la voz de Magdalena que nos invitaba a volver. Tan pronto nombraba a su marido o a Oliverio como a mí. El viento nos traía aquellas llamadas en que se alternaban nuestros tres nombres. Las notas perladas de aquella voz, lanzada a gran espacio desde la orilla del mar se debilitaban a medida que volaban sobre aquel terreno sin eco; llegaban a nosotros como un soplo levemente sonoro y cuando distinguía mi nombre no es decible la sensación de dulzura y de tristeza infinitas que experimentaba.
Algunas veces, ya se ocultaba el sol cuando todavía estábamos nosotros sentados sobre la parte alta de la costa, ocupados en ver morir a nuestros pies las largas olas que venían de América. Cruzaban embarcaciones cubiertas de los purpúreos reflejos del sol, a flor de agua se encendían luces, las de los faros, con destellos e intervalos de relámpago, fijas y amarillentas las de los buques fondeados en la rada, resinosas las de las barcas pescadoras. Y el vasto movimiento de las aguas, que continuaba a través de la noche y ya no se revelaba más que por sus rumores, nos sumía en un silencio del cual para cada uno de nosotros brotaba un número incalculable de ensueños.
Al extremo de la tierra firme, en una especie, de península, pedregosa, batida del mar por tres lados había un faro, hoy día destruido, rodeado de un jardincito, con setos de tamarindos tan cerca de la orilla, que cada marea un poco fuerte quedaban hundidos en espuma. Era aquél el punto de cita elegido ordinariamente para reunirnos, como he dicho, después de las cacerías. El lugar era solitario, la ribera más alta en aquel sitio, la mar más vasta y más conforme con la idea que se ha formado de ese azul desierto sin límites y de aquella soledad agitada.
El horizonte circular que se abarcaba desde aquel punto culminante de la costa, aun sin apartarse del pie de la torre, ofrecía una grandiosa sorpresa en una zona tan pobremente accidentada que no presenta casi en ninguna porción de ella ni contornos ni perspectivas.
Recuerdo que un día Magdalena y el señor De Nièvres quisieron subir a lo alto del faro. Hacía viento. El ruido del aire que no se percibía abajo, aumentaba a medida que subíamos, rugía como un trueno en la escalera espiral y hacía temblar encima de nosotros las paredes de cristal de la linterna. Cuando desembocamos a cien pies del suelo, un verdadero huracán nos azotó el rostro y de todo el horizonte se alzó no sé qué murmullo irritado del cual nada puede dar idea cuando no se ha escuchado el mar desde muy alto. El cielo estaba nublado. La marea baja permitía ver en el límite espumoso de las olas y el último escalón de la ribera, el triste lecho del Océano pavimentado de rocas y tapizado de vegetaciones negruzcas. Charcos de agua reflejaban la luz a lo lejos, y dos o tres hombres que buscaban cangrejos, tan pequeños que podían ser confundidos con pájaros pescadores, vagaban, casi imperceptibles alrededor de las limosas lagunas. Más allá comenzaba la alta mar, movediza y gris, cuyo límite se perdía en la bruma. Menester era mirar con mucha atención para apreciar dónde terminaba el mar y dónde comenzaba el cielo, tan dudoso era el límite y tanto la una y el otro tenían la misma palidez incierta, la misma palpitación tempestuosa y el mismo infinito. No puedo decirle a usted hasta qué punto resultaba extraordinario aquel espectáculo de la inmensidad dos veces repetida, de extensión doble por lo tanto, tan alta como profunda – vista desde la plataforma del faro, – ni es tampoco descriptible la emoción que a todos nos embargaba. Cada uno fue impresionado de diversa manera, sin duda; pero recuerdo que tuvo por efecto suspender toda conversación y que el mismo vértigo físico nos hizo palidecer de pronto y nos puso serios. Una especie de grito de angustia se escapó de los labios de Magdalena y sin pronunciar una palabra, puestos los codos sobre el balconcillo que nos separaba del abismo, sintiendo que la enorme torre oscilaba bajo nuestros pies a cada embate del viento, atraídos por el inmenso peligro y como solicitados desde abajo por el clamor de la marea que iba subiendo, permanecimos largo tiempo en el más grande estupor, semejantes a personas que teniendo los pies apoyados en la frágil vida, un día, por milagro, corrieran la nunca oída aventura de mirar y de ver el más allá.
Comprendí perfectamente que al influjo de aquella sensación alguna fibra humana había de romperse: era menester que cediera uno de nosotros, si no el más emocionado, el más frágil. Fue Julia.
Estaba inmóvil junto a Oliverio, la manecita temblorosa al lado de la mano del joven, crispada sobre el pasamano de la balaustrada, la cabeza inclinada sobre el mar, los ojos entreabiertos, con esa expresión de extravío que caracteriza al vértigo, el rostro pálido, como el de un niño moribundo. Oliverio fue el primero que advirtió que iba a desmayarse y la tomó en los brazos. Algunos segundos después volvió en sí lanzando un suspiro angustioso que levantó su delgado talle.
– No es nada – dijo reaccionando en seguida contra el irresistible acceso de desfallecimiento, y bajamos.
No se habló más de aquel incidente que fue olvidado, sin duda, como otros muchos. Y si yo lo recuerdo hoy al referirle nuestros paseos al faro, débese a que él fue la primera indicación de ciertos hechos oscuros qué debían tener un desenlace más tarde.
Algunas veces, cuando estaban la mar en completa calma y el cielo sereno, una embarcación venía a buscarnos a la costa, al extremo de los prados, y nos llevaba mar adentro. Era una barca de pesca y tan luego como tomaba el largo se tendía la vela; después, en una mar lenta, plana, blanca al reflejar el sol, como si fuera de estaño, el patrón tendía las redes. De hora en hora eran recogidas y veíamos enredados en ellas toda clase de peces, de brillantes escamas, y extraños productos del mar, sorprendidos en las profundidades del agua o arrancados, revueltos con algas, a sus escondites submarinos.
Cada redada nos traía una nueva sorpresa: después otra vez se echaban al mar los aparejos y la barca derivaba mantenida sólo por el timón y ligeramente inclinada del lado de las redes.
Así pasábamos días enteros contemplando el mar, viendo adelgazarse o engrosar la línea de tierra en la lejanía, midiendo la sombra que giraba alrededor del mástil como en torno de la larga aguja de un cuadrante, lánguidos por la pesadez del día y el silencio, deslumbrados por la luz del sol, privados de conciencia y, por decir así, invadidos de olvido por aquel prolongado columpio sobre las aguas encalmadas. El día acababa y en algunas ocasiones era ya noche cerrada cuando la marea nos volvía a la costa y nos depositaba a pie llano sobre los guijarros de la playa.
Nada podía ser más inocente para todos, y sin embargo, recuerdo hoy aquellas horas de pretendido reposo y de languidez, como las más bellas y acaso las más peligrosas de mi vida. Un día, como otros muchos, la barca apenas hacía camino: arrastrábanla imperceptibles corrientes y casi no oscilaba. Filaba en línea recta y muy lentamente, como si se deslizara por un plano sólido; el rumor de la estela no se notaba, tal era la suavidad con que el agua se desgarraba bajo la quilla. Las marismas reunidas sobre la cubierta a proa callaban y mis compañeros, excepto Julia, dormitaban sobre las tablas caldeadas, al abrigo de la vela extendida a popa formando carpa.
Nadie se movía a bordo. La mar estaba quieta como una masa de plomo a medio fundir. El cielo límpido y descolorido por el resplandor del sol de mediodía reflejaba sobre el agua como en un espejo empañado. No había a la vista ni una sola barca pescadora. Solamente muy lejos y ya casi cortado por la línea del horizonte un buque con todas las velas desplegadas esperaba la vuelta de la brisa de tierra y se preparaba a aprovecharla, semejante a un ave de alto vuelo abriendo las blancas alas.
Magdalena dormía recostada. Sus manos inertes y entreabiertas se habían desprendido de las del Conde. Tenía la actitud de abandono que presta el sueño. El calor concentrado bajo la carpa animaba sus mejillas de ardores un poco más vivos y entre los labios medio abiertos veía yo brillar la extremidad de sus dientes blancos como los dos bordes de una concha de nácar. Nadie más que yo asistía al sueño de aquel ser encantador. Julia, distraída yo no sé en qué confusa aspiración, parecía observar atentamente la partida del barco que maniobraba para hacer rumbo. Traté de cerrar los ojos, no quería mirar más, hice sinceros esfuerzos por olvidar. Me fui a sentarme a proa, sin sombra, apoyada la cabeza en el bauprés que abrasaba. Pero a mi pesar mis ojos se volvían hacia donde Magdalena dormía, vestida de ligera muselina, acostada sobre la áspera tela que le servía de alfombra. ¿Estaba encantado? ¿Estaba torturado? Trabajo me costaría decir si deseaba algo más allá de aquella visión decente y exquisita que reunía todas las circunspecciones y todos los atractivos. Por nada del mundo hubiera hecho el más leve movimiento capaz de romper el encanto. No sé cuánto duró aquél, verdadero éxtasis, quizás varias horas, acaso tan sólo algunos minutos; pero tuve tiempo de reflexionar mucho, tanto como puede hacerlo un cerebro cuando está en lucha con un corazón privado absolutamente de sangre fría.
Cuando mis compañeros despertaron halláronme ocupado en mirar la estela.
– ¡Qué hermoso tiempo! – exclamó Magdalena con una efusión que la revelaba dichosa.
– Capaz de hacer olvidarlo todo – añadió Oliverio. – Que no me causaría pena…
– ¿Sería usted hombre como para tener preocupaciones? – le preguntó el Conde sonriendo.
– ¿Quién sabe? – repuso Oliverio.
El viento no se levantó. La mar, absolutamente muerta, nos retuvo hasta el anochecer. Serían ya las siete en el momento de aparecer la luna llena, redonda, envuelta en caliente neblina que la enrojecía; a falta de brisa, menester fue armar los remos.
Todo esto que le refiero a usted, allá, cuando yo era joven, más de una vez me pasó por la cabeza la idea de escribirlo o como entonces se decía, contarlo. En aquella época me parecía que sólo había un lenguaje para fijar dignamente lo que tales recuerdos tenían de inexpresable, a mi entender. Hoy, cuando he hallado mi historia en los libros de otros, de los cuales algunos son inmortales, ¿qué diré?..
Regresamos cuando ya brillaban las estrellas, al acompasado ruido de los remos, manejados, creo yo, por los bateleros de Elvira.
Eran aquéllas los saludos de despedida de la estación; casi en seguida llegaron las primeras nieblas, luego las lluvias que nos advirtieron que se acercaba el invierno. El día que el sol, que tanto se nos había prodigado, desapareció para no mostrarse más que de tarde en tarde con la palidez propia de su declinación, hice un triste presagio que me aprisionó el corazón.