Kitabı oku: «El león y el unicornio y otros ensayos», sayfa 6

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ii

Cuando se dice que un escritor está de moda, prácticamente siempre se quiere dar a entender que goza de la admiración de los menores de treinta años. A comienzos del periodo al que me refiero, los años de la guerra e inmediatamente posteriores, el escritor que más había prendido en el ánimo de los jóvenes con capacidad de pensar era casi con toda seguridad Housman. Entre los que fueron adolescentes entre 1910 y 1925, Housman tuvo una influencia enorme, que ahora no resulta fácil de entender. En 1920, teniendo yo unos diecisiete años, probablemente me sabía de memoria la totalidad de A Shropshire Lad [Un mozalbete de Shropshire]. Me pregunto qué impresión causará este libro de Housman a día de hoy en un muchacho de la misma edad, de la misma mentalidad. A buen seguro que lo conoce al menos de oídas, y es posible que lo haya ojeado; podrá parecerle más bien poesía barata, probablemente eso sea todo. Ahora bien: son los poemas que yo y los muchachos de mi generación nos recitábamos una y otra vez, en éxtasis, tal como las generaciones anteriores habían recitado “Amor en el valle”, de Meredith, o “El jardín de Proserpina”, de Swinburne, entre otros.

De pesar tengo el corazón colmado

pues amigos de oro tuve,

y muchas doncellas de labios de rosa

y mozos alegres donde los hubiera.

Junto a arroyos que no se pueden saltar

yacen los mozos alegres;

las doncellas de labios de rosa duermen

en campos donde las rosas se marchitan.23

Es chirriante. Pero en 1920 no lo parecía. ¿Por qué las burbujas de la sonoridad acaban por estallar? Para responder a esta pregunta, hay que tener en cuenta las condiciones externas que dan popularidad a determinados escritores en determinadas épocas. Los poemas de Housman apenas llamaron la atención cuando se publicaron. ¿Qué había en ellos que tanto atrajo a una sola generación, la de los nacidos en torno a 1900?

En primer lugar, Housman es un poeta “rural”. Sus poemas rebosan el encanto de las aldeas recónditas, la nostalgia de los topónimos, Clunton y Clunbury, Knighton, Ludlow, “en los cerros de Wenlock”, “en verano en Bredon”, las techumbres de paja, el repicar de las herrerías, los junquillos silvestres en los pastos, “las colinas azules en el recuerdo”. Dejando a un lado los poemas de guerra, la poesía inglesa de 1910-1925 es poesía “de campo”. La razón, sin duda, es que la clase de los rentistas profesionales empezaba a no tener ninguna relación real con la tierra de la que procedía, aunque aún prevalecía entonces, mucho más que ahora, una suerte de esnobismo en la pertenencia al campo, tan alabado, y en el menosprecio de la ciudad. Inglaterra era entonces un país poco más agrícola que ahora, pero antes de que la industria ligera comenzara a extenderse era fácil que se considerase aún agrícola. La mayoría de los muchachos de clase media crecieron a la vista de una granja; como es natural, era la faceta pintoresca de la vida rural lo que les atraía, es decir, el arado, la co­­secha, la trilla, etc. A menos que tenga que hacerlo él con sus propias manos, un muchacho rara vez se dará cuenta del tedio y la pesadez horribles que supone arar las nabizas, ordeñar las vacas de ubres resecas a las cuatro de la mañana, etc. Justo antes, justo después y, en efecto, durante la guerra, se dio la edad dorada del poeta de la naturaleza: estaban en su apogeo Richard Jefferies y W. H. Hudson. “Grantchester”, de Rupert Brooke, fue el poema estrella de 1913, y no es sino una enorme regurgitación de sentimiento “rústico”, una suerte de vómito acumulado en un estómago atiborrado de topónimos. En tanto poema, “Grantchester” es aún peor que lo indigno; en tanto ilustración de lo que pensaba el joven de clase media en esa época, es un valioso documento.

Housman, en cambio, no se entusiasma con los rosales silvestres en ese estilo de poeta de fin de semana que tenían Brooke y los demás. El motivo “rústico” está presente en cada verso, pero más que nada como telón de fondo. La mayoría de los poemas tienen un sujeto cuasi humano, en realidad Estrefonte o Coridón puestos al día. Esto es lo que tenía un profundo atractivo. La experiencia demuestra que las personas civilizadas en exceso gozan cuando leen lo que sea acerca de los rústicos (frase clave: “pegados a la tierra”), porque se los imaginan más primitivos y más apasionados. De ahí las novelas “de la tierra oscura” de Sheila Kaye-Smith, etc. En aquella época, un muchacho de clase media, con su propensión hacia “el campo”, se identificaría con un trabajador agrario tanto o más, seguro, que con un obrero de la ciudad. La mayoría de los chicos tenían en mente la visión de un labrador idealizado, o bien de un gitano, de un trotamundos, que llevaría una vida de trampero para cazar conejos, de asiduo de las peleas de gallos, de conocedor de los caballos, de bebedor de cerveza y de frecuentador de las mujeres. “Everlasting Mercy” [Misericordia eterna], de Masefield, es otra pieza del periodo que tiene su valor, que tuvo inmensa popularidad entre los chicos durante los años de la guerra, y que nos propone esta visión de manera muy cruda. En cambio, los Maurice y los Terence de Housman se podían tomar en serio justo allí donde el Saul Kane de Masefield no llegaba. En ese sentido, Housman era Masefield con unas gotas de Teócrito. Por si fuera poco, su temática es adolescente: asesinato, suicidio, amor desdichado, muerte prematura. Son temas que se ocupan de los desastres sencillos e inteligibles que nos dan la sensación de estar frente a “la dureza de pedernal” que tiene la vida misma:

Calienta el sol la colina de hierba sin segar,

ya la sangre se ha secado;

y Maurice yace quieto entre el heno

y mi cuchillo en su costado.24

Y:

Nos ahorcan ahora en la cárcel de Shrewsbury:

suenan abatidos los silbatos,

y se quejan los trenes de noche en las vías

por los hombres que mueren al alba.25

Todo transcurre en la misma línea. Todo se viene abajo. “Dick yace en el cementerio, y Ned está tumbado en la cárcel.” Y nótese la exquisitez con que se duele de sí mismo, la sensación del “nadie me quiere”:

Las gotas diamantinas adornan

tu túmulo en el prado,

son las lágrimas del alba,

que lloran, aunque no sea por ti.26

¡Mala suerte, compañero! Son poemas que podrían estar expresamente escritos para adolescentes. Y el pesimismo sexual invariable (la chica siempre muere o se casa con otro) parecía sabiduría en estado puro para los chicos que vivían en rebaños en las escuelas públicas, y eran propensos a pensar en las mujeres como en algo inalcanzable. Dudo mucho que Housman revistiera idéntico atractivo para las chicas. En sus poemas, el punto de vista femenino jamás se considera. La mujer no pasa de ser la ninfa, la sirena, la traicionera criatura no del todo humana que se lleva lejos a uno y luego le da calabazas.

Ahora bien, la poesía de Housman no habría tenido tan profundo atractivo para quienes eran jóvenes en 1920 de no haber sido por otra vena importante: una vena blasfema, antinómica, “cínica”. La pugna que siempre se da entre las generaciones fue excepcionalmente enconada al final de la Gran Guerra: en parte se debió a la guerra, en parte fue resultado indirecto de la Revolución Rusa, aunque una pugna intelectual tenía que darse de todos modos en esas fechas. Debido probablemente a la facilidad, a la seguridad con que se vivía en Inglaterra, donde apenas se notó perturbación bélica ninguna, muchas personas cuyas ideas se habían formado en los años ochenta [del siglo xix] o incluso antes entraron sin modificarlas en los años veinte. Entretanto, por lo que atañe a las jóvenes generaciones, las creencias oficiales se desmoronaban como castillos de arena. El descenso de la fe religiosa, por ejemplo, fue espectacular. Durante varios años, el antagonismo entre jóvenes y viejos adquirió tintes de verdadero odio. Lo que quedó de la generación de la guerra salió a duras penas de la masacre para encontrarse con sus mayores aún pletóricos e imbuidos de los eslóganes de 1914, y una generación de muchachos algo más jóvenes se retorcía bajo la férula de los maestrescuelas célibes y con mentalidad de cloaca. A ellos apeló Housman con su implícita revuelta sexual y su personal agravio contra la divinidad. Era un patriota, qué duda cabe, pero de una manera inofensiva y anticuada, en la línea de las casacas rojas y el “Dios salve a la Reina” más que en la línea de los cascos de acero y de “Muerte al Káiser”. Y era satisfactoriamente anticristiano: defendía una suerte de paganismo amargo y desafiante, la convicción de que la vida es breve y de que los dioses nos son adversos, que encajaba a pedir de boca con el humor más extendido entre los jóvenes. Y todo ello en sus encantadores y frágiles versos, compuestos casi íntegramente de monosílabos.

Es de ver que me he referido a Housman cual si fuera tan sólo un propagandista, un distribuidor de máximas, un forjador de citas. Obviamente, era mucho más que eso. No tiene sentido infravalorarlo ahora porque estuviera sobrevalorado hace unos años. Aunque uno se busque complicaciones hoy en día por decirlo, hay unos cuantos poemas suyos (“Entra en mi corazón un aire que mata”, por ejemplo, o “¿Están mis bueyes arando?”) que dudosamente gozarán ya de ningún favor. No obstante, en el fondo queda siempre la tendencia de un escritor, su “propósito”, su “mensaje”, y es lo que le lleva a ser apreciado o desdeñado. Prueba de ello es la extrema dificultad de hallar ningún mérito literario en cualquier libro que seriamente dañe nuestras creencias más profundas. Y no hay un solo libro que sea de veras neutral. Siempre se discierne tal o cual tendencia, tanto en verso como en prosa, aun cuando no haga otra cosa que determinar la forma y la elección de las imágenes empleadas. Pero los poetas que alcanzan una amplia popularidad, como Housman, suelen quedar definidos, por norma, como escritores gnómicos.

Después de la guerra, después de Housman y los poetas de la naturaleza, aparece un grupo de escritores de tendencia radicalmente distinta: Joyce, Eliot, Pound, Lawrence, Wyndham Lewis, Aldous Huxley, Lytton Strachey. En lo referente a mediados y finales de los años veinte, conforman “el movimiento”, tal como el grupo de Auden-Spender han sido “el movimiento” de estos últimos años. Es cierto que no todos los escritores de veras buenos de la época encajan en este patrón. E. M. Forster, por ejemplo, si bien escribió su mejor libro en 1923, más o menos, era en esencia un autor de antes de la guerra, y Yeats no parece que en ninguna de sus fases pueda pertenecer a la década de los años veinte. Otros que aún estaban vivos y en activo, Moore, Conrad, Bennett, Wells, Norman Douglas, habían echado el resto mucho antes de que la guerra asomase por el horizonte. Por otra parte, un escritor que debiera adscribirse al grupo, aunque en sentido estrictamente literario difícilmente “pertenece” a él, es Somerset Maugham. Obvio es que las fechas no encajan del todo; la mayoría de los mencionados habían publicado antes de la guerra, si bien se les puede clasificar como escritores de posguerra en el mismo sentido en que son post-Depresión los jóvenes que escriben ahora. Asimismo, se podrían leer las revistas literarias de la época sin tener la sensación de que esas personas fueran “el movimiento”. Más aún entonces que en ningún otro momento, los mandamases del periodismo literario andaban azacanados con la ficción de que la época anterior a la suya no había terminado aún. Squire dirigía el London Mercury, Gibbs y Walpole eran los dioses de las bibliotecas de préstamo, se daba un culto de la alegría y la virilidad, de la cerveza y el críquet, de las pipas de madera de brezo, de la caoba, y en todo momento era viable ganarse unas cuantas guineas escribiendo un artículo en el que se denunciase a los miembros de la “alta cultura”. A pesar de los pesares, fueron los integrantes de la “alta cultura” los que cautivaron a los jóvenes. Soplaba un viento procedente de Europa, que mucho antes de 1930 había dejado en cueros a los defensores de la cerveza y del críquet, aunque sin arrebatarles sus títulos nobiliarios.

Pero lo primero que se percibe acerca del grupo de escritores que he mencionado antes es que ni de lejos parecen un grupo. Para colmo, son varios los que con toda certeza pondrían variadas objeciones a su emparejamiento con algunos de los restantes. Lawrence y Eliot se tenían total antipatía; Huxley adoraba a Lawrence, pero le repugnaba Joyce; casi todos los demás habrían despreciado a Huxley, Strachey y Maugham, y Lewis no dejó títere con cabeza entre todos ellos. La reputación que tiene como escritor se funda en gran medida en sus diatribas. Y sin embargo existe cierta afinidad temperamental, hoy evidente, aunque hace una docena de años no lo fuera tanto. A lo que equivale viene a ser una suerte de pesimismo de planteamientos. Pero es preciso aclarar a qué me refiero al decir pesimismo.

Si la nota clave de los poetas georgianos era la “belleza de la Naturaleza”, la nota dominante de los escritores de posguerra sería “el sentido trágico de la vida”. El espíritu que anima los poemas de Housman, por ejemplo, no es trágico, sino tan sólo quejumbroso. El suyo es un hedonismo decepcionado. Lo mismo vale decir de Hardy, aunque es preciso hacer una excepción con Los dinastas. El grupo Joyce-Eliot llegó con posterioridad: no es el puritanismo su principal adversario, saben desde el primer momento “calar” casi todas las cosas por las que pelearon sus antecesores. Todos ellos son fuertemente hostiles a la noción de “progreso”; se siente que el progreso no sólo no acontece, sino que no debiera acontecer. Habida cuenta de esta similitud general, hay ciertas diferencias, claro está, en el enfoque que prefieren los escritores a los que me he referido, así como grados diversos de talento. El pesimismo de Eliot es en parte el pesimismo cristiano, que entraña cierta indiferencia frente a las desdichas del ser humano, y es en parte un lamento por la decadencia de la civilización occidental (“Somos los hombres huecos, somos los hombres rellenos”, etc., etcétera), una suerte de sentimiento propio del crepúsculo de los dioses que a la sazón le conduce, en “Sweeney agonista”, por ejemplo, a lograr una hazaña sumamente difícil: dar a la vida moderna un aire peor del que tiene. En el caso de Strachey es tan sólo un cortés escepticismo dieciochesco mezclado con el gusto por desacreditar y demoler. En Maugham se trata de una especie de resignación estoica, el gesto altivo y desdeñoso del pukka sahib que se halla al oriente de Suez y que sigue adelante con su trabajo aun cuando no crea en él, como el emperador Antonino. A primera vista, Lawrence no parece un escritor pesimista; como Dickens, es un hombre partidario de “mudar de corazón”, que insiste a cada paso en que la vida aquí y ahora sería estupenda con que sólo supiéramos verla de otro modo. Pero lo que en realidad exige es un alejamiento de la civilización mecanizada, cosa que no ha de suceder, y él sabe que no sucederá. De ahí su exasperación con el presente, que da lugar, una vez más, a una idealización del pasado, esta vez un pasado seguro, mitológico, la Edad de Bronce. Cuando Lawrence prefiere a los etruscos (sus etruscos, en realidad) antes que a nosotros, es difícil no estar de acuerdo con él, si bien, a fin de cuentas, es una especie de derrotismo lo que propugna, ya que no es ésa la dirección en la que el mundo avanza. La clase de vida a la que continuamente apunta, una vida centrada en torno a misterios sencillos –el sexo, la tierra, el fuego, el agua, la sangre–, es tan sólo una causa perdida. De ahí que todo lo que ha sido capaz de producir es un deseo de que las cosas sucedieran de una manera que, es manifiesto, no ha de ser. “Una ola de generosidad o una ola de muerte”, dice, pero es evidente que no hay olas de generosidad a este lado del horizonte. Por eso huye a México, y muere a los cuarenta y cinco, pocos años antes de que la ola de muerte comience a desplazarse. Se verá seguramente que una vez más hablo de todas estas personas como si no fueran artistas, sino tan sólo propagandistas empeñados en la di­­fusión de un “mensaje”. Y se verá una vez más, es evidente, que todos ellos son mucho más que eso. Sería absurdo, por ejemplo, considerar el Ulises tan sólo como una exposición del horror de la vida moderna, la “sucia era del Daily Mail”, como dijera Pound. Joyce es en realidad más “artista puro” que la mayoría de los escritores. No podría haber escrito el Ulises alguien que sólo enredase con estructuras verbales. Es producto de una muy especial visión de la vida, la visión de un católico que ha perdido la fe. Lo que dice Joyce es: “He aquí la vida sin Dios. ¡Miradla!”. Y sus innovaciones técnicas, por importantes que sin duda sean, ante todo están al servicio de este propósito.

Lo que sí es notable en todos estos escritores es que sus “propósitos”, los que sean, están muy en el aire. No prestan atención a los problemas urgentes del momento; ante todo, nada de política en el sentido estricto del término. Guían nuestra mirada hacia Roma, Bizancio, Montparnasse, México y Etruria, hacia el subconsciente, hacia el plexo solar: hacia todo, salvo a los lugares en que realmente están sucediendo las cosas. Cuando uno repasa los años veinte, nada resulta tan raro como el modo en el que todos los acontecimientos europeos de importancia escaparon a la atención de la intelectualidad inglesa. Por ejemplo, la Revolución Rusa se ha volatilizado en la conciencia inglesa entre la muerte de Lenin y las hambrunas de Ucrania: unos diez años en total. A lo largo de esos años, Rusia era Tolstoi, Dostoievski, los condes que en el exilio conducían un taxi. Italia era las galerías de pintura, las ruinas, las iglesias y los museos, pero no los Camisas Negras. Alemania era el cine, el nudismo, el psicoanálisis, pero no Hitler, del cual prácticamente nadie oyó nada negativo hasta 1931. En los círculos “cultos”, el arte por el arte se extendió prácticamente hasta la adoración de lo que carecía de sentido. La literatura presuntamente había de constar única y exclusivamente de la manipulación de las palabras. Juzgar un libro según el tema de que tratase era tenido por pecado imperdonable; tomar conciencia del tema era incluso un gesto de mal gusto. Hacia 1928, en uno de los tres chistes genuinamente graciosos que han salido en Punch desde la Gran Guerra, un joven intolerante aparece delante de su venerable tía, a la que informa de que se propone “escribir”. “¿Y sobre qué piensas escribir, querido?”, pregunta la tía. “Querida tía –dice el joven de manera aplastante–, uno no escribe sobre nada. Uno tan sólo escribe.” Los mejores escritores de los años veinte no suscribían esta doctrina; su “propósito” en casi todos los ca­­sos era manifiesto, aunque era por lo común un “propósito” que seguía líneas morales, religiosas, culturales. Asimismo, cuando se podía traducir a términos políticos, no quedaba litigio por ventilar. Lewis, por ejemplo, pasó años frenéticamente dedicado a rastrear la presencia de los “bolcheviques”, y supo detectarla por medios casi brujeriles en los lugares más insospechados. Recientemente ha cambiado en parte de postura, tal vez influido por el tratamiento que ha dado Hitler a los artistas, pero no es arriesgado apostar que no llegará a situarse muy a la izquierda. Pound parece haber optado por el fascismo, al menos en su variante italiana. Eliot ha permanecido al margen, aunque si se le obligase a elegir a punta de pistola entre el fascismo y una forma más democrática del socialismo, es probable que se quedara a la primera carta. Huxley arranca con la de­­sesperanza acostumbrada ante la vida, y sujeto a la influencia del “oscuro abdomen” de Lawrence abre una vía llamada “adoración de la vida” para terminar en el pacifismo, postura defendible, y en este momento honorable, aunque a la larga seguramente comporte el rechazo del socialismo. Es también notorio que la mayoría de los escritores del grupo demuestran cierta ternura hacia la Iglesia Católica, aunque no sea por lo común del tipo que la ortodoxia católica podría aceptar de buena gana.

La conexión mental que hay entre pesimismo y planteamientos reaccionarios es sin duda evidente. Tal vez no lo sea tanto por qué los principales escritores de los años veinte son predominantemente pesimistas. ¿Por qué aparece siempre esa sensación de decadencia, las calaveras y los cactus, el anhelo de la fe perdida y las civilizaciones imposibles? ¿No era, a fin de cuentas, porque todas esas personas escribían en una época en la que reinaba una comodidad excepcional? Es en tales ocasiones cuando florece la “desesperación cósmica”. Quien tiene el estómago vacío nunca desespera del universo; ni siquiera piensa en el universo. Todo el periodo 1910-1930 fue de gran prosperidad, e incluso los años de la guerra fueron físicamente tolerables con tal de que uno fuese un no combatiente en uno de los países aliados. En cuanto a los años veinte, fueron la edad de oro del intelectual rentista, un periodo de irresponsabilidad tal como nunca se había visto. Había terminado la guerra, no habían surgido los nuevos Estados totalitarios, se habían disipado los tabúes morales y religiosos, y el dinero contante y sonante corría a espuertas. La “desilusión” estaba de moda. Todo el que ingresara 500 libras al año se volvía adepto a la alta cultura y comenzaba a adiestrarse en el taedium vitae. Fue una época de águilas y de chicas fáciles, de desesperación frívola, de Hamlets de andar por casa, de billetes baratos de ida y vuelta al fin de la noche. En algunas novelas menores, pero características del periodo, libros como Told by an Idiot [Lo cuenta un idiota], la desesperación vital llega a constituir una atmósfera de autocompasión tan impenetrable como los vapores de un baño turco. E incluso los mejores escritores de la época son reos de una actitud demasiado olímpica, de una prontitud excesiva a la hora de lavarse las manos ante cualquier problema práctico e inmediato. Ven la vida en su totalidad, mucho más que los que les anteceden y los que llegaron después, pero la ven por el extremo erróneo del telescopio. No es que esto reste validez a sus libros en cuanto tales. La primera prueba de cualquier obra de arte es su pervivencia, y es evidente que gran parte de lo escrito entre 1910 y 1930 ha sobrevivido y tiene todas las trazas de seguir haciéndolo. Basta con pensar en Ulises, Servidumbre humana, casi todas las obras de Lawrence en su etapa inicial, sobre todo los relatos, y prácticamente todos los poemas de Eliot hasta 1930, para preguntarse qué es lo que, de cuanto ahora se escribe, tiene las trazas de aguantar igual de bien el correr de los años.

De un modo muy repentino, entre 1930 y 1935 sucede algo. Cambia el clima literario. Un nuevo grupo de escritores, Auden y Spender y todos los demás, ha hecho su aparición, y aunque técnicamente están en deuda con sus predecesores, su “tendencia” es muy distinta. De pronto hemos salido del crepúsculo de los dioses y nos hallamos en un ambiente de boy scouts, de rodillas desnudas, de cánticos en grupo. El literato tipo deja de ser un expatriado con inclinaciones que lo aproximan a la Iglesia; pasa a ser un colegial de mentalidad ansiosa con inclinaciones hacia el comunismo. Si la nota clave de los escritores de los años veinte era “el sentido trágico de la vida”, la nota clave de los nuevos escritores es “la seriedad de intenciones”.

Las diferencias entre ambas escuelas las comenta por extenso Louis MacNeice en su libro Modern Poetry. Es un libro, cómo no, escrito por completo desde la perspectiva de los jóvenes, que da por sentada la superioridad de sus criterios. Según MacNeice,

Los poetas de New Signatures,5 al contrario que Yeats y Eliot, son partisanos emocionales. Yeats propuso dar la espalda al deseo y al odio; Eliot se retrepó en un sillón a contemplar las emociones ajenas envuelto en el tedio y en una autocompasión irónica. […] En cambio, toda la poesía de Auden, Spender y Day Lewis implica que tienen deseos, que odian y, más incluso, que piensan que unas cosas son deseables y otras son odiosas.

Y aún sigue diciendo:

Los poetas de New Signatures27 han vuelto […] a la preferencia griega por la información o la declaración. El primer requisito es tener algo que decir; después, hay que decirlo tan bien como sea posible.

Dicho de otro modo: ha vuelto la “intención”, el “propósito”. Los escritores jóvenes “han optado por la política”. Tal como ya he señalado, Eliot y compañía no son en realidad tan nulos en calidad de partisanos como MacNeice parece dar a entender. Con todo y con eso, en términos generales es verdad que en los años veinte la literatura hizo hincapié más en la técnica y menos en la temática que ahora.

Las principales figuras de este grupo son Auden, Spender, Day Lewis, MacNeice y una larga hilera de escritores más o menos de la misma tendencia: Isherwood, John Lehmann, Arthur Calder-Marshall, Edward Upward, Alec Brown, Philip Henderson y muchos más. Al igual que hice antes, los amontono sencillamente en función de la tendencia. Es evidente que hay grandes variaciones de talento pero cuando uno compara a todo este grupo con la generación de Joyce y Eliot, lo que sorprende en seguida es cuánto más fácil les resulta formar de hecho un grupo. Técnicamente tienen mayores afinidades; políticamente son casi intercam­­biables; sus críticas de la obra de unos y de otros siempre ha sido (por decirlo con suavidad) afable y favorable. Los escritores que sobresalieron en los años veinte eran de orígenes muy dispares; pocos habían pasado por el rodillo educativo habitual en Inglaterra (por cierto: los mejores, con la excepción de Lawrence, ni siquiera eran ingleses), y la mayoría había tenido en un momento u otro que bregar con la pobreza, el abandono e incluso la persecución. Por otra parte, casi todos los escritores jóvenes encajan fácilmente en el patrón que viene dado por el colegio privado-la universidad-Bloomsbury. Los muy contados que son de extracción pro­­le­­taria pertenecen al tipo de los que se desclasan en época muy temprana, primero mediante becas, luego mediante el blanqueo que entraña la inmersión en la “cultura” londinense. Es significativo que varios de los escritores de este grupo hayan sido no sólo alumnos, sino después profesores en colegios privados. Hace algunos años describí a Auden diciendo que era “una especie de Kipling sin redaños”. En tanto crítica, el comentario es indigno; fue, en efecto, una observación hecha con rencor, aunque es cierto que en la obra de Auden, sobre todo en sus primeros libros, nunca está muy lejos un ambiente de elevación muy semejante al que prevalece en “Si”, de Kipling, o en “Play up, play up, and play the game”.28 Tómese por ejemplo un poema como “You’re Leaving now, and it’s up to you, boys” [Ahora os marcháis, muchachos, de vosotros depende].29 Es pura palabrería de un monitor de boy scouts; da el tono exacto de la clásica charla de diez minutos de duración para prevenir al muchacho de los peligros que entrañan la masturbación y demás riesgos de la edad previa a la madurez. No cabe duda de que hay un elemento paródico, pero también existe una semejanza más profunda y en modo alguno deseada. Y es evidente que el deje un tanto remilgado que es común a la mayoría de estos autores es síntoma a su vez de una liberación. Al arrojar por la borda el “arte puro”, se han liberado del temor a que se rían de ellos, a la par que han ampliado enormemente su espectro. Por ejemplo, la faceta profética del marxismo es un material nuevo para la poesía, que entraña grandes posibilidades:

No somos nada.

Hemos caído

en las tinieblas y seremos destruidos.

Piensa, no obstante, que en esas tinieblas

sostenemos el núcleo secreto de una idea

cuya rueda viva y soleada gira en los años futuros ahí fuera.30

Al mismo tiempo, pese a ser literatura de corte marxista, no se ha acercado nada a las masas. Aun admitiendo el desfase temporal, Auden y Spender están incluso más lejos de ser escritores populares que Joyce y Eliot, por no hablar ya de Lawrence. Al igual que antes, son muchos los escritores contemporáneos que están fuera de la corriente dominante, pero no caben muchas dudas sobre qué y cómo es esa corriente. A mediados y finales de los años treinta, Auden, Spender y compañía son “el movimiento”, tal como Joyce, Eliot y compañía lo eran en los años veinte. Y el movimiento transcurre en dirección de algo bastante mal definido y llamado comunismo. Ya en 1934 o 1935 se consideraba excéntrico en los círculos literarios no ser más o menos “de izquierdas”, y al cabo de uno o dos años había cuajado una ortodoxia de izquierdas en aras de la cual ciertas opiniones eran absolutamente de rigor acerca de asuntos determinados. Había comenzado a ganar terreno (véase Edward Upward y otros) la idea de que un escritor o era activamente, de izquierdas, o era mal escritor. Entre 1935 y 1939, el Partido Comunista ejerció una fascinación poco menos que irresistible para todo escritor menor de cuarenta años. Era tan normal enterarse de que Fulano se había hecho miembro como lo había sido años antes, cuando el catolicismo estaba de moda, enterarse de que Zutano se había convertido y había sido “recibido” en el seno de la Iglesia. De hecho, durante unos tres años la válvula de escape de la literatura inglesa estuvo más o menos bajo el control directo de los comunistas. ¿Cómo había sido posible tal cosa? Al mismo tiempo, ¿qué significa “comunismo”? Es mejor responder antes a esta segunda pregunta.

El movimiento comunista en Europa occidental empezó como un movimiento en pro del derribo violento del capitalismo, y degeneró en pocos años hasta ser un instrumento de la política exterior de Rusia. Probablemente fue algo inevitable, una vez que el fermento revolucionario que siguió a la Gran Guerra hubo remitido casi del todo. Por lo que alcanzo a saber, la única historia exhaustiva de este asunto, en inglés, es La internacional comunista, de Franz Borkenau. Lo que aclaran los hechos que recoge Borkenau, aún más que sus deducciones, es que el comunismo nunca podría haberse desarrollado en las líneas en que hoy se encuentra si hubiera existido un sentimiento revolucionario real en los países industrializados. En Inglaterra, por ejemplo, es obvio que ese sentimiento no ha existido desde hace muchos años. Las cifras de miembros de todos los partidos extremistas son patéticas, por lo que esa inexistencia se demuestra con toda claridad. Es, por tanto, natural que el movimiento comunista británico esté controlado por personas que mentalmente son sumisas a Rusia, y que no tienen más objetivo real que manipular la política extranjera de Gran Bretaña en aras de los intereses rusos. Claro está que ese objetivo no se puede reconocer abiertamente, y es este hecho el que da al Partido Comunista su muy peculiar carácter. El tipo de comunista más militante es en efecto un agente que publicita los intereses de Rusia y que se las da de socialista internacional. Ésta es una pose fácil de mantener en ocasiones normales, pero que se torna muy difícil en momentos de crisis, debido a que la urss no tiene más escrúpulos en su política exterior que el resto de las grandes potencias. Las alianzas, los cambios de fachada, etc., que sólo tienen sentido en tanto parte del juego de la política del poder, tienen que ser explicados y justificados en términos del socialismo internacional. Cada vez que Stalin cambia de socios, hay que dar al “marxismo” una nueva forma, así sea a martillazos. Esto entraña súbitos y violentos cambios de “línea”, purgas, denuncias, la destrucción sistemática de la literatura de partido, etc., etc. Cualquier comunista es de hecho susceptible, en cualquier momento, de tener que alterar sus convicciones más fundamentales o bien de abandonar el Partido. El dogma incuestionable del lunes puede ser la herejía más abyecta del martes. Y así sucesivamente. Esto es algo que ya ha ocurrido al menos tres veces en los últimos diez años. De ahí se sigue que en cualquier país occidental un partido comunista sea siempre inestable y, por lo común, muy reducido. Los miembros que lo son a largo plazo suelen ser tan sólo el círculo interno de intelectuales que se han identificado con la burocracia soviética, junto a un cuerpo algo mayor de gente de clase obrera que sienten hacia la Unión Soviética una lealtad absoluta, sin que forzosamente entiendan su política. Por lo demás, el resto de los miembros vienen y van. Con cada cambio de “línea”, entran unos cuantos y se van otros tantos.

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