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La contradicción

Esa contradicción, que recorre la obra freudiana, puede fecharse en 1895, al comienzo del “Proyecto…”. Está situada bien a la vista, pues, como la inhallable carta robada en el cuento de Poe. Freud justifica su plan de hacer un abordaje cuantitativo de los procesos psíquicos (el llamado punto de vista económico) diciendo que procesos como

estímulo, sustitución, conversión, descarga [sugirieron] la concepción de la excitación neuronal como cantidades fluyentes. [Y] se pudo formular un principio fundamental [que] enuncia que las neuronas procuran aliviarse de la cantidad.(48)

La ambigüedad y la contradicción mencionadas se presentan en dos aserciones consecutivas acerca de lo que ocurre con la excitación en las neuronas: (1º) fluye, (2º) tiende a reducirse. Ahora bien, que algo se comporte como una magnitud fluyente (sea excitación u otra cosa) significa que se redistribuye sin pérdida ni ganancia, manteniendo constante la suma total, como ocurre con el caudal de un río o con la energía de un sistema. Si fluye, esa magnitud cumple una ley de constancia: puede redistribuirse variando aquí o allá, pero su monto total no varía; en especial, si sólo tiene dos destinaciones, al reducirse en una deberá aumentar proporcionalmente en la otra. Pero la segunda proposición no consiente que, si una se alivia de cantidad, la otra tome sobre sí el remanente, pues exige que todas aligeren su cantidad, y, si es así, la suma no puede mantenerse constante, como lo requiere la hipótesis del flujo, sino que siempre se reducirá, dado que se reduce cada uno de los términos que la componen.

Freud parece haber sucumbido al equívoco que el término “economía” presenta en la lengua alemana, en la nuestra y en muchas otras: es la ley de conservación que rige los libros de caja (si algo desapareció de un rubro, debe de encontrarse en otro o haber sido repartido entre varios), y también es el ahorro, la tendencia a reducir gastos. El planteo freudiano tiene una contradicción interna porque ambas cosas no pueden cumplirse. En consecuencia, hay que elegir.

La pandemia de aburrimiento que acompaña a la del COVID-19 es la demostración práctica, a escala global, de que ningún principio de placer se aplica a los seres hablantes y de que ese principio ni siquiera puede ser salvado invocando un “más allá” regido por la compulsión de repetir, ya que justamente la repetición es lo que el aburrimiento pretende romper. Gracias a esta pandemia, escuchamos con claridad la voz con que el parlêtre interpela a Freud: Vater, siehst du denn nicht, dass ich verbrenne? Padre, ¿no ves que ardo? ¡Ardo de pasión, de amor, de deseos! Ich verbrenne vor Leidenschaft, vor Liebe, vor Begierden!

¿Cuáles son las implicancias? Si no hay principio de placer ni “más allá” que lo complete ni principio de realidad que lo prosiga, el proceso primario deberá ser otra cosa, como observa Lacan,(49) y entonces también lo serán el inconsciente mismo, el sueño y hasta el despertar; la pulsión perderá su carácter molesto, y la noción de defensa, sus principales derechos; la vivencia de satisfacción cambiará de signo, pues no nos colmará por cancelar una excitación perturbadora, sino por prodigar inéditos e inolvidables modos de gozar; el trauma y el síntoma deberán igualmente ser reformulados, y vacilará nuestra idea de la represión; la constitución del yo requerirá, como mínimo, ser fundamentada de otro modo, y habrá que revisar con lupa tanto la metapsicología como la compulsión de repetir; la pulsión de muerte carecerá de justificación, y las fuentes de la angustia y del fantasma volverán a sernos enigmáticas; el masoquismo no planteará problemas económicos, explicar el malestar en la cultura requerirá razones nuevas,(50) y si, al ser que goza, el superyó le ordena gozar, su función puede resultar superflua. Como cada una de estas consecuencias tendrá, a su vez, una serie de derivaciones, el programa de trabajo que esto prefigura se parece al de un efecto dominó en el que la caída de ciertas fichas inaugura la de dos o más series nuevas. No obstante, plantearlo así podría hacer que con horror nos preguntemos qué quedará en pie, pese a que en verdad la propuesta no es demoler, sino reconfigurar; no es tirar abajo una columna, sino sustituirla por una más firme; es mandar al museo el principio de placer, remplazarlo por un fundamento no contradictorio y más adecuado al mundo humano, y forjar así una herramienta más idónea para tratar el sufrimiento de los cuerpos hablantes y para interpretar el malestar en la cultura.

16. Partes de este capítulo fueron presentadas en las XXVIII Jornadas de la Escuela de la Orientación Lacaniana el 1º de diciembre de 2019; otras, en la sede madrileña de la Escuela Lacaniana de Psicoanálisis, dos semanas después.

17. Cf. Arenas (2020a).

18. Cf. Lacan (1977).

19. Lacan (1976: 131).

20. Miller (2007: 86).

21. Cf. Miller (1998a).

22. Cf. Arenas (2015a).

23. Freud (1900: 153).

24. Ibíd., p. 154.– El subrayado es nuestro.

25. Ibíd., pp. 164, 176.– Volveremos sobre ese sueño infra, pp. 43s.

26. Ibíd., p. 189.– La lengua alemana posibilita aquí un juego de palabras.

27. Ibídem.– El hipotético cumplimiento de deseo se consuma dando un lugar muy comprobable a cierto goce –quizá penoso, pero goce al fin.

28. Ibíd., p. 177.– Causar displacer es el precio pagado por disfrazar el cumplimiento supuestamente placentero, como si disimuláramos la droga que queremos pasar por la frontera mediante un disfraz más caro que la droga misma.

29. Ibíd., pp. 163s, 247.

30. Cf. Lacan (1964b: 42s, 66, 76s; 1969: 182).

31. Freud (1900: 275).

32. Ibíd., p. 504.

33. Ibíd., p. 200n.

34. Lo sugiere, además, el caso de Emma, que Freud (1895: 400-404) presenta como paradigma de la proton pseudos histérica.– Cf. Arenas (2020b: 34-40, 70).

35. Arenas (2012: caps. 22-23).

36. Cf. Arenas (2014b).

37. Cf. Lacan (1958b: 181s).

38. El latín divertere significa “llevar por varios lados”.

39. Freud (1895: 344).

40. Freud (1900: 546, 593, 608).

41. Arenas (2012: cap. 1).

42. Véase infra, cap. 3.

43. Angot (2012).

44. Miller (2013) comenta la tercera.

45. Un deseo no siempre tiene tal poder de conmoción, pero jamás es un instrumento desdeñable.

46. Arenas (2017: 23).

47. Arenas (2020b: 60).

48. Freud (1895: 340).

49. Lacan (1972b: 32s).

50. Cf. Bauman y Dessal (2014), Arenas (2018a).

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Nace un principio

El “Proyecto de psicología”, velozmente escrito en 1895, no es sólo la base de todos los modelos freudianos, como Lacan dijo alguna vez; es también la cuna del principio de placer, que en sus primeros ocho apartados nace, crece y se consolida. Al revisar cómo luce el aparato propuesto por Freud si suprimimos ese principio, mantendremos la concepción cuantitativa, económica en el sentido de cierta ley de conservación compatible con el flujo de cantidades, no en el sentido de que éstas tiendan a reducirse. Por otro lado, si bien poco después (en La interpretación de los sueños) Freud remplazará las neuronas por representaciones y, en alguna medida, intentará separar su aparato de la supuesta anatomía nerviosa,(51) no olvidaremos que la construcción planteada se apoya por completo en la arquitectura del arco reflejo.

Ahora bien, si no suponemos la obligatoriedad de la descarga como función primaria del aparato, no hay por qué admitir que éste prefiera huir de todo estímulo (la observación de cualquier lactante muestra lo contrario), los estímulos endógenos (pulsionales) no quebrantan ley alguna, y es innecesario imaginar que deba ponérseles fin mediante una “acción específica”, ya que sabemos hasta qué punto es posible y habitual realizar acciones que incrementen esa excitación. El apremio de la vida –problema biológico– no es algo que el aparato psíquico esté obligado a resolver. Las representaciones pueden ser investidas con cantidad, pero no tienen por qué procurar descargarla. La noción de unas barreras-contacto que inhiben la descarga no es afectada por esto, sino favorecida; lo mismo ocurre con la distinción entre los caracteres pasadero y no-pasadero de dichas barreras(52) y con la noción de una facilitación de éstas. Y, como las facilitaciones no sólo permiten reducir sino también aumentar la excitación, no hará falta asociarlas a una hipotética función primaria de descargar cantidad.

El punto de vista biológico nos tendrá sin cuidado hasta nuevo aviso, en la medida en que se relaciona con una anatomía que no incumbe al aparato psíquico, y también el problema de la cantidad, que sólo responde al intento de armonizar el supuesto afán de descarga con la arquitectura del sistema nervioso. Debemos, sí, detenernos en la teoría del dolor, que es una de las primeras alteradas por la supresión del principio de placer. Freud equipara la inclinación a huir del dolor con la inclinación a evitar excitaciones, entendiendo que ambas son signos de esa tendencia primaria del aparato que aquí dejamos de hipotetizar. Luego, si no postulamos que deba eliminarse toda excitación, el dolor pierde el carácter de fracaso del aparato y adquiere, más bien, el de una señal de que ha sido superado el límite de la excitación (la soportable o la buscada). En cualquier caso, atravesar esa experiencia abre facilitaciones duraderas.

Cuantificar cualidades

El llamado “problema de la cualidad” intenta explicar las sensaciones. Que los procesos psíquicos puedan ser inconscientes no depende del principio de placer, de modo que nuestra discusión no afecta a ese problema. Lo mismo ocurre con las sensaciones y con los caracteres del sistema de la conciencia: si las cualidades son, en última instancia, función de la frecuencia (o periodo) de la cantidad circulante, ello será así con cantidades grandes o pequeñas, ya sea que procuren descargarse o no. Si dejamos de lado los esfuerzos por dar a esta construcción correlatos anatómicos, el problema central abordado en relación con la conciencia es el del placer y el displacer, de modo que aquí deberemos calibrar las cosas con mayor detalle.

Freud considera obvia la tendencia a evitar displacer, y se confiesa tentado a identificarla con el principio de inercia, que es un mero principio de descarga. Hay aquí una brecha que él se apura a cerrar y que por el momento conviene mantener abierta. Ante todo, porque carga y descarga son funciones cuantitativas, mientras que placer y displacer son cualidades. Más aún, él mismo se arrepentirá de tal equiparación treinta años después cuando, por primera y única vez, diga que “placer y displacer no pueden ser referidos al aumento o la disminución de una cantidad”.(53)

¿Cómo entender el placer? Antes de responder, recordemos que, según Lacan, el sedimento, el “aluvión” resultante del manejo, en un grupo lingüístico, de su experiencia inconsciente, es lo que mantiene viva lalengua, hecha del goce mismo.(54) En otras palabras, lalengua es una suerte de precipitado de las experiencias inconscientes de goce en una comunidad lingüística, y por eso conviene apoyarse en ella cuando de esas experiencias se trata. Pues bien, si procedemos así, debemos aceptar que el placer se enlaza con el gusto y que, a diferencia de lo que Freud sostuvo siempre excepto en 1924, no hay principio cuantitativo que regule el placer universalmente. Además, ¿quién no lo sabe? Un mismo plato ofrecido a tres personas puede parecerle delicioso a una, indiferente a otra, y repulsivo a la tercera, de modo que la cualidad (placentera o displacentera) no depende del objeto ni del sensorio, sino de un encuentro contingente. El placer no tiene ley. El displacer tampoco.

Sin embargo, desde 1895 Freud se deja llevar por el afán de enlazar el displacer con una elevación de nivel y el placer con una descarga. Su retractación de 1924 es muy pasajera, por desgracia, ya que sólo un año después insistirá en restaurar esa correlación, cuando se muestre sorprendido de que una descarga produzca un displacer que sólo una excitación debería provocar.(55) Que esa posición suya no sea estable, pues, alienta a no seguirlo en este asunto.

El apartado del “Proyecto…” dedicado a las conducciones ψ toca la cuestión de las pulsiones. Sorteando las analogías neurológicas, cabe sostener, con Freud, que el mecanismo psíquico tiene un resorte pulsional continuo, y también suscribir su conclusión, a saber, que de allí nace la voluntad,(56) pero es necesario evitar de entrada el espejismo de basar la noción de pulsión en la de necesidad –trátese del hambre, la sed o lo que sea. Mantener esa distinción resultará crucial a la hora de concebir lo que allí se inscribe bajo el título de “vivencia de satisfacción”. Y ésta adquiere un carácter radicalmente distinto si se la aprecia apagando la engañosa luz del principio de placer.

Vivencias de excitación

Las necesidades provocan sensaciones que molestan a la criatura hasta el punto de hacerla llorar y berrear, y eso suele mover a otro a realizar la acción específica que le dará el auxilio indispensable. Pero ¿cómo entender lo que entonces ocurre y que Freud llama “vivencia de satisfacción”? Según él, la provisión del alimento o de lo que haga falta cancela el estímulo perturbador, y eso queda enlazado, por medio de una facilitación, a la imagen del objeto y al modo en que se provocó la acción específica.

La excitación molesta es así suprimida por un tiempo. Ahora bien, a cambio la criatura recibe un cúmulo de estímulos tales como los nacidos de mamar, de chupetear, de tragar, de recibir caricias o de ser mirado con dulzura. En síntesis, le han canjeado una excitación desagradable por varias acaso deliciosas,(57) y sin duda esto tiene, como dice Freud, “las más hondas consecuencias”, pero ¿acaso ellas se deben a la satisfacción causada por haber sido aliviado el estímulo perturbador, o bien al contemporáneo descubrimiento de una multitud insospechada de goces?

La depresión anaclítica descripta por Spitz es elocuente al respecto.(58) La cancelación de las excitaciones nacidas de las necesidades no responde al “resorte pulsional” requerido para poner en marcha el mecanismo psíquico, y por eso el destino de las criaturas que pasan cierto tiempo en las condiciones del llamado “hospitalismo” oscila entre la idiotez y la muerte. La explicación que Spitz propone para este conocido fenómeno, basada en la de Freud, no es convincente. ¿Cómo no ver que esas desgraciadas criaturas afrontan una larga, espantosa y generalizada privación de aquellos goces “cuya falta [hace] vano el universo”? (59)

Por lo demás, para convencerse de que la cancelación de estímulos molestos no es, en sí, apta para satisfacer nada, basta observar en cualquier criatura el inagotable afán por mamar o chupetear el pezón o la tetina tras haber saciado su apetito, o incluso el empeño con que se resiste a dormir aunque se le cierren los ojos. En síntesis, aquí no tiene lugar la vivencia de una satisfacción debida al cese de cierta molestia, sino el encuentro con uno o varios goces desconocidos hasta entonces, y esta vivencia de excitación no tiene por qué ser considerada una experiencia inaugural y privativa del infans, ya que bien puede tener lugar en cualquier momento de la vida.(60)

Freud concluye el apartado que dedica a este asunto diciendo que el estado de esfuerzo o de deseo provocará, cuando resurja, una suerte de alucinación, precursora del desengaño. Luego veremos en qué medida y cómo se sostiene esta conjetura suya, pero convengamos que, bajo esta perspectiva, la animación del deseo no depende de que reaparezca la excitación perturbadora ni coincide con tal reaparición.

El dolor pierde así el carácter contrario a la satisfacción impuesto por el planteo freudiano. De las consideraciones acerca de la vivencia de dolor, poco se sostiene. Ante todo, porque Freud yerra al enlazar dolor y displacer, que carecen de correlación necesaria. Que pueda gozarse del dolor sólo es un misterio para quien no tiene ese gusto. Por otro lado, hay algo inexplicable para el modelo freudiano, debido a que éste supone erróneamente que la cantidad responsable del dolor proviene del exterior del cuerpo, a saber, la posibilidad de que un proceso de pensamiento produzca dolor. ¿Por qué algo es capaz de causarnos dolor de sólo pensarlo? Finalmente, si nada impide que un dolor guste, no habrá cómo distinguir, con estos elementos, entre la vivencia de dolor y la de excitación gozosa.

Los afectos y estados de deseo contienen elevaciones de tensión y dejan secuelas compulsivas, dice Freud, y en esto no podemos menos que acordar con él, dado que nos topamos con ellas en la clínica más cotidiana, pero a eso añade dos cosas muy llamativas ligadas al deseo y la defensa (o represión) resultantes. En el caso del deseo, la compulsión toma la forma de esa atracción hacia el objeto (o más bien hacia su huella mnémica) evocada por la canción No hago otra cosa que pensar en ti. Ello provoca un estado de excitación e investidura incesantes que no sólo contradice el supuesto principio de placer, sino que además no se aniquila mediante satisfacción alguna. El deseo, por lo tanto, contradice ese principio, y su “más allá” tampoco lo explica. Por su parte, la vivencia de dolor crearía, según Freud, una inclinación a no investir la imagen mnémica del objeto hostil, lo cual implicaría una reacción de avestruz, hacer como si el objeto no existiera, cuando en verdad eso se opone a lo que él mismo había dicho antes acerca de esta secuela compulsiva, y también contradice las más conocidas y generalizadas formas que esa secuela toma y que van del resquemor al odio e incluso al afán de venganza –No hago otra cosa que pensar en ti con aversión. Por lo tanto, no podemos acompañar a Freud en su idea de la defensa primaria, que es, a su vez, la primera imagen de la represión y que llega a requerirle el agregado de un principio explicativo nuevo… y biológico.

El inconcebible yo y la alegría del encuentro

Llegamos al sitio donde se define el yo como un grupo de neuronas (representaciones) constantemente investido que, entre sus funciones, tiene la de inhibir la repetición. En las coordenadas propias del modelo freudiano, esta definición hace del yo un engendro inconcebible, ya que, si siempre está investido, no se descarga y, por lo tanto, en él no rige el principio de placer, y si además inhibe la repetición, sus excitaciones no pueden ser ligadas por obra y gracia de la compulsión de repetir, lo cual significa que tampoco lo explica el “más allá” de ese principio. En el casi medio siglo de desarrollos ulteriores, Freud no logrará borrar del yo esta monstruosidad inicial.(61)

Que en ese grupo investido inhibitorio haya una parte variable y otra constante es algo que además nos pone sobre la pista del carácter lingüístico de las representaciones que lo componen, como veremos en un momento. Freud dice que esa investidura está al servicio de la función secundaria, es decir, la de no descargar toda excitación, la de conservar una cuota de energía disponible para hacer todo aquello que la vida requiere, como si el principio de placer nos impeliera a la inactividad y el yo debiera movernos a comer para no morir, por ejemplo, función para cuyo cumplimiento debe hacer uso de la energía que ha acopiado y mantenido en forma de unas investiduras permanentes. Sin embargo, bien sabemos que una elevada investidura yoica puede, muy por el contrario, tener un efecto contrario y aun mortífero, como bien lo ilustra el mito de Narciso.

Luego se plantea la distinción entre los procesos primario y secundario, requerida para que la percepción no se confunda con el recuerdo. La idea de Freud es que, si cada vez que deseáramos o temiésemos algo lo alucináramos, habría un gasto inútil y excesivo. Notemos que esto depende, a su vez, de la suposición de que el saldo de la vivencia de satisfacción es la inclinación del aparato a alucinar lo deseado, y no sólo no hay nada que justifique esta hipótesis,(62) sino que además el sentido de esa vivencia cambia si borramos del mapa el principio de placer. Esto último pone en tela de juicio, por lo tanto, el papel inhibidor del yo y el paso del proceso primario al secundario.

Algo muy distinto ocurre con lo que Freud llama “el discernir y el pensar reproductor”, donde entran en juego el lenguaje (ausente hasta aquí) y la Cosa (das Ding).(63) La clave es entender que el objeto investido por el deseo es una multiplicidad (un “complejo”, no una unidad) y que en ella cabe distinguir una parte constante, a, y otra variable, b, mientras que la percepción inviste otra multiplicidad que incluye esa parte constante, a, y otra distinta, c. ¿Cómo hacer para que la parte distinta deje de serlo? El lenguaje, según Freud, hará de a la Cosa y de b (o c) su predicado, lo que de la Cosa se dice. Como ésta es aquello acerca de lo cual se habla, es indecible.(64)

Podemos acordar con lo aquí planteado, pero no con la afirmación de que, una vez alcanzada la identidad, sobrevenga la descarga que dicta el principio de placer,(65) ya que, cuando encontramos el objeto, nuestra tensión, lejos de descargarse, estalla: nos invade la alegría, temblamos de regocijo y excitación, y esto no significa aligerarla por el polo motor, en la medida en que ese estado suele ser duradero e interrumpirse únicamente debido al agotamiento de nuestras fuerzas. Por otro lado, el goce de ese encuentro no es único y puntual como el flechazo o como el hallazgo del objeto (que es siempre un rencuentro, según Freud), sino que forma parte de nuestra vida cotidiana, aunque no lo descubramos más que cuando nos falta: la cólera que surge cuando las clavijas dejan de entrar en los agujeritos, como decía Lacan parafraseando a Péguy,(66) muestra que del encastre –o sea, de hacer que c coincida con b– gozamos todo el tiempo.(67)

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