Kitabı oku: «¿Y tú qué miras?», sayfa 2
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Virgen de por vida
Un tipo acaba de enviarme por mensaje privado una foto de su polla que no le he pedido, pero en su perfil pone: «Dios lo hace todo posible»…
Estoy muy confusa.
—Mi Twitter
Mi madre y yo siempre hablamos de cómo afrontaríamos un intento de violación. A veces decidimos que lucharíamos con uñas y dientes. Le morderíamos la polla a nuestro atacante; en nuestra mente, el violador insiste en los preliminares y seguramente querría que lo complacieran oralmente. Le mordemos la polla, se encoge de dolor y salimos corriendo de la casa o echamos a correr por el callejón gritando, con sangre chorreándonos por las comisuras de la boca. En otras ocasiones, le seguimos el juego y satisfacemos todas sus peticiones. Le transmitimos una falsa sensación de seguridad y, cuando menos se lo espera, le clavamos las uñas en la cara y los genitales y salimos corriendo de la casa o echamos a correr por el callejón gritando, con sangre chorreándonos de las uñas. Nunca estamos juntas en las situaciones con las que fabulamos. Nos cuesta imaginar que un violador pudiera mirarnos a ambas juntas y pensar «gangbang». No. Siempre estamos solas, en casa o entrando en el metro a altas horas de la noche.
Confieso que mi madre y yo no contemplamos situaciones en las que nuestras estrategias acaban con nosotras muertas. Ni tampoco nos planteamos quedarnos paralizadas por el miedo. Pero sí que hablamos sinceramente sobre cómo nos vemos a nosotras mismas intentando zafarnos de un ataque. Considero que es algo que todas las madres e hijas deberían hablar. Y, ya que estamos, también considero que todos los padres e hijos deberían hablar de por qué no hay que violar a nadie. Tengo la teoría de que muchos padres e hijos no hablan sobre la violación, y eso nos obliga a mi madre y a mí a sacar el tema cada vez que voy a verla.
Cuando tenía veintisiete años fui a visitar a mi madre, que seguía viviendo en el mismo apartamento de Harlem en el que me crie. Esperé sentada mientras ella trajinaba en la cocina preparándome algo para comer y una taza de té y me preguntaba si quería algo más. Ahora me hace de camarera porque soy una invitada en su casa. De hecho, monta tal teatro cada vez que me ve que me hace sentir como una adulta y una niña al mismo tiempo. Cuando me independicé, pensé que seguiría concibiendo aquel apartamento como mi hogar mientras mi familia siguiera viviendo allí. Pero no fue así. De hecho, me entristece muchísimo volver allí y sentirme más como una visita que como la hija de mi madre o la hermana pequeña de mi hermano. Todo se me antoja más pequeño. Las puertas son más bajas, el lavabo está más cerca del suelo y ya no sé ni siquiera cómo encender la televisión. Me he hecho mayor.
Así que andábamos en la cocina hablando sobre violaciones, como de costumbre, cuando mi madre dijo:
—Más te vale pelear de verdad si te pasa. Sería muy duro en tu caso, porque aún eres virgen y esa no es una manera de perder la virginidad.
¿¿¿Perdón???
Se me fundieron los cables. Me había llamado virgen y lo había dicho con toda confianza y con un deje de compasión. Allí estaba yo, con mis veintisiete años y tras vivir sola desde hacía dos y ella sabía, sin ningún género de duda, que yo era virgen. Poco importaba que yo tuviera novio en aquel entonces, porque ella seguía firmemente convencida de que era virgen, tan convencida, de hecho, como para mencionarlo en una conversación sobre un tema que no tenía nada que ver con eso. Pero se equivocaba. No era virgen. Y sigo sin serlo. Así es. Lo he hecho.
Sin embargo, me fascina la virginidad. Perderla, mantenerla, hacerlo solo con las manos y la boca porque consideras tu vagina un delicado premio con el cual agasajar a tu marido la noche de bodas. Sacrificas tu ano para salvar tu vagina de porcelana, para evitar que la aplaste y la haga añicos algún tipo que no sepa lo que se hace. Lo entiendo, chica. Más o menos. O mejor dicho… no. La verdad es que no lo capto, pero no estoy aquí para juzgar a nadie. Todo el mundo tiene sus razones para aferrarse a la virginidad… hasta que deja de tenerlas. Y, francamente, creo que así es como tiene que ser. Dejar que un tipo te meta su cosa en realidad es bastante fuerte. Es algo serio. Pero yo no pensaba eso sobre mi virginidad antes de perderla. No la veía como un tesoro o una joya valiosa. Había sentido el peso de mi virginidad desde que mi amigo, un chico, me dijo, cuando yo tenía dieciséis años, que si seguía siendo virgen a los veintiuno y lo necesitaba, me haría el favor de desvirgarme. Lo dijo sin venir a cuento. Estaba tan seguro de que yo suscitaba tan poco deseo que tendría que crucificarse y desvirgarme como acto de caridad. Bendito sea. No se me ocurría nada más triste que un polvo por compasión. No es normal. No podía permitir que eso sucediera. Así que empecé a contemplar la virginidad como una carga de la que tenía que zafarme para poder ser como el resto de mis amigas, normal. Unos años más tarde miré a mi alrededor y, al caer en la cuenta de que era la única virgen que quedaba, tuve un ataque de pánico.
Si crees que te voy a contar qué pasó, te equivocas. No hay ninguna historia. Tenía veinte años. No era ninguna niña. Y no me forzaron, pero tampoco me había planteado cómo sería más de lo que lo habían hecho mis amigas. Simplemente pensé: «Bueno, ya está bien». Y ¡bum!, dejé de ser virgen. Luego vino el arrepentimiento. Pero no me arrepentía de haber perdido la virginidad, sino de mis prisas por hacerlo. Me había parecido tan importante que casi se había convertido en una misión para mí. ¿Cómo pasaría? ¿Con quién pasaría? ¿Dónde pasaría? ¿Me sentiría más adulta después? ¿Me convertiría de repente en una mujer sensual con cinturita de avispa, pechos grandes y un buen culo? ¿Sería otra Jessica Rabbit o Beyoncé? La respuesta fue «no». No me convertí en ninguna de esas cosas y el dónde, cómo y con quién también fueron una decepción.
¡Pero tampoco hay que alarmarse! Al menos sabía el nombre completo y la edad de él de antemano. No tenía un nombre compuesto y pensé: «Caray, tus padres no te querían lo suficiente ni para ponerte un segundo nombre… ¡Qué pena!». Y para asegurarme de que no tendría que volver a verlo nunca, compartí con él ese pensamiento.
Me miró y luego estalló en carcajadas. Le parecía graciosa. Y eso me bastó, así que me lo tiré.
¿Me juzgas por ello? Pues recuerda que tú también la cagabas a los veinte años, posiblemente más que yo. ¡No lo olvides!
Durante un tiempo después de aquello intenté disfrutar con el sexo, pero no lo conseguí. Con nadie. Y lo intenté de verdad. Me iba con chicos muy atractivos, pero no disfrutaba más que con los feos. Lo probé con chicos que de verdad querían mantener una relación conmigo, pero no me hacían sentir mejor que los que solo buscaban algo que hacer un viernes por la noche. Intenté verlo como un juego. Intenté interpretar a un personaje para comprobar si ella se lo pasaba mejor, pero no fue así. Seguía pensando que el problema era cada uno de los chicos con los que estaba, algo personal. Tal como he dicho, me esforcé de verdad. Pero siempre me sentía igual: fría, vacía, sin sentimientos.
Fue una época muy rara de mi vida. Estaba cayendo en una depresión y, aunque no me superencantaba el sexo, al menos cada encuentro se convertía en algo en lo que podía concentrarme para distraerme del hecho de que todo en mi vida me hacía profundamente infeliz.
Entonces no era consciente, pero aquella fase de seudopromiscuidad fue parte de mi depresión, no una distracción de esta. La pobre, tonta y promiscua Gabby. Vaya por delante que no hubo tantos hombres. Solo unos cuantos. Pero a eso fue a lo que me dediqué, con idas y venidas, entre los veinte y los veintidós años. La llamo mi «fase promiscua».
Hay algo de hacer terapia que me parece importantísimo. Yo adoro a mi madre, pero había muchas cosas de las que no podía hablar con ella durante mi fase azada. No podía decirle que era incapaz de dejar de llorar y que odiaba todo lo relacionado conmigo. Mi madre siempre ha sido una mujer independiente con montones de amigos que la quieren y creen que es la persona con más talento que existe. Su vida a los veinte no se parecía en nada a la mía. Las pocas veces que intenté sincerarme con ella pareció no dar demasiada importancia a lo que me pasaba. Cuando estaba triste por algo, me decía que tenía que ser más fuerte y, cuando estaba enfadada, me decía que no fuera tan quisquillosa. Mi madre siempre tenía fe en que las cosas saldrían bien, pero que me dijera «Mañana será otro día» a mí no me bastaba. La primera vez que le confesé que estaba deprimida, se echó a reír. Literalmente. Pero no porque sea una mala persona, sino porque pensó que era una broma. ¿Cómo era posible que no fuera capaz de recomponerme yo sola, como hacía ella, como hacían sus amigas, como hacía la gente normal?
Y yo seguí sumiéndome en mis pensamientos tristes. En pensamientos sobre la muerte. No dormía por las noches. Y cuando por fin se hacía de día, tenía que ir a clase. Entonces estudiaba en el City College de Nueva York, que estaba a cinco minutos a pie de mi casa, pero no había día en que no llegara a clase llorando y sudando la gota gorda, con la respiración entrecortada y convencida de que iba a morir. Durante un tiempo pensé que tenía ataques de asma. Fue más tarde cuando caí en la cuenta de que lo que tenía eran ataques de ansiedad. Estaba hecha un lío.
Dejé de comer. A veces no comía nada durante días. Y, a menudo, cuando estaba demasiado triste para dejar de llorar, me bebía un vaso de agua y me comía una rebanada de pan y luego la vomitaba. Después de vomitar dejaba de estar triste. Me sentía relajada por fin. Así que nunca comía nada hasta que tenía ganas de vomitar y solo después de hacerlo conseguía distraerme del pensamiento al que le estuviera dando vueltas en la cabeza. Estar conmigo era una fiesta.
Al final me decidí a hablar con un médico. Era estudiante de secundaria y pobre, lo que significaba que tenía una excelente atención sanitaria: el Medicaid. (Por extraño que resulte, ahora que soy una actriz de treinta y tres años en activo no puedo permitirme lo que sí podía costearme a los veintidós. ¡Viva América!). Encontré una doctora y le expliqué todo lo que me pasaba y me hacía sufrir. Nunca había elaborado toda la lista y, al escucharme, caí en la cuenta de que lidiar con todo aquello yo sola era inviable.
La doctora me preguntó si tenía pensamientos suicidas.
—Bueno, aún no, pero, cuando los tenga, sé cómo hacerlo —le contesté.
No tenía miedo a morir y, de haber existido un botón que borrara mi existencia de la faz de la Tierra, lo habría pulsado, porque habría sido más fácil y menos desagradable que suicidarme. Según la doctora, con eso bastaba. Me recetó un antidepresivo y me sugirió empezar a hacer terapia. Terapia dialéctico-conductual. Sí, ya lo sé. ¡¿Qué diantres es eso?!
La doctora me explicó que la terapia dialéctico-conductual (DBT) era una terapia cognitivo-conductual diseñada para tratar el trastorno límite de la personalidad. Podía optar a un programa de tratamiento de seis meses con sesiones de terapia en grupo destinadas a ayudar a gestionar las emociones y los comportamientos que podían ser síntomas de un trastorno límite de la personalidad. Las sesiones eran de lunes a viernes, de 12:00 a 15:00 horas.
¿Tenía yo trastorno límite de la personalidad? No. Para nada. Pero la doctora opinaba que era el mejor tratamiento que podía costearme con mi seguro de pacotilla. Y como de todos modos estaba suspendiendo en el instituto, si me sobraba algo, era tiempo. En pocas palabras, era la candidata perfecta para la DBT aunque mi diagnóstico real fuera solo por depresión con un ligero trastorno alimentario. (Digo «solo» y «un ligero», como si aquello no estuviera arruinándome la vida. Iba a morir. Qué risa). Mi doctora estaba entusiasmada con suscribirme al programa. De hecho, recuerdo pensar que quizá lo estuviera demasiado.
Mientras me explicaba qué era la DBT y en qué podía ayudarme, dejé de prestar atención. Asentía con la cabeza cada vez que hacía una pausa y de vez en cuando intercalaba algún: «Ah, vale». Pero en aquella época era incapaz de concentrarme en nada. Ni siquiera cuando alguien me hablaba directamente en una estancia en silencio. Lo que pensaba era en que tendría que saltarme la escuela para asistir a terapia y en si merecería o no la pena. Y pensaba también en cómo se lo explicaría a mi familia.
Regresé a casa de la consulta de la doctora con un frasco de antidepresivos y una nueva oportunidad en la vida. Primero le comuniqué la noticia a mi hermano. Le expliqué a Ahmed cómo me sentía y que había tenido que acudir en busca de ayuda. Me sugirió que leyera la Biblia y viera misa en la televisión con él los domingos por la mañana. También dijo que lamentaba no haber sido consciente de mi malestar y que le habría gustado serlo para poder ayudarme. Tendría que habérselo dicho antes. Yo siempre había pensado que mi hermano era tan egocéntrico como cualquier otro veinteañero. Y no confiaba en que otras personas pudieran cuidar de mí. En el caso de Ahmed, me equivocaba.
Decidí explicárselo a mi madre mientras estaba en la cama, dormida. La desperté suavemente y, mientras seguía en duermevela, procedí a transmitirle el hecho superimportante de mi tratamiento para la depresión como si estuviera plenamente despierta y fuera capaz de asimilar la noticia. Confiaba en que no pudiera reaccionar.
Mira, mi madre me quiere más de lo que seguramente yo seré capaz de entender nunca. Quiere que tenga la mejor vida posible y sus miedos sobre mí emanan del amor. Teniendo todo eso en mente… el primer instinto de mi madre fue decirme que no sentía lo que en realidad sentía, que simplemente estaba montando un drama. Fue como si me diera un bofetón, pero ahora sé que lo único que pretendía es que no tuviera ganas de morirme. Había invertido tanto tiempo en intentar mantenerme con vida que le desgarraba el corazón imaginar que yo habría preferido que no lo hiciera. Sufría pensando que yo sufría. Y se lo tomó como algo personal.
Su segundo instinto fue hablarme de una época en su vida en la que estaba triste y no era capaz de dormir. Como yo. Me explicó que cada día, cuando se levantaba, pensaba en que Dios la ayudaría a superarlo, y que lo hizo. Le agradecí que se sincerara conmigo, pero lo que describió no tenía nada que ver con lo que yo estaba viviendo. No conseguí hacerle entender que, para mí, Dios no era suficiente. No conseguí hacerle entender que yo ya no era capaz de levantarme de la cama sola.
Así que empecé la DBT: cinco días a la semana, tres sesiones al día, cada una de ellas dirigida por un terapeuta distinto. Dos de esos días iba a terapia de grupo y los jueves iba a terapia individual. Yo era la más joven del grupo; los demás me sacaban unos diez años. Muchos de los asistentes habían probado varios cócteles de medicamentos y terapia antes de la DBT. Algunos habían sobrevivido a intentos de suicidio y hospitalizaciones en la planta de psiquiatría. También los había que se habían pasado años en una lista de espera y habían invertido todos sus ahorros en poder asistir a las sesiones de DBT. Yo, por mi parte, me las había apañado para llegar allí en volandas un día después de mencionarle mis sentimientos a la doctora. Era la que tomaba la dosis más baja de uno de los antidepresivos más suaves, y la verdad es que estaba funcionando. Y solo tenía veinte años, así que aún tenía que echar a perder mi vida.
Para mí, aquellas sesiones eran divertidas. Gran parte del programa consistía en llevar un diario y anotar mis pensamientos y sentimientos y luego leerlos en voz alta delante de los demás. Se me daba bien escribir mis pensamientos y sentimientos y leerlos en voz alta. De fábula, vamos. (¿Has visto mi perfil en Twitter?). Me adapté enseguida al programa y, básicamente, empecé a patear mi depresión. Me estaba convirtiendo rápidamente en la persona más feliz del campamento de los tristes (así era como me llamaban).
Había una mujer que me odiaba. Decía que era demasiado perfecta, que era la favorita de todo el mundo y que estaba harta. Era una capulla integral, pero, si somos justos, ella sí que tenía un trastorno límite de la personalidad. Lo estaba pasando peor que yo y debía resultarle duro verme sonriendo y riendo. Salvo a ella, a la mayoría de las personas de mi grupo les caía bien. Yo hacía bromas sobre mi dolor y me pasé el primer mes del programa sintiéndome mentalmente más sana que el resto de los presentes. Creía que no necesitaba tanta ayuda como ellos. (Ahora entiendo por qué aquella zorra me odiaba). Pero, tanto si estaba más sana como si no, lo cierto es que estaba en aquella DBT con mis compañeros porque necesitaba ayuda. En gran parte, mi «felicidad» era fingida y los chistes no eran más que una coraza. Uno de los terapeutas lo llamaba «la cebolla». Se reía de mis chistes impertinentes y luego decía: «Vale, Gabby, pero ahora pela la cebolla. ¿Qué hay debajo de ese chiste? Veamos… ¿Es miedo? Pela la cebolla». ¡Puñetero hippy!
Al principio pensaba: «¡Cierra el pico, Jacob! Te he visto fumándote un cigarrillo ahí fuera. No eres quién para decirme nada». Pero, al cabo de tres meses, ya tenía menos prejuicios. Me esforzaba por ser sincera acerca de mis sentimientos con todo el mundo, inclusive conmigo misma. Estaba pelando la cebolla. También estaba emocionalmente más estable. Seguía bregando con el trastorno de alimentación, pero ya no quería morirme. Le estaba agradecida al programa y a la doctora que me había sugerido apuntarme. Los pensamientos que había tenido, la ausencia de temor a la muerte, la tristeza emocional incontrolable… No tenía ni idea de quién era la chica que los había experimentado, pero ya no era yo. Y, definitivamente, no es la persona que escribe estas líneas hoy.
Hubo algo, no obstante, que no cambió: seguía enrollándome con tíos al azar. Tardé un poco más en aprender que me merecía, al menos, que alguien me gustara para dejar que se restregara contra mí. Con el tiempo empecé a creer que me merecía algo más que que alguien me follara y se olvidara de mí. Decidí probar el celibato por un tiempo, aunque preferí no contarlo por ahí para no parecer un bicho raro.
—Más te vale pelear de verdad si te pasa. Sería muy duro en tu caso, porque aún eres virgen y esa no es una manera de perder la virginidad —me repitió mi madre.
Estaba tan convencida de lo que decía que lo dijo dos veces. Se me quedó mirando fijamente, a la espera de una respuesta.
De repente me di cuenta, en medio del silencio por mi desconcierto, de que mi madre pensaba que estábamos más unidas de lo que en realidad estábamos. Pensó que, como hablarle de mi depresión me había ido tan bien, le contaría que había perdido la virginidad cuando sucediera. Me tenía por una florecilla delicada. Y también le parecía un poco triste que tuviera veintisiete años y siguiera siendo virgen.
¿Cómo se lo decía?
—Claro, mamá, pelearé con todas mis fuerzas. ¿Me preparas un sándwich?
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Por qué no hay que casarse a cambio de un permiso de residencia permanente
La historia de dos personas que se casaron, se conocieron y se enamoraron.
—Eslogan de la película Matrimonio de conveniencia
Podría describir a mi madre, Alice Tan Ridley, de muchas maneras. Hippy de espíritu libre es una de ellas (en realidad, yo soy la única que la llama hippy y nunca lo he hecho en su cara). Le traen sin cuidado las reglas y las rompe con frecuencia. Deja que cada cual viva como quiera. Le gustaría que fuera socialmente aceptable que los hombres heteros lloraran y llevaran vestidos y faldas. (Dicho esto, me ha pedido que la entierren con pantalones).
Mi madre es la tía favorita de todo el mundo. Es la más pequeña de nueve hijos, todos ellos nacidos y criados en una calle polvorienta de una ciudad de Georgia de la que nadie ha oído hablar. Tiene una tonelada de hermanas que tuvieron hijos cuando ella era aún una niñita, así que lleva ayudando a criar niños toda su vida. Se convirtió en ayudante de maestra de preescolar a los trece años. Y se ha formado en el arte del entretenimiento desde que nació.
Se siente cómoda siendo quien es y sabe que es maravillosa. Y si alguien cree que no lo es, se equivoca. Es la persona más segura de sí misma que existe. En el mundo entero. También es la persona con más talento en kilómetros a la redonda. En miles de kilómetros, quizá. Desde luego, en esta ciudad. Deslumbra como un diamante porque es una puñetera estrella. Esa es otra expresión que utilizo para describir a mi madre… pero nunca delante de ella tampoco.
Si lo que he dicho sobre mi madre es objetivamente verdad o no, al menos es lo que ella cree de sí misma y, un poco al estilo del «pienso, luego existo», acaba siendo verdad porque es su verdad. Es una seguridad en uno mismo difícil de encontrar. Yo llevo toda mi vida intentando sentirla, pero aún me queda muy lejos. Que no me malinterprete nadie. ¡Soy una tía genial! Pero la seguridad de mi madre en sí misma es increíble e hipnótica, como un espectáculo de magia. ¿Te imaginas ser su hija? Es un incordio. Como un espectáculo de magia.
Cuando nacimos Ahmed y yo, mi madre trabajaba en las escuelas públicas de la ciudad de Nueva York como asistente de maestra, impartiendo clase a niños con capacidades diferentes. Sus alumnos tenían síndrome de Down, parálisis cerebral y otras discapacidades. Cuando la clase salía de excursión al zoo o al circo, o incluso a ver un partido de baloncesto al Madison Square Garden, nos llevaba con ellos. Cuando empezamos a ir a la escuela, fuimos al mismo colegio en el que enseñaba mamá. Al menos una vez al día yo pedía permiso para ir al lavabo e iba a visitarla a su clase, agarraba algo para comer, les preguntaba a mis amigos cómo estaban y luego regresaba a mi aula.
Alice ha trabajado como cantante profesional desde niña e incluso mientras era maestra tenía su propio espectáculo: un almuerzo góspel cada domingo en el célebre Cotton Club de Harlem. Siempre andaba cantando. Cantaba el himno estadounidense en las reuniones escolares y en coros de distintas iglesias, pero su espectáculo en el Cotton Club era un trabajo de verdad. Poseía una voz asombrosa que no tenía ninguna intención de desperdiciar.
Lo del entretenimiento era algo natural. En el autobús y en el tren, mi madre jugaba al veoveo con mi hermano y conmigo o nos contaba el cuento de «La fea durmiente», un cuento que se había inventado sobre una niña tan fea que se quedó dormida mientras esperaba a un príncipe con quien casarse. Muchas veces, mi madre se inventaba un cuento de hadas a partir de cualquier cosa que hubiera visto en la tele después de que mi hermano y yo nos fuéramos a dormir. Otros pasajeros escuchaban sus historias y reían con nosotros. Yo los odiaba, porque odiaba a los desconocidos. Mi madre, por el contrario, les sonreía mirándolos a la cara. Mi madre desprendía felicidad.
Por eso su matrimonio con mi padre carecía de sentido para mí de niña.
Mi padre siempre me ha parecido el hombre más aburrido del planeta. No se ríe y sonríe aún menos de lo que ríe. Es taxista. Y siempre me ha parecido que eso es tanto una descripción de su personalidad como su profesión. Lo recuerdo siempre trabajando. A veces nos llevaba en coche a la escuela por la mañana, pero la mayoría de los días no lo hacía. Parecía odiar la risa de sus hijos. En ocasiones, mientras estaba fuera, mi hermano y yo nos tumbábamos en la cama de mis padres con mi madre. Ella nos hacía cosquillas y nos dejaba cabalgarla por la espalda mientras intentaba derribarnos. Nos partíamos de risa hasta que, de repente, cuando escuchábamos la puerta de casa cerrarse de un portazo, mi madre decía:
—Vaya. El Sr. Hombre ha llegado.
Aquel portazo ponía fin oficialmente a la diversión. De repente, mi padre aparecía en la puerta del dormitorio con la nariz en alto.
—Risas, risas y más risas. ¡Parece que no sabéis hacer otra cosa que reír! Todo el día riendo, por Dios santo. ¡Qué ruidosos sois! Se os oye desde el ascensor.
Dicho lo cual se iba a la cocina a cenar. Solo. Mi madre ponía los ojos en blanco y lo imitaba haciendo mímica, y yo volvía a reírme. Bien alto. Mi padre es africano y tiene acento cuando habla en inglés. «Africano» es otro término que utilizo para describir su personalidad. Africano, taxista, aburrido.
Mi padre quería que viviéramos teniéndole miedo porque lo consideraba una señal de respeto. Pero, como yo no le tenía miedo, solía meterme en líos. En parte, la culpa era de mi risa. Tengo una risa que parece más un chillido estridente seguido de un resoplido estentóreo que una risa normal. Si las personas pudieran elegir el sonido de sus risas, probablemente yo escogería algo que no sonara como si viviera debajo de un puente y les diera un susto a los personajes de un cuento de hadas mientras van de camino a casa de su abuelita. Mi padre detestaba mi risa y estaba convencido de que podía cambiarla, de que no me esforzaba lo suficiente. Me amenazaba con pegarme los labios con pegamento para no tener que oírla. Alguna vez también me había amenazado con sellarme la boca y el culo para que, al reír o tirarme un pedo, explotara. ¡Y lo decía en serio! Sé que suena horrible, pero es lo más divertido que ha dicho nunca. (Era más divertido cuando no lo pretendía). Yo fingía tenerle miedo, pero, en cuanto me quedaba sola, me partía el culo pegado con pegamento de risa.
Cuando tenía unos seis años, mi padre y yo tuvimos una discusión monumental. Empezó cuando mencionó su plan de vivir conmigo cuando fuera anciano. Dijo que yo tendría que cuidarlo, cocinar para él y limpiarlo como una buena mujer musulmana, etcétera, etcétera.
¡Ah, sí! Yo era musulmana de nacimiento. Pero un año antes de aquella conversación, cuando tenía cinco años, tomé la decisión consciente de dejar de serlo. Seré sincera: quería comer beicon como mi madre y ya me habían advertido sobre todo eso de limpiar y cocinar para él, así que la elección fue fácil.
Había llegado el momento de decirle a mi padre que bajo ningún concepto iba a permitir que viviera conmigo y mi futuro marido e hijos. Ni siquiera me gustaba vivir con él entonces. Para resumir mi aportación a aquella discusión, dije algo parecido a: «¡Ni lo sueñes!».
Papá y Ahmed. Esta es una de mis fotografías preferidas de Ahmed de bebé. Yo no había nacido aún, así que todavía era bastante feliz. Soy lo peor que podía pasarle a ese niño. Mi padre parece esforzarse en no sonreír, el muy tonto…
Cortesía de Gabourey Sidibe
—Cuando eras pequeña —me respondió—, te dormías aquí, apoyada en mi pecho. ¡En este pecho! ¡Y te encantaba!
Estaba intentando abrirse camino en mi hogar del futuro haciéndome sentir culpable.
—¡De eso hace años! —le espeté yo—. Mi marido y yo estaremos demasiado ocupados para tenerte viviendo con nosotros. ¡No puedo permitírmelo!
Al final, mi padre decidió tener más hijos que lo quisieran más que yo y se sintieran agradecidos de que conviviera con ellos. Le deseé buena suerte entonces y sigo deseándosela ahora. Han transcurrido más de veinticinco años y sigo sin querer vivir con él.
Lo que vengo a decir es que mi madre y mi padre eran como la noche y el día. Mientras mi padre estaba en el trabajo, en nuestra casa resonaban risas, y, cuando mi madre se iba, la casa se sumía en la oscuridad y o bien hacía demasiado frío o demasiado calor. En cualquier caso, era incómoda. Siempre me venía a la mente aquella canción de Bill Withers, «Ain’t No Sunshine When She’s Gone», porque era justo lo que me parecía, que cuando mi madre se iba no lucía el sol. ¿Cómo podían dos personas tan diferentes haberse amado lo suficiente para casarse y tener hijos?
¡El sueño americano!
Mi padre, Ibnou Sidibe, es senegalés. Su padre era un político que ejerció de alcalde de la tercera ciudad más importante de Senegal, Thiès (pronunciado chess). Mi padre era su segundo hijo de su segundo matrimonio. Su primogénito había fallecido a los dos años, lo cual había convertido a mi padre en su hijo mayor, una posición muy destacada en una familia senegalesa. A mi padre lo enviaron a estudiar arquitectura a Francia. En algún momento después de licenciarse, pensó en trasladarse a Estados Unidos. Nunca le he preguntado por qué; siempre he dado por supuesto que era para hacer fortuna, como en un cuento de hadas en el que vendía su preciada vaca a cambio de habichuelas mágicas para sembrar una planta con la que poder hacer un barco para navegar hasta América. No hay pruebas de que mi padre llegara aquí en un barco hecho de un tallo de habichuelas mágicas que consiguió a cambio de vender su excepcional vaca, pero siempre me ha gustado más esa idea. Mi padre siempre ha sido tan aburrido que he rellenado los huecos de su historia vital con extravagancias para que me caiga un poco mejor.
Lo más probable es que llegara en avión. Se alojó con familiares, amigos y donde buenamente pudo, e incluso durmió en vestíbulos de hoteles y edificios de apartamentos, pero no creo que lo hiciera durante mucho tiempo. Aprendió inglés bastante rápido, hizo amigos, encontró una habitación y consiguió algunos empleos. Pero para poder quedarse en este país necesitaba encontrar una esposa. Les comunicó su plan a sus amigos y, a través de ellos, Ibnou conoció a Alice. Le ofreció unos 4.000 dólares por casarse con él para poder conseguir el permiso de residencia permanente.
Y ella aceptó. Mi madre dice que le caía bien y que por eso se casó con él. Dice que el dinero no importaba.
Mi padre la cortejó durante todo un año después de casarse antes de que al final ella se enamorara lo suficiente como para acostarse con él. ¡Sí, has leído bien! Mi madre es tan sofisticada que tienes que casarte con ella y esperar un año antes de que te dé juego. Él se la llevó a África, a visitar su ciudad natal, y ella cuenta que fue allí donde se enamoró de él y decidió que era su marido de verdad y que construirían una vida juntos.