Kitabı oku: «Por un sendero de sueños», sayfa 2

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Capítulo iv

Epameroi. La mirada de Olivia recorrió suavemente las letras de la portada. Había dejado de escuchar lo que Carina le decía del otro lado del teléfono.

Distraída volteó a ver la puerta de cristal. Como un fantasma, un paraguas pasó dando tumbos impulsado por la ráfaga de viento y hielo. ¡Cuántas cuadras no habría recorrido sin su dueño! Cerró los ojos como para alejar la hostilidad del clima, y, al hacerlo, recordó que el estacionamiento donde había dejado el automóvil pertenecía a un pequeño hotel donde podía pasar la noche para no tener que manejar en condiciones de tormenta.

—No quiero correr ningún riesgo, hija. Creo que es mejor que me quede en la ciudad.

Había una alegría detrás de estas palabras. Era como si deseara estar a solas con el libro. Disfrutar el olor a madera que emanaba de sus páginas, leer las notas al margen y descifrar por qué don Carlos le había dejado precisamente ese legado. Cuando salió de la sala, Amán estaba cerrando con llave una de las vitrinas.

—Si me ayuda a cubrirlo para que no se dañe, me gustaría llevármelo.

—Como guste.

Olivia se mordió los labios pensando que la seriedad de Amán la turbaba.

—Disfrute del hechizo…

—¿Cómo?

—El hechizo del libro —corrigió— la poesía de Píndaro es extraordinaria y parece transportarnos al ayer.

Por respuesta, Olivia levantó una ceja y entregó el libro que Amán envolvió con sumo cuidado. La nieve seguía acumulándose en la acera. Al salir de la librería, las botas de la mujer se hundieron varios centímetros en la humedad blanca.

—Por favor tenga cuidado. ¿Quiere que la llame cuando tenga más informes del otro ejemplar?

—Puedo pasar a preguntar mañana mismo. Estaré en el área. Gracias.

Caminó tercamente contra el viento, abrazada a la bolsa de plástico con el fin de proteger su contenido y temiendo que le fuera a pasar lo que al paraguas. Llegó al estacionamiento, y en lugar de pedir su coche subió por un elevador antiguo que marcaba con una estrella el nombre del hotel Rumania.

Indecisa, observó el espacio. La entrada estaba iluminada por una lámpara art decó que simulaba un ramo de alcatraces. La mesa de madera de la recepción estaba bien pulida, pero a la pared le faltaba pintura. La alfombra, que alguna vez había sido rojiza, se veía bastante desgastada.

Se acercó al mostrador. Una mujer de tez muy blanca, como salida de un cuadro prerrafaelista, le dijo con marcado acento eslavo que no había cuartos disponibles, pero que podía darle uno al que solamente le faltaba la chapa, pues lo estaban remodelando. Podía ocupar esa habitación si lo deseaba.

—Tiene calefacción. Además hay galletas y café instantáneo en la maquinita. —señaló el corredor.

El cuarto fue fácil de localizar: era el que tenía un agujero en lugar de picaporte. Al entrar se dio cuenta de que una nube de polvo blanco estaba suspendida en el aire. Sacudió el edredón y se quitó las botas. Unos minutos después la mujer de la recepción llamaba del otro lado de la puerta:

—Le sugiero que atranque la puerta con el tocador. Si necesita algo, solo llame. Mi nombre es Yelena.

Olivia se estremeció. Damos por hecho que estamos seguros cuando cerramos la puerta; sin embargo una puerta sin chapa es un objeto inútil, pensó, adentro hay apenas espacio, pero afuera… afuera todo es desmedido.

Siguió la indicación de la mujer cuestionándose lo irónico de la situación (y del mensaje mismo), y trató de instalarse lo mejor que pudo. Incluso corrió las cortinas para no ver las ráfagas de viento golpeando la ventana.

Enseguida sacó el libro del empaque. De nuevo se sintió transportada por el aroma a cedro. Alguna vez había leído que en la antigüedad la madera de ese árbol se quemaba para crear un espacio sagrado. Le pareció lógico. La sutileza del aroma parecía llamar a la concentración.

El ejemplar medía unos 40 centímetros y estaba encuadernado en papel pergamino. La portada tenía una decoración con un rectángulo en oro, y las letras del título parecían fugarse dentro de este rectángulo según les diera la luz, como otra puerta, sonrió.

Buscó en las páginas interiores, y aunque el texto no tenía grabados, la caligrafía de las notas era pequeñita y hermosa, ¿gótica? Estaba hecha como si se hubiese añadido a modo de decoración. La tinta era cobriza, ¿un color tomado de alguna planta exótica?, y el volumen había sido editado en Sevilla en 1751.

Puso atención a las primeras frases. No a las de Píndaro, sino a las notas. Transcribir palabras significativas era una de sus aficiones. Copió algunas en su agenda y luego las releyó.

Efímeros somos, ¿qué es uno?, ¿qué no es? Sueño de una sombra, el hombre. / Lo que es, lo que será, lo que ha pasado. / El tiempo vivo de un lento diálogo con los años./ Apenas un destello, una mirada./ Un momento que se nos vuelve polvo. / Sin entenderlo, un día vuelve a latir en medio de la tierra, y la recorre./ Amarga y dulce voz de la memoria. / Recordando lo que somos desde nosotros mismos.

Bostezó largamente y releyó sin comprender. Leyó una vez más y se dio cuenta de que no tenía energías para pensar. Sin embargo, las frases sonaban bien al pronunciarse encadenadas, como si todas se comunicaran en un conjuro. Las leyó de nuevo en voz alta. La lámpara del cuarto daba una luz extrañamente amable.

Las notas seguían: hablaban de semillas, de siglos, de cenizas, otra vez de un momento que se nos vuelve polvo. Acompañaban (¿completaban?) la obra del autor griego, que a su vez reflexionaba sobre las relaciones que en la vida humana guarda lo efímero con la dicha. Luego estaban las palabras, las odas triunfales inspiradas en atletas, la inmortalidad otorgada por las palabras del poeta.

Con un suspiro de renuncia, Olivia colocó el libro sobre la mesilla, apagó la lámpara y se cobijó. Minutos después dormía.

Durmió con la profundidad con la que a veces duermen los enfermos, hasta que la luz de la mañana le dio en el rostro. Lo primero que vio fue el polvo suspendido que a todo daba una apariencia irreal. Trató de ajustar la mirada cuando algo la hizo incorporarse de un salto. Se llevó la mano al corazón al tiempo que ahogaba un grito. La recepcionista del hotel la zarandeaba.

—¡Ven, sígueme! ¡La estatua de la Libertad ya se alcanza a ver!

Olivia trató de expresar su confusión, pero las palabras no salieron de su boca. Se levantó tratando de mantener el equilibrio. El piso de tablas se mecía bajo sus pies. Se abrigó y siguió a la mujer fuera del espacio en que se encontraban: un área de carga con colchones, mujeres sentadas en cajas y niños llorando. Se dio cuenta de que soñaba. Un sueño detallado, lúcido, en el que podía participar activamente.

Tropezaron entre ayes y quejidos hasta salir a un pasillo oscuro que olía a una mezcla de sopa y vinagre. Al final se veía una mesa con un gran garrafón. Unas cien personas estaban formadas con sus respectivas tazas para llegar con quien repartía el agua. Otro tanto de individuos se arremolinaba frente a una pequeña ventana por donde entraba aire fresco.

—¿La estatua! ¡Ya llegamos!, ¿Lo ves?

Las personas se abrazaban. Olivia recorrió con la mirada tratando de averiguar en dónde se hallaba. Un barco, sí, pero ¿cuál? ¿En qué momento…?

—¿Ves? Hicimos bien en tomar el SS Majestic. No hubo grandes contratiempos, ¿o sí? Bueno, tú sí que estás pálida. ¿Estás mareada? Vamos, no pierdas tu lugar para llegar a la ventana —la empujó.

Olivia llegó a la claraboya y se asomó dejando que el aire la reconfortara. Cerró los ojos con la esperanza de despertar. El buque de vapor estaba por llegar a Ellis Island: la puerta a Nueva York.

Como si la memoria le hubiese llegado con un soplo de viento, recordó el resto de la travesía. La inspección médica para subir a bordo, el peso del equipaje, las preguntas: ¿es usted viuda?, ¿tiene hijos? Tenga esta tarjeta para que no la pongan en cuarentena al llegar a Estados Unidos. No la pierda.

Recordó también la compra del boleto. Traía un listado de las provisiones a las que tenía derecho: pan, avena, arroz, papas, pasas, azúcar, vinagre, un kilo de carne en total, otro de pescado y uno de más de cerdo. Podía comprar sopa a bordo, pero debía llevar utensilios, cobija, jabón. El agua se racionaba diariamente.

Olivia sintió un fuerte mareo, y recordó que durante la travesía los tripulantes habían enfrentado una tormenta. Volvió a sentir náuseas. Las personas dejaban las tripas en los corredores. ¡Había solo un baño a cada costado del barco!

—¿Lo ves? Como te lo dije, no nos morimos.

Volteó a ver a su amiga, que le hablaba en romaní, un idioma que extrañamente era capaz de identificar y comprender, aunque no se suponía que lo hiciera.

—No te habrás arrepentido de dejar todo atrás, ¿verdad?

—¿Qué me pasa? —otro recuerdo volvió a golpearla:

Estaba con Yelena poco antes de tomar la decisión de embarcarse. Esperaban en un terreno que pertenecía a un ministro en Rumania, de donde ellas eran. Sus esposos habían sido reclutados como parte de una brigada para hacer agujeros donde se debían plantar abedules de gran tamaño.

El trabajo debía ser hecho con rapidez. Los abedules desenraizados y transportados desde los Cárpatos necesitaban ser rápidamente plantados. La brigada era numerosa. Como otras mujeres, Yelena y ella estaban preparando la comida para cuando sus esposos llegaran. Entonces sucedió:

Una vieja en cuclillas cortó las hojas y las ramas de uno de esos abedules que esperaba su turno para ser plantado. No las quería para tratar enfermedades de la piel ni para la caída del cabello sino para aliviar su artritis. El ministro vio a la anciana y le gritó furioso. Les gritó a todos que eran basura. Los obreros, indignados, se solidarizaron con la anciana y abandonaron el trabajo. “¡Deben plantarlos esta noche!”, se atrevió a gritar el ministro, pero ellos regresaron a su campamento y se apretaron el cinturón para no sentir hambre.

Unas horas después, llegaba al campamento un grupo de guardias. Sacaron a los hombres de las tiendas. Con palos y porras comenzaron a golpear a diestra y siniestra. La sangre de un viejo salpicó a Yelena. Era una crueldad que nadie podía entender. Cayeron los puños en la cara de los hombres; cayeron patadas y desesperanza. Los esposos de Olivia y Yelena trataron de detener el maltrato. Los guardias les dispararon. Olivia vio caer al esposo de su amiga y corrió a auxiliar al suyo que tenía sangre en el pecho. Con una convulsión murió en sus brazos. El resto de los obreros fue obligado por los guardias a regresar al trabajo. En silencio, los hombres terminaron de hacer los agujeros y volvieron a sus caravanas sin ninguna paga. “Que les sirva de lección”. Y las viudas no tenían dinero ni para el café y las velas del entierro.

—Vadim —murmuró Olivia secándose una lágrima.

Su compañera negó con la cabeza.

—Ya nada puede asustarnos. ¿No estarás embarazada?

—No.

—Porque si lo estás no te dejarán entrar. No aceptan cargas en este país.

—No. Solo es el mareo del barco.

—Tampoco digas por ahí que eres romaní.

Las personas comenzaban a amontonarse ante la excitación de dejar el barco. No cabían con las mantas, las cacerolas, los bultos. Alguien gritó:

—¡Primero deben salir los de la cubierta superior! Vuelvan atrás.

Nadie se movió.

—Necesitamos hacernos paso para juntar nuestras cosas.

Sintiendo una gran opresión en el pecho, Olivia fue avanzando entre la multitud. Yelena parecía haberse adelantado. No la veía. Sintió que se asfixiaba. Jaló el aire con fuerza y gritó. Estaba despierta en el cuarto del hotel.

Capítulo v

Carina vio a su amiga salir por la puerta y comenzó la danza con la que la embromaba: “¡Musuwa, Katende, Katende, oui!”. Levantaba los brazos como si estuviera exorcizándola y exageraba los pasos para que pareciera un ritual.

—Basta ya, sonsa —su francés era nasal con énfasis en las erres.

Musuwa y su familia habían llegado del Congo a principios de año. En highschool tomaba los cursos de inglés como segunda lengua, pero se había hecho amiga de Carina por ser vecinas y además porque hablaba suficiente francés y la ayudaba con la tarea.

Se abrazaron y comenzaron a caminar juntas a la escuela. Musuwa era alta, delgada, de piernas muy largas y su piel era como un carbón iluminado. Contrastaba con Carina que era bajita, muy blanca y de ojos expresivos.

—¿Tus hermanos no vienen con nosotras a la escuela?

—No.

Carina hizo un gesto desaprobatorio.

—Tienes que articular más tus respuestas. Como cuando te entrevisté para lo del soccer. Tuve que agregarle cosas porque solo decías: sí, no, porque me gusta…

Por ejemplo, ¿por qué practicas soccer?

Musuwa entornó los ojos

—Porque me gus… por el deporte.

Carina soltó la carcajada.

—¡No, mujer! Se contesta: porque es un deporte que aporta beneficios para la salud física y emocional, además de que me da un sentido de logro, liderazgo y trabajo en equipo.

—Como sea. Me gusta correr.

—Te creo, pero no sirve poner solo eso en el periódico. En fin, ¿hiciste la tarea?

—No.

—Y la respuesta completa es…

—¿No supiste lo que pasó?

—¿Qué pasó? Aparte de que cerraron la escuela por la nevada.

—Falleció un amigo de mi hermano. Creo que el chico estaba en tu salón de Mate.

Carina palideció.

—Se llamaba Jason.

—¡Ay!, no me digas. Sí, se sentaba junto a mí.

Musuwa se cerró el abrigo y se tapó nariz y boca con la bufanda. Aumentó la velocidad de su paso, lo que hizo que Carina tuviera que pegar una carrerita para alcanzarla.

—No quiero preocuparte, pero ¿recuerdas la cápsula del tiempo que sacamos los de mi grupo este otoño? Entre las notas que guardaba, había una que decía que la muerte iba a llegar a la escuela multiplicada por tres.

—Ah, creo que sí. Me contaste.

—Pues haz cuentas. Patrick también estaba en tu salón de Mate. Estaba borracho cuando resbaló en la empalizada y se mató. Y ahora Jason.

—Bueno, Jason tenía diabetes.

—¿Y solo por tener diabetes es normal que se haya muerto? No, ¿verdad?

—¿Qué quieres decir?

—Como te dije, no quiero preocuparte, pero van dos de tres… en tu salón.

—Es cierto, ¡no manches! Patrick se sentaba junto a Jason, y Jason junto a mí.

—No solo eso. Patrick se apellidaba Sanders, Jason se apellidaba Silvan y tú eres Soler.

—Pues sí. Nos sientan en orden alfabético.

—Si van en orden, tal vez sigues tú.

Carina fulminó a su amiga con la mirada.

—¡Cállate! Las palabras pueden hacer realidad las cosas. ¿Cómo se te ocurre decir eso en voz alta? Pensé que eras mi amiga. Yo sí hice mi tarea, por eso te desquitaste, ¿verdad?

—Bueno, le dio hepatitis.

—¿Quién? ¿De qué hablas?

—De Jason. Tienes razón, perdóname. La hepatitis es fatal para alguien con diabetes. Solo me preocupé por la coincidencia.

Llegaron a la escuela en silencio. Musuwa fue a buscar a sus hermanos y Carina se dirigió a su casillero. Tardó en abrirlo hasta que de un tirón lo logró, y sacó de su mochila un par de calcetas secas y tenis. Estaba llena de sensaciones extrañas, y todas ellas frías.

Anunciaron que habría asamblea en el salón de usos múltiples. No sentía ninguna prisa en llegar. Otros compañeros caminaban en pares: amiga con amiga, novio y novia. Pensó en Josef, que le cargaba sus cuadernos. Se había marchado a trabajar en un kibutz, y ahora cuando le mandaba algún correo solo ponía cosas de su estancia en Israel y de la guerra. ¿Con quién compartiría su inquietud? Si tan solo Musuwa se hubiera callado la parte de la cápsula de tiempo. ¿A quién se le ocurriría escribir algo así y enterrarlo para preocupar a alguien 30 años después?

Comenzó a sentir lo que ella llamaba “salivación”. Le ocurría cuando estaba ansiosa. La boca se le llenaba de un agua amarga que tenía que pasarse por pena a escupirla una y otra vez. Así pasó el día en la escuela, ausente, con una sensación de estar viviendo un día irreal y sintiendo un frío instalado en el estómago.

Cuando llegó a la clase de matemáticas, se percató de que muchos en el salón parecían haber sacado la misma conclusión de Musuwa. Dos chicas la vieron con más temor que empatía y comentaron algo entre ellas. Carina se irguió y las miró con rabia. El profesor hizo oficial la noticia de Jason. Apuntó en el pizarrón el nombre de la iglesia donde habría un servicio, y les dio el resto de la clase para ir a la biblioteca. Parecía un déjà vu de lo de Patrick: el mismo profesor, la misma tristeza generalizada. Solo que Jason y Patrick era muy distintos. Además Jason, a pesar de su vulnerabilidad, había sido amigo de Carina. Ahora, por supuesto, estaba el factor de la maldición escolar, en la que ella parecía ser la protagonista. ¡Vaya día! Nunca imaginó que se iba a sentir así: enojada y vacía.

Llevaba dinero para comprar comida, pero no quiso hacer la fila. En cambio vio que alguien estaba ofreciendo galletas en el corredor. Se trataba de recibir la galleta y prometer que votaría por esa persona para líder estudiantil. Tomó el polvorón y puso su correo en la hoja de registro. En seguida empezó a comerla. Apenas había caminado dos pasos, cuando la galleta seca tomó una mala dirección en su tráquea y sintió que la ahogaba. Levantó los brazos desesperada y trató de toser, cuando sintió un golpe en la espalda que hizo salir el trozo de galleta como un proyectil.

—¡Ew!, qué desagradable! —dijo alguien.

Carina escuchó risas, pero prefirió voltear a ver quién le había salvado del ahogamiento. Entre el grupo de estudiantes vio a un chico que cargaba su patineta en la mochila. Levantó el pulgar en señal de okey, le sonrió y se fue. La joven se dirigió al bebedero y se prendió del agua. No solo quería sentirse viva sino también romper el nudo en la garganta que le había quedado. Era un día para sentarse a llorar.

Llegó la hora de la salida y comenzó a caminar rumbo a casa. Como hacía frío prefirió salir por la puerta de la cafetería. Esta daba al patio donde se estacionaban los autobuses escolares, y se colectaba la basura. Torciendo a la derecha por un sendero pequeño y arbolado podía tomar su calle un par de cuadras arriba.

Iba hablando consigo misma y renegando de las injusticias de ese día cuando un roble seco, vencido por la nieve, dejó caer una pesada rama junto a ella. La mole cayó haciendo un gran estrépito, y algunas ramas laterales alcanzaron a rasguñarla. El corazón, trastornado, salió de su cuerpo y regresó en un instante.

—¡Cuidado! ¿Estás bien? —el intendente la tomó del brazo, su tono era de regaño —No debes caminar por aquí. Aún no revisamos toda la zona, y estos árboles están pesados de nieve. Es normal que algunos se rompan.

El hombre debió de haber visto tal terror en los ojos de Carina al punto que suavizó su tono.

—Bueno. Ya tranquila. ¿Por qué no saliste por la puerta principal?

Carina no respondió. No dijo gracias, ni explicó. Lívida, como estaba, echó a correr apenas atada a la realidad y resbalando en los parches de agua y hielo que la nieve derretida comenzaba a formar.

Al llegar a casa constató que su mamá no estaba. Quiso acariciar a Enigma, pero la gata se echó a correr en dirección a la cocina.

—También yo tengo hambre. Creo.

Encogida, subió el termostato y fue al microondas para calentar un saco de semillas que servía para contracturas musculares.

—Primero necesito quitarme el frío de la panza.

Hablaba en voz alta aunque la gata no parecía estar interesada.

El ruido de la llave las sorprendió. Era Olivia.

—Ma, qué bueno que llegas. ¿Qué crees? Por poco me mata la rama de un árbol.

—¿Qué dices? ¡Ay, no, Carina, por una vez déjame acabar de llegar! Siempre son tus cosas y tus tragedias. Hoy no estoy bien. Me siento muy mareada. Dormí pésimo en el hotel en el que me tuve que quedar. Tuve un sueño extrañísimo. Tal vez el libro que me dieron me inquietó. El sueño me agotó como si hubiese vivido todo. Fue muy raro. ¿Cómo se portó Enigma?

—Está como asustada de mí. También en la escuela…

Olivia se llevó las manos a las sienes.

—Debo de tener algo en el oído. Me está fallando horrible el equilibrio, y hasta me duele la cabeza. ¿Por qué no te calientas algo de comer mientras yo me recuesto?

—Son las 4 de la tarde.

—Pues está oscurísimo. Odio que se termine tan pronto el día.

—¿Puedo ver el libro de don Carlos?

—No. Es un objeto muy valioso. Te lo presto cuando lo pueda supervisar. Ya sabes cómo me pongo cuando haces un desastre, como tirar el vaso de agua en la mesa y eso.

Carina pasó del sentimiento de abandono a querer confortar a su mamá, y luego a enojarse con ella. Todo en un minuto. Se le hizo un nudo en la garganta.

¡Me dejas sola en plena tormenta, y ahora no quieres enterarte de que murió mi amigo, y yo por poco también! Las palabras retumbaron en su cerebro sin poder salir. Su madre continuó:

—Además te he dicho que no andes explorando en el bosque. ¡Imagínate si de verdad te golpea una rama! Tienes que ayudarme a cuidarte, hija. No se vale.

Carina se dio la vuelta. No podía recibir un regaño más. Se acordó de su diario y del consuelo que le proporcionaba vaciar su mente en él. Empezaría por escribir lo injusta que se portaba su mamá, y luego iba a anotar lo de la maldición, para que cuando le tocara morir y se encontrara con su diario, su madre se sintiera culpable, además de triste y sola.

—¡Y si vas a estar en tu cuarto, levanta esos zapatos y no dejes tantas luces encendidas!

Enigma clavó sus ojos en Olivia y posteriormente en Carina. Luego de observar a una y a otra, pareció tomar una decisión: trepó velozmente las escaleras que conducían al cuarto de Carina.

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