Kitabı oku: «El león y el unicornio y otros ensayos»
el león y el unicornio
y otros ensayos
george orwell
traducción y prólogo de
miguel martínez-lage
COLECCIÓN AZ
Título:
El león y el unicornio y otros ensayos
© Herederos de Sonia Orwell, 2006
Esta obra ha sido publicada con la ayuda de la Dirección General
del Libro, Archivos y Bibliotecas del Ministerio de Educación,
Cultura y Deportes, en el año europeo de las lenguas.
Por qué escribo y En el vientre de la ballena
publicados por un acuerdo con Ediciones Octaedro.
De esta edición:
© Turner Publicaciones SL, 2021
Diego de León, 30
28006 Madrid
Primera edición Colección AZ:
Julio de 2021
De la traducción:
© Miguel Martínez-Lage
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública
o transformación de esta obra solo puede ser realizada con
la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.
Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos)
si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra
(www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45).
ISBN:
978-84-18428-11-1
E-ISBN:
978-84-18428-98-2
Depósito Legal:
M-18561-2021
Impreso en España
La editorial agradece todos los comentarios
y observaciones: turner@turnerlibros.com
Índice
Nota editorial
Prólogo. La ley oculta
Recuerdos de un librero (1936)
En defensa de la novela (1936)
Semanarios juveniles (1940)
En el vientre de la ballena (1940)
Nota autobiográfica (1940)
El escritor proletario (1940)
El león y el unicornio: el socialismo y el genio de Inglaterra (1940)
El arte de Donald McGill (1941)
Rudyard Kipling (1942)
Raffles y Miss Blandish (1944)
Una buena taza de té (1946)
La luna bajo el agua (1946)
Por qué escribo (1946)
Reseña de El alma del hombre bajo el socialismo, de Oscar Wilde (1948)
Ay, qué alegrías aquellas (1952)
nota editorial
La presente edición recoge una selección de textos de George Orwell escritos entre 1936 y 1949. Los contenidos se han ordenado según la fecha de publicación, excepto cuando se indica lo contrario. Para las traducciones se ha seguido la edición en cuatro volúmenes de sus ensayos, escritos periodísticos y cartas realizada por Sonia Orwell e Ian Angus en 1968 (The Collected Essays, Journalism and Letters of George Orwell, cuatro volúmenes, Nueva York, Hartcourt, Brace & Co.).
prÓlogo
la ley oculta
En 1998 se publicó en el Reino Unido la obra completa de George Orwell en veinte volúmenes. Para un escritor que murió a los cuarenta y siete años no es que sea una producción escasa; queda claro, además, que no sólo es el autor de Homenaje a Cataluña, Rebelión en la granja o 1984. Dicha edición no tuvo una gran tirada; a día de hoy es muy difícil –y carísimo– hacerse con una colección de la que no falte un solo tomo. La publicación corrió a cargo de Secker & Warburg, un sello de prestigio que entonces era (y hoy sigue siendo) parte de la mastodóntica Random House. El trabajo editorial primoroso y soberbio que se trenza en esos millares de páginas es fruto de los años de desvelo y examen escrupuloso que ha dedicado Peter Davison a compilar y esclarecer la obra del escritor británico más influyente de mediados del siglo xx. A los cincuenta años de su muerte ya era un clásico con todas las de la ley. Y diez años más tarde lo es más que nunca.
Orwell es sin ningún género de dudas un forjador de fábulas y mitos de validez universal. Se ha dicho también que fue el último puritano, un santo laico, “la conciencia invernal de una generación” (V. S. Pritchett). Igual que T. E. Lawrence, quiso ser un hombre de acción y revelar a la vez lo fraudulento de tal empresa. Tuvo que sufrir, aunque fuera un sufrimiento autoinducido: sufrió por la causa del ciudadano de a pie, al margen de fronteras y naciones, fuera cual fuera la ideología que lo tiranizaba. Y desconfió de toda muestra de acatamiento, de toda manifestación de corrección política, eufemismo infeccioso que detectó mucho antes de que fuese una realidad patente.
En “Por qué escribo”, texto de 1946 que aquí se incluye, Orwell desgrana cuáles son las motivaciones de quien se pone a escribir y las clasifica en cuatro bloques: egoísmo puro y duro, entusiasmo estético, impulso histórico y propósito político. Son razones encontradas, claro está, que no se dan en la misma medida. En su caso, es evidente que prima la cuarta. Como él mismo señala:
La guerra de España y otros sucesos de 1936-1937 cambiaron mi escala de valores y me permitieron ver las cosas con mayor claridad. Cada renglón que he escrito en serio desde 1936 fue creado, directa o indirectamente, en contra del totalitarismo y a favor del socialismo democrático. [...] Me parece una rematada tontería, en una época como la nuestra, pensar siquiera que se puede evitar el escribir sobre tales asuntos. [...] Sólo es cuestión de elegir bando y posición. Cuanto más consciente es uno de su sesgo político, mayores posibilidades tiene de actuar políticamente sin sacrificar su estética ni su integridad intelectual.
No obstante, el grado de compromiso que adquiere lo lleva a formular esta postura de un modo que causa todavía honda impresión por la cordura demoledora de su actitud autocrítica, y es que añade: “No se puede escribir nada legible a menos que uno aspire a una anulación constante de la propia personalidad. La buena prosa es como el cristal de una ventana. [...] Al repasar mi obra, veo que de manera invariable, cuando he carecido de un objetivo político, he escrito libros exánimes, y me han traicionado en general los pasajes grandilocuentes, las frases sin sentido, los epítetos y los disparates.” Llevó a tal extremo esta coherencia que repudió dos de sus cuatro primeras novelas precisamente por estas razones.
Orwell es un modelo que cualquier escritor debiera tener en mente por su ética y por su teoría estética, resumida en estas líneas y demostrada con pelos y señales en cada uno de sus textos. Los que se recogen en este volumen vienen a constituir, para entendernos, una selección de las caras B de una discografía esencial. Y cualquier buen melómano sabe que al dorso de los grandes éxitos es donde se encuentran auténticas joyas. En esa línea de tensión entre la ficción y la no ficción es donde se halla una clave esencial para entender a Orwell. A veces me pregunto qué habría sido de Orwell sin tuberculosis galopante, o si la estreptomicina hubiese llegado antes y hubiese funcionado mejor y su vida hubiera tenido una duración normal. Es una especulación sin sentido; el propio Orwell bromeó, poco antes de morir, cuando dijo que ningún escritor muere mientras no haya dicho todo lo que tiene que decir. A pesar de todo, me permito dudar de que en el campo cada vez más esquilmado y angosto de la novela hubiera dado sus mejores frutos. En cambio, tengo la certeza, y no soy el único, de que su trabajo de no ficción, ensayos y artículos y reportajes y documentales y polémicas y diagnósticos y crítica (literaria, social, política), habría llegado a ser un monumento literario de mayor envergadura de la que ya tiene, y de la que en este volumen queda cumplida muestra.
Fuera de Inglaterra, a Orwell se le conoce por sus dos grandes novelas y, como es lógico, por Homenaje a Cataluña. Su amigo Cyril Connolly a menudo apremió a Orwell para que abandonara el periodismo y el ensayismo de sesgo político, para que volviera a escribir novelas. Él mismo manifestó alguna vez esa aspiración: al menos, su viuda afirmó que su deseo era retirarse del mundanal ruido y escribir una novela decente al año. Yo no creo que le hubiera sido posible: Orwell, precisamente por defender al individuo contra el Estado y la represión, no podría haberse abstenido de lo colectivo, de su vocación irrenunciable de ciudadano activo en la polis. Connolly, que fue además editor de no pocos ensayos de Orwell (los publicados en Horizon, la revista que dirigía), y que es también el causante de que Orwell comenzara “Ay, qué alegrías aquellas”, un texto autobiográfico señero y controvertido –ambos estudiaron juntos de adolescentes, y Connolly le propuso que pusiera por escrito sus recuerdos cuando él hizo lo propio en la tercera parte de Enemigos de la promesa (1938)–, pertenece al tipo de intelectual inglés que representa el divorcio de la sensibilidad política y literaria, que precisamente la vida y la obra de Orwell contradicen de plano, a conciencia. Es un divorcio contra el que Orwell clama a menudo, y está en la raíz del ataque contundente y efectivísimo que lanza contra W. H. Auden en “En el vientre de la ballena”.
En este sentido, es notable, por ejemplo, la atención que Orwell presta a la cultura popular: sabe que es la más difundida, y por tanto la que más influye, y por tanto muy digna de atención. Su lectura –es de hecho lo que más destaca en este Orwell: su afición a la lectura y su perspicacia lectora– de los semanarios juveniles, de las novelas de quiosco o pulp fiction, si se quiere, da lugar a una serie de estudios pioneros de sociología de la literatura, de análisis claros y directos de asuntos ante los que suele escurrir el bulto la crítica oficial.
“En el vientre de la ballena” es un ensayo en el que elogia el arte de Henry Miller, cuyo cinismo y postura apolítica le asqueaban de un modo que, en su eficacia y coherencia, debiera sentar una pauta a la hora de escribir sobre un autor tan prometedor, enemigo o no de lo que fuera. Igual procede al distinguir la excelencia artística de Eliot y Kipling, sin dejar de denunciar la deshumanización y el pesimismo desolador de sus planteamientos políticos. Hace falta estar hecho de una pasta muy especial para dar un premio a Pound y condenar sin paliativos la persona del gran poeta, a quien tacha –a él, no a sus poemas–, con razón demostrada, de antisemita, criminal de guerra y racista repugnante.
Es sabido que Auden encabezó un grupo de escritores comprometidos y que escribió, además de sus impresionantes “Sonetos de China”, un poema titulado “España, 1937”, que se publicó en forma de panfleto. Las ganancias por las ventas del mismo se destinaron a la Ayuda Médica a la República española. Es dudoso que el poema cambiase la visión que se pudiera tener sobre el conflicto español, o que desempeñase ningún papel en la decisión de que alguien se alistara en la lucha contra Franco, pero sí es indicativo de que la poesía puede hacer que sucedan algunas cosas. Sin embargo, a juicio de Orwell, cuando Auden decide meterse en harina, como tantos otros, se le va la mano en el entusiasmo, y lo hace con una pretensión exagerada. Para Orwell, la cordura y la sensibilidad quedan para el arte: la ira y la autenticidad, para la política. A raíz de la crítica que Orwell le hizo en este ensayo –que es un prodigio de recorrido intelectual: analiza el impacto causado por la publicación de Trópico de Cáncer y otras obras de Henry Miller, y parece que va a ser un aplauso de la renovación debida a este escritor norteamericano, cuando la intención real de Orwell es desmenuzar el panorama de la literatura de los años treinta y poner los puntos sobre todas las íes en el confuso terreno en que se entrecruzan literatura y política–, Auden no sólo se avino a modificar una de las estrofas del poema, sino que terminó por desautorizar la inclusión del mismo en sus obras completas. La conciencia gélida de su generación instiló en el poeta la certeza de que hay asuntos de tal calado que la más mínima frivolidad es un delito casi más grave que la comisión del asesinato al que se refiere. Si un texto como “En el vientre de la ballena” surtió entre otros ese efecto, Orwell vuelve a demostrar que lo escrito tiene incidencia en la realidad. En eso es igual que el poema de Auden, aunque la incidencia y refracción de ambos rayos de luz sean distintos en el cristal de lo palpable. Por consiguiente, si Orwell es todavía un modelo, es más necesario que nunca. La emulación no es fácil. De hecho, no siempre ha sido un modelo afortunado: hace falta ser un Orwell para salir con bien del envite. Hace falta haber leído lo que Orwell leyó y de la manera en que lo hizo: en algún sitio dice que tiene novecientos libros, pero parece haber leído ocho o nueve veces esa cifra. Hace falta haber vivido una serie de experiencias de primera mano y con los ojos bien abiertos, y hace falta no tener pelos en la lengua para decir las cosas alto y claro. En los textos de este volumen encontrará el lector al otro Orwell: al ensayista, al polemista militante, y aún detrás, al lector. No en vano un escritor aprende a escribir sobre todo leyendo... incluso a escritores que están en sus antípodas, caso de Kipling y Eliot, de Wilde, o de la cultura popular en muy variadas manifestaciones, como son las revistas juveniles y tebeos de la época.
Sobre “Ay, qué alegrías aquellas”, un texto en el que Orwell rehace el camino recorrido –no es el único texto autobiográfico de Orwell: tenía una rara habilidad para referirse a su historia personal como ilustración de no pocas cuestiones en apariencia no relacionadas con su vida– y retorna a su infancia y adolescencia, creo que no está de más una última observación. No es una prefiguración de 1984. Éste es un error grave en el que ha caído buena parte de la crítica, empezando por quienes no quisieron que se publicase ni siquiera póstumamente, pues es sangrante con el sistema educativo británico. Pero es un texto terminado días antes de que comenzara la redacción de su última novela, y si se tiene en cuenta el parentesco ambiental y perceptivo (y la similitud de ciertos hábitos muy afines al síndrome de Estocolmo que cultivan a su pesar el niño en un internado y el hombre inmerso en una sociedad aberrantemente totalitaria), todo indica que entre esa sección transversal de sus recuerdos de infancia y la novela futurista existe una ligazón innegable. Tan opresivos eran aquellos internados asfixiantes como lo sería el tósigo constante del campo de concentración global en que se convierte la sociedad humana con el sistema totalitario contra el que Orwell, por medio de Winston Smith y de Julia, la chica del departamento de ficciones, y por medio de sus muy numerosos y magníficos ensayos, ha hecho tal vez más que nadie para precavernos, curándonos en salud.
Y es sin embargo Auden, honesto a la hora de desechar por deshonesto un poema suyo –“España, 1937”, además de otro poema de ocasión, “1 de septiembre de 1939”, por opinar que “estaban ambos infectados de una deshonestidad incurable”– cuando preparaba la edición de sus poesías completas, quien mejor nos da la pista para entender qué es lo que estaba haciendo Orwell cuando escribía. Auden tiene un poema que se titula “La ley oculta”, y que no he encontrado traducido al castellano, de modo que lo voy a parafrasear, porque la traducción de poesía es un delito que debiera estar tipificado en el Código Penal (no lo digo yo: se lo he oído decir a Ángel Martín Municio, de la Real Academia de la Lengua Española). Viene que decir que “la ley oculta no niega / nuestras leyes de la probabilidad, / aunque toma el átomo y la estrella / y el ser humano tal cual son, / y no responde si mentimos. // Ésa es la única razón por la cual / ningún gobierno la puede codificar / y las definiciones legales trastocan / la ley oculta. // Con paciencia infinita no / nos impedirá nada si queremos morir: / si de ella huimos en un coche / si la olvidamos en un bar, / así somos castigados / por la ley oculta”.
Nada hay tan engañoso como esos escritores soi-disant fieles que sólo se dedican a decir a los cuatro vientos lo que han visto. Orwell ha sabido contarnos lo que está en todo momento por debajo de lo que cualquiera debería ver, la ley oculta que rige lo que está aconteciendo, aunque el cuerpo y el espíritu y la sociedad misma hagan todo lo posible para que no lo percibamos.
Miguel Martínez-Lage, septiembre de 2006
Recuerdos de un librero
Cuando trabajaba en una librería de lance –tan fácil de imaginar, cuando no trabaja uno en una de ellas, como una suerte de paraíso donde unos caballeros encantadores hojean eternamente volúmenes en folio encuadernados en piel–, lo que más me llamaba la atención era la escasez de clientes realmente librescos. La librería contaba con unos fondos de un interés excepcional, si bien dudo mucho que siquiera el diez por ciento de nuestros clientes supiera distinguir un buen libro de uno malo. Los esnobs aficionados a las primeras ediciones eran mucho más corrientes que los amantes de la literatura, aunque más corrientes aún eran los estudiantes de origen oriental que regateaban por libros de texto baratos de por sí, y algunas mujeres de mentalidad más bien difusa, que andaban en busca de un regalo de cumpleaños para sus sobrinos. Éstas eran, de largo, las más corrientes de todas.
Muchas de las personas que venían a vernos eran de esas que serían una molestia en cualquier parte, si bien gozan de una oportunidad especial para serlo en una librería. Por ejemplo, la anciana adorable que “busca un libro para un inválido” (petición de lo más corriente), y la otra anciana adorable que leyó un libro maravilloso en 1897 y se pregunta de repente si podrá uno localizarle un ejemplar. Por desgracia, eso sí, no recuerda ni el título, ni el nombre del autor, ni de qué trataba el libro, aunque sabe a ciencia cierta que llevaba una cubierta de color rojo. Al margen de estas dos, hay otros dos tipos muy conocidos de incordio que asedian toda librería de segunda mano. Una es la persona más bien decrépita, que huele a miga de pan revenida y que acude a diario, e incluso varias veces al día, y que trata de colocarle al librero ejemplares que no valen un comino. La otra es la persona que encarga enormes cantidades de libros que no tiene ni la más remota intención de pagar. En aquella librería no se vendía nada a crédito, aunque sí reservábamos libros, e incluso los encargábamos si era preciso, para personas que habían dicho que pasarían más adelante a recogerlos. Apenas la mitad de las personas que nos encargaban libros volvían alguna vez a la librería. Era algo que al principio me desconcertaba. ¿Por qué motivos lo hacían? Se presentaban allí y encargaban algún libro difícil de encontrar, caro; nos obligaban a prometer una y mil veces que se lo reservaríamos, y acto seguido se desvanecían para nunca más volver. Muchos de ellos, por descontado, eran paranoicos inconfundibles. Hablaban de un modo grandilocuente casi siempre sobre sí mismos, y contaban ingeniosas anécdotas para explicar cómo era posible que hubieran salido a la calle sin dinero en el bolsillo; estoy persuadido de que en muchos casos ellos mismos se creían a pie juntillas su versión. En una ciudad como Londres siempre hay abundantes lunáticos no del todo merecedores de que se les interne en un manicomio, que tienden a gravitar hacia las librerías, porque una librería es uno de los pocos lugares en los que se puede pasar un buen rato sin gastar un penique. Al final, uno termina por reconocer a estos individuos casi a primera vista. Y es que, a pesar de su grandilocuencia, tienen algo apolillado e insensato en su persona. Es muy frecuente que, cuando tratamos con un paranoico evidente, dejemos a un lado los libros que haya pedido y los coloquemos de nuevo en los anaqueles en el mismo instante en que se marcha. Ni uno solo de todos ellos, me di cuenta, intentó jamás llevarse libros sin pagarlos. Les bastaba con encargarlos; les daba, imagino, la ilusión de que estaban gastando dinero de verdad.
Al igual que casi todas las librerías de lance, nos dedicábamos a algunas actividades suplementarias. Por ejemplo, vendíamos máquinas de escribir de segunda mano, y también sellos, sellos usados, quiero decir. Los filatélicos son gente extraña, callada, como los peces; son de todas las edades, pero sólo de género masculino; las mujeres, a lo que se ve, no han logrado captar el peculiar encanto que tiene el engomar unos pedacitos de papel coloreado para pegarlos en un álbum. También vendíamos unos horóscopos a seis peniques compilados, por lo visto, por alguien que, al parecer, había predicho el terremoto de Japón. Venían en sobres sellados. Yo nunca abrí uno, pero los que los compraban a menudo volvían a la librería a decirnos qué “certeros” eran los horóscopos en cuestión. (A buen seguro, cualquier horóscopo parece “certero” si a uno le dice que es sumamente atractivo para el sexo opuesto, y si hace hincapié en que su peor defecto es la generosidad.) Hacíamos un buen negocio con los libros para niños, sobre todo “saldos”. Los libros modernos para niños son algo bastante horrible, en especial cuando uno los ve en masa. Yo personalmente preferiría dar a un niño un ejemplar de Petronio antes que Peter Pan, pero es que hasta el propio Barrie parece viril e íntegro comparado con alguno de sus imitadores posteriores. Por Navidad pasábamos diez días enfebrecidos, de lucha incesante con las tarjetas de felicitación y los calendarios, que son fatigosos de vender, aunque siempre salen a cuenta mientras dura la temporada. En aquel entonces, presenciar el cinismo brutal con que se explota el sentimiento cristiano me resultaba interesante. Los representantes de las imprentas que hacían tarjetas navideñas venían con sus catálogos nada menos que en junio. Hay una frase de sus facturas que se me ha quedado clavada en la memoria. Decía así: “Niño Jesús con conejitos, dos docenas”.
Ahora bien, nuestra principal actividad suplementaria era una biblioteca de préstamo, la habitual biblioteca de “dos peniques, sin depósito previo”, compuesta por quinientos, seiscientos volúmenes a lo sumo. ¡Cómo tenían que gustar aquellas bibliotecas a los ladrones de libros! Tomar prestado un libro en una librería por sólo dos peniques, quitarle la etiqueta y venderlo en otra por un chelín debe de ser el delito más fácil de cometer que existe. No obstante, los libreros por lo común descubren que sale a cuenta dejar que les roben un determinado número de libros (nosotros perdíamos una docena al mes) en vez de espantar a los clientes pidiéndoles una cantidad en depósito.
Nuestra librería se encontraba exactamente en la frontera entre Hampstead y Camden Town. La frecuentaba toda clase de personas, desde aristócratas hasta revisores de autobús. Es probable que los suscriptores de nuestra biblioteca fueran una significativa sección transversal del público lector londinense. Por eso mismo vale la pena reseñar que, de todos los autores de nuestra biblioteca, el más solicitado era ¿quién? ¿Priestley? ¿Hemingway? ¿Walpole? ¿Wodehouse? No: Ethel M. Dell, con Warwick Deeping de segundo y yo diría que Jeffrey Farnol en tercer lugar. Las novelas de Dell, es obvio decirlo, las leen solamente las mujeres, mujeres de toda edad y condición, y no sólo, como cabría suponer, las solteronas melancólicas y las gordas mujeres de los estanqueros. No es verdad que los hombres no lean novelas, pero sí es cierto que hay regiones enteras de la ficción que tienden a evitar. En términos generales, lo que cabría considerar la novela al uso –la novela corriente, la buena novela mala, una novela al estilo de Galsworthy, sólo que aguado, es decir, la norma de la novela inglesa– parece existir sólo para mujeres. Los hombres leen o bien esas novelas que a duras penas se pueden respetar o bien las novelas detectivescas. Pero su consumo de novelas detectivescas es asombroso. Que yo sepa, en un año, uno de nuestros suscriptores leía cuatro o cinco novelas detectivescas por semana además de otras que tomaba en préstamo de otra biblioteca. Lo que más me sorprendía es que nunca leía dos veces el mismo libro. Al parecer, almacenaba para siempre en la memoria el pavoroso cargamento, el torrente de basura (las páginas que leía al año, llegué a calcular, cubrirían una superficie de tres cuartas partes de media hectárea). No reparaba en los títulos ni en los nombres de los autores, aunque sabía decir, meramente al primer vistazo, si “ya había leído” el libro en cuestión.
En una biblioteca de préstamo se ven los verdaderos gustos de las personas, no los fingidos, y una de las cosas que asombra es lo completamente en desuso que están los novelistas ingleses “clásicos”, es decir, cómo han caído en desgracia. No tiene sencillamente el menor sentido poner a Dickens, Thackeray, Jane Austen, Trollope, etc., en la biblioteca habitual de préstamo; nadie se los lleva a casa. Sólo de ver una novela decimonónica, la gente suspira, dice: “¡qué antigualla!”, y pasa de largo. En cambio, es relativamente fácil seguir vendiendo bien a Dickens, como lo es vender a Shakespeare. Dickens es uno de esos autores a los que la gente siempre “se propone” leer y, al igual que la Biblia, se le lee mucho en ejemplares de segunda mano. Todo el mundo sabe de oídas que Bill Sikes era un ladronzuelo, que Micawber era calvo, tal como saben de oídas que a Moisés lo encontraron en el río en una cesta de mimbre, y que le vio “el trasero” al Señor. Otra cosa muy notable es la creciente impopularidad de los libros norteamericanos. Y otra más –con esto, los editores se suben por las paredes cada dos o tres años– es la impopularidad del relato breve. La clase de persona que pide al librero que le escoja un libro casi siempre empieza diciendo: “cualquier cosa, menos relatos breves”. O incluso dicen “no quiero historias cortas”, como decía un alemán que era cliente nuestro. Si se les pregunta por qué, a veces aducen que es demasiado cansino acostumbrarse a los personajes con cada nuevo relato; prefieren “entrar” en una novela que ya no les exija pensar una vez pasado el primer capítulo. Sin embargo, creo que son los escritores quienes tienen más culpa en esto que los lectores. La mayoría de los relatos breves modernos, tanto ingleses como norteamericanos, son absolutamente inertes, carentes de vida, en mayor medida que las novelas. Los relatos breves que cuentan algo tienen aún popularidad de sobra, como es el caso de D. H. Lawrence, cuyos relatos son tan populares como sus novelas.
¿Me gustaría ser librero de oficio? En conjunto, a pesar de la amabilidad de mi jefe, a pesar de algunos días felices que pasé en la librería, debo decir que no.
Con una buena posición en el mercado y un capital idóneo, cualquier persona culta podrá ganarse la vida con modestia y seguridad montando una librería. A menos que uno se dedique a los libros “raros”, no es un oficio difícil de aprender, y se empieza con una gran ventaja si se conoce algo sobre las interioridades de los libros. (No es el caso de la mayoría de los libreros. Uno se hace a la idea de por dónde andan si echa un vistazo a las revistas del gremio, donde anuncian sus objetos de deseo. Si no vemos un anuncio en busca de un ejemplar de Decadencia y caída, de Boswell, es casi seguro que habremos de encontrar uno que anuncie el deseo de conseguir un ejemplar de El molino junto al Floss, de T. S. Eliot [sic].) Además, se trata de un oficio muy humano, que no se presta a una vulgarización más allá de un punto determinado. Los grandes grupos no podrán asfixiar al pequeño librero independiente hasta arrebatarle la existencia, tal como han hecho ya con el tendero de ultramarinos y el lechero. Ahora bien, la jornada laboral es larga, muy larga –yo sólo fui empleado a tiempo parcial, pero mi jefe dedicaba setenta horas a la semana a trabajar en la librería, sin contar las constantes expediciones, fuera del horario comercial, para comprar lotes de libros–, y se lleva una vida nada sana. Por norma, una librería es horriblemente fría en invierno, porque si hace un cierto calor las ventanas se empañan, y un librero depende de sus ventanas y escaparates. Y los libros desprenden más polvo, y más desagradable, que cualquier otra clase de objeto inventado hasta la fecha, y la parte superior de un libro es el lugar en el que prefiere morir todo moscardón que se precie.
Sin embargo, la verdadera razón de que no me guste el oficio de librero, al menos de por vida, es que mientras me dediqué a él perdí todo mi amor por los libros. Un librero tiene que mentir como un bellaco cuando habla de libros, lo cual le produce un evidente desagrado. Aun peor es el hecho de estar constantemente quitándoles el polvo y moviéndolos de acá para allá. Hubo una época en la que realmente amé los libros; amaba verlos, olerlos, tocarlos, en especial si se trataba de libros con cincuenta años de antigüedad, o incluso más. Nada me agradaba tanto como comprar un lote entero por un chelín en una subasta rural. Tienen un sabor peculiar los libros baqueteados e inesperados que uno se encuentra en esa clase de colecciones: poetas menores del siglo xviii, gacetilleros pasados de moda, volúmenes sueltos de novelas olvidadas, números encuadernados de revistas femeninas, por ejemplo, de la década de 1860 Para leer como si tal cosa –por ejemplo, en el baño, o entrada la noche, cuando uno está demasiado fatigado para irse a la cama, o en ese cuarto de hora antes de almorzar–, no hay nada como hojear un número atrasado del Girl’s Own Paper. Sin embargo, tan pronto comencé a trabajar en la librería dejé de comprar libros. Vistos en masa, cinco mil, diez mil de golpe, los libros se me antojaban aburridos e incluso nauseabundos. Hoy en día hago alguna que otra adquisición ocasional, aunque sólo si se trata de un libro que deseo leer y que no puedo pedir prestado. Nunca compro morralla. El olor dulzón del papel deteriorado ha dejado de resultarme atractivo. Lo relaciono muy estrechamente con los clientes paranoicos y los moscardones muertos.