Kitabı oku: «Introducción a los escritos de Elena G. de White», sayfa 6
Asuntos familiares y muerte de Jaime White
La vida de Elena de White incluía mucho más que su ministerio público. Como sucede en todas las familias, la suya tuvo sus alegrías y sus tristezas.
Elena y Jaime tuvieron cuatro hijos: Henry Nichols (1847), James Edson (1849), William Clarence (1854) y John Herbert (1860). Edson y Willie tuvieron una larga vida y con el tiempo sirvieron como ministros adventistas, aunque Edson en sus primeros años dio a sus padres muchos disgustos y dolores de cabeza. Después de cumplir los cuarenta años, Edson dedicó finalmente su vida al ministerio cristiano, contribuyendo grandemente a la evangelización de la población afroamericana del sur de Estados Unidos. Willie se convirtió en el colega y ayudante principal de su madre después de la muerte de Jaime. John Herbert murió a los tres meses de edad y Henry tres años después (en 1863), a los l6 años, víctima de una neumonía.
Los registros presentan a la Sra. de White como una madre devota que disfrutaba la compañía de sus hijos. Como pudiera esperarse, ella se preocupaba muchísimo por su desarrollo espiritual. Los cantos y otros ejercicios devocionales para la edificación del carácter eran parte diaria de su vida familiar. También les leía mucho. Además, a los hijos de los esposos White se les impartió desde temprano en su vida el amor a la naturaleza y a las bellezas naturales. Los muchachos tenían personalidades variadas, y como hermanos “normales” también manifestaban afectos, celos y las tensiones usuales en sus relaciones interpersonales. Los White no fueron padres perfectos, pero eran solícitos, y esa dedicación se hizo evidente ante sus hijos. Las cartas de su madre están llenas de interés y consejos, urgiéndolos a ser “buenos muchachos”, a amar a Jesús, etcétera.
Una de las grandes pruebas que Elena de White tuvo que soportar fue la separación de sus hijos, ocasionada por sus frecuentes y a veces largos viajes. Durante esas ausencias, ella dejaba a sus hijos al cuidado de amigos de confianza que pudieran proporcionarles el alimento cristiano que ellos necesitaban. En cierta ocasión, ella escribió “dura prueba era para mí separarme de mi hijo; pero no nos atrevimos a permitir que nuestro cariño hacia él nos apartara de la senda del deber. Jesús dio su vida para salvarnos. ¡Cuán pequeño es cualquier sacrificio que podamos hacer, comparado con el suyo!” (Notas biográficas, cap. 15, p. 120). Expresiones como estas son comunes en sus escritos.
Pero ella no era tan estoica como podría inferirse de la cita anterior. Como nos hubiera pasado a cualquiera de nosotros, a veces tenía sus dudas en cuanto a que su sacrificio por sus hijos valiera la pena, con todos sus dolores y angustias. No la ayudaba el hecho de que el movimiento sabático fuera tan patéticamente pequeño, pobre y de apariencia insignificante en sus comienzos. En 1850, ella escribió en cuanto a las muchas lágrimas que le causaba verse separada de sus hijos. Y, además de esa soledad, tenía que afrontar las críticas de otros que se imaginaban que sus viajes eran paseos agradables, mientras que ellos podían quedarse en casa y cuidar de sus familias. Tales críticas no hacían más que aumentar su angustia.
En una de esas ocasiones de angustia y agotamiento emocional y de oraciones pidiendo valor, se quedó dormida. Soñó entonces que un ángel de elevada estatura se ponía a su lado. “¡Puedo hacer tan poco bien! –le dijo ella abriéndole su corazón–. ¿Por qué no podemos estar con nuestros pequeñuelos y disfrutar de su compañía?” El ángel replicó que su sacrificio era importante cuando se lo veía a través de los ojos de la fe. Su vida marcaría una diferencia a pesar de la aparente insignificancia de su obra en ese tiempo. “No debes mirar las presentes apariencias –dijo el ángel–, sino atender únicamente a tu deber, para la sola gloria de Dios, y según sus manifiestas providencias. De este modo el sendero se iluminará ante tus pasos” (ibíd., cap. 19, p. 145).
Ella y su esposo aceptaron el consejo. Sus vidas marcaron una diferencia a pesar de las condiciones tan precarias bajo las cuales empezaron.
En esos primeros años los asediaba la pobreza. El lector no tiene que ir muy lejos en los primeros datos autobiográficos de Elena de White para encontrarse con menciones de muebles prestados y rotos, de tener que vivir con otras personas y de los trabajos más humildes que tenía que realizar Jaime para poder sostener su misión. Aun a mediados de la década de 1850, cuando por primera vez tuvieron una vivienda propia, se alojaban a menudo en casas de huéspedes y hasta en lugares de trabajo de otros obreros, mientras luchaban para fortalecer el movimiento. Solo gradualmente los White lograron alcanzar cierta normalidad financiera. Y aún así, cada vez que se presentaba un nuevo avance en la causa adventista, los White estaban al frente dedicando de sus recursos para establecer la iglesia, a medida que se iba desarrollando institucionalmente y penetrando en nuevos territorios. Podemos decir con seguridad que sin la visión, el liderazgo y el sacrificio personal de los White, no tendríamos hoy la Iglesia Adventista del Séptimo Día.
Pero esa dedicación afectó la salud de Jaime. En agosto de 1865 sufrió una grave apoplejía paralizante, que lo dejó con poca esperanza de recuperación según la ciencia médica.
Jaime sobrevivió al ataque, pero de allí en adelante aquel dirigente, cargado de trabajo y exceso de responsabilidades eclesiásticas, padeció los efectos de una salud quebrantada. A menudo eso lo ponía de mal humor y no era fácil convivir o trabajar con él. Pero, a pesar de las repetidas recaídas físicas, luchaba para mantener una actitud positiva y siguió colaborando activamente en el desarrollo de la Iglesia Adventista y sus instituciones. Él fue el líder administrativo que impulsó todos los principales progresos de la Iglesia Adventista que se produjeron durante su vida.
El esfuerzo constante lo envejeció prematuramente. Murió en agosto de 1881 en el Sanatorio de Battle Creek, a la edad de sesenta años. Su esposa vivió otros 34 años, durante los cuales siguió guiando a la creciente iglesia.
Para saber más
Delafield, D. A. Elena G. de White en Europa. Buenos Aires: Asociación Casa Editora Sudamericana, 1979. Trata sobre la contribución de Elena de White a la obra realizada durante los años pasados en el viejo continente.
Graham, Roy E. Ellen G. White Co-Founder of the Seventh-Day Adventist Church. Nueva York: Peter Lang, 1985, pp. 1-170. Es una investigación de la contribución de Elena de White a la formación de la Iglesia Adventista del Séptimo Día y la relación de su obra con la Biblia.
Knight, George R. Anticipating the Advent, pp. 46-70. Abarca la historia de la Iglesia Adventista del Séptimo Día entre los años 1850 y 1888.
Knight, George R., ed. Early Adventist Education, Berrien Springs, Míchigan: Imprenta de la Universidad Andrews, 1983, pp. 1-94. Explora el desarrollo inicial de la educación adventista y la contribución de Elena de White a esta.
Mustard, Andrew G. James White and SDA Organization: Historical Development, 1844-1881. Berrien Springs, Míchigan: Andrews University Press, 1987. Examina el desarrollo de la estructura inicial de la Iglesia Adventista del Séptimo Día y el papel que desempeñó en ella Jaime White.
Robinson, Dores Eugene. The Story of Our Health Message. Nashville, Tennessee: Southern Pub. Assn., 1955, pp. 1-284. Trata sobre la contribución de Elena de White al desarrollo de los conceptos de salud y al establecimiento de las instituciones de salud adventistas.
Robinson, Virgil. James White, pp. 68-311. Cubre la vida de Jaime White desde 1850 hasta 1881.
White, Arthur L. Ellen G. White, t. 1, pp. 179-485; t. 2; t. 3, pp. 1-384. Esta es la biografía más completa de Elena de White entre los años 1850 y 1888.
White, Ellen G. Notas biográficas, pp. 142-338. Autobiografía de la Sra. de White de los años 1880 a 1888.
2 En 2007 APIA (Asociación Publicadora Interamericana) terminó de traducir y publicó los nueve tomos completos de Testimonios para la iglesia en español.
3 La versión actualizada de APIA/GEMA se titula Consejos sobre alimentación.
Capítulo 3
Orientación profética para una iglesia mundial (1888-1915)
En 1888, Elena de White ya no era la jovencita que había recibido su primera visión en diciembre de 1844. Iba a cumplir 61 años de edad, y había proporcionado orientación para el desarrollo de la Iglesia Adventista del Séptimo Día durante más de cuatro décadas. En resumen, era una líder cristiana plenamente desarrollada.
Pero su liderazgo era más de naturaleza carismática que administrativa. Ella nunca había ocupado un cargo oficial en la estructura del liderazgo de la iglesia. Más bien, se había convertido en la consejera o asesora principal de los líderes de la iglesia. Y, aunque desde la muerte de su esposo había recibido las credenciales de pastor ordenado de la Iglesia Adventista del Séptimo Día, nunca había sido ordenada por los “hermanos”. Ella creía que su comisión provenía directamente de Dios.
De diversas maneras, los últimos 27 años de su vida (1888-1915) fueron los más fructíferos. Durante ese tiempo, el cúmulo de sus conocimientos y experiencias contribuyó en alto grado a la cada vez más creciente iglesia. En esos años se vería una mayor internacionalización de la Iglesia Adventista, y Elena de White seguiría trabajando personalmente en el escenario internacional, dedicando casi toda la década de 1890 a la región del Pacífico Sur. Durante sus años de servicio a la obra adventista, la Sra. de White había sufrido más de la cuota que le correspondía de tensiones y pugnas eclesiásticas. Pero todavía le esperaba su batalla más difícil, la cual tendría lugar en el crucial congreso de la Asociación General celebrado en Minneápolis, Minnesota, en octubre y noviembre de 1888.
Exaltando a Jesús en Minneápolis
Al reflexionar sobre el congreso de 1888, Elena de White escribió lo siguiente: “En su gran misericordia, el Señor envió un preciosísimo mensaje a su pueblo por medio de los pastores Waggoner y Jones. Este mensaje tenía que presentar en forma más destacada ante el mundo al sublime Salvador, el sacrificio por los pecados del mundo entero. Presentaba la justificación por la fe en el Garante; invitaba a la gente a recibir la justicia de Cristo, que se manifiesta en la obediencia a todos los mandamientos de Dios. Muchos habían perdido de vista a Jesús. Necesitaban dirigir sus ojos a su divina persona, a sus méritos, a su amor inalterable por la familia humana [...]. El mensaje del evangelio de su gracia tenía que ser dado a la iglesia con contornos claros y distintos, para que el mundo no siguiera afirmando que los adventistas hablan mucho de la ley pero no predican a Cristo, ni creen en él” (Testimonios para los ministros, cap. 2, pp. 91, 92; la cursiva es nuestra).
El trasfondo de esa evaluación de las reuniones de 1888 era la desviación teológica que se había producido gradualmente en el adventismo entre 1844 y 1888. Para entender esa desviación, debemos reconocer que la teología adventista se basa en dos tipos de verdades relacionadas entre sí. La primera categoría incluye las creencias compartidas con otros cristianos, como la salvación solamente por gracia, el poder de la oración y el papel histórico de Jesús como Salvador del mundo. La segunda categoría doctrinal incluye las enseñanzas distintivas de la teología adventista, como el sábado, la muerte como un sueño inconsciente, el ministerio de Jesús en dos fases en el Santuario celestial y la creencia en la segunda venida de Cristo antes del milenio.
Siendo que los adventistas del siglo XIX se desenvolvían en una cultura predominantemente cristiana, no solían destacar las creencias que tenían en común con otros cristianos. Después de todo, ¿por qué predicar la salvación por la gracia a los bautistas siendo que ellos ya tenían esa creencia? Según su razonamiento, lo importante era presentar las creencias distintivas de los adventistas para que la gente se convenciera de verdades tales como la observancia del sábado.
Pero cuatro décadas de insistir en eso habían conducido a una especie de separación entre el adventismo y el cristianismo básico, asunto que para 1888 había alcanzado dimensiones problemáticas. Elena de White vio “el mensaje más precioso” de A. T. Jones y E. J. Waggoner como una corrección de esa falta de equilibrio. Debemos mencionar que Jones y Waggoner eran dos ministros relativamente jóvenes, procedentes de California, que hacían énfasis en Jesús y en su gracia salvadora de una forma más plena que la mayoría de los ministros adventistas de la época.
Lamentablemente, muchos líderes de la iglesia consideraron que su predicación era una traición a la teología adventista y no una corrección. Como resultado de esa perspectiva, los dirigentes de la iglesia intentaron silenciar a esos jóvenes ministros; pero al no lograrlo, los trataron con bastante dureza.
Esa injusticia dejó pasmada a Elena de White. Le parecía imposible creer que los líderes de la iglesia se comportaran con tanta falta de cristianismo en lo que ellos llamaban defensa de la doctrina cristiana. Como resultado, sostuvo que los jóvenes predicadores necesitaban ser tratados con justicia y que debían ser escuchados en Minneápolis. Debido al apoyo que ella les prestaba, tuvo que sufrir la misma hostilidad que Jones y Waggoner: “Ignoraron mi testimonio, y nunca en mi vida [...] me habían tratado tan mal como en ese congreso” (The Ellen G. White 1888 Materials, p. 187).
Elena de White deploró la dureza de corazón que se manifestó en muchos en las reuniones de Minneápolis. Para ella, el espíritu ruin que allí se exhibió se parecía al de los fariseos. Esa hostilidad y antagonismo la convenció más todavía de que la Iglesia Adventista y sus ministros necesitaban a Jesús, su amor y su gracia suavizadora en sus vidas. Tenían la doctrina correcta, pero no tenían a Jesús.
Esa comprensión cambió el énfasis de su ministerio, tanto en Minneápolis como en los años subsiguientes. “Mi responsabilidad durante las reuniones –escribió retrospectivamente– fue presentar a Jesús y su amor delante de mis hermanos, porque veía claras evidencias de que muchos no tenían el espíritu de Cristo” (ibíd., p. 216).
“Necesitamos la verdad tal cual es en Jesús –dijo a los delegados reunidos en Minneápolis–. He visto preciosas almas que hubieran abrazado la verdad [del adventismo] volverse atrás por la manera en que esta ha sido presentada, ya que Jesús no estaba ahí. Y esto es lo que he estado tratando de hacerles ver en todo momento: necesitamos a Jesús” (ibíd., p. 153).
Deberíamos considerar las reuniones de Minneápolis como “el rebautismo” del adventismo, la combinación de las doctrinas distintivas de la iglesia con los grandes énfasis del cristianismo básico. Por eso, en los años siguientes encontramos a Elena de White, Jones, Waggoner y otros exaltando el mensaje de Jesús y su gracia salvadora ante los adventistas por medio de la prensa y en reuniones públicas. A cada paso los reformadores tenían que enfrentar las carencias y la dureza de un legalismo orientado hacia la ley, que había procurado llenar la atmósfera de las reuniones de Minneápolis.
La Sra. de White dejó en claro que ella apreciaba mucho la exaltación de Jesús como Salvador hecha por Waggoner y Jones, pero también señaló que no estaba de acuerdo con todas sus enseñanzas doctrinales; ni siquiera con algunas de las que fueron expuestas en Minneápolis. Uno de los resultados desafortunados de las reuniones de Minneápolis fue la tendencia de algunos a creer que todo lo que enseñaban los dos jóvenes predicadores era cierto. La Sra. de White rechazó repetidamente tal creencia. Para ella, ellos no eran guías “infalibles” (ibíd., p. 566). Los que seguían sus percepciones necesitaban más bien mirar lo que ellas señalaban: a Jesús y la Biblia.
Los años subsiguientes a 1888 también fueron testigos de un cambio definitivo en la obra literaria de Elena de White. Al comprender mejor que nunca la dureza y la esterilidad de una iglesia que enfatizaba en exceso las doctrinas, siguió exaltando a Jesús y su justicia. Los años posteriores a 1888 vieron fluir de su pluma libros cristocéntricos como El camino a Cristo (1892), El discurso maestro de Jesucristo (1896), El Deseado de todas las gentes (1898), Palabras de vida del gran Maestro (1900) y los primeros capítulos de El ministerio de curación (1905).
Reavivamiento de la educación y actividades de Elena de White en el Pacífico Sur
La reforma de la educación adventista, que se efectuó desde fines del siglo XIX hasta principios del siglo XX, estuvo vinculada directamente con el reavivamiento cristocéntrico estimulado por las reuniones de Minneápolis.
Los años inmediatamente posteriores a 1888 fueron testigos de un esfuerzo concertado para educar a los laicos y los ministros en el tema de la justificación por la fe, y para desarrollar una relación espiritual más estrecha con Jesús. En el verano de 1891, se produjo un gran cambio al enfocarse esta tarea en los educadores principales de la iglesia, en una intensa convención celebrada en Harbor Springs, Míchigan.
Los participantes consideraron la reunión como una fiesta espiritual. En ella, Jones predicó del libro de Romanos y Elena de White habló de temas como la necesidad de una relación personal con Cristo, la urgencia de un reavivamiento espiritual entre los educadores adventistas y la centralidad del mensaje cristiano en la enseñanza.
Además de estos temas, el papel de la Biblia en la educación adventista recibió un renovado énfasis. Percy Magan recuerda que algunos de los temas principales de estudio y discusión “fueron la eliminación de los autores paganos e infieles de nuestros programas escolares, la exclusión de largos cursos sobre los clásicos latinos y griegos, y la inclusión de la enseñanza de la Biblia y de la historia desde el punto de vista de las profecías” (Review and Herald, 6 de agosto de 1901).
La convención celebrada en Harbor Springs representó un cambio importante en la historia de la educación adventista, y una vez más Elena de White estuvo a la vanguardia. Uno de los aspectos más importantes de su lucha en la década de 1890 fue “el bautismo” de la educación adventista.
Lo que empezó en Harbor Springs pronto se extendió al Pacífico Sur, donde Elena de White pasó nueve años. Mientras seguía adelante con su ministerio habitual de escribir y hablar en público, buena parte de su energía se concentró con el tiempo en el establecimiento del Colegio para Obreros Cristianos de Avondale, en Nueva Gales del Sur, Australia.
La Sra. de White llegó a considerar a Australia como un excelente lugar para poner en práctica su visión de la educación. No solamente se hallaba a casi veinte mil kilómetros de la influencia del Colegio de Battle Creek y su programa tradicional, sino también las pruebas y los errores experimentados en las escuelas adventistas en los Estados Unidos le habían permitido captar mejor el significado de sus primeros consejos sobre educación. Por eso ella pudo escribir que, aunque sabía que la educación adventista debía ser de un orden diferente, “ha llevado mucho tiempo la comprensión de cuáles son los cambios que deben hacerse” (Testimonios para la iglesia, t. 6, p. 131).
A principios de febrero de 1894, mientras los dirigentes de la iglesia en Australia hacían planes para establecer el Colegio de Avondale, ella escribió que “nuestro ánimo ha sentido mucha ansiedad durante día y noche con respecto a nuestros colegios. ¿Cómo han de ser dirigidos? ¿En qué ha de consistir la educación y preparación de los jóvenes? ¿Dónde debe ser ubicado nuestro colegio bíblico en Australia?” (La educación cristiana, cap. 46, p. 331).
En lugar de ser una escuela clásica o semiclásica, como eran los colegios adventistas de Estados Unidos, el Colegio de Avondale planeó a conciencia enfatizar la enseñanza de la Biblia, las actividades misioneras y la dimensión espiritual de la vida. Además, desarrolló un programa para enseñar a los jóvenes oficios útiles para la vida práctica. Otro rasgo distintivo fue la ubicación del Colegio en una zona rural, en un terreno de unas seiscientas hectáreas. En general, el experimento educativo de Avondale difería radicalmente de la educación adventista que se ofrecía por aquel entonces en los Estados Unidos.
Según la idea de Elena de White, el Colegio de Avondale debía ser “un colegio tal como el Señor ha señalado que debía establecerse” (Manuscrito 174, 1897). Ella hizo todo lo posible por evitar que siguiera el modelo defectuoso de la educación adventista en los Estados Unidos. “Aquí no debe traerse ninguna teoría humana”, escribió en 1897. “Aquí no debe soplar ninguna brisa de Battle Creek. Veo que debo observar adelante, detrás y a cada lado para evitar que entre lo que me ha sido presentado como perjudicial para nuestras escuelas en los Estados Unidos” (Manuscript Releases, t. 20, p. 215).
Si como pionero de la educación adventista el Colegio de Battle Creek había sido un pobre ejemplo, aunque ampliamente imitado, ahora Elena de White estaba determinada a hacer del Colegio de Avondale, que era como un segundo comienzo, un modelo ejemplar y de mejor influencia.
La importancia del experimento de Avondale fue gradualmente comprendida por Guillermo C. White y otros. En octubre de 1898, Willie escribió que “testimonios recientes nos indican que esta debe ser una escuela modelo” y, por lo tanto, “es de suma importancia que hagamos todo esfuerzo razonable para que sea un modelo perfecto y correcto [...]. De los escritos recientes de mi madre se desprende que hay, en el éxito de esta escuela, mucho más en juego de lo que alguno de nosotros ha comprendido” (Guillermo C. White a J. N. Loughborough, 22 de octubre de 1898).
Gran parte de los escritos sobre educación de Elena de White fueron el resultado de sus experiencias en el desarrollo del Colegio de Avondale. Por eso Willie pudo escribir a fines de 1899: “Creo que mi madre ha escrito más durante los últimos dos años sobre los principios de la educación, la importancia del estudio de la Biblia, las ventajas de combinar el trabajo con el estudio y el valor de la agricultura [...] que en todos los años anteriores. Creo que ella ha escrito más ampliamente sobre eso que sobre ningún otro aspecto de nuestra obra” (Guillermo C. White a C. M. Christiansen, 25 de septiembre de 1899).
Las instrucciones de Elena de White sobre educación en la década de 1890 han seguido guiando la educación adventista hasta el día de hoy. La mayor parte de esas instrucciones las encontramos en Special Testimonies on Education [Testimonios especiales sobre la educación] (1897), La educación (1903)4 y la amplia sección sobre educación en el tomo 2 de Joyas de los testimonios (1900). Posteriormente, parte de sus consejos sobre educación producidos durante la década de 1890 aparecieron en el libro Consejos para los maestros (1913) y La educación cristiana (1923).
Además del Colegio de Avondale, otro resultado de la estadía de la Sra. de White en Australia fue el movimiento en favor de las escuelas primarias adventistas. Hasta mediados de la década de 1890, los adventistas habían puesto sus esfuerzos mayormente en el establecimiento de escuelas de enseñanza secundaria y superior. Pero eso cambiaría completamente, y Elena de White estaría al frente de tal cambio.
El hecho de que las leyes de enseñanza obligatoria de Australia muchas veces obligaban a los padres adventistas a enviar a sus hijos a escuelas que no eran ni mucho menos ideales estimuló el movimiento para establecer escuelas de enseñanza primaria. Al hablar de dicha situación en 1897, la Sra. de White escribió: “En este país los padres se ven obligados a enviar a sus hijos a la escuela. Por lo tanto, en lugares donde haya una iglesia, deben establecerse escuelas aunque no haya más que seis niños para asistir” (Manuscript Releases, t. 8, p. 366). En los meses que siguieron, ella escribiría mucho en relación con la enseñanza primaria.
Líderes de la reforma educativa como Edward Alexander Sutherland, Percy T. Magan y otros tomaron muy en serio el consejo al regresar a los Estados Unidos. En los años siguientes, la enseñanza primaria adventista experimentó un crecimiento fenomenal, como se puede ver en la siguiente tabla: